Ana

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Primera parte. Los ojos » 7

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Le pedí a Ronda que no me molestara nadie, salvo que fuera algo estrictamente relacionado con Alejandro Tramel.

Pasé el resto de la tarde en la sala de reuniones, que había decidido convertir en el cuartel general del caso.

Mis tres ayudantes resultaron ser más eficaces de lo que yo pensaba. El más joven, Gerardo, ese de las corbatas llamativas al que apenas conocía y al que había convocado porque siempre que me lo cruzaba por la oficina me saludaba con una gran sonrisa y me preguntaba si quería un café, era ni más ni menos que un avezado jugador de póquer (o eso decía él), y no solo conocía perfectamente todos los entresijos de una partida, sino que incluso conocía a mi hermano. En persona.

—Alejandro Tramel —dijo como si estuviera hablando de alguien a quien admiraba— quedó segundo en el World Poker Tour de Barcelona 2015 y tercero en las Series Europeas de Cannes 2016.

Para mí, era como si hablara en chino. Al parecer, eran torneos de póquer muy importantes, y en ellos mi hermano había obtenido resultados que estaban al alcance de muy pocos.

—Alejandro Tramel no es asiduo de los torneos, sobre todo juega

cash —continuó el chico, que al ver la cara que poníamos se animó a darnos una explicación más completa—. En el póquer hay dos modalidades: torneos y

cash. En los torneos, igual que en los de ajedrez, o de tenis, se juega hasta que solo queda uno; se paga una inscripción y no hay que volver a poner más dinero. En los grandes torneos, como los del World Poker Tour, el ganador se puede llevar sumas enormes, doscientos o trescientos mil euros, o incluso más.

Noté cómo Sofía y Francisco, mis otros dos abogados asistentes, expresaban asombro y envidia en sus rostros.

—En las partidas de

cash sin embargo se juega sin límite de tiempo ni de dinero —continuó Gerardo—. Todo depende de las reglas que acuerden los propios jugadores, o en su defecto de las que marque el casino. Para entendernos, las partidas de

cash son las que hemos visto toda la vida en las películas, por ejemplo. En ellas se pueden ganar cifras enormes, aunque por supuesto se pueden perder. Son también las que se juegan en las partidas ilegales.

—Perdona que te interrumpa, Gerardo —dije—. Eso de las partidas ilegales…, es decir, ¿qué es una partida ilegal?

—Cualquier partida que se juegue fuera del casino, que son los únicos recintos que tienen licencia de póquer —respondió rápidamente—. Hasta donde yo sé, Alejandro frecuentaba unas cuantas. La famosa partida del Argentino. La del Perita en Dulce. Yo me he dejado caer alguna vez, se juegan grandes cantidades y solo para que te dejen entrar tienes que anticipar mucho dinero, del que yo por supuesto no dispongo con mi humilde sueldo. Si quieres, puedo hacer algunas llamadas, hablar con algunas personas y tal vez averiguar con qué frecuencia y con qué cantidades solía visitar Alejandro Tramel esas partidas, el juego en realidad es un universo pequeño y poliédrico.

—Y por lo que veo, tú te mueves como pez en el agua en ese pequeño universo —dije.

—Bueno…, yo no…, o sea, es una afición… —Trató de explicarse.

—Haz esas llamadas —dije—. Y una noche de estas tienes que organizar una partida aquí en el despacho para enseñarnos a jugar al resto, puede sernos de utilidad.

Gerardo cruzó una mirada con Francisco y asintió.

En esa mirada vi claramente que no iba a ser la primera vez que se organizaba una partida en Promultas. Decidí no hacer ningún comentario, por lo que a mí se refiere me resultaba completamente indiferente lo que hacían esos novatos en su tiempo libre.

Después de algunas explicaciones rudimentarias más acerca del póquer y sus distintas modalidades, pasamos a revisar los datos que teníamos sobre Bernardo Menéndez Pons, la víctima. Los chicos habían hecho los deberes.

