Ana

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Quinta y última parte. Alegato final » 89

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—Cerrar restaurante.

—Pero ¿cómo cerrar? —pregunté perpleja—. ¿De qué estás hablando? No podéis cerrar. Yo vengo casi todas las semanas, ¿dónde voy a ir ahora?

Haruo me miraba desconsolado, como si no hubiera sido una decisión fácil.

—Este barrio no gustar comida orientales —dijo resignado.

—Lo que me extraña es que hayas tardado treinta años en darte cuenta de una cosa así —le solté.

—Nosotros cerrar y volver Japón —aseguró decidido.

—Os voy a echar de menos —le dije—, y eso es algo que le he dicho a muy pocas personas en mi vida.

—Yo también echar mucho menos, señora Ana —espetó—, siempre muy buena con nosotros…

—Bueno, no nos pongamos sentimentales —corté—, ve trayendo algo de postre para compartir, tempura de helado por ejemplo.

—¿Helado vainilla? —preguntó.

—¿Te parece bien? —pregunté a mi acompañante, que había permanecido mudo mientras el bueno de Haruo retiraba los platos y contaba sus planes de cerrar el negocio.

Gabriel Brandariz era un hombre mesurado, agradable en el sentido más profundo del término, que nunca parecía tener prisa ni daba la impresión de estar dominado por la ansiedad, como el resto de las personas que yo conocía.

—Me parece perfecto —respondió.

Estábamos cenando en una mesa apartada, los dos solos. Gabriel había aceptado mi invitación a la primera, a pesar de que le había llamado con muy poca antelación, apenas un par de horas antes, cuando salí de la Audiencia Provincial. Durante la velada habíamos estado charlando animadamente sobre el juicio. Aunque él no me había pedido explicaciones, le había contado someramente los términos del acuerdo con Santonja (salvo algunos detalles que no eran de su incumbencia) y todo lo que rodeaba el asunto. Después me había preguntado si no tenía curiosidad por conocer cuál habría sido el veredicto del jurado, a lo que le respondí que no demasiada. Lo cual, evidentemente, era mentira. Como cualquiera que tuviera una gota de sangre corriendo por sus venas, y aunque no lo reconociera, mataría por saberlo.

Había sido una charla satisfactoria, interesante, y sin lugar a dudas, el director de Alma se había comportado como un caballero, atento, cordial, discreto.

Cuando vi que el sashimi se había terminado y que Gabriel recogía su pelo en una coleta, pensé que era un buen momento para darle las gracias por no denunciarme, sin duda mi principal objetivo de aquella cena. Había forzado una puerta, había entrado en su local en mitad de la noche y me había llevado un documento clasificado, razones más que suficientes para que hubiera llamado a la Policía. Según me dijo, al no haber hecho público el contenido de aquella carpeta en el juicio, él no se había sentido obligado a realizar la oportuna denuncia. No parecía satisfecho, pero tampoco excesivamente decepcionado. Tal y como me había pasado cuando lo conocí, tenía algo genuino que me producía rechazo y atracción al mismo tiempo.

Mientras aguardábamos el postre, me preguntó si nunca había hecho terapia.

—Creo que podría ayudarte —soltó directamente.

—Mi amiga Concha opina igual. Yo personalmente no me veo.

—Estoy convencido, si me permites que te lo diga, de que te serviría para ordenar un poco las cosas —argumentó sin darle mayor importancia—. Has sufrido una pérdida muy cercana. Y te han intentado matar. Son como mínimo dos sucesos traumáticos que afectarían a cualquiera.

—Lo pensaré —respondí.

