Ana

Ana


Primera parte. Los ojos » 6

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—Despedida —dijo sin mover un solo músculo de su rostro.

Sin lugar a dudas, estaba siendo un día lleno de emociones fuertes, tal vez hace años incluso lo habría disfrutado. Aún recuerdo lo que dije cuando mi amiga y compañera de promoción, Concha, la misma Concha que tenía delante, me preguntó el día que nos graduamos qué es lo que quería de la vida, y yo le respondí sin dudar: «Emociones fuertes, eso es lo que quiero». Era joven. Era gilipollas. Y desde luego, aún no me había pasado la vida por encima. Si me hicieran la misma pregunta hoy, seguramente respondería: «Dormir».

Concha lo repitió, por si yo no lo había entendido bien.

—Despedida, Ana —dijo—. Estás despedida.

Intenté comprender el alcance de sus palabras.

—No podías haber elegido un peor momento —dije.

Miré el reloj en la pared del despacho. Las 16.22 horas. Tres abogados del bufete me estaban esperando en la sala de reuniones, ansiosos por saber de qué iba todo aquello de Menéndez Pons y qué tenía que ver Promultas con un caso de asesinato. No podía perder mucho tiempo con Concha. Y aún menos podía aceptar eso del despido. Necesitaba los recursos del despacho, por pequeños que fueran (en realidad, no eran tan pequeños), necesitaba su personal, necesitaba las fotocopiadoras, la máquina de café, aquellas cuatro paredes entre las que estábamos ahora mismo. Necesitaba todo eso si quería llevar adelante el caso de mi hermano.

—Eso he oído —suspiró Concha—. Dicen que ahora te dedicas a casos de asesinato. Fascinante.

Como era de esperar, Ronda se había ido de la lengua. Negué con la cabeza.

—No son «casos» de asesinato —respondí—. Han detenido esta mañana a Ale. Le acusan de matar al director del casino Gran Castilla.

Por la cara que puso Concha, estaba claro que esa información era nueva para ella. Incluso me dio la impresión de que se había mareado ligeramente al escucharlo.

—¿Ale? —preguntó desorientada—. ¿Nuestro Ale?

Cierto: no lo recordaba, pero Concha era la tercera persona en el mundo que le llamaba de esa forma: Ale. En la universidad, en segundo de carrera, había tenido un breve romance con mi hermano. Ella lo denominó así: «breve romance». Yo diría que estuvieron follando unas semanas, eso es todo. No era la primera de mis amigas que mi hermano se había llevado a la cama. Como ya he dicho, Ale siempre ha sido un seductor de primera. Su labia, sus ojos verdes, su talento para sonreír, su carácter atormentado eran una combinación irresistible. A mí, en líneas generales, me resultaba indiferente lo que él hiciera en ese sentido, tanto con mis amigas como con otras chicas. Todos éramos mayorcitos y sabíamos lo que hacíamos, de hecho nosotras éramos tres años mayor que él, lo cual a los veinte años es todo un mundo. Ale estaba preparando la selectividad cuando ocurrió, y nosotras ya estábamos en la facultad. Al final la historia acabó de forma previsible: después de un par de meses Ale se aburrió y le rompió el corazón a mi amiga. Ya lo había visto otras veces, pero en aquella ocasión parecía que la cosa iba en serio, daba la impresión de que Concha estaba verdaderamente colada por él. Si no recordaba mal, después de terminar la carrera volvieron a acostarse un par de veces, cuando Concha ya estaba prometida con su actual marido. Supongo que ella necesitaba sacarse esa espinita. Que yo sepa, luego solo se habían vuelto a ver en alguna de esas ocasiones inevitables, como mi boda, o alguna otra situación que ahora prefería no recordar. Sin embargo, ella se había referido a él como «nuestro Ale». O había algo que yo ignoraba, o aquel amor juvenil la había marcado más de lo que sospechaba.

—Lo ha detenido la Guardia Civil y es probable que en breve sea trasladado a prisión —dije—. La acusación es grave. Hay varios testigos. Hay una supuesta confesión. Y por lo que he podido saber, hay grabaciones de vídeo. No he podido contártelo antes, todo ha ocurrido en las últimas horas.

—¿Lo has visto? —preguntó Concha alarmada tratando de recomponerse, estaba claro que la noticia la había afectado.

