Ana

Ana


Segunda parte. Las manos » 34

Página 38 de 101

34

Aquella víspera de Nochebuena La Antorcha Roja estaba engalanada con una llamativa decoración a base de cables luminosos y globos leds de distintos colores, así como unas aparatosas cintas doradas que colgaban del techo y que daban ganas de arrancarlas de un manotazo en cuanto entrabas al local. Era una forma de decir: «Sabemos que es época festiva, pero nosotros somos japoneses y no vamos a poner arbolitos ni estrellas de Belén», o al menos así lo interpreté yo.

La barra estaba llena de buenos amigos y amigas, que habíamos sido convocados para algo parecido a una cena navideña. Había sido idea de Concha, ella era la organizadora del evento. Allí estaban Ronda, Sofía, Gerardo, las tres niñas de Concha, Helena y Martín. Incluso había venido Eme. Sin decirlo abiertamente, era también una forma de celebrar que esa mañana habíamos presentado la querella, un clavo ardiendo al que nos agarrábamos casi todos los presentes por muy distintos motivos.

Haruo desplegaba amables sonrisas y bandejas de pan chino entre los asistentes, mientras Reiko colocaba un amplio surtido de bebidas sobre una mesa supletoria en una esquina. Al parecer iba a ser una especie de cena bufé, donde cada uno se iría sirviendo según le fuera apeteciendo.

—Quiero presentarte a Mónica, mi compañera de piso —dijo Gerardo acercándose con una morena de larga cabellera y vestido de lana ajustado.

Una chica de unos veintipico preciosa, elegante y con una sonrisa de oreja a oreja que podría derretir a cualquiera que se lo propusiera. Recordé la forma en que él se había referido a su compañera la noche que le saqué del chalé del Argentino, por algún motivo me la había imaginado muy distinta.

—Encantada —dijo ella dándome dos besos—. Gerardo habla de ti a todas horas, tenía muchas ganas de conocerte.

—También habla mucho de ti —mentí—. Encantadísima, Mónica. ¿Tú también eres abogada?

—No, no, estoy terminando un doctorado en Biología molecular, ya sabes, los ácidos nucleicos, las proteínas, esas cosas.

Me dio la impresión de que esos dos eran mucho más que compañeros de piso, y también mucho más de lo que Gerardo había reconocido. Y si no lo eran, si ellos mismos aún no se habían dado cuenta, muy pronto lo serían.

—Siempre me han interesado mucho las moléculas en general —dije con deliberada ambigüedad sosteniendo su mirada, tratando de averiguar en un gesto, tal vez en una palabra de más o de menos, si era una de las buenas, o si por el contrario todo era simple fachada.

—Yo diría que los abogados sois una especie de investigadores de esas otras moléculas humanas que ni siquiera se pueden apreciar en un microscopio —respondió con voz alta, clara, espontánea, sin intentar agradar, solo diciendo lo que le venía a la cabeza—. Me refiero al bien, el mal, la verdad, lo incierto… A mí me abrumaría no contar con una base científica para desarrollar mi trabajo, no sé cómo podéis hacerlo, os admiro.

La observé con los ojos muy abiertos, no solo era elegante y joven y guapa y lista y con toda una vida por delante, incluso parecía buena persona. El colmo de los colmos. Increíblemente, Gerardo se había topado con una auténtica y genuina optimista, puede que una de las últimas. Asentí y miré directamente a mi abogado júnior.

—Escucha atentamente, me da igual lo que tengas dentro de ese cerebro de mosquito —le dije—. Si dejas escapar a esta chica, te prometo que te perseguiré hasta el infierno y te haré regresar. Madre mía, ¿cómo puedes tener tanta suerte?

Gerardo se puso ligeramente rojo, al tiempo que ella reía. Decidí cambiar de tema con cierta brusquedad, tampoco era plan de ponerse demasiado empalagosa y menos en vísperas de Navidad, ya teníamos bastante con los deseos de buena voluntad y los anuncios abrumándonos por todos los medios para que fuéramos mejores personas durante aquellas fechas.