Él se quedó en silencio, mirándome sin más. Era muy capaz de tirarse así varios minutos sin que ello le creara incomodidad. No puedo decir lo mismo. Cogí todo el desasosiego que me subía por el pecho y lo transformé en palabras. Dije lo primero que me vino a la cabeza, sin filtro ninguno:

—Últimamente he pensado mucho en los dibujos de mi hermano. En la celda donde lo detuvieron estuvo haciendo bocetos. Un lobo con la boca abierta, mostrando sus colmillos. Vi en su carpeta de la asociación que había algunos dibujos similares. No lo puedo saber con seguridad, pero creo que fue lo último que hizo antes de quitarse la vida.

—No sabía que también había hecho dibujos en la celda.

—Son unos bocetos siniestros. Una boca amenazante a punto de engullir a alguien, tal vez a él mismo.

—Durante la terapia individual hablamos en muchas ocasiones del lobo —dijo.

Lo miré expectante. No hacía falta que le preguntara, estaba claro que me lo iba a contar.

—No es fácil de explicar para alguien que no ha jugado nunca —puntualizó excusándose.

—Estás hablando con una adicta, creo que podré entenderlo.

—De acuerdo —concedió—. En realidad, es algo muy sencillo, me refería al significado que puede llegar a adquirir para alguien que está enganchado al juego y que no es capaz de dejarlo. El asunto es que el lobo está dentro del jugador. Toda la vida. Nunca jamás se marcha. Pase lo que pase, aunque una persona esté un año, o diez, o veinte, sin jugar, continúa allí dentro, acechante. Es imposible echarlo por las buenas. Y mucho menos matarlo. Lo único que se puede hacer es tratar de llevarse bien con él. Si se le da de comer, tiene más hambre. Y si se le ignora, cuando menos lo esperas, vuelve a aparecer y te arranca la mano de un bocado. El lobo acompañará de por vida al jugador, y aceptar eso, sin tenerle miedo pero sin olvidar que está ahí, es lo único que se puede hacer. No es un aprendizaje fácil.

Era una imagen muy clara que cualquiera podía comprender.

—Disculpa si me he puesto en plan terapeuta —dijo Gabriel—, supongo que no puedo evitarlo.

—Creo que no se trata de eso —respondí.

—¿Cómo?

—El lobo que dibujó mi hermano —murmuré— no es el que acabas de contar. No dudo que ese lobo exista, sé muy bien a qué te refieres. Pero tengo la sensación de que el lobo del dibujo era otro.

Nada más decirlo, me arrepentí. Acababa de abrir una puerta que había permanecido cerrada durante muchos años.

—¿Quieres compartirlo? —preguntó interesado.

Respiré profundamente. La agitación de mi interior iba en aumento, la mera idea de verbalizar aquello hacía que se abriera ante mí un abismo al que no sabía si estaba preparada a asomarme. Fui consciente de la presión que ejercía en mi cuello el collarín, las vendas del tobillo y de la muñeca. Observé la muleta apoyada en un sillón un par de metros más allá, luego subí la mirada hasta los ojos de aquel hombre y decidí seguir adelante.

—Lo voy a intentar, no me resulta fácil, de hecho es la primera vez en toda mi vida que hablo de ello —advertí—. Te agradecería que quedara entre nosotros. Se trata de un episodio real de mi infancia. De algún modo lo había enterrado en un lugar profundo y oscuro. Pero, desde que vi los dibujos de Ale, ha vuelto a aparecer con una nitidez desmesurada, no hay día que no me haya venido a la cabeza en estos últimos meses.

Hice una pausa para tomar impulso y tratar de quitarle cualquier ornamento al relato, eliminar cualquier tentación de aderezarlo con detalles que lo suavizaran o que me hicieran quedar mejor. Era la verdad sin adornos.

