Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 37

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Los gritos salían de la cocina y llegaban a través del pasillo. No distinguía exactamente las palabras, las dos voces se superponían llamando la atención de cualquiera que estuviera en el piso, e incluso más allá. Me pregunto si no sería ese su propósito, que los demás nos enterásemos de la discusión. Ya que ninguna de las dos podía ganarla, en su caso las jerarquías eran difusas, al menos conseguirían hacernos saber sus posiciones, así como su intención de defenderlas.

La primera en salir al pasillo fue Ronda, que seguía farfullando mientras se acercaba hacia nosotros.

—No le estoy pidiendo permiso —exclamó hablando sola, o mejor dicho, haciendo que hablaba sola—, ni siquiera le estoy preguntando su opinión, se le están subiendo mucho los humos… ¡Se te están subiendo mucho los humos!

A los pocos segundos se escuchó un portazo en la cocina. Y otro más. Y otro. Y hasta un cuarto golpe.

La dulce Helena cerró con tal energía la puerta cuatro veces seguidas que lo extraño es que los goznes no hubieran saltado en mil pedazos y ella se hubiera quedado con el picaporte en la mano.

—¡Tú no hablar con familia mía! —gritó Helena asomándose después del último golpetazo.

No era habitual verla así, de hecho yo creo que nunca le había escuchado una palabra más alta que otra. Imagino que ella también tenía derecho a perder los nervios alguna vez. El problema es que había elegido una adversaria dura de pelar, Ronda no era precisamente de las que daba su brazo a torcer. La secretaria la señaló con el dedo índice.

—¡Yo sí hablo con tu familia! —le espetó Ronda—. ¿Sabes por qué? Porque todo este asunto va sobre tu familia: tu marido, tu hermano, tu hijo pequeño y, por supuesto, tu cuñada, que nos ha arrastrado a todos a este entuerto. ¡Pues claro que hablo con tu familia si me da la gana!

Helena le dijo algo en polaco, lo cual pareció encender más a Ronda.

—¡A mí en polaco no, ¿eh?! Háblame en inglés si quieres, o en francés, o en chino, pero polaco no, que me recuerda a un novio rumano que tuve y me pongo enferma. ¡Polaco no, por favor te lo pido!

Estuve a punto de pararle los pies a Ronda, sin embargo me dio la sensación de que Helena sabía defenderse sola y no me necesitaba en este intercambio de pareceres; puede incluso que si intervenía la hiciera parecer más débil a ojos de los demás o de sí misma, así que me abstuve.

—¡Polonia y Rumanía países distintos, idiomas distintos y personas muy distintos! ¡Mi país tener frontera con Alemania, Chequia, Eslovaquia, Ucrania, Bielorrusia y Lituania! ¡No frontera con Rumanía! Tú típica española ignorante.

—Sí, claro, y tú premio Nobel de Geografía, nos ha fastidiado —soltó Ronda—. Mira la bailarina de striptease dando lecciones.

—Tú insultas a mí y mi país, a mí da igual, entra por oído y sale por otro. ¡Pero tú no hablas con familia mía! ¡Yo advierto!

—A mí tú no me adviertes nada, pero bueno…, lo último que me faltaba ya.

Ronda entró en el despacho bufando. Al ver allí a Eme, que la miró sorprendido ante el cariz de la discusión, se dirigió directamente a mí.

—Dile a tu cuñadita que colabore un poco, que aquí todos estamos trabajando para ella —me soltó como si yo tuviera la más remota idea de qué estaba hablando.

—Perdona, Ronda, no sé de qué va esto —respondí—, pero te recuerdo que ella es la cliente, y nos guste o no, el cliente siempre tiene razón.

—¡Me ha prohibido hablar con Sebastián! —exclamó poniendo los brazos en jarra—. ¿Qué te parece? ¡Que es su hermano, dice! ¡El cabrón que repartía cartas la noche del asesinato! ¡El mismo que llamó varias veces por teléfono a Alejandro amenazándolo en nombre del casino, tal y como consta en las grabaciones! ¡El que se ha negado a declarar hasta ahora acogiéndose a su derecho de no incriminarse a sí mismo! Me encargasteis que siguiera con el tema, y eso es lo que he estado haciendo, hasta que hoy de pronto nuestra querida cliente me ha prohibido hablar con él sin razón alguna.

