Ana

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Primera parte. Los ojos » 3

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—Vengo a ver a Alejandro Tramel. Soy su abogada —dije en un tono neutro.

—Documentación —respondió el guardia civil al otro lado del mostrador sin levantar la mirada siquiera.

—Me están esperando —dije esforzándome por sonreír—, uno de sus compañeros me ha llamado hace un rato.

—Documentación —repitió el guardia.

Miré a mi interlocutor. Era un chico muy joven. Posiblemente acababa de terminar su período de instrucción. No parecía muy feliz con la tarea que le habían asignado en aquel mostrador. Tal vez soñaba con apresar a narcotraficantes peligrosos, terroristas internacionales, o algo semejante. Sin embargo, estaba en el mostrador de un cuartel de pueblo, rellenando papeles.

Pensé en probar por la vía diplomática.

—Discúlpeme, agente, sé que está muy ocupado. Pero es que he tenido un problema con mi cartera… Si fuera usted tan amable de consultar el correo electrónico del cuartel, comprobará que mi secretaria le ha enviado toda mi documentación.

El chico me miró intentando entender de qué diablos le estaba hablando.

—Desgraciadamente, he sufrido un incidente y no tengo encima la documentación —añadí—, pero, como le digo, si abre un segundo el correo, verá que allí está mi DNI, así como mi acreditación. Seguro que no se esperaba usted una cosa así. A decir verdad, yo tampoco. Uno de sus compañeros me ha llamado, y es muy importante que cruce esa puerta y que vea a Alejandro Tramel.

El agente se mordió ligeramente el labio superior, como si aquello le estuviera fatigando.

—Verá, señora, las cosas no funcionan así —dijo—. Si no tiene encima la documentación, no puede pasar. Por no hablar de que, si ha venido hasta aquí conduciendo sin documentos, ha incurrido usted en una infracción grave y puede ser sancionada por ello.

Lo había visto un millón de veces. Ponían al más tonto en el mostrador del cuartel, porque no sabían dónde meterlo.

La vía diplomática se había agotado. Pasé a la siguiente fase.

—Se lo voy a decir una sola vez, así que escuche atentamente —dije sin inmutarme—. No estoy aquí por mi gusto. De hecho, se me ocurren un millón de sitios más interesantes donde podría estar ahora mismo. Pero por algún motivo, tienen ahí dentro a Alejandro Tramel acusado de asesinato desde hace varias horas. A no ser que le apliquen la ley antiterrorista, mi cliente tiene derecho a asistencia legal. Y tiene derecho a que esa asistencia legal tenga lugar de manera inmediata, en estos precisos instantes. Si usted me impide que hable con él en los próximos minutos, le voy a denunciar por obstrucción a la justicia, por abuso de poder y por alguna otra cosa que se me ocurrirá antes de cruzar esa puerta. Tengo dieciocho abogados trabajando para mí. Y le aseguro, le puedo asegurar que, cuando acabemos con usted, dará gracias si le ofrecen un puesto de vigilante jurado en el centro comercial de ahí enfrente. La vida, algunas veces, puede ser muy injusta, señor agente. Ahora agarre ese teléfono y dígales a sus superiores, los mismos que me han llamado personalmente hace un rato, como ya le he explicado en tres ocasiones, que está aquí la abogada del señor Tramel.

El chico me observó durante unos instantes. Posiblemente estaba valorando la posibilidad de darme mi merecido. Qué se había creído esa mujer entrando en el cuartel y diciéndole lo que tenía que hacer. Aquel chico detestaba a los abogados y su palabrería. Pero también vi en sus ojos que no quería más problemas de los que posiblemente ya tenía. Y que, si iba a enfrentarse conmigo, prefería no hacerlo solo. Así que descolgó el teléfono y marcó una extensión.

Sin quitarme ojo, dijo:

—Ha llegado la abogada de Tramel. No lleva la documentación encima, dice que la ha enviado al correo de…

Alguien debió cortarle, porque el chico se calló. Escuchó durante unos instantes. Después colgó el teléfono.

—Tercera puerta a la izquierda, el teniente la está esperando —dijo sin estar muy convencido—. No puedo acompañarla ahora, seguro que sabrá apañarse usted sola.