Asentí con un pequeño gesto de cabeza.

—¿Cómo está?

Me dio la sensación de que la imagen de mi hermano, sus ojos verdes, su pelo despeinado, su aspecto frágil, desvalido casi, su forma de caminar, se estaba proyectando en la cabeza de Concha en esos instantes.

—Regular —dije lo más seca que pude, intentando alejar esa imagen de perdedor atractivo, de rebelde contra el mundo que seguía teniendo Ale—. Creo que está enganchado al juego. Haya cometido o no ese asesinato, es el acusado perfecto.

—Ya sabes que siempre he apreciado mucho a tu hermano —dijo Concha refiriéndose a Ale como si fuera el secretario de las Naciones Unidas o algo así.

—Todos queremos mucho a Ale —dije—, en el cuartel donde he estado esta mañana creo que iban a colgar su foto en la pared: Asesino del mes. Por favor, Concha, no me digas que te sigue poniendo, es un crío de cuarenta años.

Ella se encogió de hombros, lo cual era poco más o menos que un reconocimiento de culpabilidad. Concha Andújar estaba casada desde hacía mucho tiempo con un hombre que no sé si la hacía feliz, pero que al menos le daba cierta estabilidad, y eso (la estabilidad) era algo que ella había apreciado siempre mucho. Tenía tres niñas preciosas y muy espabiladas de trece, nueve y siete años: Jimena, Rosa y Aitana. Era dueña, directora y gerente de un próspero negocio que había llegado a tener decenas de empleados. Había sido portada de la revista del Colegio de Abogados. Vivía en un chalé con un jardín de ochocientos metros y piscina propia. Conducía un BMW de más de sesenta mil euros. Y aun así… seguía sintiendo algo por un tipo inmaduro que solo le había traído quebraderos de cabeza hace mil años. La naturaleza humana no deja de sorprenderme cada día.

—No es lo que piensas —dijo.

No, claro. Se le veía en los ojos. No es que ahora mismo tiraría por la ventana su matrimonio con tal de echarle un buen polvo a Alejandro Tramel. No, nada de eso. Era otra cosa. Se trataba de amor. Del bueno. Del verdadero. Ale era su príncipe azul, y algún día, tarde o temprano, él se daría cuenta y cabalgarían juntos en un corcel blanco.

—No me jodas, Concha —musité.

—No estamos aquí para hablar de mi vida amorosa, ni de tu hermano, ni de mis problemas matrimoniales —dijo tajante cambiando el tono de voz.

—¿Tienes problemas matrimoniales? —pregunté más que nada por tocarle un poco las narices.

—Ana, por favor, estoy hablando muy en serio.

—Yo también —respondí.

Concha sacó un grueso archivador, lo abrió y de forma teatral dejó caer sobre la mesa un montón de papeles que se desparramaron ante mis ojos.

—Los números del último trimestre —dijo.

—Tengo la impresión de que no son buenos —auguré con mi perspicacia habitual.

—Estamos en la ruina, Ana —respondió ella—. No es una forma de hablar. Es literal. En la ruina. El número de recursos ganados ha caído en picado desde la entrada en vigor del nuevo Código. Pero eso no es lo peor. Lo grave es que nuestro ya de por sí pequeño margen sobre los expedientes ganados ha bajado un ochenta y dos por ciento. ¿Te das cuenta de lo que significa eso? ¡Un ochenta y dos por ciento! ¿Por qué razón? Por la política agresiva de precios de la competencia, esos supermercados de las rebajas que tienen la desvergüenza de llamarse a sí mismos «bufetes». Por los impagados a causa de los efectos colaterales de la crisis. Por los costes cada vez más altos en

marketing, en publicidad directa, en mantenimiento. Y por supuesto, por los gastos fijos. Los malditos, dichosos y nunca bien ponderados gastos fijos.

Concha siempre protestaba, pero aquello era distinto. ¡Había desparramado todos los documentos del último trimestre por la mesa y el suelo del despacho! Y eso, para una obsesiva del orden y el control como ella, solo podía significar una cosa: que esta vez iba en serio.

—Esto se hunde, Ana.

Decidí ser sincera. Era posiblemente mi única baza. Nos conocíamos demasiado bien para andarnos con triquiñuelas.

