Ana

Ana


Primera parte. Los ojos » 5

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—Tienes un aspecto horrible.

Eso fue lo primero que dijo mi hermano al verme.

Por suerte, mi sentido de la autoestima había pasado por pruebas mucho más duras en los últimos tiempos.

—He pasado mala noche. Por el alcohol más que nada —respondí—. De todas formas, y ya que estamos siendo sinceros, deberías mirarte en un espejo. Parece que te acabara de pasar un camión por encima, Ale.

Él asintió.

Desde pequeños, cuando éramos inseparables, siempre le había llamado Ale. De ninguna otra forma. Ni Alejandro, ni Álex, ni Jandro. Simplemente Ale. Que yo sepa, solo dos personas en el mundo le llamábamos así. Mi padre y yo. Como ya he dicho, mi viejo está muerto. Así que hacía mucho que nadie le llamaba de esa forma: Ale.

Algo parecido a la emoción apareció a la altura de mi estómago al verle allí, detenido por asesinato. Era mi hermano pequeño. Le quería. Y aunque hiciera mucho que no supiera nada de él, mi instinto protector asomó apenas crucé la puerta.

—Llevo setenta y dos horas sin dormir —dijo, no sé si intentando justificar su aspecto o tratando de señalar algo referente a la acusación que le imputaban.

—Escucha. Posiblemente no estén grabando esta conversación, no tienen autorización. Pero nunca se sabe. Es mucho mejor que no digas nada. Aunque no podrían usarlo como prueba, no queremos ayudarles ni darles pistas. Te recomiendo que no digas absolutamente nada, ya tendremos tiempo para eso más adelante.

Ale miró a su alrededor divertido, como si la perspectiva de que nos estuvieran grabando le pareciese graciosa. Bajó el tono de voz y dijo:

—Llevo setenta y dos horas seguidas jugando.

Hice un chasquido con la lengua.

—Tal vez exista la posibilidad de que no me hayas escuchado bien, razón por la cual te lo voy a repetir —dije intentando no perder la paciencia—. No digas nada. Responde solo a lo que yo te pregunte. Nada más.

Ale movió la cabeza con resignación.

Tenía la mirada perdida. Sus ojos verdes, según decía la gente unos ojos tan cautivadores que si te miraba fijamente podía desarmarte y hacer contigo cualquier cosa que se propusiera, parecían haber perdido parte de su brillo. Su piel tenía algunas manchas rojizas, nada serio, me dije, las pocas horas de sueño, los cuarenta recién cumplidos, una acusación de asesinato sobre los hombros, en fin, esas cosas. Tenía una barba descuidada de dos o tres días, que junto a unas enormes ojeras y una tez pálida acrecentaba su apariencia inquietante. A pesar de su aspecto desaliñado, seguía teniendo ese aire atractivo de niño malo, de seductor impenitente.

—Como ya sabes, estás acusado del crimen de Bernardo Menéndez Pons. El teniente sostiene que has confesado ser el autor de dicho asesinato —dije.

Después saqué una carpeta con varios documentos que había cogido de mi coche antes de entrar en el cuartel.

—Qué hijo de puta —dijo Ale—. No es cierto. Me tendieron una trampa. Es lo que llevan años haciendo esos cabrones.

Lo miré por encima de los papeles. No sabía si mi hermano se refería a los guardias civiles o a la gente del casino, incluyendo a Pons. A decir verdad, no era conveniente que Ale hablara mal de nadie.

—No te lo cuento para que me digas si es verdad o no —contesté rápidamente antes de que siguiera hablando—. Tienes que entender una cosa, y tienes que entenderla de una vez por todas: no hables con nadie sobre lo que pasó con Menéndez Pons, ni sobre nada que tenga que ver con este caso. Ni siquiera hables conmigo hasta que yo te lo diga.

—Pero tú eres mi abogada.

—Eso parece.

Nos miramos durante un rato sin decir nada. Dejé el papeleo sobre la mesa. Ale mostró esa cara de bobo que ponía cuando estaba contento, lo cual era paradójico teniendo en cuenta la situación.

No soy vidente ni telépata, y no creo en la comunión entre personas que no necesitan hablar para entenderse, pero no era difícil leer su mente: ahí estábamos, los dos hermanos Tramel metidos en un buen lío, igual que en los viejos tiempos. Mi hermano me necesitaba y yo acudía en su ayuda. Era todo muy tierno. La cosa estaba a punto de convertirse en una de esas patéticas escenas televisivas entre familiares que no se ven desde hace años y se reencuentran.

—¿Quieres que te abrace? —preguntó Ale.

—Si lo intentas, te daré una patada en los huevos —respondí—. Estoy hablando en serio.