—¿Has vuelto a saber algo de Friman o de alguno de sus amigos en estas dos semanas? —le pregunté abiertamente.

Mi instinto me decía que Gerardo ya le había hablado a Mónica de sus andanzas en el mundo del juego. Si no lo había hecho, le estaba dando la oportunidad de hacerlo.

—Nada —respondió Gerardo tragando saliva, mirando oblicuamente a la chica y a mí al mismo tiempo, delatando lo que yo sospechaba, que ella había oído hablar de aquel hombre—. Quiero decir que no ha dado señales de vida.

—Mucho mejor, tal vez se quede así la cosa.

—Cuando dijiste en el chalé aquello de que mi deuda con él estaba zanjada, ¿a qué te referías?

—Lo dije para que te vinieras conmigo, tenía que sacarte de aquel lugar como fuera —contesté—. La verdad es que él no llegó a decir textualmente que la deuda estaba olvidada, yo tampoco me quedé esperando a que lo dijera, simplemente lo amenacé con tomar represalias si no lo hacía. Eso es todo.

—¿Amenazaste al Argentino? —preguntó admirada Mónica, que permanecía en una atenta escucha desde que había salido el juego en la conversación.

—Eso creo, no estoy segura —respondí quitándole importancia.

—No creo que Friman lo deje pasar así como así —dijo Gerardo.

—Si se pone en contacto contigo, me lo cuentas de inmediato —resolví, y volví a dirigir mi mirada hacia Mónica—. A veces a los hombres, ya sabes, les gusta hacerse los héroes.

—Muchísimas gracias, Ana —dijo ella sin necesidad de que hubiera nada más que explicar.

El resto de la velada transcurrió con una previsible mezcla de brindis, felicitaciones y abrazos mezclados con el alboroto de este tipo de reuniones nocturnas, y los gritos y carreras de las niñas de Concha, a las que Martín no quitaba ojo pero a las que tampoco se atrevía a unirse, como si una barrera invisible que él mismo había puesto lo detuviera.

Mi amiga había recuperado una cierta paz interior tras los últimos incidentes. Aunque todavía teníamos un duro juicio por delante en el que saldrían a relucir temas penosos sobre el maltrato que se había tragado durante años, las medidas cautelares impedían a Felipe acercarse a menos de doscientos metros de donde ella estuviera, así como a realizar cualquier tipo de comunicación. Además había recuperado la custodia de las niñas y también la casa. Eme se encargaba de llevar a las pequeñas una vez cada siete días a un breve encuentro con su padre, para evitar contacto innecesario entre el matrimonio.

Podría decirse que aquel 23 de diciembre era el mejor día que yo había tenido en mucho tiempo. A pesar de la reciente pérdida de Ale, o precisamente a causa de ella, estaba recuperando poco a poco la conexión con la realidad y conmigo misma. De pronto ya no me daba todo igual, empezaba a sentirme viva de nuevo, incluyendo el dolor y la rabia también. Por supuesto que habría cambiado eso por recuperar a mi hermano un solo instante, pero eso no era posible, y aunque el duelo aún duraría bastante, al menos por esa noche estaba intentando no torturarme demasiado y simplemente dejar que las cosas ocurrieran. Incluso jugué un rato con Rosa y Aitana a algo parecido al escondite chino, que consistía ni más ni menos que en meterse dentro de la cocina o el almacén o el baño del restaurante y salir gritando y asustando a cualquiera que pasara por allí, fuera o no de nuestro grupo. Una pareja mayor, que me sonaba de haber visto alguna vez por el barrio, se pegó un buen susto cuando de repente aparecimos las tres dando saltos y gritos con palillos en las manos y las orejas, pero enseguida ambos empezaron a reírse de su propia reacción, como si aquella noche todo el mundo entendiera que estaba permitido, y casi hasta obligado, tomarse las cosas con ligereza. Menuda palabra, seguramente la ligereza era todo lo contrario a mi manera de vivir durante los últimos cinco años, y por eso mismo tenía tanta necesidad de ella. Creo que podría haber estado toda la noche jugando con las niñas.

