Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 36

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—¿Está preparada para llevar el caso?

Entendí enseguida que aquella pregunta no era pura formalidad, que, al hacérmela, Huarte quería una respuesta sincera y directa.

Solo quedábamos ella y yo en el interior del despacho.

—Lo estoy —respondí.

—Eso espero —dijo ella—. Porque entre nosotras le diré que veo el caso cogido con pinzas, señora Tramel. Ahora mismo todo depende de esas grabaciones, y aún no está claro que sean definitivamente aceptadas. Que la querella fuera admitida a trámite no significa nada, lo sabe muy bien.

—Estamos trabajando duro para cimentar el caso, señoría —aseguré.

—Ya, bueno, estoy segura, tiene usted enfrente a un bufete con recursos ilimitados, o mejor dicho, a dos bufetes con recursos ilimitados, y ahora que se va a sumar la compañía aseguradora, serán tres. Por lo que yo sé, su incipiente despacho no atraviesa precisamente por un momento boyante.

No sé si aquella mujer quería ayudarme o bien desanimarme, no terminaba de entenderlo. Por un lado, veía a Huarte como una juez joven, atrevida, irreverente, con ganas de comerse el mundo. Pero, por el otro, en el fondo de sus palabras podía entrever que estaba enfadada, como si le molestara que me hubiera atrevido a meterme en algo así.

—Le agradezco su preocupación —dije—, pero le aseguro que tenemos suficientes recursos para continuar adelante.

—Sí, claro, estoy segura. Lo que me preocupa es adónde quiere llegar con todo esto.

—¿Perdón?

—Seamos francas, si no le importa; toda esta querella ha sido idea suya, no de su cliente, las dos lo sabemos. El hecho de que el difunto sea su hermano creo que puede nublarle un poco la perspectiva. Ya se lo habrán dicho, y usted misma lo habrá pensado. Pero creo que tengo la obligación de recordárselo, mezclar un proceso judicial con los sentimientos personales puede volverse en su contra, mucho me temo que es imposible separar ambas cosas, nadie en su sano juicio sería capaz de hacerlo.

Hice ademán de intervenir, pero Huarte me hizo un gesto con la mano.

—Déjeme continuar, por favor —dijo—. Sé muy bien lo que es perder a un ser querido, se lo aseguro, y durante el período del duelo no me habría visto con fuerzas para sacar adelante con objetividad un proceso tan complejo como este. Me preocupa mucho que no vea todas las implicaciones que tiene algo así. No sé si se da cuenta: es la primera vez en este país que alguien se querella contra un casino por obligar a jugar a una persona hasta la muerte.

Escuché a Huarte con toda la atención de la que fui capaz. Creo que tenía razón. Su tono de reproche me atemorizaba.

—¿Qué quiere de mí? —pregunté.

La juez negó con la cabeza.

—No se trata de lo que yo quiero —contestó—, le insisto en que la pregunta es al revés: ¿qué quiere usted? ¿Que alguien pague por lo que le pasó a su hermano? ¿Ayudar a la pobre viuda y al huérfano? ¿Vengarse? Le pido que lo piense bien antes de seguir adelante. Mírese, lo más seguro es que le queden secuelas permanentes, no digo que la paliza tenga nada que ver con la querella, lo ignoro, pero, sinceramente, no sé si está usted en condiciones de llevar adelante este caso, y me atormenta no saberlo. Le estoy dando manga ancha a su equipo, pero no olvide que son ustedes los que tienen que demostrar la culpabilidad inequívoca de los acusados, y no al contrario, ellos se van a limitar a torpedear con su enorme y poderosa flota todo lo que ustedes pongan sobre la mesa, lo tienen mucho más fácil. Y por supuesto no cuente con el fiscal más que para lo imprescindible, el trabajo lo tiene que hacer usted.

—Estoy un poco desconcertada, señoría —dije.

—No quiero hacer perder el tiempo a este juzgado. Tampoco quiero despilfarrar el dinero del contribuyente. Estoy haciendo todo lo posible, se lo aseguro, para llegar al fondo del asunto. Pero no me gustan las sorpresas, no quiero bajo ningún concepto que cuando estemos a punto de finalizar el período de instrucción se venga usted abajo.