A continuación le expliqué lo que íbamos a hacer. Lo primero y más urgente era que me firmase un contrato tipo como abogada. Para eso había cogido aquella carpetilla de mi coche, eran los formularios de mi despacho, que podrían servir para la ocasión. Después tendríamos que firmar en el juzgado unos poderes ante el letrado de la Administración. Si no lo hacía, estaría atada de manos. Había mil trámites que resolver, y por mucho que fuésemos hermanos y que tuviéramos un acuerdo contractual, eso no serviría de nada si no había unos poderes firmados y sellados por el secretario judicial.

En cuanto al contrato, lo voy a decir claramente: no me fío de mi hermano en nada que tenga que ver con el dinero. Es mi hermano pequeño, sí. Le quiero, suponiendo que eso signifique algo (explicar lo que de verdad pienso sobre el amor nos llevaría mucho tiempo). Estaba dispuesta a romper cinco años de hibernación por él. De acuerdo, pero eso no significaba que me fiara de Ale. Siempre había sido un verdadero desastre con el dinero, por no llamarlo de otra forma. Y lo que es peor: tiene un carácter compulsivo. Si por lo que parecía, y por las noticias que me habían ido llegando con cuentagotas estos años, estaba enganchado al juego, se trataba de una bomba que podía explotar en cualquier momento, tal y como era evidente. Había estado las últimas setenta y dos horas jugando ininterrumpidamente, y después se había cargado al director de uno de los casinos más importantes del país (o le acusaban de hacerlo, lo cual venía a ser casi lo mismo). Para este caso iba a necesitar mucha ayuda. Al menos otros dos o tres abogados, una secretaria, un investigador, seguramente análisis y contraanálisis, expertos en cualquier cosa, qué sé yo, un montón de imprevistos que costarían mucho dinero. Iba a necesitar utilizar una gran parte de los recursos del despacho. Y todo eso suponía un montón de billetes. Así que quería que el asunto de los honorarios quedase reflejado por escrito.

Ale parecía aburrirse según le iba explicando el contrato. Pero cuando empezamos a hablar de dinero, capté toda su atención.

—¿Cobras treinta mil euros por un caso así? —preguntó asombrado—. Estarás forrada.

—Yo no —dije—, mi despacho. Además, es una ganga. Por supuesto, gastos de procurador y de notario, aparte.

Puse delante de él los impresos correspondientes. Mi hermano se fijó en el logotipo que aparecía en el encabezamiento de todas las hojas.

—¿Sigues con lo de las multas?

Aunque no nos habíamos visto ni hablado desde hacía mucho tiempo, era evidente que él sabía algunas cosas de mi vida, al igual que yo había tenido noticias acerca de su afición por el póquer.

Asentí.

—Ale, tienes que firmar todo esto. Ahora —respondí—. Si no, no puedo encargarme de tu defensa.

—¿Y si no puedo pagar?

—Ya se nos ocurrirá algo.

Cuando acabamos con el contrato, pasé al siguiente tema.

—Vas a estar un tiempo en la cárcel —dije.

Él arrugó la nariz.

—¿Lo entiendes?

—Lo entiendo —contestó.

—Intentaré que salgas en libertad condicional una vez que se celebre la comparecencia para determinar la entrada en prisión, algo que sucederá muy rápidamente, pero ya te advierto que no será fácil, estás acusado de asesinato. Aunque no conocemos los detalles, es casi imposible que te dejen salir. ¿Podrás aguantar?

—Me las apañaré —dijo, no muy convencido.

Alejandro Tramel no era una persona de «aguantar». No había tenido un trabajo convencional en su vida. Desde muy joven supo que eso de un trabajo fijo, ocho horas al día de lunes a viernes, no iba con él. Empezó estudios de Derecho, de

Marketing y Publicidad, de Filología Inglesa y de Restauración. Cuando mi padre murió, se gastó el poco dinero que le dejó en viajar por el mundo. A su regreso trabajó durante una época de cocinero en un restaurante muy moderno del centro. Por lo visto no se le daba mal, pero, como era previsible, se aburrió. También llegó a trabajar en televisión de guionista. En un programa de entrevistas. Era amigo de uno de los productores, al parecer. No duró mucho. Lo pusieron de patitas en la calle cuando descubrieron que fusilaba las preguntas de viejas entrevistas de la CNN. Fue camarero en un bar de copas hawaiano, socio de un chiringuito en la playa, vigilante nocturno y hasta lector por horas, que era un trabajo que ni yo misma sabía que existía, y que al parecer consistía en leer libros a viejos, enfermos y discapacitados. Su momento de gloria fue cuando empezó a jugar al póquer

online, ganó bastante dinero cuando comenzaron las punto com. Se veía a sí mismo como una especie de Steve Jobs del póquer o algo así. Después aquello pasó, como todas las cosas en la vida de Ale. No le estoy juzgando, no soy quién para hacerlo. Solo quiero decir que no es alguien que se adapte fácilmente a las normas. Tenía talento, y si algo le interesaba podía llegar a ser muy tenaz en el empeño. Sin embargo, no creo que le fuera a ir bien dentro de la cárcel. No es ese tipo de personas. Pero no se me ocurría otra alternativa por ahora.

