Ana

Ana


Segunda parte. Las manos » 31

Página 35 de 101

31

—¿Estás bien?

Gerardo me observaba atónito, como si hubiera visto una aparición. Tenía la cara ligeramente hinchada, unas ojeras que le llegaban hasta el suelo y la sombra de una barba incipiente.

—¿Qué haces aquí, Ana?

—No me contestes con una pregunta —le corté—, no se te ocurra contestarme con una pregunta. Estás bien, ¿sí o no?

—Estoy molido, y un poco desconcertado, pero estoy perfectamente.

—Me alegro. Porque tienes un problema muy grave. Has mentido, has dejado tirados a tus compañeros de trabajo cuando más te necesitaban y te has jugado un dinero que no tienes, ¿te das cuenta?

Lo dije delante de todo el mundo, no solo no me importaba que el resto escuchara mi conversación con mi abogado júnior, sino que lo prefería, tal vez así mis palabras surtirían más efecto. Sin embargo, él miró alrededor, como si todavía no pudiera creer que yo estuviera allí, y mucho menos que le hablara de ese modo, y no contestó.

—Di lo que tengas que decir, no pienso quedarme aquí toda la noche —le solté subiendo el tono de voz—. ¿Te das cuenta de la gravedad de lo que has hecho?

—¿Has venido a echarme la bronca?

—Por supuesto que te voy a echar la bronca, pero no he venido a eso. Para tu información, he venido a sacarte de aquí antes de que sea demasiado tarde. Si te vienes conmigo, podremos arreglarlo. Pero si te quedas, no podré hacer nada.

—Oye, Argentino —intervino el chico de la cicatriz desde la mesa—, estamos en mitad de una partida, y estos dos nos están molestando con sus chorradas, ¿puedes decirles que se vayan un poco a tomar por el culo?

Friman permanecía junto a la puerta de la cocina con el ceño fruncido, como si estuviera decidiendo qué hacer conmigo y con Gerardo.

—El chico tiene razón —dijo ahora Moncada en tono conciliador—, no es lugar para hablar estas cosas, iros a la calle para resolver vuestras diferencias.

—No pienso irme a ninguna parte —cortó Gerardo—. Quiero jugar.

—¿Es que no me has oído? —pregunté fuera de mí.

—Tú no entiendes cómo funciona esto, Ana —me contestó—. Una partida es un ciclo, una elipse. Yo ya he pasado la parte baja del ciclo, he invertido muchas horas. Ahora me toca ganar. Recuperar lo que he perdido.

—Pero ¿tú te oyes? Estás completamente descontrolado. ¡Te ordeno que salgas de aquí ahora mismo!

—¡No!

Di un paso adelante y sin pensarlo le crucé la cara a Gerardo. Fue una de esas bofetadas que se pueden oír desde lejos. El sonido continuo de las fichas se detuvo. Gerardo tenía la palma de su mano sobre la mejilla, perplejo ante lo que acababa de ocurrir. Aproveché su desconcierto momentáneo para empujarlo con fuerza.

—¡Nos vamos, he dicho! —exclamé temiendo que reaccionara, que se revolviera contra mí y me lo pusiera aún más difícil—. He venido hasta aquí a buscarte y no me iré sin ti. He zanjado tu deuda con Friman, no tienes que seguir, no tienes que recuperar nada. Ya está. ¡Andando!

—¿Has cancelado la deuda?

—Eso he dicho —volví a empujarlo—. ¡Que alguien abra la puerta, el chaval y yo nos vamos!

Supongo que parecía una loca, abofeteando y empujando a Gerardo, gritando para que nos dejaran salir. Esperaba que eso nos ayudara un poco.

—¡Y devuélveme mi chaquetón, grandullón, no pensarías quedarte con él!

Estuve a punto de empujar también al musculitos, pero me detuve a tiempo. Al fondo, Friman seguía observando la escena sin intervenir, su rostro denotaba algo parecido a una calma tensa, una especie de «Ya ajustaremos cuentas» que no tranquilizaba precisamente, pero que al menos presagiaba que nada malo iba a ocurrir en esos momentos. Hizo un gesto y el tipo del traje me dio el abrigo y abrió la puerta. Gerardo pareció darse por vencido y se encaminó a la salida. Moncada asintió, me habría gustado forzar un poco más la situación para ver qué hacía el teniente en caso de que se hubiera puesto fea de verdad.