—Ya veo —dije.

—¿Eso es todo? ¿Ya veo? —soltó Ronda aún más fuera de sí—. Mira, Ana, aquí todos arrimamos el hombro por igual, pero si vamos a mezclar los asuntos personales con el trabajo, yo dimito, me voy, lo dejo, así no se puede trabajar, así no. Ese Sebastián está a punto de cambiar de opinión, lo noto, he hablado con él media docena de veces, está deseando cagarse en el casino, solo necesita un pequeño empujón… ¡Y ahora su hermana me dice que no puedo hablar con él! ¿Por qué? ¿Porque se llevan mal? ¿Por orgullo? ¡Esto no es serio, Ana, no es serio! ¡Te recuerdo que soy la gerente aquí!

Eme le hizo un gesto para que se acercara a nosotros. A Ronda no le gustó que nadie, ni siquiera Eme, le dijera lo que tenía que hacer. Le costó aproximarse, estaba manteniendo esa actitud digna, cargada de razón, y no parecía dispuesta a romperla aunque nuestro investigador se lo pidiera, por mucho que le respetara.

Cuando Eme vio que la chica no se iba a acercar más, la miró fijamente y le dijo bajando mucho la voz:

—Si entiendo bien, la cliente no quiere que involucres a su hermano en el caso. Tal vez tiene sus razones, que no vienen a cuento. Sin embargo, tú ya lo has hecho, le has implicado, has tenido varias conversaciones con él y además el tal Sebastián está a punto de inclinar la balanza a nuestro favor.

—Exacto —corroboró Ronda—. Sería el primer trabajador del casino que declarase a nuestro favor.

—Si me lo permites, te aconsejo dos cosas —continuó Eme—. En primer lugar, sigue adelante con el testigo, los clientes no tienen por qué aprobar cada paso que den sus abogados, pero hazlo con mucha discreción y no lo compartas con nadie, ni siquiera con nosotros, hasta que lo tengas confirmado. A nadie le conviene un enfrentamiento interno, no somos tan fuertes. Y en segundo lugar, ten mucho cuidado, no digo que ese hombre esté haciendo algo extraño, sin embargo no sería el primero que practicara un doble juego, haciendo creer a los dos bandos que está de su parte, para sacar tajada.

Ronda pareció aflojar. Miró de reojo hacia el pasillo; por el sonido del último portazo, Helena estaba dentro de la cocina, era imposible que pudiera escucharnos, aun así mi gerente también susurró:

—Me gusta tu estilo, Eme.

—Me lo dicen mucho —contestó él.

Ronda regresó a su mesa más o menos satisfecha, con una decisión tomada, y de inmediato abrió su ordenador y buscó algún archivo, que tal vez no tenía nada que ver con lo que acabábamos de hablar, pero que le dio una apariencia de mayor determinación.

Yo me quedé con Eme pensando en varias cosas, entre otras que tal vez el reparto de tareas en el caso excedía las responsabilidades de cada uno. Encargarle a Ronda por ejemplo el seguimiento de un testigo no era su competencia a priori, pero me temo que no teníamos otra opción, éramos pocos y con muchos frentes abiertos. Por lo tanto no era materia de discusión y no tenía ninguna queja sobre la actitud ni la aptitud de nadie, más bien al contrario, todos estaban dando lo mejor de sí mismos, por no hablar de las horas que echaban. También pensé que debía hablar más con Helena, me lo repetía con cierta frecuencia, pero lo iba postergando una y otra vez, siempre tenía algo más urgente que resolver.

