Ana

Ana


Quinta y última parte. Alegato final » 87

Página 94 de 101

87

Las tres me miraron con una mezcla de perplejidad y desconfianza.

—No voy a perder el tiempo con esto —dije—, estoy agotada.

—Pero… —comenzó a decir Helena.

—Pero nada —dije—. Se ha terminado todo. Asunto acabado.

—Dijiste que no pararías hasta acabar con ese cabrón en la cárcel —protestó Concha.

—Se dicen muchas cosas —zanjé—. Teniendo en cuenta las circunstancias, no creo que tengas nada que reprocharme.

Sofía era la única que aún no había abierto la boca. Estaba de pie, apoyada contra el marco de la ventana, con el sol incipiente asomando detrás de ella. Después de una noche donde la climatología había hecho de las suyas, aquel amanecer parecía traer las cosas de vuelta a una cierta normalidad. A primera vista, los primeros rayos del día tenían su color amarillo pálido de siempre. A pesar de que el bochorno se anunciaba asfixiante para toda la mañana, en un amplio sentido de la expresión habíamos sobrevivido a la noche.

Reuní a primera hora a las tres mujeres en el despacho y les expliqué con todo detalle los términos de mi conversación con Emiliano Santonja.

Aún no daban crédito a lo que les había contado.

—¿Cómo sabías que habíamos alcanzado un acuerdo con Barver? —preguntó Concha temiéndose la respuesta.

—Eme os ha estado siguiendo —dije con un tono neutro, evitando ningún reproche—. También ha intervenido vuestros teléfonos. No deja de asombrarme lo fácil que resulta algo así.

—¿Tú espiar nosotras? —preguntó Helena desconcertada.

Afirmé con un gesto de la cabeza, no estaba orgullosa, pero tampoco pensaba pedir perdón por ello.

—Al principio estaba esperando que llegarais a un acuerdo para boicotearlo y utilizarlo a nuestro favor delante del jurado —argumenté—. Pero después, con la entrada en juego de Cimadevilla, comprendí que podía poner a Santonja en un verdadero aprieto y conseguir mucho más.

—Fuera como fuera, tendrías que haber compartido esos planes con nosotras —dijo Concha—. Si lo hubiéramos sabido, podríamos haberlo hecho juntas. Creía que se trataba de eso.

—Si lo hubierais sabido —aseguré—, no habría salido bien. Tenía que parecer real a ojos de los demás, en especial de Barver. Habrá disfrutado de lo lindo viendo cómo me ocultabais todo.

—Yo no entender —volvió a intervenir Helena—. Entonces tú saber que nosotras engañar a ti.

—Ana no solo lo sabía —argumentó Concha recordando muchas de las cosas que habían ocurrido en los últimos días—, en realidad fue ella quien nos dio la idea de que negociáramos con Barver. Desde el primer día del juicio. Luego repitió en varias ocasiones que ellos estaban deseando un acuerdo. Incluso a ti te lo preguntó durante el interrogatorio sin venir a cuento: «Señora Kowalczyk, si la parte contraria le ofreciera un acuerdo para retirar la querella, ¿usted la aceptaría?». Todo formaba parte de una misma estrategia. A mí también me lo dejó caer una tarde en el polideportivo, sin venir a cuento. Nos ha utilizado a su antojo. Hemos sido unas marionetas.

—No pienso pediros disculpas —me defendí—, todo se me ocurrió después de ver vuestra pasmosa inclinación a resolver las cosas extrajudicialmente y sin consultarme. Tú, con Palmira. Y Helena en las oficinas de Gran Castilla, de donde tuve que sacarla casi a rastras. Lo estabais pidiendo a gritos. Además sois vosotras tres las que me habéis traicionado. Estabais dispuestas a cerrar un trato sin informarme.

—Porque tú habías dejado claro que, pasara lo que pasara, nunca permitirías un acuerdo con ellos —exclamó Concha.

—Porque a su vez vosotras perdíais el culo por coger un puñado de dinero y salir corriendo —le solté.

—Que es exactamente lo que tú acabas de hacer —me acusó.

Helena seguía sin terminar de entender, o mejor dicho, sin poder creerse lo que estaba pasando.

—Tú espiar nosotras —repitió como si hubiera tenido un cortocircuito en su interior—. Y tú…, cómo se dice…, tú manipular para que nosotras hacer trato con Barver.

—Podríamos decirlo así —corroboré.

—¿Podríamos decirlo así? —preguntó indignada mi socia, que estaba fuera de sí—. Nos has empujado a sus brazos para salirte con la tuya. Si lo piensas bien, eres tú la que nos has traicionado. Y yo que me sentía culpable por firmar ese acuerdo con Barver…

—¿Ah, sí? No me digas —exploté—. ¿Te sentías muy mal? ¿Tanto como para no contármelo? ¿Como para no dormir por las noches? ¿Te sentías tan despreciable como para no compartirlo con tu vieja amiga? Y dime, ¿qué era lo peor del asunto? ¿Mentir a tu socia? ¿O temer que os descubriera y desbaratara vuestros planes? ¿En qué mierda estabas pensando?