—No puedes despedirme —dije—. Necesito los recursos de Promultas para la defensa de Ale. Va a ser un proceso muy complicado y yo sola no puedo afrontarlo ni de lejos. Tal vez con ayuda tenga una posibilidad, no lo sé. Me has echado un cable muchas veces, Concha. En cierto sentido, me salvaste la vida en una ocasión. Y yo te lo agradezco de corazón. Pero no te lo pedí. Lo hiciste por tu propia iniciativa. Ahora sin embargo sí te lo pido. Espera a que termine el proceso contra mi hermano y después despídeme o haz lo que quieras. Firmaré la baja voluntaria, no tendrás que indemnizarme.

La oferta sobre la indemnización pareció hacerle algo de mella.

—Además Ale ha aceptado los honorarios y ha firmado el contrato con Promultas —continué—. Sé que no será fácil, pero terminará pagando.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —preguntó.

—No lo sé —dije intentando hacer un rápido cálculo mental—, unas semanas, tal vez meses, un año a lo sumo.

Concha se dejó caer sobre su silla, abatida.

—No lo entiendes —dijo muy seria—. Voy a cerrar el chiringuito.

Esa sí que era buena. No se trataba de mí. Se trataba de una despedida y cierre en toda regla. Un punto y final.

—El día 1 de noviembre, exactamente dentro de once días, ni uno más ni uno menos, Promultas será historia —continuó—. Esto es insostenible. Eres la segunda persona en saberlo, después de Felipe. Es una decisión meditada e irrevocable.

Felipe era su marido y el padre de sus hijas. Un abogado fiscal que trabajaba para una multinacional y con el que yo nunca había tenido demasiada empatía. Un hombre sencillo y chapado a la antigua, con una gran tripa y, según decía mi amiga y él mismo algunas noches cuando bebía de más, una buena polla también. Pude imaginar a Felipe aconsejando con vehemencia a mi amiga. Sin duda él le diría que cerrara, el negocio solo le traía dolores de cabeza últimamente, le diría que se tomara las cosas con calma. Había ganado dinero suficiente en los últimos años como para no necesitar un trabajo durante una buena temporada, sin que su ritmo de vida se viera afectado.

La situación era mucho peor de lo que yo imaginaba.

Había llegado la hora de utilizar el comodín. Ese comodín que ni siquiera yo misma sabía que tenía. Pero que de pronto cobró forma en mi cabeza de manera nítida. Adelante.

—Hagámoslo —dije.

—¿El qué? —preguntó ella haciéndose la distraída, aunque por la manera en que lo dije sabía perfectamente de qué estaba hablando.

—Lo que siempre has querido —respondí—. Abrir un bufete. Un auténtico despacho que lleve casos gordos, de esos de vida o muerte. Tú y yo.

Desde la facultad, Concha siempre había tratado de convencerme de que abriéramos juntas un despacho. Al principio ni siquiera había valorado sus pretensiones. Está mal que lo diga, pero consideraba que por talento, por preparación y por muchas más cosas, como abogada yo podía aspirar a mucho más, tal y como quedó demostrado después. Fui la primera de mi promoción, lo cual no supuso una sorpresa para nadie. Y enseguida empecé a trabajar para uno de los mejores bufetes de la ciudad. No voy a explayarme, es una época que no me interesa, pero resumiendo podría decirse que durante algunos años yo elegía los casos, elegía el despacho y elegía cuánto y cómo quería cobrar. Estaba en lo más alto de la profesión. Después todo cambió. Y decidí retirarme, no quería saber nada de los tribunales. Fue cuando Concha me rescató. Antes, durante y después de aquello, a veces de manera explícita y otras muchas sin verbalizar, mi amiga Concha había intentado convencerme de que nos asociáramos y diésemos el paso. Era, por lo tanto, un tema delicado con el que no podía jugar alegremente. Si lo decía, tendría que cumplirlo.

—¿Estás hablando en serio? —preguntó.

—Este es el trato —dije improvisando—. Tú mantienes Promultas bajo mínimos un año más. Yo podré emplear el personal y recursos del despacho en la defensa de Ale. Al terminar el proceso, echas el cierre. Y empezamos de cero. Tú y yo. Juntas.

Concha no lo dudó ni un segundo.