Pons tenía cuarenta y nueve años, estaba casado y tenía una hija de catorce. Natural de Burgos, estudió Ciencias Empresariales en la Universidad Icade de Navarra. Un discípulo de los jesuitas. Después de trabajar en varias empresas del sector del ocio, fue director gerente del complejo hotelero Stella Maris Ciudad de Vacaciones en Castellón durante cuatro años. De ahí pasó directamente al puesto de subdirector del casino de Creonte, en Málaga, donde al parecer fue ganándose una importante reputación en el sector del juego, convirtiéndose en director dos años después, y fue elegido presidente de la Asociación Española de Casinos de Juego en 2012, puesto que seguía ostentando en la actualidad. En 2013 recibió la oferta de trasladarse a Madrid para revitalizar la joya de la corona: el casino Gran Castilla.

Al parecer tenía fama de ser detallista y de personalizar su gestión, así como de confraternizar tanto con los empleados (setecientos noventa y dos a fecha del asesinato) como con los clientes habituales (quinientas veintiocho mil personas habían visitado el casino en el último año). Durante su mandato, la empresa había realizado un importante ERE (regulación de empleo) y una gran obra de reforma de sus instalaciones. Ambas cuestiones le habían granjeado numerosas críticas entre los sindicatos, así como en algunos medios públicos, que lo acusaban de una gestión personalista. De hecho, tuvo algunos enfrentamientos públicos con el comité de empresa.

Otro de sus estandartes, y también campo de batalla, había sido precisamente el póquer. El anterior equipo de dirección consideraba que era un juego necesario pero molesto, que ocupaba demasiado espacio y resultaba poco rentable, apenas había supuesto un 7 por ciento del total de ingresos en los últimos cinco años, en comparación con el 52 por ciento que suponía la ruleta, o el 23 del

black jack. Sin embargo, Pons era un convencido del póquer. Opinaba que era el juego del futuro por varias razones, entre otras porque era mucho más que puro azar y eso cada vez atraía más a los clientes, en especial a los jóvenes; y para continuar, porque era el único juego del casino en el que los jugadores no luchaban contra la banca, sino unos contra otros, y el casino se limitaba a cobrar un porcentaje de los beneficios. Esto último implicaba, en su opinión, que el subconsciente de los clientes les hacía pensar que tenían más posibilidades de ganar. Y además, entre los menores de treinta y cinco años, era el juego por excelencia. Pons repetía a todo el que le quisiera escuchar que era el juego del futuro. De ahí su apoyo a la gran

poker room, una de las más grandes y mejor dotadas de Europa. Y de ahí también su empeño en organizar grandes eventos (torneos) que atrajeran a jugadores no solo de España, sino del mundo entero, así como a televisiones, prensa y demás medios. Pons se había convertido, en definitiva, en un abanderado del póquer, frente a la vieja guardia que defendía la esencia de los juegos clásicos y de la etiqueta en la vestimenta. De hecho, había sido el primero en romper la exigencia de americana y zapatos de vestir para acceder a las salas del casino Gran Castilla.

Todos estos datos estaban en internet al alcance de cualquiera que tuviera un poco de curiosidad y supiera dónde buscar. Para mi sorpresa, Sofía había dado un paso más.

—He hablado con un amigo que trabaja como subinspector en la Dirección General del Juego de la Comunidad de Madrid y se dedica a velar por el cumplimiento de las normativas autonómicas en casinos y otras salas de juego —dijo—. Me ha contado, en pocas palabras, que Pons era el ojito derecho y protegido del viejo Gengis Kan, apodo con el que se conoce a Emiliano Santonja, dueño del casino de Robredo. También me ha contado que había rumores sobre un nuevo ERE, al que Pons se oponía de plano, habiendo amenazado incluso con dimitir si se llevaba a cabo. Por último, mi amigo, que me ha pedido permanecer en el anonimato, me ha dicho que el único punto débil de Pons (al menos que él supiera) eran las orientales. Le volvían loco las chicas asiáticas y era frecuente verlo alternar con japonesas, chinas, surcoreanas o vietnamitas, en la mayoría de los casos de pago. No sé si esto servirá para algo, pero es lo que me ha contado.