—¿Por qué iba a pasar una cosa así?

Huarte me miró con severidad. Sacó un sobre marrón tamaño DIN A4 y me lo entregó.

—Me llegó hace dos días —musitó.

Era un sobre delgado, en su interior no creo que hubiera más de media docena de hojas como máximo. Lo palpé, sin ninguna gana de abrirlo, estaba claro que allí dentro no habría nada bueno. Sentí una pequeña punzada en el pecho, de pronto no quería estar allí. La juez se dio cuenta enseguida de que no tenía ninguna intención de mirar su contenido. Se arrellanó en la silla y dijo:

—Es una lista completa de los calmantes y antidepresivos que ha tomado usted en los últimos tres meses, incluyendo copias de las recetas, algunas de ellas, como bien sabe, falsas. Si las cifras que figuran ahí son ciertas, es más que suficiente para pedir su ingreso en un centro de desintoxicación de manera urgente.

—¿Quién le ha dado esto? —pregunté mirando el sobre por ambos lados. No tenía remite, ni un nombre, ni una dirección, nada.

—Me ha llegado de forma anónima —respondió, dejando a continuación que el silencio se apoderase del despacho.

Era mi turno. Me tocaba explicarme. Sin embargo todo lo que me venía a la cabeza me sonaba a excusas baratas que no estaban a la altura. Su mirada no era acusatoria, ni siquiera mostraba reprobación. Esa falta de censura por su parte me desarmó, hubiera preferido su reproche, una buena regañina por así decirlo. Pero Huarte permanecía allí mirándome, sin pronunciar palabra y sin hacerme siquiera un gesto para afear mi conducta. Lo extraño es que ambas dimos por hecho que todo lo que ponía allí era cierto, la conversación no iba sobre la veracidad de las acusaciones. Era otra cosa lo que se estaba dirimiendo.

No sé cuánto tiempo permanecimos así.

Más que suficiente.

Hasta que por fin las palabras me vinieron a la cabeza. Y sin saber cómo, ni prever sus consecuencias, las pronuncié:

—Soy adicta, señoría.

Ahora esas tres palabras quedaron suspendidas en medio de ambas. Huarte podría haber hecho muchas cosas. Podría haberme expulsado del despacho. Podría haber llamado al fiscal y poner el asunto en su conocimiento. Podría incluso haberme denunciado al Colegio de Abogados. En lugar de eso, me preguntó:

—¿Lo sabe su cliente?

La pregunta me pilló desprevenida. Asentí sin dudarlo.

—Vivimos juntas. Lo sabe.

De una forma extraña, en ese preciso instante me di cuenta de que Helena conocía hasta la más íntima y privada de mis actividades.

Apreté el sobre entre mis manos. Los pensamientos desagradables se sucedieron a toda velocidad. Tal vez me estaban vigilando las veinticuatro horas al día. Tal vez la juez tenía razón y no sabía dónde me estaba metiendo. Tal vez, por mucho que pesara o que me costara reconocerlo, no estaba preparada para enfrentarme a esto.

Acerca de las pastillas, el resumen era el siguiente: después del incidente había vuelto a las andadas, primero los calmantes habían sido imprescindibles para sobrellevar el dolor en el día a día, después fui aumentando la dosis, un poco más tarde los empecé a mezclar con tranquilizantes y antidepresivos. Estaba otra vez en el punto de partida con respecto a mi adicción, o dicho de otra forma: estaba peor que nunca, metida en un pozo del que no quería salir. Había faltado a mi promesa a Concha y a mí misma, claro que cuando la hice no tenía previsto que me pegaran una paliza en el garaje de mi casa.

Huarte se levantó y caminó hasta mi butaca. Sin grandes aspavientos, cogió de nuevo el sobre. Mientras me lo arrebataba sentí su tacto rugoso deslizarse entre mis dedos, esfumarse sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. La juez se dirigió con él hacia una esquina. Allí presionó un botón e introdujo el sobre en una máquina negra de marca alemana que comenzó a rugir. En pocos segundos la trituradora de papel destruyó aquellos documentos, por llamarlos de alguna manera.

