Ana

Ana


Segunda parte. Las manos » 27

Página 31 de 101

27

El portón se abrió muy despacio. La primera en asomar la cabeza fue una niña de trece años con la tristeza marcada en sus ojos. Por su forma de mirar adiviné que no lo había pasado bien allí dentro. Tras ella apareció Iturbe, tranquilo, inmutable. Salían de un pequeño despacho en donde se había producido la deposición de la menor con la juez, a la que solo habían asistido ellos tres, nadie más, así lo había dispuesto Resano.

Jimena buscó con la mirada y al encontrar a su madre salió disparada hacia ella. Se abrazaron con fuerza. Concha la levantó en vilo y la besó.

—¿Estás bien, mi amor? —preguntaba sin cesar, sintiéndose culpable por haberla dejado sola en aquel despacho.

La niña, alta, espigada, con sus primeras formas asomando, entrando de lleno en plena adolescencia, no respondía, permanecía callada y simplemente se aferraba a su madre con cierta desesperación. Llevaban días sin verse y ambas parecían echar mucho de menos aquel encuentro. Me dio la sensación de que Jimena estaba en esa edad en la que podía ser una niña pequeña o bien una mujer, dependiendo de las circunstancias; la vi temblorosa, desvalida.

Iturbe se acercó solícito, intentando aparentar una falsa preocupación, todo en aquel hombre era pura fachada.

—Podrán verse una vez a la semana hasta que se celebre el juicio —dijo—. Es lo mejor que he podido conseguir. Hay que fijar un tercero como mediador en los encuentros para trasladar a las menores y que no haya comunicación necesaria entre las partes.

—¿De qué estás hablando? —pregunté aún sin entender, o mejor, sin querer entender.

A medio metro de distancia, Concha pasó la mano por el pelo de su hija.

—Todo va a salir bien, cariño —dijo.

—Lo siento —dijo Jimena a punto de llorar—. No quiero que metan en la cárcel a papá.

—No te preocupes, no tienes nada que sentir —dijo su madre rota por dentro.

Ahora sí lo comprendí. La niña no había dicho nada, no había contado lo que sabía, no había sido capaz, no había podido o no había querido hablar mal de su padre. En conclusión, Resano iba a dejar las cosas tal y como estaban hasta la celebración del juicio.

—Mierda —exclamé.

—No digas palabrotas, Ana.

Miré a Jimena, agarrada a su madre, entre sus brazos, que era quien me había dicho aquello.

—Tienes razón, perdona —contesté—. Lo has hecho muy bien, estamos muy orgullosas de ti, has sido muy valiente.

Ella se encogió de hombros, le daba igual, de hecho absolutamente todo parecía darle lo mismo en esos instantes, solo el contacto directo y la respiración de su madre le importaban. Iturbe me apartó unos metros de Concha y la cría.

—Al tratarse de una comparecencia por vía urgente no hay apelación posible, ya lo sabes —dijo—. Al menos ha dictado orden de alejamiento y no comunicación entre las partes hasta el juicio, por el bien de las menores. La madre podrá ver a sus hijas un día a la semana, los domingos.

—¿La casa?

—Lo demás se queda como estaba, mientras las niñas permanezcan con su padre, él se queda con el uso de la casa, es lo frecuente en estos casos. Mira, todo indica que es un buen padre, incluso la niña lo ha dicho, no creo que debamos preocuparnos.

—Es un maltratador y hay una denuncia, joder. ¿Cómo que no debemos preocuparnos?

—Es un hecho supuestamente aislado y la denuncia se cursó después de la demanda de divorcio, no hay pruebas, ni testigos, nada. Aunque sea tu amiga, no huele bien, lo sabes perfectamente. No hay base para cambiar la custodia hasta que haya una decisión en firme, durante años él ha ejercido su rol de padre de forma intachable, y ella, con todo eso del amante y dejar a las niñas solas…, bueno, digamos que a Resano no le gustan las frivolidades.

—¿Llamas frivolidad a que un hombre golpee a su esposa porque ella está teniendo una aventura con otro? O mejor aún: que la golpee porque está frustrado con su propia vida. ¿Llamas frivolidad al miedo con el que lleva viviendo esa mujer desde hace años? ¿De qué coño estamos hablando?

—He hecho todo lo que he podido.

—Pues no ha sido mucho, la verdad.

—No la tomes conmigo. Te presentas aquí con tu leyenda de abogada triunfadora, resucitada entre las cenizas, y quieres que todos te bailen el agua. Pues para tu información te diré que hay normas, hay procedimientos, hay leyes por si te habías olvidado.

