Ana

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Segunda parte. Las manos » 32

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Dormían abrazados el uno al otro, como si tuvieran miedo de que algo o alguien los separase en mitad de la noche. Me acerqué con cuidado de no hacer ruido, no quería que el niño se despertase por mi culpa. Me incliné sobre la cama y me quedé allí unos segundos observándolos. Una vez más, y no sería la última, volví a sentir el peso de la responsabilidad sobre lo que pudiera pasarle a ese crío. Como hermana había antepuesto durante mucho tiempo mis propias debilidades y necesidades a las de Ale; no estaba dispuesta a dejar que me ocurriera lo mismo con mi nuevo rol de tía más o menos ausente. Toda la aceleración que había sentido en el Chevrolet de Eme quedó en nada al contemplar a Helena y Martín durmiendo en mi antigua cama, supe que aún había alguna posibilidad de redimir mi soberbia y mi egoísmo si ellos dos conseguían salir bien parados. Con frecuencia la palabra «justicia» se usaba con demasiada ligereza, yo misma lo había hecho en otro tiempo; sin embargo, en lo referente a las personas que habían empujado a Ale a colgarse del cuello en una celda, ese término adquiría un nuevo valor. Puede que yo no tuviera recursos suficientes, puede que ellos fueran más grandes, más poderosos y mejor armados, puede incluso que mis fuerzas flaquearan y volvieran a flaquear, pero tenía algo que ellos nunca podrían tener: tenía la razón. Eso no era suficiente para ganar un juicio, lo sabía de sobra. Pero era más que suficiente para seguir adelante por muy grandes que fueran las adversidades.

Miré con cuidado en la mesilla, tratando de localizar sin éxito lo que había venido a buscar. Pasé la luz de mi teléfono sobre una lamparita, un tarro de crema, un pañuelo y el anillo con la cruz que habían traído esa tarde del cuartel. Ni rastro de lo que yo esperaba encontrar. Volví de nuevo mi cabeza hacia ellos dos. Me estaba moviendo de forma tan sigilosa que estaba convencida de que nadie podría detectar mi presencia. No fue así. Sin moverse de su posición ni un centímetro, sin soltar a su hijo, sin abrir los ojos siquiera, Helena masculló unas palabras con tal suavidad que, a pesar de pillarme de improviso, no me sobresaltaron.

—¿Suceder algo, Ana? —dijo con su característico acento.

—Sí —respondí intentando imitar el volumen y casi hasta el tono de su voz, y le hice la pregunta más importante desde que la había conocido—: ¿Por qué no me habías dicho que tenías el móvil de Alejandro desde el principio?

Ella sacó el brazo que rodeaba a Martín de un solo movimiento y se incorporó tomándose su tiempo. Seguíamos en penumbra; aun así, ambas podíamos distinguir nuestros rostros.

—Tú no preguntas nunca —musitó.

—Buena razón —dije.

Me vinieron a la mente las palabras de Martín cuando había entrado en la cocina esa tarde y había visto el viejo Nokia. Cuando repitió «mamá» tres veces señalando aquel móvil, lo que quería decir es que precisamente ese era el teléfono de su madre. Ahora parecía evidente, aunque en su momento ni se me había pasado por la cabeza.

—A veces no hay que esperar a que te pregunten para responder, Helena.

—No entiendo. ¿Tú respondes antes de que otros te pregunten?

Helena era una persona callada, de naturaleza más bien reservada, supongo que por eso hacía buena pareja con mi hermano, que era todo lo contrario, alguien que podía entablar una conversación, y hasta una amistad fraternal, con el primero que se cruzara. Ese antagonismo de caracteres solía complementarse de forma razonable en las parejas, por lo que yo sabía. Aquella chica polaca no abría la boca si no era imprescindible, imagino que en gran medida tenía que ver con su aprendizaje de supervivencia. Tenía en su poder el móvil de Ale y no había dicho nada a la Policía, ni tampoco a mí, que era su abogada y estaba de su parte. Metió la mano bajo la almohada y sacó un Samsung Galaxy con pantalla extraplana y extragrande. El mismo aparato que ya le había visto en varias ocasiones y que nunca antes hasta esa noche me había llamado la atención.

—Ale dio a mí la noche que pasó todo. Antes de ir a partida cambió su teléfono por mío, y también cambió tarjetas pin para cada uno seguía teniendo número.