—Anda con ojo, Tramel —espetó Friman con su vozarrón desde el fondo de la sala—. El día menos pensado te vas a meter en un lío.

Aquel chalé, aquel hombre, aquella sensación desagradable en el estómago que había tenido desde que puse un pie en la casa, aquel sonido incesante de las fichas (que había regresado), aquel desprecio por el dinero, aquel olor a humedad, sudor, tabaco, comida recalentada, aquel vacío y dolor por Ale se concentraron en un último gesto de Friman, que adquirió un significado inapreciable a primera vista: giró la cabeza hacia un rincón y escupió al suelo. En ese instante se resumió todo lo que era y lo que prometía ser. Escupir al suelo, en su propia casa, como él había dicho. Eso era todo.

—¡Muveg, salen!

El grito del musculitos fue lo último que oí antes de salir, precedida por Gerardo. Ninguno de los dos abrimos la boca mientras atravesamos el jardín, ni siquiera intercambiamos un saludo con el portero cuando nos franqueó el paso a través de la puerta verde oscura con varias cerraduras, tampoco cuando cruzamos la calzada hacia el Chevrolet, simplemente seguimos adelante con determinación, dejando atrás un peso que se fue deshaciendo al menos en parte según nos alejábamos. Gerardo identificó el coche de Eme sin necesidad de que le dijera nada y se sentó en el asiento trasero, yo en el del copiloto.

—¡Joder! —dije.

Por si no había quedado clara mi opinión sobre lo que estaba pasando, lo repetí:

—Joder joder joder.

Gerardo agachó las orejas enrabietado. Lo miré a través del espejo retrovisor.

—¿En qué estabas pensando? —pregunté.

Evidentemente, no hubo contestación. Eme encendió el motor y se puso en marcha con suavidad. No había ningún otro coche a la vista.

—Me da que has hecho buenos amigos ahí dentro —musitó el viejo investigador.

—He tenido que soltar un par de amenazas veladas para que el muy cabrón supiera de qué iba la cosa. Quiero que averigües cuántas veces estuvo aquí mi hermano. Cuánto perdió. Qué relación tenía con Friman. Y también quiero saber qué pinta Moncada en todo esto.

—Álex era cliente habitual —murmuró Gerardo—. Cuando no estaba en el casino, estaba aquí. Muchos días venía a comer y se quedaba hasta la noche, sobre todo entre semana. Sábados y domingos los pasaba casi exclusivamente en Robredo. Moncada es más esporádico, juega por temporadas, de pronto le da por atizar quince días seguidos y luego desaparece del mapa. Supongo que depende del dinero del que dispone, no creo que un guardia civil tenga un sueldo de campanillas.

—Ahora me dirás que en realidad venías aquí para documentar el caso —le dije tratando de modular mi monumental enfado.

—No es eso —se excusó—. Ya venía antes, pero desde que te presentaste en el despacho aquel día con el caso de tu hermano, he venido con más frecuencia. Supongo que me he engañado a mí mismo diciendo que solo venía para tratar de averiguar algo que nos pudiera ayudar.

—Eres un gilipollas.

—Yo creo que ya vale, me has dado una hostia delante de todos. Deja de insultarme, por favor.

—Dejaré de insultarte cuando te lo merezcas. Lo he dicho y lo repetiré todas las veces que haga falta: eres un gilipollas. Has tenido la suerte de toparte con otra gilipollas como yo, que sabe perfectamente lo que es una adicción y que está dispuesta a arriesgarse para echarte una mano. Pero ya está. A partir de ahora es cosa tuya. Apúntate a una mierda de terapia o soluciónalo por tu cuenta, me da igual. Si vuelves a jugar, estás fuera. Así de sencillo.

—Pero…

—La última palabra la digo yo. Si juegas una sola vez más, aunque sea en una máquina tragaperras de un bar, estarás muerto para mí. Creo que no es muy difícil de entender.

Capté una ligerísima sonrisa de Eme al volante.

—¿De qué cojones te ríes tú? —le solté.

—Por lo que veo, llevas toda la noche lanzando amenazas a diestro y siniestro.

—Eso parece. ¿Algún problema?

—Al contrario. Soy un gran especialista en amenazas. Lo digo con admiración, hasta hoy no sabía que te movías como pez en el agua en ese registro.

—Aunque normalmente se diga lo contrario, la verdad es que la gente sí cambia, Eme. Casi siempre a peor.