—Eres un cobarde. Si yo hubiera estado ahí dentro, no se habría atrevido a dictar un auto como ese.

—Mira, en eso tienes razón: si hubieras estado ahí dentro, probablemente ni siquiera habría dejado a la madre ver a sus hijas un día a la semana, ni hubiera dictado orden de alejamiento, y lo que es más importante: no habría aceptado el traslado del expediente de divorcio a este juzgado. Resano ha hecho las cosas con prudencia y yo he conseguido mucho más de lo que habrías logrado tú sola. La niña no ha querido inculpar a su padre, pero yo he conseguido que la juez la escuchara. Te guste o no, me la he jugado por ti. Tenemos un trato. Me debes una. Y me la voy a cobrar.

Asentí encajando los golpes del fiscal con la mayor deportividad que pude. Por ahora había terminado con el rubiales. Tenía problemas más urgentes que resolver, me acuciaba la sensación de estar en un circo de varias pistas y que en ninguna las cosas estaban saliendo según lo previsto.

Aparecieron en el vestíbulo del juzgado Palmira y Felipe; los tacones de ella, el semblante forzadamente tranquilo de él, me sobresaltaron. Se aproximaron a Concha y Jimena.

—Lo siento mucho, señora Andújar, pero la niña tiene que regresar con su padre al colegio —dijo Palmira.

—Claro —respondió Concha.

Jimena se abrazó con más vigor a su madre pasando los brazos y las piernas a su alrededor, resistiéndose a que las separasen.

—No te pongas así, mi amor, ahora tienes que volver al colegio —le dijo Concha con suavidad.

—¡Quiero que me lleves tú!

—Pero eso no puede ser.

—¿Por qué?

—Pues… porque yo tengo que trabajar, papá te llevará.

—¡He dicho que no!

Los gritos de Jimena retumbaron por todo el edificio, llamando la atención de todos los que pasaban por allí. Pensé que en el fondo yo tenía la culpa de aquella escena, de que ahora Jimena tuviera que separarse de su madre, tal vez había depositado demasiada confianza en que mi iniciativa saldría bien, en que el fiscal vigilaría por el cumplimiento de unas medidas cautelares justas, en que la magistrada antepondría el bienestar de las menores a su rencor conmigo, en que una chica de trece años sabría exactamente qué decir a las preguntas de una juez. Debería haber sido más explícita con aquella niña cuando le pedí que fuera sincera durante la ronda de preguntas, después de todo tenía ya una edad más que suficiente para entender ciertas cosas. Debería haberle explicado con detalle que tenía que contar todo lo que ella sabía sobre los gritos y los golpes de su padre, todo lo que había visto y oído durante estos años. Si no le había dicho nada era para no presionarla, para no hacerla sentir mal antes de la declaración. Ahora me arrepentía, más habría valido hacerle pasar un mal rato. No soy psicóloga infantil, pero me daba en la nariz que la cría era muy consciente de todo lo que ocurría y que si había protegido a su padre delante de la juez era única y exclusivamente por ese instinto natural que tenemos todos los humanos de resistirnos a creer que nuestros progenitores pueden cometer verdaderas maldades.

—¡No quiero! —volvió a gritar.

La situación era muy violenta.

Concha no conseguía separarse de su hija, que lloraba, gritaba y se agarraba a ella con toda la fuerza de la que era capaz. El resto, incluyendo a Felipe, observábamos la escena sin saber muy bien cómo reaccionar.

—Ya está bien de tonterías, Jimena —dijo Felipe con un tono de voz autoritario—. Suelta a tu madre ahora mismo.

Todos nos mostramos sorprendidos, Felipe se había mostrado ausente, silencioso, seguramente por consejo de su abogada.

—¡No me da la gana! —contestó Jimena.

—Déjala un momento, Felipe, por favor —dijo Concha.

—A mí no me digas lo que tengo que hacer —soltó él amenazante.

—Será mejor que nos vayamos —intervino Palmira tratando de calmar los ánimos.

—Me iré de aquí con mi hija —aseguró Felipe.

—Qué más te da —protestó Concha—. Déjame un rato con ella.

—Te lo acabo de decir: a mí no me digas lo que tengo que hacer nunca más en tu vida.

El ambiente estaba subiendo de temperatura. Lo cual, bien pensado, no era necesariamente malo. Vi que había una mínima oportunidad de sacar partido y decidí aprovecharla, tomé la decisión de meter la pierna en el resquicio de la puerta que se acababa de abrir y escarbar a ver si se podía llegar a alguna parte. Seguramente era una posibilidad remota, pero tenía que intentarlo.

