Ana

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Primera parte. Los ojos » 9

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La niña con pecas subió los primeros peldaños del tobogán. Se detuvo y miró hacia arriba. La pequeña debía tener unos cuatro años. Un gesto de duda asomó en su rostro. A pesar de ello, subió otro peldaño de la escalera. En lo alto del tobogán un niño muy moreno con grandes rizos, mayor que ella, le hacía señas para que siguiera adelante, para que continuara su ascenso. La niña no parecía estar muy segura. Miró hacia abajo, como si estuviera valorando la distancia hasta el suelo, ya había una altura considerable, parecía pensar, y si continuaba subiendo esa altura aumentaría. Pensé que quizá era la primera vez que esa niña subía sola las escaleras de un tobogán. Pensé también que quizá no era buena idea seguir subiendo por esas escaleras.

—Yo creía que el juez no esperaba a nadie —dijo una voz a mi espalda.

Me di la vuelta y vi a Gerardo con una corbata naranja y verde, junto a mis otros dos ayudantes. Los tres tenían pinta justo de lo que eran: tres pardillos en un tribunal. No me molesté en contestarle.

El juez estaba sentado a una mesa, dos metros delante de donde nos encontrábamos nosotros. Ojeaba unos papeles. Era un tipo menudo, casi sin pelo, y con unas pequeñas gafas pasadas de moda, si bien esta última apreciación no debe ser tenida en cuenta viniendo de una persona que compra su ropa por internet en unos grandes almacenes.

Por si alguien no ha estado nunca en un juzgado de instrucción, solo diré una cosa: es uno de los lugares menos glamurosos que uno puede echarse a la cara. Es algo así como una mezcla entre una sala de espera de un ambulatorio de la Seguridad Social y una peluquería/barbería de caballeros de la posguerra. Las mesas parecen pupitres reciclados de segunda mano, la luz blanquecina de los fluorescentes, el gotelé color salmón de las paredes desnudas, las persianas venecianas, absolutamente todo parece elegido en función de una única consideración: dejar claro a cualquier visitante despistado que ahí no va a ocurrir nada interesante, que si esperan un espectáculo al estilo de los juicios americanos, ya pueden ir largándose.

Antes al contrario, ahí lo único que iba a ocurrir era un montón de palabrería funcional más aburrida y gris aún que la decoración que la acompañaba. Todo aquello me llevó a una profunda reflexión: definitivamente, lo importante del fondo es la forma. O dicho de otro modo: si eres un alma sensible a la estética y la belleza, no estudies Derecho en este país.

El reloj que presidía la sala marcaba las once y cuarto. Mi ayudante, que se sentaba detrás de mí, no había estado nunca antes en un juicio por asesinato, pero tenía razón en la inquietud que lo había llevado a hacer ese comentario: no era normal que el magistrado tuviera que esperar al acusado más de quince minutos, especialmente si al acusado lo traía detenido la Policía o la Guardia Civil; debía estar en el edificio con antelación más que suficiente.

Habíamos pasado la noche preparando la comparecencia. Y estábamos relativamente bien organizados. Al menos todo lo bien que podíamos estar teniendo en cuenta que nuestro defendido no tenía absolutamente ninguna posibilidad de librarse de ir a la cárcel de forma preventiva. Yo alegaría su total ausencia de antecedentes penales; su carácter dialogante y nada dado a la violencia; apelaría a la humanidad de su señoría para que no encarcelase a una persona que no había sido aún condenada, y para la que un encierro prolongado (e innecesario, e incluso tal vez injusto) podía suponer graves secuelas psicológicas, por no hablar de que su familia, su pobre mujer sin trabajo y su hijo pequeño lo necesitaban; alegaría que para la comunidad existían medidas menos gravosas que la prisión, tales como una comparecencia semanal o incluso diaria en el juzgado, y por supuesto me explayaría en la nula posibilidad de fuga de Alejandro Tramel si permanecía en libertad durante el proceso, por tres razones: porque era un ciudadano ejemplar que estaba deseando colaborar con la justicia para limpiar su nombre de la terrible mancha que suponía esta deshonrosa acusación; porque no iría a ninguna parte sin su familia; y la más importante de todas: porque el pobre diablo no tenía adónde ir, no tenía ni un euro, ni nadie que se lo pudiera prestar.