La sonrisa de Eme se congeló mientras seguía conduciendo por las calles semidesiertas de la urbanización. Vi que Gerardo se había recostado en el asiento trasero, apoyando la cabeza, no parecía tener ganas de seguir quejándose ni llevándome la contraria.

Entramos en la A-2 hacia Madrid y me dio cierta paz comprobar que aquella autovía seguía en su sitio, perfectamente iluminada a ambos lados, con los tres carriles de entrada y de salida abiertos, a veces el hecho de que las cosas sencillas funcionen es lo único importante a lo que una puede agarrarse.

—¿De verdad le pegaste una bofetada? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—Creo que sí.

—Todavía me duele —masculló Gerardo.

—Más me duele a mí —dije.

Eme se rio abiertamente.

—Me habría gustado verlo.

—Desaparece durante veinticuatro horas y me lo encuentro rodeado de gentuza jugándose un dinero que no tiene. ¿Qué habrías hecho tú?

—Ni idea. Yo nunca habría ido a rescatar a un mocoso.

—No habléis de mí como si no estuviera —protestó Gerardo.

—Pero en caso de que lo hubiera hecho —continuó Eme—, supongo que lo primero habría sido darle una buena paliza.

—¿Has oído? —intervine yo—. Te has librado de una buena, has tenido suerte de que fuera yo quien te encontrara. Joder, ni siquiera contestabas al móvil, ¿es que tampoco podías haber llamado o puesto un mensaje? Ronda y Sofía estaban muy preocupadas.

—No contesté porque no llevaba el móvil encima.

—¿Y por qué razón, si puede saberse? ¿Es una promesa de alguna clase? ¿Meterte en ese chalé, en la boca del lobo, sin ninguna conexión con el exterior?

—Quiero decir que no llevaba mi móvil, llevaba otro. Se lo cambié la noche anterior a mi compañera de piso, justo antes de ir a la partida. Mi teléfono es un modelo anticuado, tan viejo que no puede grabar ni hacer fotografías de calidad, además casi no tiene memoria. Así que le pedí el favor a Mónica y me prestó por un día su iPhone nuevecito.

—¿Y no tuviste la brillante idea de intercambiar las tarjetas para seguir conservando tu número y los contactos? —preguntó Eme.

—Son incompatibles —respondió sin darle mayor importancia—. Y pensé que por unas horas no pasaría nada, la idea era regresar a casa a primera hora de la mañana, pero el asunto se ha alargado un poco, como ya habéis visto. Lo único que quería era grabar cualquier cosa que me pareciera relevante para el caso. Ya os lo he dicho, aunque no lo creáis.

—Míralo, jugando a detectives —soltó Eme sarcástico—. Y esa Mónica, ¿es solo compañera de piso o hay algo más?

—Somos amigos —se defendió—, bueno, ya me entiendes, donde hay cariño a veces hay roce, pero nada serio, follamos cuando nos apetece, sin más.

—Me encantan los nuevos tiempos, «follamos sin más», está claro que he nacido con treinta años de adelanto.

Eme y Gerardo siguieron un rato hablando en esos términos, pero yo me había quedado colgada varias frases antes. Un clic en mi cabeza había saltado al escuchar aquello. Si era cierto, podía ser la clave de todo. Empecé a sentir ese hormigueo que te recorre el cuerpo cuando sabes que una luz está a punto de encenderse.

—Un momento —les corté bruscamente, y me volví hacia Gerardo—. ¿Qué has dicho exactamente? Repítelo, por favor.

—Que Mónica y yo solo somos amigos, no hay ningún compromiso, pero te prometo que ella está de acuerdo, lo hemos hablado y no hay problema…

—No me refiero a tu vida sexual. Antes. ¿Qué has dicho antes?

—¿Lo del teléfono?

—Eso.

—Que se lo cambié a Mónica porque el mío es una antigualla y quería grabar algo que pudiera ser de utilidad y…

—Joder joder joder.

Di un golpe sobre la guantera con la mano abierta.

—¿He hecho algo mal? —inquirió temeroso Gerardo.

—Lo he tenido delante de mis narices todo este tiempo y no lo he visto.

—¿Se puede saber de qué hablas?

—Acelera, Eme. Tengo que llegar a casa cuanto antes. Yo pago las multas.

Ir a la siguiente página

Report Page