Lo hizo con una tranquilidad y una determinación de quien sabe lo que tiene que hacer que me produjo envidia, ansiedad, agradecimiento y otro buen montón de sentimientos encontrados al mismo tiempo.

Tenía que decir algo. Espabila, Ana, habla, confirma con tus palabras que Huarte ha hecho lo correcto, me dije.

¿Dónde había quedado mi proverbial labia? ¿Mi sarcasmo? ¿Es que me había quedado muda en el momento más inoportuno?

Me ajusté la máscara tratando de ganar unos segundos.

—¿Sabe cuál era mi película favorita cuando era niña, señoría? —pregunté.

No era exactamente lo más apropiado en una situación así, pero fue lo que dije.

Ella me miró y decidió seguirme el juego.

—¿Matar un ruiseñor? —se aventuró—. Es la película favorita del noventa por ciento de los abogados que conozco. Por cierto, todos se creen que son muy originales con su elección.

Sonreí.

—No creo que mis elecciones sean muy originales —respondí—. En líneas generales me gusta lo mismo que al resto de los mortales: el sexo, la buena vida y el dinero. Desde luego he disfrutado en varias ocasiones con la historia de Harper Lee, tanto en su versión en papel como en la pantalla, igual que otros millones de personas. Pero no. Cuando era una cría tenía entre ceja y ceja una película muy distinta, estoy hablando de Rocky. Me impresionó de tal manera que la vi ocho veces durante el fin de semana que la descubrí en el vídeo Betamax de mi casa. Yo debía tener doce años aproximadamente, y a priori no me atraía, pero mi hermano insistió tanto que terminé viéndola. Resultó que no era una historia solo de boxeo, era mucho más, era el triunfo de un pobre diablo contra el sistema. Un chico de barrio sin preparación se enfrenta al campeón del mundo. Su estrategia consiste única y exclusivamente en encajar los golpes y aguantar. No tiene una pegada ganadora. No tiene un gancho mortífero. No es el más rápido, ni el más guapo, ni el mejor preparado. Pero encaja y aguanta como nadie. A pesar de las embestidas del campeón Apolo Creed, a pesar de los golpes demoledores que habrían acabado con cualquiera, a pesar de quedarse prácticamente ciego y de que la sangre brotaba de su rostro, increíblemente se mantuvo en pie hasta el final. Algo que no habían conseguido otros con una técnica mucho más depurada o con mejor prensa, algo que en realidad no había conseguido nadie hasta la fecha. Le pido disculpas por la comparación, señoría. Por supuesto no me creo Balboa, no estoy diciendo una cosa semejante, no aspiro a ganar el título mundial de los pesos pesados del Derecho, ni siquiera me veo a mí misma como alguien que ha salido de la nada para enfrentarse contra todo un sistema. Pero le aseguro, le puedo asegurar, que soy una gran encajadora. Sé recibir y aguantar golpes como nadie. No es una visión idealizada de mí misma, es la realidad, un hecho objetivo e irrebatible. No es fácil tumbarme.

Huarte se pasó la mano por la nuca, supongo que no contaba con una conversación sobre cine y mucho menos sobre Rocky Balboa.

—Tenga cuidado, letrada, no es invencible —respondió ocupando de nuevo su asiento y dando por terminada la reunión.

Me puse en pie a duras penas, haciendo de nuevo un gran esfuerzo con distintas partes de mi cuerpo, cada movimiento me costaba horrores. Tenía la sensación de que mi cuerpo era una maquinaria oxidada que alguien había desmontado en varios trozos, y que luego ese mismo alguien había vuelto a pegar los pedazos en distinto orden, algunos de los cuales habían quedado definitivamente mal ensamblados. Puede que no volviera a correr una maratón (es una forma de hablar, nunca he corrido ni siquiera cincuenta metros, siempre me ha parecido una pérdida de tiempo echar a correr pudiendo ir caminando tranquilamente, o mejor aún, conduciendo un buen automóvil), pero lo único que necesitaba en los próximos meses era ser capaz de llegar hasta la Audiencia Provincial y ponerme delante del juez, aunque fuera arrastrándome. Y pensaba conseguirlo como fuera, aunque tuviera que seguir encajando golpes.