Volví con Eme a un asunto que intentaba que no me distrajera, pero que desde mi salida del hospital ocupaba una parte de nuestro día a día: el incidente. Tres meses después la Policía seguía en pañales, no había ni una pista fiable. El atacante podía ser cualquiera que tuviera unos guantes oscuros y ganas de golpear a una cuarentona indefensa por la espalda. Incluso los agentes habían dejado caer la posibilidad de que fuera un desconocido, a pesar de que no se había producido robo ni agresión sexual. La hipótesis de que yo hubiera sido una víctima elegida al azar era ridícula, el atacante me conocía, me había estado esperando y se había ensañado conmigo. Es más: había elegido cuidadosamente el lugar. La puerta del garaje estaba abierta hasta las doce de la noche, todo el mundo podía acceder sin una tarjeta o una llave, sin llamar siquiera, y por lo tanto sin identificarse. Las dos únicas cámaras de vigilancia estaban en la entrada y salida de vehículos, la empresa parecía más preocupada por el registro de los automóviles que por el de las personas. Fuese quien fuese el agresor, había entrado y salido a pie con toda impunidad. Eso era todo lo que se sabía.

Me preguntaron hasta en cuatro interrogatorios diferentes si yo tenía enemigos, si se me ocurría alguien que quisiera hacerme daño. En todos los casos había respondido lo mismo: la gente me adora, soy una persona afable y cariñosa, no conozco a nadie que pudiera querer atacarme. Por supuesto que me venían varios nombres a la cabeza, pero no ganaría nada dándoles esa información, al revés: podría poner al agresor en guardia y granjearme algún problema innecesario. Confiaba más en la discreción de Eme que en la brigada, tenían demasiados casos importantes como para dedicarle tiempo y esfuerzo a un tema de daños menores. Quizá si Moncada empujaba, y me había dicho que lo estaba haciendo, sacaran algo en claro. No tenía demasiadas esperanzas. Lo cual no significaba que hubiera tirado la toalla, ni mucho menos, quería saber quién era el cabrón que la había tomado conmigo aquella noche, quería mirarlo a los ojos fijamente y, a ser posible, hacérselo pagar.

Eme había encontrado algo, ni siquiera una verdadera pista, más bien era una idea descabellada, y estaba tirando del hilo a ver hasta dónde llevaba.

—La cría podría haber visto al agresor —me anunció Eme.

—¿Cómo que podría haberlo visto?

—Hipotéticamente.

—No quiero que la niña tenga nada que ver con esto —dije—, menos aún hipotéticamente.

—La cosa es que podemos hacerle creer al agresor que ella lo vio —insistió Eme.

—La respuesta es no.

—¿Estás segura?

—Nunca he estado tan segura de algo en mi vida. No sé si encontraremos al agresor. Lo que sí sé es que no voy a involucrar a la niña en esto. No lo haría aunque hubiera sido testigo. Menos aún sin serlo.

Eme trató de convencerme. Su plan podría provocar que el matón hiciera algún movimiento en falso. El problema es que el falso testigo sería Aitana, la hija pequeña de Concha.

Cuando aquella noche salí de La Antorcha Roja con Moncada, al parecer la niña nos vio y pensó que todo formaba parte del escondite chino, supuso que tal vez yo estaba buscando un escondite fuera del restaurante para que no me encontraran o para asustarlas. Aitana decidió seguirme a hurtadillas. Consiguió salir del restaurante sin que nadie la viera, cruzó la calle ella sola, a sus siete años nada la detuvo, caminó detrás de mí a una distancia considerable, en ningún momento sintió miedo, tal y como explicaría después. Me vio entrar en el garaje de mi casa por las escaleras del acceso subterráneo y se quedó fuera esperando. Estábamos en mitad del escondite chino, y Aitana estaba jugando con todas las consecuencias. Después de esperar un buen rato, ella no recordaba cuánto, pero debieron ser diez minutos más o menos, empezó a tener mucho frío y decidió entrar al garaje. Bajó las escaleras y, al no ver a nadie, empezó a llamarme, primero en voz baja y después a gritos. Estuvo a punto de volver sobre sus propios pasos y rendirse, pero por fortuna para mí, era una niña muy obstinada, decidió bajar a la segunda planta, y allí, detrás de un coche, me encontró. Tirada en el suelo. Inconsciente. Envuelta en sangre. Debió ser un impacto brutal para la pequeña. Se puso a llorar y se quedó observándome, hasta que al fin reaccionó y a duras penas fue capaz de salir de nuevo hasta la superficie, donde la encontraron unos operarios de un camión de la basura, a los que les explicó que su tía Ana estaba en el aparcamiento durmiendo en el suelo.