Tercera cuestión: la presunción de inocencia.

—Por si no lo sabes, en este país todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario —dije.

—Me encanta este país —respondió irónico.

—Eso quiere decir que serán ellos los que tendrán que demostrar que eres culpable —continué—. Serán ellos los que tendrán que buscar las pruebas. Nosotros jugaremos a la defensiva. Desmontaremos sus argumentos, rebatiremos sus pruebas, pondremos en duda todos y cada uno de sus indicios. Esa será nuestra táctica. Nuestro sistema judicial es muy claro en este aspecto: la culpabilidad debe ser demostrada más allá de toda duda razonable.

Mi hermano me miraba como si hubiera dejado de escucharme, o peor aún: como si eso que yo estaba diciendo no fuera tan importante. Tuve ganas de preguntarle sobre las cámaras de seguridad del casino, sabía que en las salas de juego había cámaras, pero ignoraba si también las había en el despacho donde se había producido el crimen. Eso lo podía cambiar todo. No es lo mismo ver a alguien entrar y salir del lugar donde se han cargado a una persona que ver directamente a ese alguien golpeando en la cabeza a la víctima.

Decidí no preguntárselo. Prefería averiguarlo por otro lado. La mera formulación de la pregunta pondría aún más nervioso a Ale de lo que ya estaba, por mucho que tratara de disimularlo. Además, no quería que los guardias que nos estuvieran escuchando supieran nada acerca de por dónde iban mis pensamientos ni mis dudas, no quería bajo ningún concepto mostrar debilidad tan pronto. Esto es lo que Moncada y el resto debían ver: yo era una abogada omnipotente, lo sabía todo, y aun en el hipotético caso de que hubiera un vídeo en el que se viera a mi defendido machacando el cráneo con ensañamiento al director del casino, aun así conseguiría que un juez, o si tenía suerte un jurado, le declarase inocente. ¿Cómo? Aún no tenía ni la más remota idea. Pero eso es lo que haría. No es por tirarme faroles, pero en otra época había conseguido cosas más complicadas en un juzgado, y ya es mucho decir. Es cierto que entonces tenía algo que ahora había perdido: una fe ilimitada en mí misma. Pero aunque esa fe no la iba a recobrar, quizá podría actuar como si así fuera. Si me empeñaba, creo que tal vez podría llegar a creerme yo misma (por un tiempo limitado, eso sí) que era de nuevo Ana Tramel, la abogada que podía con todo. Si las máscaras dejan huella, yo estaba dispuesta a ponerme esa máscara y correr el riesgo.

Entonces mi hermano se rascó la barba y dijo justamente lo último que yo quería escuchar:

—Soy inocente —soltó muy serio—. Eso es lo importante, Ana.

Pensé en responderle que todo estaba grabado en vídeo y que sería mejor que mantuviera el pico cerrado. Pero enseguida supe que no era buena idea decirle eso, al menos no así.

—En eso, querido Ale, estás completamente equivocado —dije—. Yo no te voy a defender porque seas inocente. Te voy a defender única y exclusivamente porque soy tu abogada, quiero que lo entiendas. Y lo importante no es eso que has dicho, lo importante es que no te vas a librar de una condena porque seas inocente, te vas a librar, suponiendo que te libres, lo cual es mucho suponer, porque yo voy a hacer bien mi trabajo. Ni más ni menos. Así que te pido, te exijo que no vuelvas a decirme que eres inocente, eso no nos va a ayudar a ninguno de los dos a solucionar este embrollo.

Ale se recostó en la silla. Parecía estar luchando consigo mismo, con su instinto natural. Estaba claro que no atravesaba su mejor momento, si es que había tenido alguno. Mi hermano es una de esas personas que en las malas rachas, y había tenido muchas, siempre había contado con alguien (en este caso, su hermana mayor) que había tirado de él. Aunque solo nos llevábamos tres años escasos, yo había ejercido una especie de rol maternal desde que mi madre murió cuando éramos pequeños. Le había ayudado, aconsejado, acogido, animado, prestado dinero y otras muchas cosas, y lo había hecho de todo corazón, feliz de poder volcarme con él. Eso había sido así hasta que hace cinco años mi vida dio un vuelco y lo mandé a paseo. No solo a él, sino a todo el mundo en realidad. Puede que la vida no hubiera sido justa con Ale. Pero que se pusiera a la cola, no era el único ni mucho menos.