Llegué hasta el quicio de la puerta y me agarré de nuevo al marco, necesitaba un pequeño alto en el camino.

—Por cierto —dijo Huarte—, si la memoria no me falla, al final de la película, Balboa perdía.

La miré de reojo. Al final, Rocky perdía. Ese no era el mensaje de la historia, si es que tenía alguno.

—Ya, bueno —respondí—, pero no conseguían tumbarlo, perdía a los puntos.

—Claro, claro —murmuró, y hundió la cabeza en un expediente.

Sin volver la vista atrás, conseguí cerrar la puerta y entonces me crucé con la mirada de Julita, que permanecía en el pasillo esperándome.

—¿Necesita ayuda, señora Tramel? —me preguntó solícita.

Negué con la cabeza y volví a agarrarme a la barra metálica. Comprobé que el cuarto de baño estaba un poco más adelante y me dirigí hacia allá. Enseguida apareció Sofía.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió.

Mientras avanzaba paso a paso, concentrándome en cada articulación, murmuré:

—Nada, hemos estado charlando de cine.

Sofía parecía más preocupada que sorprendida, de nuevo hizo ademán de agarrarme, supongo que no era fácil acostumbrarse a verme tambalearme, sudar la gota gorda cada vez que me ponía en pie o hacía un movimiento. Enseguida desistió, no quería que nadie me pusiera las manos encima. Me dolía todo el cuerpo, sentí pinchazos en el tobillo, en la rodilla, en el abdomen, en el pecho y sobre todo en la cabeza. La mera amenaza de una de aquellas interminables jaquecas me hizo sentir más débil aún. Resistí la tentación de dejarme llevar por el dolor y por las sensaciones negativas, recordé fugazmente aquellas lecciones de yoga donde nos enseñaban a respirar y a hacernos amigos de nuestras debilidades y nuestros miedos. Me gustaría haber visto a mi profesor en mi pellejo: no es lo mismo estar en el aquí y el ahora con un cuerpo sano y en forma que con un montón de huesos rotos y de órganos vitales funcionando a medio gas. Tuve la sensación de que la máscara me dificultaba ligeramente la entrada de aire por la nariz, me tranquilicé pensando que ya me había ocurrido otras veces y que era un síntoma de la ansiedad, no algo real.

—¿Quieres que entre contigo? —preguntó Sofía.

No me molesté en contestar.

Veinte segundos después estaba sola, a salvo de miradas, apoyada en un retrete dentro de una cabina del wc, con el cerrojo echado. Hurgué en el interior de mi bolso y saqué un blíster. Después un frasco blanco con etiqueta azul. Y por último, una pequeña botella de agua mineral con gas. Lo dejé todo sobre la tapa de la taza del váter.

Me vino la imagen de Paloma Huarte destruyendo el sobre en la trituradora. Si ella pudiera verme ahora, no creo que sintiera mucha empatía por mí, ni siquiera compasión. Me había apoyado, en cierta forma incluso se la había jugado por mí sin casi conocerme. Yo no se lo había pedido. Ni le había prometido nada. No le debía nada a esa mujer, ni a nadie.

Estuve a punto de arrojar las pastillas por el inodoro, como ya había hecho unos meses atrás. Puede que, si el incidente no hubiera tenido lugar, no habría vuelto a recaer. Quién sabe. El caso es que allí estábamos. Un triángulo hermoso y lleno de posibilidades: mi viejo amigo diazepam, que nunca me fallaba en los peores momentos; tramadol, un opioide analgésico que había conocido hace poco después de mi paso por el hospital; y por supuesto yo misma. Saqué dos cápsulas del blíster y me las metí en la boca al mismo tiempo. Ayudada con un poco de agua, las tragué. Después cogí el antidepresivo del frasco siguiendo el mismo ritual. Nunca he entendido bien eso de no mezclar medicamentos. En mi modesta opinión, mezclar es una de las mejores cosas de la vida.

Cerré los ojos y dejé que las pastillas hicieran su efecto.

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