Aunque intentaba comportarme como si el alcohol me fuera totalmente ajeno, como si no tuviera nada que ver conmigo, no pude evitar fijarme en que varios de los presentes, en especial Sofía y el propio Eme, mojaron con varias copas de vino la cena. Tenía un detector interno de riesgos y sabía que, al haber bajado la guardia, esa noche debía extremar las precauciones para no engañarme a mí misma y acabar dando un trago o dos con la excusa de la fiesta, de la Navidad o de cualquier otra sandez. Necesitaba recordármelo si no quería caer en mi propia trampa. Supongo que por eso también seguí jugando con las pequeñas más tiempo, dejándome llevar por ellas. En realidad, no era ni un verdadero juego, más bien era una continua descarga de adrenalina infantil repetitiva y sin ningún propósito, eso era lo mejor: la total ausencia de objetivos en nuestras acciones. Hasta conseguí que después de un rato Martín se uniera a nosotras y diera algunos gritos.

Al terminar una de las carreras, apareció delante de nosotros un hombre serio tras una barba que me resultó familiar.

—Teniente —dije tratando de recuperar el resuello.

—¡Grita, grita, grita! —aulló Rosa.

—¡Te hemos asustado! —exclamó Aitana empujándolo.

Por supuesto, Martín la imitó y también empujó a Moncada, que no salía de su asombro.

—Me rindo —dijo levantando ambas manos.

Rosa lo miró extrañada y me dijo:

—No sabe jugar, esto es el escondite chino, no hay que rendirse.

—Ya, cariño, tienes toda la razón —murmuré—, pero es que él sabe jugar más a policías y ladrones, me parece.

Las dos niñas y Martín escudriñaron al teniente de arriba abajo, tratando de averiguar si era alguien que mereciera la pena para sus propósitos.

—¿Eres amigo de la tía Ana? —le preguntó Aitana.

Moncada me miró de reojo pidiéndome permiso para responder.

—Sí, soy su amigo —dijo con toda naturalidad—, aunque ella todavía no lo sabe.

—Pues muy bien —añadió Aitana.

De inmediato, Rosa, Aitana y Martín salieron disparados, corriendo y gritando al mismo tiempo, como si un resorte se hubiera detonado simultáneamente en los tres. Moncada y yo nos quedamos mirándonos un instante.

—Es una celebración privada —dije cordial pero firme.

—Siento interrumpir, solo he pasado a saludar.

—¿Me tienes vigilada, teniente? ¿O es que me conoces tan bien que siempre sabes dónde voy a estar?

—Es parte de mi trabajo, saber dónde está la gente —respondió con su habitual tono cortés pasándose una mano por la parte inferior de la barba—. He oído que has presentado una querella criminal contra Gran Castilla.

—Las noticias vuelan, por lo que veo.

—No es algo que ocurra todos los días.

—Tengo curiosidad. Eres jugador, Moncada. Si tuvieras que apostar, ¿por qué bando apostarías?

—Por el de los buenos, siempre.

Detuve mi mirada en los ojos grises del teniente. Aunque su actitud ambigua en el chalé de Friman me había decepcionado un poco, reconozco que aquel hombre seguía resultándome atractivo, interesante y hasta cierto punto de fiar.

—¿Crees que la querella va a prosperar? —pregunté de nuevo.

—Sinceramente, no tengo ni la más remota idea. Te has buscado un adversario muy grande, Santonja es el matón del colegio.

—Es lo que tú querías, ¿verdad?

—¿Yo?

—Cuando me enseñaste aquella grabación, querías que fuera a por ellos. Por eso lo hiciste.

Moncada no apartó la vista, ni siquiera pestañeó, no movió ni un músculo, estaba acostumbrado a los interrogatorios y también a largas partidas de póquer, no era fácil sorprenderle ni conseguir leer lo que de verdad escondía detrás de un gesto de su rostro o de un movimiento más o menos expresivo.

—Yo lo único que quiero es que se haga justicia y todo ese rollo —dijo manteniendo un ritmo constante en su discurso, que no se vio en nada (aparentemente) afectado por mi acusación.