—¡Ya está bien! —cortó Sofía.

Las tres nos volvimos hacia ella. Desde que les había expuesto lo sucedido con Santonja en El Pardo, prácticamente ni se había inmutado.

—Tenéis tanto ego las dos que no os dais cuenta de lo que verdaderamente está ocurriendo aquí —dijo harta—. Es evidente que hicimos mal en ocultarte el acuerdo con Barver, pero te olvidas de un detalle, fue Helena quien nos lo pidió. Y que yo sepa, todo esto gira en torno a ella y al niño. Se trata de evitar la posibilidad de que sufran el acoso de Gran Castilla el resto de su vida, y eso es lo que íbamos a conseguir. Además de pararles los pies, claro. Con el trato que íbamos a firmar, Santonja podría ir a prisión dependiendo del veredicto y de lo que decidiera el juez. No era un mal acuerdo. Pero ahora resulta que, por tu cuenta y riesgo, sin consultarle a ella, tú sola has decidido que es mucho mejor dejarlo en libertad, e incluso cerrar otras puertas en el futuro, a cambio de una compensación económica más o menos elevada. No lo entiendo. No alcanzo a comprender qué te ha podido pasar por la cabeza para mangonearnos de esta forma. Para actuar según tu único y exclusivo criterio, de forma unilateral, como si Helena no pudiera decidir por sí misma. Si sospechabas que ella quería un acuerdo, o lo que es más grave, si has viciado todo el proceso para que eso es lo que quisiera creer es que eres más retorcida de lo que nunca llegué a imaginar. Siempre te he seguido, Ana, incluso cuando no teníamos ninguna oportunidad de ganar, cuando los demás te abandonaron y trataron de convencerme de que me fuera con ellos. En todo momento he permanecido a tu lado. Pero en esta ocasión te prometo que has ido demasiado lejos.

No estaba acostumbrada a ver a mi joven asociada tan alterada, hablando sin parar, cargada de razón.

—¿Puedo decir algo o es un monólogo? —pregunté.

—No te pongas sarcástica —musitó Concha—. La chica tiene toda la razón del mundo.

—No lo niego —admití—. Sé perfectamente que no soy ninguna santa, que me equivoco como la que más. Soy una especialista en echarme a la espalda la responsabilidad que nadie me ha pedido, y eso me hace creerme con el derecho a decidir por los demás. Solo quiero matizar tres pequeñas cuestiones antes de que Helena decida qué es lo que más le conviene. La primera es que todo este año he llevado, y sigo llevando, la muerte de mi hermano sobre los hombros con un enorme pesar. Aquí estamos reunidas posiblemente las tres mujeres que más le queríamos. Llegué a pensar que tal vez su muerte no se tratara de un suicidio, que lo habían colgado a la fuerza en aquella celda para taparle la boca. Pero no fue así. Ale se quitó la vida con sus propias manos. Y si lo hizo fue por culpa de esos mismos desgraciados con los que ahora propongo cerrar un acuerdo. Os aseguro, os doy mi palabra, que no me ha resultado nada sencillo llegar a esa conclusión.

Helena me miró con suspicacia.

—La segunda cuestión —continué— es que, aun reconociendo que he obrado mal, ha sido porque no confiaba en nadie. A mi pesar, tampoco en vosotras. De hecho, sigo sin confiar. ¿No os dais cuenta? Me habéis mentido descaradamente.

—Pero tú sabías lo que estábamos haciendo —dijo de nuevo Concha—, nos estabas poniendo a prueba.

—Tienes razón, lo sabía, y eso me pone aún más enferma —reconocí—. No soy quién para andar poniendo trampas a los demás, es evidente que algo así se tenía que volver contra mí. Lo he hecho y está claro que me ha salido mal. Hubiera preferido mil veces que nada de esto hubiera ocurrido, aunque al final hubiéramos perdido, si a cambio ninguna de las presentes, incluyéndome a mí, por supuesto, hubiera mentido, manipulado o traicionado al resto. Por desgracia, es demasiado tarde para eso.

Me detuve un segundo, me di cuenta de que estaba exhausta. Aquellos tres pares de ojos escrutándome pesaban más que ningún veredicto.

—No es tarde —intervino Sofía tímidamente—, aún podemos hacerlo. No firmemos ningún trato con Cimadevilla ni con Santonja. Confiemos en que el jurado haga su trabajo.

Así dicho no sonaba tan mal. Pero eso no iba a ocurrir.