—Yo tenía nueve años y pico —dije—, estábamos de vacaciones en una cabaña que mis padres habían alquilado en el valle del Tiétar, en un extremo de la sierra de Gredos. Era un lugar precioso, aislado del mundo, en medio del bosque, con un río cerca, árboles enormes, aire puro. No sé por qué habíamos ido allí, normalmente en verano íbamos a la playa, pero aquel año mi padre dijo que mi madre necesitaba descansar y que aquel sitio era perfecto. El caso es que entre semana estábamos los tres solos, Ale, mi madre y yo, mi padre trabajaba en Madrid de lunes a viernes y solo aparecía los fines de semana. Mi madre, como de costumbre, se pasaba el día entre lamentos, con una tristeza y una fatiga permanentes, que ignoro si solo tenía que ver con un matrimonio fallido y doloroso o si era algo congénito. A pesar de que estábamos en agosto y que el sol y el buen tiempo invitaban a pasear por aquel bosque increíble, mi madre llevaba varios días prácticamente sin salir de la cama. Ale y yo, aunque éramos muy pequeños, jugábamos dentro y fuera de la cabaña solos, sin la vigilancia ni la atención de ningún adulto. Era algo habitual en esa época, y no solo ese verano, tengo más recuerdos de ella en su dormitorio metida en la cama que en ningún otro sitio. Aquella mañana, sin embargo, se levantó muy temprano, cogió el coche y regresó un par de horas después, justo a la hora del desayuno. Cuando llegó, nosotros estábamos tomando cereales con leche en la cocina, recuerdo perfectamente que eran esos crujientes con chocolate, me encantaba el ruido que hacían al masticar. Nos habíamos habituado a valernos por nosotros mismos en muchas situaciones; con un padre ausente y una madre depresiva crónica, supongo que era la única salida que nos quedaba.

»Cruzó por la cocina como un fantasma, me fijé en una pequeña bolsa de plástico que llevaba en la mano izquierda, murmuró algo acerca del calor asfixiante en aquel lugar (no recuerdo que hiciera un calor excesivo, ni mucho menos) y se encerró en la habitación. Después de un rato mi madre me llamó a su cuarto. Por supuesto, se había vuelto a meter en la cama, dijo que estaba muy cansada, que había pasado toda la noche sin dormir y que necesitaba estar tranquila, que por favor me ocupase de mi hermano y que no la molestásemos. Mientras me hablaba, se iba tomando unas pastillas de una caja que tenía sobre la mesilla, en una pequeña bolsa de la farmacia. Me llamó la atención porque habitualmente se tomaba una sola pastilla, al menos que yo la hubiera visto. Sin embargo, esa mañana se estaba tomando varias de aquellas píldoras de color verde. Me acerqué y vi que dentro de la bolsa había más de una caja. “¿Para qué son esas pastillas, mamá?”, pregunté. “Para dormir —respondió—, estoy muy nerviosa y necesito descansar. Acércamelas”.

»Cogí la caja de la mesilla, con una mezcla de dolor y desconcierto, y le dije: “¿Quieres más pastillas?”. Ella me miró con sus eternas ojeras y asintió. Parecía tan frágil, tan indefensa, daba la impresión de que iba a echarse a llorar en cualquier instante, si es que no lo estaba haciendo ya. Era como si en realidad no estuviese allí. Una lágrima asomó en sus ojos, y ese fue el detonante. Solo pensé en una cosa: que se durmiese y dejara de sufrir, de llorar, de lamentarse. No quería verla así, con esa constante amargura, con ese aire atribulado, melancólico, me sentía completamente aplastada, indefensa, fuera de sitio, desgarrada por dentro. Querría haberle dicho: tú eres la madre y yo la hija, ponte en pie, haz frente a papá, ocúpate de nosotros de una vez por todas, déjate de penas; y si no eres capaz, al menos déjanos tranquilos de una vez por todas. Por supuesto, no con esas palabras, yo era una cría y lo único que sabía es que aquella situación era desesperante e insoportable. “Necesito descansar”, repitió.