Definitivamente, Sofía me había sorprendido. La rubia modosita y obediente que yo conocía de traer los expedientes de Tráfico y hacer fotocopias, resulta que también tenía iniciativa y que sabía anticiparse a mis peticiones, como debía hacer una buena abogada.

—Además le he preguntado por las cámaras de seguridad del casino, que en un caso como este pueden ser fundamentales —dijo captando toda mi atención—. Recuerdo haber visto cámaras por todas partes las dos veces que he estado por allí. Mi amigo me ha corroborado que hay cámaras en todas las salas de juego enfocando las mesas. Al parecer, prácticamente cubren todo el perímetro de las salas. Sin embargo, hay algunos puntos muertos y zonas donde la ley de protección de la privacidad de las personas les impide grabar, como los cuartos de baño. Es todo lo que me ha dicho sobre las cámaras, si quieres puedo volver a preguntarle.

Sofía se había dado cuenta de mi enorme interés por este punto. Pensé que esperaría a Eme, de una forma u otra muy pronto sabríamos si el asesinato había sido grabado.

—Buen trabajo, Sofía —dije—. Si esta empresa fuera viento en popa y yo fuera la que tomara las decisiones, te haría socia y te subiría el sueldo ahora mismo. Por desgracia, la empresa va regular y yo no tomo ninguna decisión sobre el personal. No obstante, la información que nos ha proporcionado tu amigo, o tu exnovio, o lo que sea, es muy valiosa, así que no pierdas el contacto con él, estoy segura de que más adelante nos podrá servir de ayuda, en cierto modo se puede convertir en nuestro particular Garganta Profunda.

Los tres me miraron como si no hubieran oído ese nombre en su vida.

—Garganta Profunda, ya sabéis, Woodward y Bernstein, el Watergate —intenté explicar—. Da igual, olvidadlo.

No hay nada más patético que una cuarentona tratando de poner al día a unos veinteañeros que te miran como si acabaras de salir del Cuaternario.

—Supongo que ya lo sabréis, pero por si acaso: Alejandro Tramel es mi hermano —dije—. Lo cual no es bueno ni malo necesariamente. Le voy a defender como su abogada, no como su hermana. Quiero que esto os quede claro desde el principio. Mi relación personal con él queda fuera del caso, os aseguro que por mi parte va a ser así. Os pido que por la vuestra también.

Los tres asintieron. Qué otra cosa podían hacer.

Les conté la verdad: durante estos cinco últimos años no había tenido ningún contacto con mi hermano, así que no sabía absolutamente nada de su vida. Por lo que había dicho Gerardo, sabía más él que yo misma. Tendríamos que investigar a fondo la vida y milagros de Ale, y estaba segura de que íbamos a encontrar muchas cosas que irían en nuestra contra. Solo esperaba dos cosas: primera, importantísima, tener la misma (o más) información que el juez y la Policía sobre nuestro defendido; y segunda, si teníamos suerte quizá en su vida hubiera algo que pudiera ayudarnos. Por lo que yo sabía, mi hermano nunca había sido una persona violenta, y si podíamos demostrar un historial intachable en ese aspecto, habríamos dado un pequeño gran paso hacia nuestro objetivo.

Hice un alto para responder una llamada de mi nuevo y flamante investigador.

Me contó que estaba en la puerta del cuartel de Robredo. Se había fijado un primer encuentro del acusado con el juez a las once del día siguiente, veinticuatro horas después de su detención. En el juzgado de instrucción de Collado Villalba. En breve recibiría la notificación oficial, pero quería decírmelo en cuanto se había enterado. También me dijo que ya se había encargado del dinero, los guardias no habían puesto demasiados problemas.