No tenía ganas de seguir investigando aquella noche, ni jugando al gato y al ratón, tampoco tenía interés en descubrir los motivos ocultos del teniente, un momento de lucidez me bastó para saber exactamente qué es lo único que mi cuerpo y mi cabeza necesitaban ese 23 de diciembre.

—No sé por qué has venido esta noche, Moncada —dije acercándome ligeramente, susurrando mis palabras, dejando que salieran de mi boca con la apariencia de una decisión tomada con premeditación y, por qué no, con cierta alevosía también—, pero me da igual. En mi casa hay demasiada gente entrando y saliendo a todas horas, vámonos a tu casa. Ahora mismo.

—Me parece perfecto —respondió él justo con la seguridad que yo necesitaba.

No había más que decir. La promesa de una noche de sexo con un hombre de verdad, para variar, me hizo estremecer. Y yo no soy mucho de andar estremeciéndome.

Sin más, el teniente y yo nos encaminamos hacia la salida, pude escuchar al fondo las voces de Concha y el resto. Aquellas personas que estaban en aquel restaurante japonés eran mi verdadera familia, puede que nunca llegara a decírselo, pero es lo que sentía.

Mientras recogía mi abrigo de una percha junto a la puerta, Haruo salió al paso.

—Señorita Ana, ahora sacar su postre favorito, tempura helado vainilla.

—Gracias, Haruo, las niñas seguro que se comerán mi parte.

Para él, que me fuera sin probar el postre era algo tan inconcebible como que los occidentales gastaran cientos de millones en fabricar tenedores y cuchillos, totalmente injustificable, un despilfarro.

—Puedo envolver tempura y tú llevar.

—No hace falta, otro día —respondí sin detenerme, quitándome de encima al bueno de Haruo con la mayor amabilidad de la que fui capaz.

No quería ofenderle, pero tampoco perder el tiempo. En ocasiones, lo mejor es ser un poco brusca con la gente que te importa y que respetas.

Moncada y yo salimos a la calle casi al mismo tiempo. Pude ver el vaho asomando por mi boca, seguramente a esas horas ya estuviésemos bajo cero.

—Mi coche está allí, cruzando la calle —dijo el teniente.

—Voy a recoger el mío y te sigo —respondí con seguridad—, no sé cuánto tiempo estaré en tu casa, puede que en una hora esté de vuelta o puede que me quede dos días contigo, no tengo ni idea, pero no quiero depender de nadie para regresar cuando me apetezca.

—Como prefieras.

El teniente vivía cerca de Robredo, tal y como imaginaba. Le pedí que me esperase junto al semáforo de la esquina de la plaza mientras yo sacaba mi coche del garaje. Lo seguiría por la carretera.

Mis pasos sonaron firmes al bajar las escaleras del garaje. Me sentía bien, no había presión en el pecho ni en ninguna otra parte, no sentía el impulso de encerrarme en ningún sitio ni de huir, y las ganas de dar un trago (que posiblemente me acompañarían el resto de mi vida) no paralizaban mis sentidos, ni me impedían conectar con la realidad. Todo aquello, que para cualquier otra persona posiblemente fuera lo más normal del mundo, a mí me sonaba a música celestial.

Llegué al segundo sótano y me dirigí a las plazas de residentes, las más alejadas de las escaleras, me sorprendí a mí misma acelerando el paso, como si tuviera prisa por subir de una vez al coche, encender el motor y seguir al teniente hasta su casa, en concreto hasta su cama, aunque bien pensado tal vez haríamos una parada en el sofá, adoro los buenos sofás para según qué cosas, tienen algo furtivo que siempre me ha atraído.

El garaje estaba desierto a esas horas. Vislumbré el Mazda asomando entre otros dos vehículos y me detuve un instante para buscar las llaves.

No se oía nada, tan solo el sonido de mi propia mano revolviendo entre los objetos de mi bolso, que como siempre estaba lleno de cachivaches que no tenían ningún propósito ni valor. Después de unos segundos eternos, encontré las llaves, justo debajo de todo lo demás. Las agarré con impaciencia.