No quiero ni imaginarme qué habría pasado si Aitana hubiera bajado directamente sin esperar y se hubiera topado con el agresor. El caso es que no llegaron a cruzarse, mientras que Aitana bajó y subió por el acceso principal, el mismo que me había visto usar a mí, el agresor utilizó una puerta lateral que no daba a la plaza, sino a una calle adyacente. La niña me había salvado la vida.

La idea de Eme era confrontar a Aitana con los principales sospechosos, de manera aparentemente casual, intentar ponerlos nerviosos haciéndoles saber que había un testigo. No iba a permitirlo. Rezaba cada noche (es una forma de hablar) para que la niña borrara de su mente esa imagen de sangre y horror. Ella no sabía nada sobre el agresor. No había visto a nadie más que a mí. Y sobre todo, no toleraría que estuviera expuesta al más mínimo peligro para atrapar al culpable. Asunto zanjado.

—El hombre que te dio una paliza lo hizo a conciencia, con alevosía y premeditación. El margen de sospechosos es estrecho, lo sabes igual que yo.

Ya habíamos llegado a la conclusión de que había tres principales sospechosos. En primer lugar, encabezando la lista, Felipe. Era violento, me odiaba por haberle arrebatado a sus hijas, y desde luego era muy capaz de darle una paliza a alguien mucho más débil. No es algo que pueda hacer cualquiera con esa pasmosa tranquilidad, no solo hay que tener una total falta de escrúpulos, sino también un estómago y una conciencia a prueba de remordimientos. El marido de Concha reunía todas las cualidades. De confirmarse, sería paradójico que el padre me hubiera roto en mil pedazos y que unos minutos después la hija me hubiera salvado de una muerte casi segura.

En segundo lugar, estaba el Argentino. Friman era un tipo que se movía fuera de la ley, seguro que había encargado más de una vez que le dieran una paliza a alguien por no pagar las deudas. Vivía del respeto y del miedo que le tenían todos aquellos que apostaban con él. Si se corría la voz de que alguien no le pagaba, su reputación podía arruinarse. Yo le había desafiado en su propia casa, y la verdad es que lo había hecho sin tener las espaldas cubiertas. Por lo que me explicó Eme, el Argentino estaba rodeado de tipos desesperados que harían algo así por un puñado de euros. Tampoco era un mal candidato. Aunque algo me decía que resultaba demasiado obvio, un corredor de apuestas que llevaba una partida clandestina, y que iba por ahí pegando palizas a abogadas. No me cuadraba del todo, pero no podía descartarlo.

El tercer sospechoso era más evidente si cabe, Emiliano Santonja. O más bien, el entorno de Emiliano Santonja y de Gran Castilla. Al igual que ocurría con Friman, en el caso de que él hubiera sido el ideólogo, lo más probable es que no lo hubiera hecho con sus propias manos. Era mucha casualidad: el mismo día que había presentado una querella contra su empresa y contra él me habían apaleado. Si era una advertencia para que me retirase, le había salido el tiro por la culata, estaba aún más convencida de llegar hasta el final. Tampoco me convencía del todo como sospechoso, los tipos como él actuaban de manera mucho más sutil y retorcida, tenían a su alcance métodos legales para hacerme la vida imposible, y me resultaba muy extraño que se arriesgase pudiendo atacarme de otra forma. Es cierto que enfrentarse a una doble acusación penal y civil debía haberle enfurecido, lo noté aquella misma mañana cuando le llamé por teléfono para darme el gusto de comunicárselo en persona, pero no terminaba de verlo ordenando a un matón que me atacase.

—Si estás convencida de lo de Felipe, puedo tener una charla con él —sugirió Eme—. No diré nada de la niña, te lo prometo. Sencillamente tocaré algunas teclas, digamos que me pondré tenso, el muy cabrón es una olla a presión, está muy susceptible con el asunto de los malos tratos; te prometo que si lo ha hecho saltará, yo me encargo.