—¿Por qué cambió los teléfonos?

—Dijo que no gustaba llevar teléfono muy grande a partida. Tú sabes, cuando juegas no puedes hablar, es prohibida. Y dijo también que mi teléfono viejo y antiguo iba a traer suerte, como amuleto.

Si era lo que yo imaginaba, la verdadera razón se la había ocultado a su esposa: no quería involucrar a Helena, no quería que ella supiera nada para que no tuviera que mentir cuando le preguntaran, tal y como yo estaba haciendo ahora.

—¿Qué más te dijo?

—Dijo que él quería mucho a mí. Y que esa noche tenía presentimiento de que suerte estaba de su parte. Ah, y dijo que en teléfono suyo estaban las mejores fotos de toda su vida, que lo cuidara. Fue último que me dijo antes de que lo detuvieran.

—¿A qué fotos se refería?

—Fotografías de él y yo cuando conocimos. Y en primer viaje nuestro, a un torneo en Viena. Allí encargar a Martín. Éramos felices en esas fotografías.

La chica encendió el Samsung, tecleó el pin y, tras buscar en el archivo de imágenes, me enseñó varias fotografías de ellos dos riendo, abrazándose, subidos a un autobús de dos pisos, comiendo espaguetis y otras cosas por el estilo. Parecía el catálogo de una agencia de viajes por San Valentín, solo que había una diferencia que podía notarse a poco que uno mirase esas fotografías: eran reales. Y parecían felices de verdad. No creo que yo tuviera fotos semejantes con nadie.

—¿Tú querer teléfono? —me preguntó.

—Necesito comprobar una cosa. Te lo devolveré cuando acabe.

Helena extendió la mano y me tendió el móvil con delicadeza, y con cierta precaución, como si me estuviera entregando algo muy valioso para ella.

—¿Puede ayudar a caso nuestro?

—Eso espero.

Salí de la habitación dejando a la chica en la cama con su hijo. Atravesé el pasillo impaciente, a cada paso que daba se iba apoderando de mí el temor de llevarme una nueva decepción, de que la grabación que buscaba no estuviera tampoco en aquel móvil. Entré en el despacho y cerré por dentro. Debía ser la una de la madrugada. Coloqué el teléfono sobre mi mesa de trabajo, justo debajo del viejo flexo, que permanecía encendido. Esta vez no iba a dejar la yema para el final, no había tiempo para eso.

Ajustes. General. Archivos de audio. Que sea lo que tenga que ser. Presioné la pantalla táctil. En pocos segundos, empezó a llenarse de archivos de distintos colores, como si hubiera abierto una de esas cajas sorpresa donde se guardan a presión confetis en forma de muelle que salen disparados al abrirla. Los audios estaban ordenados por fecha y también venían etiquetados por su capacidad. Había ochenta y tres archivos. Bajé hasta el último, es decir, el más reciente. Fecha: 14 de noviembre. El día que se cometió el asesinato. Lo abrí, y con la impaciencia de una niña que está frente a una tarta de nata largo tiempo esperada, contuve la respiración y le di al play.

¿Sí…? ¿Hola…? ¿Hola…?

Ayer no viniste.

Sí, bueno, estuve ocupado.

Hoy vamos a abrir dos mesas de cinco diez, puede que incluso se monte una de diez veinte si aparece el Portugués.

Tuve que darle a la pausa para respirar. Me puse en pie. Si hubiera tenido delante a Gerardo, o a cualquier otro, le habría dado un beso en los morros. Era la grabación de mi hermano hablando por teléfono con Menéndez Pons la noche que acabó matándolo. La grabación que Moncada me había dejado escuchar una sola vez en esa misma habitación. Allí estaba. No me lo podía creer. Le di al fast forward para ir hacia el final, quería comprobar si estaba completa.

Solo quiero saber si estoy hablando con un amigo o con el director del casino de Robredo.

Hijo de puta. ¿Estás grabando esto?

¿Estás en las oficinas del casino ahora mismo…? ¿Bernardo? ¿Oye?