—Un año es mucho tiempo —dijo pensativa—. Ni un día más. Tendré que echar a algunos empleados, reestructurar la empresa, hacer cosas desagradables. Y tú tendrás que sacar tiempo para seguir supervisando las multas, una cosa es la ruina y otra la ruina al cubo.

Estaba firmando mi sentencia. Decidiendo mi futuro personal y profesional en una situación desesperada, en base a la confianza de mi amiga y a la necesidad de mi hermano. Dos factores sobre los que, objetivamente hablando, un

headhunter habría puesto el grito en el cielo solo por haberlos considerado. Pero hacía mucho tiempo ya que ninguno de esos cabritos me llamaban, así que estreché la mano de Concha.

El móvil comenzó a vibrar en mi bolsillo.

—Perdona —dije—, tengo que contestar.

Saqué el teléfono del bolsillo y miré la pantalla: «Eme». La llamada que llevaba esperando desde hacía horas. Esperé un instante y descolgué.

—¿Hola?

Concha me observó intrigada. Supongo que mi rostro delataba que aquella llamada me ponía nerviosa. De alguna forma, era como desenterrar un viejo fantasma.

—Hola, Ana —dijo una voz masculina al otro lado del hilo telefónico.

Durante unos segundos los dos permanecimos en silencio. Qué diablos, no iba a andarme con formulismos, no tenía tiempo.

—Escucha, necesito un investigador para un caso de asesinato —dije—. ¿Te interesa?

—Creía que te dedicabas a las multas —dijo la voz sin inmutarse.

—Seis meses a tiempo completo, prorrogables por otros seis —añadí con un tono distante, como si estuviera tratando de disuadirle de aceptar, cuando en realidad quería justo lo contrario—. Incorporación inmediata, y cuando digo inmediata quiero decir en este momento. Promultas paga.

Concha trató de decir algo, pero le hice un gesto con la mano.

—Acepto —dijo.

—Muy bien —respondí—. Necesito que empieces hoy mismo. Acércate al cuartel de la Guardia Civil de Robredo y averigua cómo está Alejandro Tramel, lo han detenido esta mañana por asesinato y, salvo que lo hayan trasladado sin avisar a su abogada, debe seguir allí. Cuando sepas si está bien, tienes que hacer tres cosas: decírmelo a mí en primer lugar; hablar con alguien que conozcas en el cuartel para que le echen un cable durante estas primeras horas, no quiero que se derrumbe, y por último conseguir de alguna forma que le lleguen trescientos o cuatrocientos euros, seguro que se te ocurre la manera de hacerlo. Ahórrate formulismos y asegúrate personalmente de que le llega el dinero. Después nos vemos en mi despacho de Promultas. Si quieres pasar antes a recoger el dinero, la recepcionista lo tendrá en un sobre a tu nombre.

—Volvemos a las andadas —dijo.

—Déjate de frases hechas y ponte en marcha —respondí—. Ah, otra cosa. Por favor, habla con alguien discretamente y entérate de si hay cámaras de seguridad en los despachos del casino de Robredo. En concreto, sería fantástico saber si hay cámaras en el despacho adyacente a la sala privada de póquer. Como te digo, intenta no hacer mucho ruido cuando preguntes por ahí.

Eme era el mejor investigador que había conocido. Un viejo zorro. Entendía las cosas a la primera. Las había visto de todos los colores y sabía perfectamente cómo hacer su trabajo.

—En cuanto acabes, ven para acá —añadí. Y colgué.

Aunque pudiera parecer lo contrario, Eme era una de las pocas personas que me seguían intimidando.

Miré el reloj de la pared. Las 16.48. Había llegado la hora de poner a funcionar a mi equipo de abogados inexpertos, novatos y asustados.

—Perdona —dijo Concha—. ¿Promultas acaba de contratar a un investigador?

—Uno de los buenos —respondí—. Ya te aviso que no es barato. Te compensaré, Concha, te prometo que te compensaré. Si no es en esta vida, será en la próxima.

—Si no te importa, preferiría que fuera en esta.

No sé si Concha había aceptado mi propuesta por su viejo sueño juvenil de abrir juntas un despacho. Porque seguía confiando en mí. O si lo había hecho por Ale (me daba en la nariz que esto último tenía mucho que ver). En realidad daba igual, el caso es que estábamos en marcha y que tenía doce meses. Pasado ese tiempo, como solía decir mi padre, solo el diablo sabe qué nos esperaba.

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