Podía imaginarme el concepto de «ponerse tenso» con alguien que tenía mi amigo Eme. No me disgustaba la idea de apretar un poco a Felipe, se lo tenía más que merecido. Pero esto no es la jungla, lo he dicho y lo repito, nunca he sido partidaria de los justicieros que actúan al margen de la ley. Me repugna alcanzar un objetivo a través de la violencia, y me da ganas de vomitar ese viejo axioma de que el fin justifica los medios. No teníamos pruebas contra Felipe, únicamente la intuición, las conjeturas y, siendo sincera del todo, las ganas también.

—Se me ocurre un cuarto sospechoso —murmuré.

Pude ver de reojo que Ronda dejó de teclear al oírme. Era lo bueno y lo malo de compartir un solo espacio como oficina, despacho y sala de reuniones, el concepto de intimidad quedaba ampliamente desdibujado. Lo pensé antes de abrir la boca, me lo había negado a mí misma durante todo este tiempo, pero el nombre me martilleaba una y otra vez, tenía que soltarlo, aunque me sentía como una especie de traidora.

—Moncada —dije.

En los ojos de Eme vi que lo pillaba por sorpresa. Aunque como es lógico el teniente había estado en el punto de mira desde el principio de la investigación, enseguida había quedado descartado, no tenía ningún móvil aparente y no había ningún indicio incriminatorio; al contrario, me había ayudado y parecíamos sentir una mutua y evidente atracción, como lo demostraba el hecho de que el día de autos nos disponíamos a tener una intensa (eso esperaba yo al menos) noche de sexo. Pero era quien me había acompañado hasta la entrada del garaje y quien más fácil lo había tenido para atacarme si hubiera querido hacerlo, sabía que yo estaba allí sola e indefensa. En su relato de los hechos, Moncada explicó que después de dejarme había caminado hasta su automóvil y había estado esperando a que yo apareciera para seguirlo hasta su casa, tal y como habíamos quedado. Hasta que se dio por vencido y llegó a la conclusión de que yo había cambiado de parecer; según su versión, no le extrañó que me hubiera arrepentido en el último momento. Reconoció sentirse decepcionado, pero no era el primer plantón que le daban en su vida, sabía retirarse a tiempo. Me envió un whatsapp con las señas de su apartamento y un escueto: «Ahí tienes la dirección». Después se había encaminado hacia la sierra por la autopista, y no había vuelto a saber nada de mí hasta la mañana siguiente, cuando se enteró de lo que me había ocurrido.

Las circunstancias parecían corroborar su versión, la hora del mensaje en mi móvil, un vecino que lo había visto llegar a su casa con suma tranquilidad e incluso habían intercambiado algún comentario trivial sobre la posibilidad de que nevara al día siguiente, y también el testimonio de Aitana, que en su relato aseguró que vio al amigo barbudo de Ana cruzar la calle y alejarse del garaje. Pero si se analizaba con calma, todo eso no era más que la coyuntura que rodeaba el hecho. Podía haber dado la vuelta para entrar por la otra puerta, podía haberme enviado ese mensaje para cubrirse las espaldas y podía haber llegado a su casa a la hora señalada después de pegarme una paliza y detenerse para conversar con un vecino, o hasta hacerse el encontradizo. No eran más que hipótesis y suposiciones, a favor o en contra. Lo que inclinaba la balanza de la sospecha para mí era otra cosa mucho más intangible. En sus visitas posteriores al incidente había mostrado una calidez que se me antojaba impostada, exagerada. Si algo me había atraído de él desde el primer día era que nunca trataba de ganarse mi simpatía, simplemente hacía lo que tenía que hacer, con una aparente distancia que me daba seguridad. Siempre he desconfiado de los que sonríen demasiado, de los que se muestran cariñosos apenas te conocen, de los que te abrazan y te soban como si te conocieran de toda la vida cuando te los acaban de presentar. Puede, en definitiva, que todo esto no fuese más que una consecuencia de mis taras emocionales, una paranoia mía, ya estaba Ana la desconfiada, Ana la que no se cree que los demás actúen con generosidad o con ternura o con dulzura, sin interés o sin una razón oculta.