No pude evitar una pequeña (quizá no tan pequeña) sensación de euforia. Aquella grabación podía ser la piedra angular de la querella. Al menos para conseguir que fuera admitida a trámite. No veía a ningún juez negando la posibilidad de explicarse a una viuda cuyo marido se había quitado la vida a causa de sus deudas de juego, y al que el director del casino le llamaba a su teléfono particular invitándolo a jugar, lo presionaba y lo amenazaba incluso. Había mucho que hacer. Demostrar que Pons no actuaba por su cuenta y riesgo, sino que lo hacía en nombre de la empresa, que contaba con el conocimiento y la aprobación de sus jefes. Conseguir que esta grabación no fuera desestimada como prueba por algún defecto de procedimiento también era crucial. Pero fuera como fuera, como mínimo suponía el quebranto de varias leyes, por no hablar de las connotaciones éticas que podían achacarse a la empresa Gran Castilla. Uf. Tenía que ordenar mis ideas, contrastarlas con Sofía y, aunque me pesara, con Gerardo. Supongo que también con la propia Concha, si es que tenía humor para esto. No era ni mucho menos el final del camino, era todo lo contrario: un prometedor comienzo.

Me disponía a escuchar completa la grabación cuando me asaltó una duda. O mejor dicho, una sospecha. Con dos toques de mi dedo índice salí del archivo. Eché un vistazo al resto de audios almacenados. Había dado por hecho, influida por Helena, que los demás serían personales. Pero algo me decía ahora que podían tratarse de otra cosa. Busqué con el pulso acelerado el siguiente audio ordenado por fecha: 20 de octubre. El día anterior al asesinato. La grabación empezaba en mitad de una conversación, con la voz de mi hermano.

Qué honor.

No me vengas con esas.

¿Llamas para felicitarme por mi cumpleaños?

Claro, llamo justo para eso: muchas felicidades, Álex, quería decírtelo en persona.

Te lo agradezco.

El interlocutor de mi hermano era alguien desconocido para mí. El día de su cumpleaños. Traté de recordar la última vez que le había felicitado, tal vez seis o siete años atrás. Puede que más. Pero debía centrarme en esa grabación. Tuve una certeza: si mi hermano se había tomado la molestia de grabarla y después guardarla, no se trataba de una charla trivial.

He pensado mucho en ti esta semana, Álex.

Voy a pagarte.

Claro, claro, eso ya lo sé.

Estoy en ello, te juro que voy a pagar.

Ha llegado el momento.

[Silencio].

Dijimos que esperaríamos.

Eso lo dijiste tú. Te lo voy a poner fácil…, te voy a…, mira, ya que estás de celebración, no te quiero robar mucho tiempo, yo también estoy ocupado, ya sabes… Este es mi regalo de cumpleaños: una nueva vida. Una vida en la que no eres un perdedor, ni un lastre para todos los que te conocen, ni un mierda, ni un miserable, ni un desgraciado. Una nueva vida en la que simplemente te quitas de en medio. Desapareces. Para siempre. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Voy a pagar.

Sí que lo vas a hacer, pero no…, es decir, no cuando a ti te dé la gana, ni de la forma en que tú piensas. El tiempo se acaba. Podría decir que lo siento, pero no es verdad.

A medida que escuchaba, un nombre empezó a cobrar forma en mi mente. Era él. Tenía que serlo. O tal vez solo quería creerlo.

Voy a pagar.

Te repites…, espera…

[Silencio].

Estoy aquí con mi familia, al menos podías respetar eso.

Soy un hombre muy familiar, ya lo sabes. Precisamente por eso te lo digo: quiero que hagas lo que tienes que hacer.

¿Qué pasará si no lo hago?

Nada bueno.

¿Podemos hablarlo tranquilamente?

Llevamos dos años hablando.

No me jodas…, siempre he cumplido…

Claro…, por eso. Que tengas un feliz día.

Emiliano, joder… Oye…

Bingo.

Era el gran jefe, Emiliano Santonja. El dueño de todo el emporio Gran Castilla, Gengis Kan, llamaba personalmente a Ale. Eso era mucho más de lo que podía esperar. ¿Cuándo había comenzado mi hermano a grabar esas conversaciones? ¿Qué temía para decidirse a hacerlo? No entendí la mitad de las frases que se intercambiaban. Pero lo que tenía claro era que Santonja llamaba a un cliente al que habían prestado una gran cantidad de dinero, y que estaba diagnosticado clínicamente como un enfermo, para presionarle. De eso no cabía duda. ¿Por qué se molestaba en hacerlo? ¿A qué se refería con eso de que iba a pagar, que ya sabía lo que tenía que hacer? ¿Qué momento había llegado?