Además, Sofía había encontrado algo que a lo mejor podría ayudarnos. Una laguna en la ley de protección del derecho al honor, a la intimidad personal y a la propia imagen. Resumiendo, las grabaciones sin el conocimiento expreso de todas las partes que están siendo grabadas en un lugar privado, como es un despacho (a diferencia de espacios públicos como las salas de juego o los restaurantes), suponían una vulneración de dicha ley. Alegaría que el acusado ignoraba que aquello se estaba grabando, lo cual quedaba demostrado por el hecho de que si lo hubiera sabido, evidentemente, no habría golpeado en la cabeza a Menéndez Pons, y alegaría que por lo tanto aquella grabación era ilegal y no podía ser admitida como prueba para el juicio y tampoco en esta vista preliminar.

Todo ello pensaba exponerlo con humildad pero con una aplastante solidez.

Sabía que no me serviría de casi nada.

En el caso de que el juez no hubiera visto la supuesta grabación del interior del despacho, lo más probable es que eso ocurriera durante la vista, a pesar de que yo pensaba alegar y protestar una y otra vez. Mucho me temía que en un rato todos los presentes estaríamos viendo la grabación.

No soy un alma sensible, pero no sé si estaba preparada para ver a mi hermano rompiendo la cabeza a otra persona. Rezaba para que ocurriera algo, para que la grabación se hubiera borrado, para que los amables y queridos guardias civiles la hubieran extraviado, para que el juez no admitiera esa grabación en una audiencia hasta que no fuera corroborada su autenticidad por un perito. Qué sé yo.

Quizá podría ocurrir un milagro. Quizá podría conseguir una libertad bajo fianza. Aun así, sabía perfectamente que sería una fianza tan alta, tan desproporcionada que mi hermano no podría pagarla ni de lejos.

La aguja del reloj seguía avanzando. Y no había ni rastro del acusado.

Me arrellané en mi asiento y volví a mirar a través de la persiana que tenía a mi derecha. Vi de nuevo el parque infantil que había varios metros más allá. Fijé mi atención de nuevo en el tobogán. Allí arriba, de pie y con los brazos en jarra, permanecía el niño de los rizos. Pero no había ni rastro de la niña. Puede que se hubiera dado media vuelta. O puede que hubiera subido las escaleras y se hubiera tirado despreocupada por el tobogán, aunque no creo que le hubiese dado tiempo. Un temor recorrió mi cuerpo. ¿Y si el niño la había empujado? ¿Y si aquel pequeño cabrón simplemente la había golpeado? ¿Y si le había dado una patada y ella había caído de espaldas? Me alarmé y me puse en pie, acercándome a la ventana para ver mejor el parque. Nada. No había ni rastro de la niña de las pecas por ninguna parte. Desde mi posición, un tupido seto me impedía ver una gran parte de la arena que había debajo. Volví a observar al crío en lo alto del tobogán. ¿Por qué sonreía? Había que hacer algo. Tenía que avisar a alguien para que se acercara y comprobara que la niña no estaba en ese preciso instante tirada bajo el seto, llorando, o aún peor, desangrándose mientras el niño de los rizos sonreía, orgulloso de su macabra hazaña. Prometo que estaba a punto de pedirle a uno de mis ayudantes que bajara de inmediato al parque y solucionara aquello. Pero no pude. No tuve tiempo.

La puerta del juzgado se abrió de golpe haciendo un enorme y desagradable ruido.

Por ella entró el teniente Moncada seguido de otro agente. Caminó serio hacia el juez. Y se acercó a él. Le dijo algo al oído. El juez escuchó atentamente a Moncada, sin mover un solo músculo de su rostro.

El teniente estuvo hablando un buen rato. Desde mi posición no podía escuchar nada. Los tres pardillos me miraron.

Mi teléfono móvil empezó a vibrar. En la pantalla apareció un nombre: «Eme».

Moncada se alejó un par de metros del magistrado y me buscó con la mirada. Hizo un gesto diminuto, casi inapreciable, que no supe interpretar.

El juez se quitó las gafas. También me miró.

—Señora Tramel —dijo—, me acaban de notificar que su defendido, el señor Alejandro Tramel, ha sido hallado muerto en su celda del cuartel de la Guardia Civil de Robredo. Colgado del cuello. Todos los indicios llevan a pensar que se trata de un suicidio.

Noté que de pronto me faltaba el aire.

Sé que algunas de las personas presentes hicieron y dijeron alguna otra cosa. Sé que alguien me agarró de un brazo. Sé que apenas tuve fuerzas para darme la vuelta. A través de la rendija de la persiana, lo vi. Fue lo último que vi. El tobogán estaba ahora completamente vacío. Ni rastro de la niña con pecas. Ni rastro del niño moreno con rizos.

Después, nada.

Solo silencio.

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