—¿O si no qué? —pregunté desafiándole.

Felipe se volvió hacia mí, no me había mirado directamente hasta entonces.

—Vámonos de aquí, no respondas —le dijo Palmira—. Luego recogeremos a la niña.

—Eso, mejor vete, ya sabemos que solo te pones valiente con las mujeres cuando estás a solas con ellas —le dije.

—No voy a picar, gilipollas —me insultó Felipe.

—Vámonos, por favor —insistió su abogada.

—¿Me acabas de llamar gilipollas? —le pregunté—. Por lo que yo sé, aquí el único que tiene un problema de ese tipo eres tú. ¿Esto es lo único que sabes hacer con las mujeres? ¿Amenazarlas y golpearlas?

Felipe soltó aire por la nariz. Lo tenía a punto. Solo necesitaba un pequeño empujón. Parece que no fui la única que se dio cuenta. Concha dio un paso al frente, aún con su hija entre los brazos, encarándose con él. Palmira agarró del abrigo a su cliente, que estaba fuera de sí, intentando arrastrarlo en vano.

—¿Qué andas contando por ahí? —le preguntó Felipe a Concha—. Te dije que no contaras nada o te arrepentirías, ¡te lo dije!

—La verdad. Eso es lo que les he contado. Y no se te ocurra poner una mano encima a las niñas o te mataré.

—¡No hables así delante de Jimena!

Concha se acercó aún más a su marido, podía sentir el aliento de ella en el rostro de Felipe, su orgullo, su concepto enfermizo de la jerarquía y de las relaciones no podía tolerar una afrenta así, y menos en público.

—¡Y tú no me toques! ¡Las niñas te tienen miedo, es que no te das cuenta!

—¡He dicho que te calles! ¡No digas esas cosas delante de Jimena!

—¡Digo lo que me da la gana!, las niñas y yo vivimos asustadas, ¡cobarde!

A continuación todo pareció ocurrir a cámara lenta. Felipe empujó a Palmira, librándose de ella, y armó su brazo derecho. Apretó los dedos en un puño y lanzó un golpe contra su esposa, que le impactó en pleno rostro. Concha cayó de espaldas al suelo, sin dejar de sujetar con firmeza a su hija en ningún momento, de forma que la arrastró con ella. Su cabeza rebotó contra el mármol, produciendo un sonido seco, duro.

Jimena gritó mientras caía:

—¡Mamá!

El propio Felipe también gritó:

—¡Mira lo que has conseguido! ¡Estarás contenta! ¡Estarás contenta!

Yo me puse en medio, por si acaso tenía intención de seguir golpeándola. Sostuve la mirada llena de ira de Felipe.

—¿Me vas a pegar a mí también, grandullón?

Creo que tenía intención de hacerlo. Desde luego, ganas no le faltaban. Dos policías nacionales llegaron a la carrera y lo agarraron por detrás, inmovilizándolo. Aquello estaba lleno de guardias, policías, jueces y abogados. Sin duda, era el peor lugar del mundo para cometer una agresión.

Felipe no dejaba de mirarme con los ojos inyectados en sangre, con las venas del cuello hinchadas, con la sien palpitando. Por mucho que le deseara lo peor a ese malnacido, me vinieron de golpe algunas imágenes de las situaciones agradables que habíamos compartido durante tantos años, las cenas y comidas y las barbacoas y las excursiones, los viajes, los juegos con sus hijas. Era increíble en lo que se había convertido, o mejor dicho, lo que ya era sin que yo lo sospechara siquiera. Nadie sabe nada de los demás. Esa es la única verdad.

Antes de que se lo llevaran, crucé una mirada con Palmira, que no podía creer que se acabara de estropear todo su trabajo en menos de un minuto. A causa del empujón que le había dado el propio Felipe, se le había roto uno de sus interminables tacones. Retrocedió cojeando, siguiendo a su cliente, al que arrastraron fuera de allí.

Me agaché para ver cómo se encontraba Concha. Increíblemente, Jimena continuaba agarrada a ella, daba la impresión de que ni un terremoto podría separarlas. Iturbe estaba en cuclillas y sostenía con cuidado la cabeza de Concha. Jimena permanecía ilesa, su madre le había amortiguado el golpe. Concha sangraba por la nariz y tenía una contusión en la cabeza, pero estaba plenamente consciente, y por lo que vi en su mirada, con ganas de seguir plantando frente a quien hiciera falta.

—¿Estás bien? —pregunté a mi amiga.

—Mejor que nunca —respondió con una sonrisa mientras la sangre manaba de su nariz.

Ir a la siguiente página

Report Page