Las preguntas y las ideas se amontonaban de golpe, empecé a anotarlas a mano en un post-it que encontré junto al ordenador. Según escribía una pregunta, arrancaba uno de esos adhesivos amarillos y lo pegaba en la pantalla. Validar autentificación de las grabaciones. ¿Estaban editadas o completas? Eso podía ser determinante para que fueran admitidas como prueba. Tenía que ir con mucho cuidado. Un solo paso en falso y me arriesgaba a que el juez desestimara aquel material. Tendría que informar cuanto antes a la Policía y al juzgado, tal vez no creerían que habían estado en poder de mi cliente todo este tiempo y que sin embargo yo no me había enterado, pero en principio lo mejor para rebatirlo sería contar escrupulosamente la verdad, mi conversación con Gerardo y todo lo demás. No era suficiente encontrar un material explosivo como aquel, era casi más importante administrarlo y presentarlo con inteligencia, el riesgo que corría era muy alto.

Estaba claro que Ale había grabado a sus interlocutores en un ámbito privado y sin autorización de ellos. Aunque también existía la posibilidad de que tanto Pons como Santonja le hubieran llamado desde las oficinas de Gran Castilla, en cuyo caso se trataba de una llamada profesional hecha desde un espacio público; la pregunta de mi hermano en la última conversación con el director tenía que ver precisamente con eso, de ahí que Bernardo hubiera sospechado y le colgara el teléfono. Necesitaría que Eme se empleara a fondo para justificar las alegaciones. La cabeza me iba a mil por hora.

Retrocedí en los audios del teléfono hasta la grabación más antigua. Tenía fecha de hace dos años. 16 de septiembre.

No te he visto en la partida, han empezado hace veinte minutos…

Guárdame sitio, por favor, estoy de camino. ¿Diez, veinte?

Han empezado con cinco-diez, pero ya sabes, en un par de horas la subiremos, no te preocupes… Según me ha dicho el jefe, vuelves a tener crédito.

Eso parece.

Me alegro. Date prisa, la mesa está muy caliente.

Bernardo, estoy en racha, me lo noto.

Eso está bien.

Era Menéndez Pons de nuevo. Su familiaridad me dio asco. Solo imaginar a mi hermano corriendo con avidez hacia una partida me revolvió el estómago, ¿en qué estabas pensando, Ale? En la fecha de esa primera grabación Martín debía ser un recién nacido con unos pocos meses, podía ver a mi hermano saliendo de casa atropelladamente, dejando allí a Helena y el bebé para ir a jugar, convencido aún de que ganaría y que todo se arreglaría.

Supongo que el jefe al que se referían en la conversación era Santonja. ¿Por qué volvía a tener crédito mi hermano en el casino? ¿Le cortaban y le abrían los préstamos de vez en cuando, para tenerle atado en corto, o es que había sucedido algo extraordinario? ¿Cuánto debería mi hermano hace dos años? Seguramente Helena podía tener una idea aproximada de cómo y en qué cantidades había ido acumulando su deuda. Y de nuevo, la gran pregunta: ¿por qué había empezado Ale a grabar esas llamadas? No era algo tan sencillo, implicaba una decisión premeditada que llevaba su tiempo, posiblemente descargarse un software, en definitiva suponía una tarea hecha a conciencia, bien por temor, por precaución o por lo que fuera.

Pasé la noche en blanco, escuchando las ochenta y tres grabaciones. Todas y cada una de ellas. Algunas en varias ocasiones. De ellas, treinta y seis eran con Menéndez Pons. Doce con Morenilla, el jefe de sala del casino que también aparecía en el atestado del asesinato. Diez con un tal Hidalgo, que según pude saber después era jefe de protocolo del casino, una especie de relaciones públicas para clientes VIP. Siete con Aarón Freire, jefe de seguridad del casino. Nueve con Sebastián Kowalczyk, el crupier y hermanísimo (las conversaciones con Sebastián eran las más herméticas: no quedaba nunca claro si le llamaba para presionarle a jugar o para advertirle que no lo hiciera, o para ambas cosas al mismo tiempo). Otras seis con Cimadevilla, socio de Santonja que contaba con una participación en el holding Gran Castilla, y al parecer conocía desde años atrás a mi hermano; de todos, era quien parecía tener más cercanía con él. Y tres, solamente tres, con Santonja en persona.