—No estoy acusando a Moncada —maticé—, solo digo que no lo descartaría como sospechoso. Debemos tener los ojos abiertos. Eso es todo.

—¿Ha pasado algo nuevo, algo que deba saber? —me preguntó Eme.

—Nada, simplemente le he estado dando vueltas y creo que debemos incluirle en la lista de sospechosos.

Eme se apoyó en el escritorio con ambos brazos, flexionándolos ligeramente, como si al hacer fuerza en sus bíceps pudiera comprender mejor la situación.

—¿Por qué iba a hacer algo así Moncada? —insistió.

—Se me ocurren un millón de razones —respondí encogiéndome de hombros—. Por dinero, por Friman, por Santonja, por pura diversión, tal vez le gusta atizar a las mujeres, no tengo ni la más remota idea. Te repito que no le estoy acusando, solo digo que lo tengamos en el punto de mira.

—Quieres decir que existe la posibilidad de que el tipo te diera la pista clave de las grabaciones, más tarde se presentara en el chalé del Argentino para asegurarse de que no te pasaba nada, días después te fue a ver a la fiesta de Navidad entre amigos y niños —recapituló Eme—, brindó con los presentes y a continuación te pegó una paliza de muerte y te meó encima por pura diversión.

Así dicho sonaba aún peor que en mi cabeza.

Ronda no perdía ripio de nuestra conversación, sin mirarnos, sin opinar, permanecía al acecho, recopilando información, puede que deseando intervenir, lo más probable es que más tarde lo comentara con Sofía o con Gerardo, daría para una jugosa charla cuando yo no estuviera delante.

—Podría ser tal y como has dicho, Eme —concluí—. No lo sé.

—El simple hecho de que lo consideres me asusta —dijo él.

—A mí también —dije—. Vamos a dejarlo estar por ahora, tenemos que seguir trabajando en la querella. Es urgente encontrar otras evidencias, no podemos agarrarnos solo a las grabaciones, si no son admitidas todo se vendrá abajo.

—¿Crees que pueden ser rechazadas por la juez?

—No lo sé —medité—, los peritos designados por el juzgado empezarán su trabajo enseguida. Necesitamos un dictamen favorable si queremos tener alguna posibilidad. Y en cualquier caso, necesitamos otras vías que corroboren el acoso al que fue sometido Ale.

El ruido de la puerta de la calle nos hizo levantar la vista. Escuché la voz de Gerardo, parece que venía acompañado.

—Pase, pase, al fondo del pasillo, seguro que se alegrará de verle —dijo Gerardo.

—No quiero molestar —dijo una voz masculina rota, grave.

No podía ser verdad.

Aquella voz.

Pertenecía al pasado.

A un pasado antiguo, remoto, oscuro, enterrado en un lugar muy profundo. Un lugar que no quería visitar.

—Es ahí mismo —volvió a decir Gerardo.

—No sabe cómo se lo agradezco —dijo de nuevo la voz inconfundible.

Gerardo y el hombre avanzaban, en pocos segundos entrarían en el despacho y los tendríamos delante de nuestras narices. Pensé en huir, en meterme en el lavabo y cerrar por dentro, en abalanzarme sobre la puerta de la habitación y trancarla con una silla y con todo lo que pillara a mano, en desplomarme y evitar aquel encuentro, en gritar con todas mis fuerzas, en pedir auxilio, en coger la pistola que Eme siempre llevaba consigo. Pensé en muchas cosas que no hice, apenas podía moverme.

Mi cuerpo comenzó a agarrotarse, pude sentir el pulso acelerado, la respiración subiendo del estómago a la garganta, la presión de la careta sobre el pómulo y la nariz maltrechos.

Gerardo cruzó el umbral, y detrás de él, apareció.

Alguien a quien le había entregado el alma una vez.

Y que ahora surgía entre las sombras sin previo aviso, sin llamar a la puerta siquiera.

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