»Saqué otra pastilla del blíster y se la acerqué a los labios. “Toma —dije—, tienes que dormir mucho”. Ella abrió la boca y se tomó la pastilla, acompañada de un pequeño trago de un vaso que se había traído de la cocina. Nos miramos y un segundo después le di otra pastilla. Y otra más. Ella las tomaba con cierta avidez, como si hubiera estado esperando aquello durante mucho tiempo. Mientras lo hacía, lloraba suavemente. Creo que la ayudé a tragar cerca de treinta pastillas, una detrás de otra, con docilidad, quizá incluso fueron más, no lo sé, mis recuerdos son confusos.

»Durante aquellos instantes solo existíamos ella y yo, no había nada más, y no sé cómo de consciente era yo de lo que estábamos haciendo. “Gracias”, dijo. En mi memoria aparecen sus labios apenas abriéndose unos milímetros y tomando las pastillas que yo le iba acercando. Quizá lo hubiera hecho ella sola si yo no hubiera colaborado, tampoco lo puedo saber, todas esas cajas en la mesilla solo podían tener un propósito. Ignoro cómo había conseguido aquella cantidad y cuándo había tomado la decisión de tomárselas, si esa misma mañana, otro día de aquel verano o tal vez mucho antes, pero estaba claro que lo había hecho.

»Cuando un rato después me alejé hasta la puerta para salir del cuarto, la dejé postrada en la cama, creo que aún seguía llorando, y creo también que siguió ingiriendo más pastillas por sí misma. No estoy segura. Ambas actividades, tomar las pastillas y derramar lágrimas silenciosas, están íntima y directamente relacionadas en mis recuerdos. “Te quiero mucho”. Fue lo último que dijo.

»Yo la miré desde el quicio de la puerta y pensé: duerme, por favor. Salí del cuarto sin pronunciar ni una sola palabra más. Cerré la puerta por fuera y busqué a Ale en el salón. “Corre —dije nada más verlo—, tenemos que escondernos”. “¿Por qué? ¿Qué pasa?”, preguntó él alarmado. Lo miré y solté lo primero que fui capaz de articular. Recordé lo que nos había dicho mi padre, que allí, en aquellas montañas, había un lobo muy peligroso con grandes colmillos que bajaba a buscar a los niños pequeños que se portaban mal para comérselos. “El lobo —respondí—. Está viniendo, tenemos que escondernos”.

»Agarré la mano de Ale y salimos de la casa. “Pero yo me he portado bien… —protestó él—. Y además, si viene el lobo, será mejor que nos quedemos dentro de la cabaña”. Negué con determinación. Estaba decidida a arrastrar a mi hermano muy lejos de allí como fuera. “La cabaña es el primer sitio en el que buscará el lobo —expliqué como si fuera lo más lógico del mundo, mientras seguía caminando a buen paso—, tenemos que escondernos en otro lugar”.

»Ale parecía realmente asustado, solo tenía seis años, y yo era su hermana mayor. “¿Y mamá?”, preguntó. “El lobo solo viene a por los niños”, contesté. En esos instantes, habría tenido respuesta para todo. Nos alejamos de la cabaña a toda prisa, y estuvimos caminando entre los árboles durante un buen rato, atravesando el bosque. Sin detenernos. Corriendo, caminando, volviendo a correr, sin soltarnos de la mano.

»Hasta que llegamos cerca del río, y allí, junto a unos arbustos, nos escondimos con la respiración agitada. “No me sueltes, por favor”, me pidió Ale apretando mi mano, tiritando de miedo. Observé su diminuta mano entre la mía, y esa imagen se me quedó grabada ya para siempre. “Cierra los ojos y cuenta hasta mil”, dije.

»Mi hermano me hizo caso, su temor al lobo, la confianza en su hermana mayor, el terror que se había apoderado de su cuerpo hicieron que se dejara llevar sin resistencia, sin poner en duda mis palabras.

»Cerró los ojos y contó en voz alta, entre susurros, hasta mil. Cuando terminó, empezó otra vez. Aún puedo escuchar su voz, esforzándose por seguir adelante con aquellas cifras a las que se aferraba con desesperación. Después, cuando se cansó de hacerlo, o cuando ya no pudo más, simplemente nos quedamos allí en silencio, inmóviles, de la mano.