—Deja antes que termine —le pedí—. La tercera cuestión es precisamente la que ha hecho inclinar la balanza definitivamente. Has dicho que todo había sido a cambio de una compensación económica más o menos elevada. Al menos en eso estás equivocada. Es una compensación económica tan grande que ni siquiera podíamos soñar con ella cuando empezamos. De acuerdo, se trata solo de dinero. Pero, joder, es mucho dinero. Tanto que Helena y Martín podrán respirar tranquilos para siempre y empezar de nuevo donde y como ellos quieran. Tanto que incluso nuestra parte será suficiente para que Concha pueda cuidar a las niñas sin depender nunca más de terceros. Como para que Sofía pueda abrir su propio bufete o cumplir sus sueños, cualesquiera que sean. Y para que yo me siente los próximos treinta años a leer un buen libro y olvidarme de vosotras.

Estaban expectantes. Ninguna se movió, hasta que Helena preguntó lo que las demás estaban pensando.

—¿Cuánto dinero?

Me preparé para pronunciar la cantidad en voz alta. Tuve que agarrarme a la mesa para que no sonara demasiado solemne. Contuve la respiración, y al fin lo dije.

—Dieciséis millones —murmuré.

Ahora sí que se hizo el silencio en aquel viejo despacho, como si cualquier palabra que se dijera pudiera romper el delicado equilibrio que se acababa de producir. Juraría que cada una estaba haciendo sus correspondientes cálculos mentales, el porcentaje que podía tocarle de aquella suma desorbitante una vez descontados los gastos, costas del juicio y demás. Reconozco que yo también lo había hecho.

—¿Santonja ha aceptado? —preguntó Sofía.

—Eso parece —contesté—. Debe estar muerto de miedo.

Parecía que Helena iba a echarse a llorar. Nunca pensé que una cifra podía emocionar de tal manera a alguien.

—Joder —dijo Concha respirando hondo—, hay que reconocer que, cuando te lo propones, sabes ponerles precio a las cosas.

—La cifra no es casual, simplemente multipliqué por diez lo que Cimadevilla estaba dispuesto a pagaros —dije—. Llegadas a este punto, vosotras decidís. O mejor dicho, Helena decide.

La dulce viuda polaca (hacía mucho tiempo que había dejado de llamarla así) no tenía ninguna duda. Con los ojos enrojecidos y la voz temblorosa, murmuró:

—Mucho dinero.

—Muchísimo —corroboré.

No había más que decir. Todas habíamos perdido a personas muy importantes en este proceso, y no me iba a engañar, ninguna cantidad de dinero restañaría el dolor. Las heridas tardarían mucho tiempo en cicatrizar, si es que lo hacían. Pero al menos, hasta yo podía entender eso, ayudaría a pasar página. Pensé en mi hermano, en la última vez que lo vi en el cuartel, en todo por lo que había tenido que pasar hasta quitarse la vida en esa celda, y no me sentí muy reconfortada precisamente.

Escuchamos un ruido detrás de nosotras y nos dimos la vuelta hacia la puerta. Allí apareció Martín con cara de recién levantado. Llevaba una camiseta enorme que le llegaba hasta las rodillas.

—¿Por qué llora mamá? —preguntó acercándose a Helena.

Ella no sabía qué decir. Lo cogió y lo estrechó con fuerza.

—¿Estás triste? —insistió el crío a su madre.

—No, cariño —respondió.

Se levantó con él en brazos y se alejó por el pasillo mientras le susurró algo más en polaco. Creo que era un buen momento para dejarlos solos un rato. Miré a Sofía.

—Tenemos trabajo —dije sacando el teléfono móvil y abriendo mi buzón de correo—, quiero que revises el acuerdo que ha mandado Andermatt hace unos minutos. Es un galimatías, no se nos puede escapar nada. Después habla con Eme. Parece que la cita para cerrar todo será antes de comer. Cuando el dinero esté ingresado en la cuenta, firmaremos y a continuación informaremos a Barrios. Va a ser un día interesante.

—Al juez no le va a hacer gracia que se retire la querella.

—Cuento con ello.

La chica se acercó a su mesa y tomó asiento frente al ordenador, disponiéndose a empezar sus tareas, como si se tratase de una jornada más.

Concha, haciéndose la distraída, se acercó a mí.

—Me pregunto si más adelante —dijo—, cuando haya pasado todo, volveremos a confiar la una en la otra.

Me habría gustado decirle que sí, que superaríamos aquello, que llegaría un día, no muy lejano, en el que las cosas volverían a ser como antes, en el que de nuevo seríamos las amigas y socias inseparables. Incluso habría deseado ser capaz de darle un buen abrazo. Sin embargo, las dos sabíamos muy bien que yo no era de andar expresando mis emociones a la gente que apreciaba. Y también sabíamos, muy a nuestro pesar, que aunque nos perdonásemos y enterrásemos los reproches, nada volvería a ser igual, y que la confianza era algo muy frágil, casi imposible de recuperar una vez que se ha echado a perder.

—Quién sabe —contesté.

Aún había algo más que no les había contado. Y si no lo había hecho era precisamente por esa razón. Quería a esas tres mujeres y haría cualquier cosa por ellas, pero eso no significaba ni mucho menos que tuvieran mi confianza.

Ir a la siguiente página

Report Page