—Está bien —murmuró.

Alguien llamó a la puerta.

El agente de uniforme se asomó.

—Dos minutos —dijo.

—Gracias —respondí.

Esperé a que cerrara la puerta.

—No sé por qué extraña razón estos guardias civiles parecen tenerte aprecio —dije mientras recogía los papeles.

—No todos —respondió Ale haciéndose el misterioso—. Moncada me ha echado un cable.

—¿Lo conocías de antes?

Ale pareció pensar detenidamente la pregunta, como si no fuera tan sencilla. Masculló algo entre dientes. Y al fin dijo:

—Sí.

—Una última cosa —continué—. A pesar de que hayan sido muy amables contigo, obviamente es mejor que te acojas a tu derecho a no declarar. ¿Estás de acuerdo?

Él movió la cabeza asintiendo de forma casi imperceptible. Guardé los documentos en la carpeta, incluido el contrato que mi hermano había firmado.

—Estaremos en contacto, Ale.

—¿Puedo pedirte otra cosa? —preguntó él.

Lo observé.

—Necesito que me dejes dinero, Ana —dijo muy serio—. No puedo estar encerrado y sin un euro en el bolsillo. Prometo que te lo devolveré.

Llevaba razón. Le esperaban horas y días complicados. Si al menos contaba con algo de dinero contante y sonante, tendría más posibilidades de que le fuera un poco mejor. Por otro lado, las promesas de mi hermano en lo referente al dinero no tenían ningún valor, no significaban absolutamente nada, las había incumplido tantas veces que lo más probable es que él mismo ya no les diera importancia.

—No te puedo dar dinero hasta que ingreses en prisión, y aun allí tiene que ser peculio, dinero de cárcel, para entendernos. No es una excusa, es la verdad. No obstante, más tarde haré unas llamadas a ver si podemos saltarnos el procedimiento.

Ambos nos pusimos en pie. Nos miramos un instante. Como ya he dicho, detesto las despedidas, son superiores a mis fuerzas.

—No hables con nadie —dije—, es posible que todo el caso dependa de eso.

—Entendido, abogada —respondió él.

—De inmediato se fijará una comparecencia ante el juez. Es puro formulismo, únicamente sirve para que el magistrado decida si acepta la denuncia a trámite y si te envía a prisión preventiva. Y te aviso de que ambas decisiones serán afirmativas. Estaré contigo cuando te presentes ante el juez dentro de unas horas. Si necesitas algo antes, pide que me avisen.

Eso fue lo último que dije. Me dirigí hacia la puerta. Di dos golpes y esperé a que me abrieran. Pude sentir la mirada de mi hermano clavada en mi espalda. Si Ale esperaba que le diera unas palabras de ánimo antes de irme, o incluso un beso o un abrazo, podía quedarse allí todo el día sentado.

Crucé el cuartel de regreso al aparcamiento.

Cuando salí a la calle, el sol me pareció muy intenso. Entré en el coche. Dejé los papeles en el asiento del copiloto. Me puse el cinturón. Y agarré el volante. De pronto me sentí agotada. Profundamente agotada. Y el día no había hecho más que empezar.

Aún tendría que reunirme con mi equipo de abogados, un equipo acostumbrado a recurrir multas de tráfico y que se iba a encargar por primera vez en su vida de un caso de asesinato. Tendría que encontrar a la persona a la que había dejado el mensaje de voz, y que aún no me había devuelto la llamada; la necesitaba para que me ayudara en esto. Seguramente tendría que volver a hablar con el teniente Moncada a medida que se fueran conociendo más datos. Tendría que averiguar la ubicación de las cámaras de seguridad (mi principal quebradero de cabeza). Tendría que enviar a alguien de confianza para asegurarme de que le llegaba el dinero que le había prometido a mi hermano. Tendría que reconstruir con mi equipo los hechos que se habían producido esta mañana y que habían desembocado en la muerte de Menéndez Pons. Tendría que lidiar con Concha; si, tal y como me había dicho Ronda, estaba de mal humor, eso es que habría recibido los números del trimestre, o que alguno de los críos recién llegados al bufete había vuelto a meter la pata. Tendría que hacer todo eso y muchas otras cosas antes de hacer lo que de verdad necesitaba.

Cerrar los ojos.

Simplemente cerrar los ojos.

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