»Estuvimos ocultos entre esos arbustos durante mucho tiempo, yo diría que al menos dos o tres horas. Hasta que unos excursionistas nos encontraron. Una pareja que había ido a pasar el día a la montaña. Se llevaron un buen susto al encontrar a dos niños pequeños solos, agazapados tras unos matorrales. Ante sus preguntas, Ale repetía que había un lobo y que teníamos que escondernos. Yo les expliqué que estábamos de vacaciones en una cabaña allí cerca.

»La mujer y el hombre, preocupados, amables, insistieron en acompañarnos de vuelta a nuestra casa. Iban con un bebé que llevaban en una especie de canasto. Después de caminar por el bosque arriba y abajo con ellos, fuimos incapaces de encontrar el camino de vuelta, aquello era un verdadero laberinto. Así que el hombre decidió llevarnos al pueblo más cercano. En aquella época no había teléfonos móviles, la comunicación no era tan sencilla ni tan rápida. Subimos en el coche y nos condujeron hasta el cuartel de la Guardia Civil de Candeleda, donde los agentes se hicieron cargo de nosotros, nos preguntaron un montón de cosas y al fin, cuando pudieron recabar algunos datos inteligibles, localizaron a mi padre en la oficina de Madrid.

»Ya te puedes imaginar el resto. Fuimos con los guardias civiles hasta la cabaña. Por lo que supe después, habían pasado más de siete horas desde que mi madre había ingerido las pastillas. Se había quedado profundamente dormida y había tenido una bajada de tensión terrible que le provocó una parada cardiorrespiratoria. Cuando la encontraron, ya estaba muerta.

»Aquel día de agosto, en aquella cabaña en mitad de ninguna parte, mi madre dejó de llorar para siempre. La autopsia y el informe forense concluyeron que había sido un suicidio por ingestión de casi quinientos miligramos de benzodiacepinas, lo cual probablemente le había causado una hipotensión durante el sueño que la había conducido a la muerte. Se dio por hecho, dado su cuadro depresivo, que se había quitado la vida tomando aquella ingente cantidad de pastillas. Y así había sido. Aunque la verdad, toda la verdad, es que yo le había ayudado.

»Podría decir que yo solo era una niña y que no sabía lo que hacía. Podría incluso decir que mi madre se compró aquellas cajas de lorazepam con la clara intención de suicidarse y que la idea era exclusivamente suya. Pero la duda, por pequeña que sea, de que, si yo no la hubiera ayudado a tomar las pastillas, quizá ella no se habría atrevido, me perseguirá siempre y me temo que nadie podrá resolverla. Yo estaba cansada de su tristeza, de sus lágrimas, de sus lamentos, de su debilidad, no podía más. Y aunque nunca hasta ahora lo había dicho en voz alta, a los nueve años quería que ella durmiera.

»No sé muy bien en qué me convierte eso. Creo, ni siquiera estoy segura, que su tristeza me hacía aún más daño que la violencia soterrada de mi padre. Seguramente una cosa alimentaba la otra, y al revés. La dureza extrema, la ira, de mi padre, no tienen ni jamás tendrán justificación, no estoy diciendo nada parecido. Pero la aflicción de mi madre me desgarraba. Por supuesto, la eché muchísimo de menos durante el resto de mi infancia y de mi adolescencia, pero aquel día en la cabaña yo quería que cerrase los ojos, esa es la verdad. Y ese sentimiento, por muy fugaz que fuese, como puedes entender, me pesa tanto, me hace sentir tan culpable que en ocasiones me paraliza.