Entonces ocurrió.

No lo vi venir. No sé de dónde salió. Tampoco sé quién era, ni cómo se había acercado por detrás sin hacer ningún ruido, ni cuánto tiempo llevaba siguiéndome o esperando.

Sentí un fuerte golpe en la cabeza. Un objeto contundente estrellándose contra la parte superior trasera. Creo que emití un grito ahogado. Inmediatamente caí al suelo y sentí una enorme presión en la sien, un dolor que me paralizaba el resto del cuerpo. A duras penas quedé apoyada sobre las manos y las rodillas. Intenté mantener el equilibrio, pero enseguida sentí otro violento golpe, esta vez más abajo, sobre la columna vertebral, a la altura del omoplato aproximadamente.

Me desplomé.

Una mano grande y enfundada en un guante oscuro (por lo que puedo recordar) me agarró del pelo y tiró de mí. Noté que la sangre caía lentamente desde mi frente por el rostro. Aquella mano tiró de mí hacia arriba y luego estampó mi cabeza contra el suelo.

Una y otra vez. No sé cuántos golpes fueron. Sentí que mi pómulo derecho se hundía contra el pavimento, que varios huesos de mi cabeza se fracturaban, que mis neuronas explotaban a cada impacto.

Tirada boca abajo en el cemento frío del garaje, intenté balbucear algo, pedir clemencia, suplicar por mi vida tal vez. No tuve tiempo. Una patada feroz sobre las costillas me hizo tambalearme, y después otra, y otra más. Desistí de cualquier intento de moverme, o de hablar, apenas sentía mi cuerpo.

Creo que recibí una docena de patadas en distintos lugares, algunas me dolían, otras simplemente me hacían contraerme sin sentir nada, me pareció ver unas enormes botas militares a mi alrededor, pero tal vez solo estaban en mi imaginación.

Tras unos segundos, y cuando pensé que ya había terminado todo, escuché un sonido que al principio no identifiqué.

Era algo parecido al zumbido de unas abejas. Pero no era eso. Era algo muy distinto. Como si hubieran abierto el grifo del agua. No podía moverme, estaba magullada, con varias partes de mi cuerpo rotas y a punto de desmayarme. Supongo que por eso tardé en darme cuenta de lo que estaba haciendo ahora mi agresor. Sentí un líquido caliente por la espalda, por la cabeza, por mi rostro. Aquel cabrón me estaba meando. Caía sobre mi cuerpo, sobre mi piel, y se mezclaba con la sangre. No olía a nada, o al menos yo no era capaz de distinguir ningún olor.

Cuando terminó, ese hombre que había surgido de la nada recogió algo del suelo y se retiró.

Pude escuchar los pasos alejándose.

Todo había ocurrido muy rápido, mi atacante, los golpes, no creo que hubieran pasado más de dos o tres minutos desde que había entrado en el garaje.

Me quedé allí tirada.

No podía moverme y apenas me mantenía consciente.

Recordé algo que decían siempre acerca de permanecer despierta cuando recibes un fuerte golpe en la cabeza, no sé si tenía lógica pero lo intenté, agarrada a la idea de que si lo conseguía podría salir con vida.

Hice un esfuerzo por concentrarme en la sangre que caía por mis ojos y llegaba hasta la boca. Estaba salada. Viscosa.

Intenté no pensar, pero no pude evitarlo. Tal vez Moncada creería que me había arrepentido y, después de esperar un rato prudente, se marcharía. Tal vez Helena, Concha y los demás darían por hecho que me había ido con el teniente y no me buscarían ni se preocuparían de mí. Tal vez nadie iría a retirar su coche hasta el día siguiente. Tal vez moriría allí sola, desangrada, en aquel garaje de la plaza de la Trinidad.

Sentí palpitar mi cabeza como si me fuera a estallar en cualquier momento.

Después de un tiempo indeterminado, no sé si fueron horas o minutos, perdí el sentido.

Ir a la siguiente página

Report Page