—Muchas gracias por su colaboración, agente —respondí.

Pasé a su lado. Lo miré de reojo. Aquel chico no tendría más de veinte años. Sé que no venía a cuento en absoluto, pero no pude evitar… imaginarlo en la cama. Desnudo. Con el cuerpo sudoroso. Esforzándose por cumplir con su deber. Me encantan los cumplidores, no esperan nada, solo que grites y les hagas sentir los reyes del mambo. Traté de apartar aquella imagen de mi mente.

Crucé el pasillo del cuartel. No había ni un alma a la vista. Aquel lugar parecía vacío, abandonado casi. Es algo frecuente en muchos cuarteles y comisarías de pequeñas poblaciones. Uno piensa en esas comisarías de las series de televisión, llenas hasta los topes de policías y maleantes deambulando de un lado a otro, resolviendo misterios, haciendo interrogatorios, diciendo tacos…, pero la realidad es mucho más aburrida. En especial en los pueblos, los cuarteles y comisarías suelen ser sitios con pocos efectivos, con poco material, y con pocos delincuentes también. La mayor parte del trabajo lo hacen los agentes en la calle, o en la carretera. Un trabajo, dicho sea de paso, que tampoco es para echar cohetes. Ir de patrulla por una carretera nacional es una de las actividades más tediosas que una puede echarse encima. Sé muy bien de lo que hablo. Mi primer exmarido era policía nacional. Si tengo tiempo, más adelante tal vez cuente algunos detalles. Por cierto, mi primer exmarido es también mi único exmarido, después de la separación no me quedaron ganas para otro matrimonio, pero me gusta llamarle así: mi primer exmarido. No sé por qué. Si tuviera que dar un billete de cincuenta por cada cosa que hago o digo sin ninguna razón aparente, me habría arruinado varias veces.

Después de atravesar la zona común, llegué frente a la tercera puerta, tal y como me había indicado el agente. No se oía nada en el interior. Llamé con los nudillos.

Ni la puerta se abrió, ni dentro parecía haber indicios de que hubiera alguien. Quizá me había equivocado de puerta. O puede que el chico de la entrada me la estuviera jugando y allí no hubiera nadie.

Volví a llamar. Nada.

Mientras decidía qué hacer, noté que el móvil vibraba en el bolsillo de mi chaqueta. Lo saqué y eché un vistazo al mensaje que lucía en la pantalla.

Era de Ronda: «Francisco, Sofía y Gerardo. A las 16 h en tu despacho ok. Concha está que trina. No le he dicho nada. Bss».

Por supuesto, no contesté. Nunca jamás contesto mensajes de texto. Ni respondo llamadas de números desconocidos. Es una especie de protocolo antiansiedad. No me sirve de mucho, pero aun así continúo haciéndolo.

Cuando estaba a punto de regresar sobre mis pasos para preguntarle de nuevo al chico del mostrador dónde estaba exactamente mi hermano, la puerta se abrió.

—Buenas tardes, señora Tramel.

Delante de mí apareció un hombretón con una poblada barba, traje de la Benemérita y aspecto de encontrarse a sus anchas.

—Soy el teniente Santiago Moncada —dijo—. Fui yo quien la llamé hace más de dos horas.

Noté un tono de reproche, como quien regaña a una niña por llegar tarde al colegio.

—Encantada —dije—. Supongo que también ha sido usted quien le ha dicho al muchacho de la entrada que me dejara pasar.

Moncada sonrió.

—Su hermano es una persona muy querida en este cuartel —dijo—. Sin embargo, ha asesinado a Bernardo Menéndez Pons esta mañana temprano, motivo por el cual nos hemos visto obligados a detenerlo, como usted puede entender.

¿Mi hermano era muy querido en ese cuartel?

Ya tendríamos tiempo para eso más adelante. Ahora había cosas más urgentes.

—Si no le importa que se lo pregunte, señor Moncada —dije intentando mostrarme cortés—, ¿cómo sabe que mi hermano asesinó a Menéndez Pons?

—Por una razón muy simple —respondió—. Porque hay una docena de testigos. Y porque él mismo lo ha confesado.

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