Después me habló del asunto de las grabaciones. El peor escenario posible cobró forma de pronto.

—Me lo ha confirmado una fuente de toda confianza, hay cámaras de seguridad en todas y cada una de las dependencias del casino —dijo Eme—. En las salas de juego, en los restaurantes, en la recepción, en los pasillos interiores… y en los despachos. En todas partes, salvo en los cuartos de baño.

No había nada más que decir. Así que colgué, con mi habitual falta de diplomacia.

Me quedé pensativa durante un segundo. Tratando de digerir lo que me había dicho mi investigador, con la vista perdida en el suelo. Me fijé en mis zapatos. Eran unas bailarinas Clarks que había comprado de oferta en el catálogo de unos grandes almacenes. No tengo ningún interés en los zapatos, ni en ninguna otra prenda en particular. Pero por algún motivo, en ese instante, aquellas bailarinas me produjeron algo parecido a una leve depresión. Eran feas con ganas. Y lo peor es que no había reparado en ello hasta ese momento.

Francisco carraspeó.

—¿Estás bien, Ana?

—Perfectamente —dije.

A continuación, Gerardo levantó la mano.

—Perdona —dijo—, ¿tenemos un investigador en el caso? ¿Uno de verdad?

Los miré y me di cuenta de lo que estaba sucediendo. Tenía que recobrar fuerzas, hacer un paréntesis y hablar despacio con aquellos tres muchachos. Advertirles de qué iba realmente la cosa. Los observé, me habían seguido el rollo durante toda la tarde sin saber siquiera dónde se estaban metiendo. Tampoco sabían, por supuesto, que un rato antes habían estado a punto de quedarse sin trabajo y que yo les había conseguido unos meses de prórroga, además de un emocionante caso de asesinato. Quería contarles también lo de las grabaciones, una cosa era defender a un presunto inocente y otra defender a alguien sobre el que hay una grabación en la que se le ve cometiendo el crimen. Por más que me repitiera a mí misma lo contrario, eso era mucho incluso para mí. Por un brevísimo instante vi un espejismo en el que mi equipo y yo conseguíamos hallar un resquicio legal gracias al cual las grabaciones eran desestimadas como pruebas de la acusación, un error de forma quizá. ¿Cuál? De nuevo la misma respuesta: ni idea.

Volví de nuevo mi atención a los tres prometedores abogados que tenía delante. Eran jóvenes y estaban hambrientos. Eso jugaría a mi favor. Pero eran inexpertos y jamás se habían enfrentado a un verdadero caso, mucho menos de asesinato. Evidentemente, eso iría en mi contra; contaba con ello. Y los problemas, cuando los ves venir, te evitan dolores de cabeza.

Sea como fuera, tenía que explicarles qué esperaba de ellos. Qué tendrían que hacer durante las próximas semanas. No iban a cobrar más dinero. Ni iban a recibir ninguna medalla. Pero podrían olvidarse de las multas por un tiempo. Esperaba que eso fuera suficiente incentivo.

Si no era así, siempre podría amenazarlos. Creo que todavía no lo he mencionado, pero se me dan de lujo las amenazas. Exacto: amenazar de forma convincente es otra de mis especialidades.

Los sobresaltos aún no habían terminado aquel día. La puerta de la sala de reuniones se abrió y apareció Ronda con una sonrisa de oreja a oreja.

—Perdón, una chica quiere verte —dijo leyendo un

post-it amarillo que traía en la mano—. Helena Kowalczyk.

Aquel apellido me sonaba, lo había leído en el informe de la Guardia Civil esa mañana.

—¿Ha dicho qué quiere la tal Helena Kowalczyk, si puede saberse? —pregunté.

Ronda se encogió de hombros, como si el asunto no fuera con ella.

—Dice que es la esposa de Alejandro Tramel —respondió la secretaria—. Viene con un niño de dos años monísimo.

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