Ana

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Quinta y última parte. Alegato final » 86

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—No tendría necesidad de hacerlo, pero le voy a contestar —murmuré—. Admito que nadie obliga a una persona a jugar, es una decisión aparentemente libre y no tengo nada que objetar al respecto. Ahora bien, del mismo modo le digo que, si un montón de especialistas, psiquiatras y médicos del mundo entero coinciden en que la ludopatía es una enfermedad adictiva peligrosa, algo debe haber de cierto. Y el Estado debería protegernos de ello, no digo prohibiéndolo, evidentemente, pero sí poniendo restricciones severas con relación a la publicidad del juego, a su difusión, al acceso libre a establecimientos, y no hablemos

online. Desde luego, no comparto que un casino pueda llamar al teléfono privado de un cliente para que acuda a jugar o que le conceda crédito para que apueste por encima de sus posibilidades. Creo que los mecanismos de control fallan y que se prima el afán recaudador muy por encima de la salud de las personas. Honestamente, todo lo que he visto alrededor del juego en el tiempo que me he asomado ha sido dolor y sufrimiento, espero no volver a tener nada que ver con ustedes el resto de mi vida. No sé si con eso he contestado a su pregunta.

—Perfectamente —musitó—. Por eso no terminaba de entenderla durante todo este tiempo. En usted convive un idealismo temerario que realmente se cree junto a una profunda ambición por el dinero y el poder. Es una combinación muy peligrosa. Puede que no la haya visto nunca. Eso es lo que me ha tenido despistado hasta ahora.

Chasqueó la lengua, no le gustaba lo que había oído y no le hacía ninguna gracia pagar aquella suma para cerrar el acuerdo, pero en el fondo le tranquilizaba poder solucionar todo con una cifra, entraba dentro de su esquema y de su estructura mental acerca de cómo funcionaba el mundo.

—Aunque pueda que me arrepienta —continuó—, voy a aceptar su propuesta. Le llamaré en las próximas horas para firmar y transferirle el dinero, no queremos que el jurado nos dé una sorpresa.

Me miró aguardando un gesto de aprobación por mi parte, o tal vez incluso unas palabras de agradecimiento. Podía quedarse allí toda la noche esperando.

—Si le parece —dije—, nos podemos evitar el apretón de manos. Solucione lo que tiene que solucionar y llámeme antes de que sea demasiado tarde, eso es todo por mi parte.

—Al final, va a conseguir caerme bien —dijo.

—No puedo decir lo mismo.

De una manera un tanto ambigua, y con todos los matices que se le quiera poner al trato que acabábamos de sellar, podríamos decir que los dos nos habíamos salido con la nuestra. No sé si se había hecho justicia o no, y sinceramente, no me preocupaba lo más mínimo. Solo sé que Helena y Martín vivirían tranquilos el resto de su vida y que yo podría olvidarme de pagar el alquiler y dedicarme a lo que mejor se me daba: tirarme en el sofá, compadecerme de mí misma y soñar con mi próxima reencarnación, en la que con un poco de suerte me convertiría en una de esas partículas diminutas que ahora mismo nos envolvían, dejándome llevar junto a otros millones de motas del desierto, empujada por la inercia de un fenómeno atmosférico que no intentaría comprender.

Había llegado el momento de regresar a nuestros respectivos coches y que cada uno llevara a cabo los arreglos necesarios para zanjar todo. Por mi parte, tendría una conversación muy delicada con Helena, y puede que también con Concha.

—Una última cosa antes de irnos, señor Santonja —mencioné—. Ya que usted me ha hecho algunas preguntas personales, yo también tengo curiosidad por un asunto.

—Dígame.

—¿Cuánto le pagó a Moncada para que acabara conmigo?

Me observó de arriba abajo, se detuvo un instante en la muleta, tal vez trató de recrear en su mente el instante en que el teniente me agredió, imaginar cómo habría sucedido.

—Mucho menos de lo que voy a pagarle ahora a usted. Moncada era barato, dadas las circunstancias.

—La primera vez que el teniente me atacó en el garaje, ¿también fue cosa suya?

Una sola palabra salió de su boca:

—También.

Sostuvimos la mirada unos segundos, hasta que dio media vuelta hacia el coche. Mientras se alejaba, se volvió para decir:

—Si hubiera sabido que lo podíamos solucionar con dinero, los dos nos habríamos ahorrado muchos problemas. Buenas noches, señora Tramel.

En eso último se equivocaba. Ni él mismo era consciente, pero hasta esa noche Emiliano Santonja no había estado preparado para pagar aquella cantidad y, al mismo tiempo, sentirse bien por hacerlo.

Escuché a mis espaldas cómo subía a su flamante Bentley, cómo se cerraba la puerta y cómo el automóvil se alejaba. Me quedé delante del barranco, no tenía ninguna prisa. Algo parecido a un ardor en el estómago empezó a subirme hacia la garganta, transformándose en náuseas. Me llevé la mano al pecho y coloqué la palma extendida sobre los botones superiores de la camisa, muy cerca de mi corazón, tratando de asegurarme de que todo estaba en orden. Me quedé así unos instantes, inmóvil, con la vista en el vacío oscuro que estaba a mis pies. Por algún motivo, aquella pendiente pronunciada me pareció una posibilidad real de acabar con todo de una vez. Podía sentir la sangre recorriendo mis arterias, el aire entrando y saliendo con dificultad de los pulmones. Con ayuda de la muleta, di un pequeño paso adelante, hacia el barranco.

A mi lado apareció sigilosamente Eme, como solía hacer siempre aquel hombre grande y discreto.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —preguntó.

—Creo que sí —respondí moviendo la cabeza de forma imperceptible.

El color naranja en el horizonte se estaba ennegreciendo, el zumbido iba en aumento y la ciudad emitía ahora un extraño fulgor que no era capaz de reconocer. Me agaché y comencé a vomitar.

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