Ale sabía muy bien lo que se traía entre manos con las grabaciones, prácticamente en todas las conversaciones mencionaba el nombre de la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico, con lo cual hasta yo podía identificarlos. Todos ellos relacionados con el casino Gran Castilla. Era un completísimo registro de invitaciones, presiones y amenazas, ejercida a varios niveles y durante más de dos años.

La sensación de euforia se fue diluyendo a medida que escuchaba las conversaciones. Sentí una enorme tristeza por Ale. Friman seguramente tenía razón en lo que se refería a mi inclinación por la tristeza cuando algo me tocaba de cerca, no me importaba reconocerlo. Pero sobre todo lo que sentí fue rabia. Le habían robado su vida a empujones. Aprovechándose de su debilidad. Iba a demostrarlo. Iba a enterrar a aquellos tipos con una querella criminal en la que no solo iba a pedir una cifra astronómica en concepto de daños y perjuicios, sino que solicitaría las penas de cárcel más altas que la ley permitiera.

Estaba segura de que habría más casos como el de Ale. Las cifras que me habían dado en la asociación asustaban: miles de ludópatas de todas las edades y condiciones sociales, con un ritmo creciente en los últimos años. ¿Cuánto dinero ganaba el Estado con toda la maquinaria del juego? ¿Cómo podían permitir que en un horario de máxima audiencia, en el programa deportivo más visto del año, se anunciaran de forma impune las casas de juego y apuestas? ¿Cuántas vidas tendrían que destruirse para que se dieran cuenta de lo que estaba pasando? Con el alcohol y el tabaco habían tardado una eternidad hasta que llegaron las restricciones y los gobiernos prohibieron ciertos tipos de publicidad masiva. Con el juego, por lo que se veía, estábamos en pañales, era tal la cantidad de dinero que hacía ingresar a las arcas públicas que resultaba mucho más cómodo mirar hacia otro lado y recurrir al viejo axioma liberal: somos adultos y libres para tomar nuestras propias decisiones, nadie nos obliga a convertirnos en alcohólicos o ludópatas. Aunque solo fuera por la complicidad con esas grandes compañías internacionales que se lucraban a costa de los adictos (tan libres a la hora de tomar sus decisiones como un ratón enjaulado), todas las instituciones públicas que cogían una sola moneda de los beneficios de la industria del juego deberían ser cesadas en bloque y ser juzgadas por connivencia.

Entre mis remordimientos y la falta de sueño, mi mente se estaba poniendo muy intensa. Ya me veía como una especie de Juana de Arco persiguiendo y azotando a las grandes empresas del juego, a los gobiernos, a todo el que se lucrara a costa de la adicción de otros. Había pasado la noche sin dormir. Y supongo que me sentía culpable. De ahí mi rabia. Y mi indignación. No era fácil controlar las emociones y los pensamientos después de escuchar toda aquella basura. Aún no había amanecido, levanté la vista y vi a través de la ventana del fondo que el cielo iba adquiriendo un tono azulado, el sol no tardaría demasiado en ir apareciendo. Entonces se abrió la puerta del despacho. Pensé que sería Helena o Concha o tal vez alguna de las niñas. Pero no. Era Ronda.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —pregunté somnolienta.

—Eme me explicó que, después de sacar a Gerardo del chalé, tuviste una especie de revelación y que viniste corriendo. Supuse que necesitarías ayuda.

Me alegré de tener a Ronda allí. También me dio envidia verla recién duchada, con el pelo aún húmedo, limpio.

—¿Qué hora es?

—Las siete y diez —dijo ella acercándose y colocando un vaso de plástico con café humeante sobre mi mesa—. En pocos minutos empezaremos a escuchar los gritos y las carreras de las niñas. Tómate eso y cuéntame qué ha pasado.

Cogí el café y le di un trago. Me di cuenta de que delante de mí todo estaba lleno de post-it garabateados y pegados por todas partes, sobre el ordenador, en el flexo, directamente en la mesa, encima de carpetas y archivos, habría más de un centenar con preguntas, tareas, notas. Y en medio de todo, el Samsung. Se había quedado sin batería. Tendría que pedirle el cargador a Helena.

—Lo que ha pasado, Ronda, es que vamos a hacerles sudar un poco a esos hijos de puta de Gran Castilla.

—Ya era hora.

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