»Lógicamente, esa noche ya no dormimos en la cabaña, mi padre (al que para mi sorpresa, la muerte de mi madre pareció afectarle mucho más de lo que yo había sospechado) nos llevó de vuelta a Madrid después de unas interminables horas de preguntas y lamentos. Fue un regreso amargo, lleno de congoja y de certidumbres no dichas, más de hora y media en coche sin abrir la boca, como si en esa carretera estuviésemos fraguando los tres algo parecido a un pacto de silencio sobre aquel suceso que seguiría vigente el resto de nuestras vidas.

»Una vez en nuestro cuarto, que mi hermano pequeño y yo compartíamos, nos metimos en la cama, después de un día largo y devastador. En la oscuridad, Ale me preguntó: “¿Tú crees que el lobo seguirá buscándonos, Ana?”.

»No supe qué responder. Me acerqué a él y simplemente lo cogí de la mano. Y creo que eso es lo que hice durante los siguientes treinta años, agarrarlo de la mano con fuerza, tirar de él. Hasta que no fui capaz de seguir haciéndolo y lo solté. Tal vez demasiada responsabilidad para una niña, o incluso para una adulta.

»Ese es el lobo de los dibujos —concluí mirando a Gabriel—. Fin de la historia.

Respiré y vi que él seguía mirándome sin perder el hilo de mi relato, acompañándome. Creo que quería asegurarse de que yo había terminado, antes de decir nada o siquiera de mover un solo músculo. Su respetuosa y atenta mirada me había ayudado a ser capaz de poner aquello en palabras.

Hizo un gesto acogedor con una mano, abriéndola ligeramente.

—¿Te encuentras bien? —preguntó delicado.

—Regular.

—Lo entiendo —asintió—. Sé que no hace falta, pero por si acaso lo voy a decir: es obvio que tú no mataste a tu madre, y que ni siquiera la ayudaste a hacerlo. Fue ella sola quien lo hizo. Cualquier otra interpretación del asunto es simplemente un grave error en todos los sentidos. Es normal que esto te remueva muchas cosas, más aún si lo has tenido oculto durante tanto tiempo. Pero eras solo una niña asustada, tú fuiste la víctima.

Me encogí de hombros, no estaba segura de nada.

—Y mi hermano —concedí sin mucha convicción.

—Y tu hermano —repitió él.

Aunque podía entender que Gabriel tenía razón, no era suficiente para eliminar el profundo dolor que aquello me generaba.

—En ocasiones, si me permites que lo diga, hay cosas que desde fuera se ven con mayor claridad —insistió—. No conozco a fondo tu historial, pero, por lo que has contado, desde que tenías uso de razón veías a tu madre deprimida arrastrarse por todos los rincones de tu vida, lamentarse, llorar a todas horas. Es completamente lógico que esa niña tuviera el deseo natural de que su madre se echara a dormir.

Me sentí agotada, exhausta.

—Si quieres que hablemos de ello, estaré encantado de hacerlo —dijo Gabriel—. Si, por el contrario, prefieres que hagamos como si no me lo hubieras contado, también será perfecto.

No estaba acostumbrada a relacionarme con personas tan comprensivas, en especial si eran hombres.

—¿Siempre tienes las palabras adecuadas? —inquirí con algo parecido a una media sonrisa.

No pudo contestar.

Los pasos de Haruo y Reiko aproximándose hicieron que nos reclinásemos sobre los respaldos de las sillas.

Tempura vainilla —anunció Reiko dejando varios cuencos sobre la mesa—, y también tempura chocolate y fresa.

—Regalo casa —explicó Haruo.

—Gracias —dijo Gabriel.

—Regalo de despedida —matizó Reiko—, nosotros marchar cerrar.

Contemplé los tres cuencos de cerámica con motivos orientales, en cuyo interior se vislumbraban aquellas bolas de helado frito aparentemente iguales, y de pronto me entró una súbita ola de melancolía que no pude refrenar. Fue algo así como una sensación de extrema realidad, como si los objetos y las situaciones adquiriesen de pronto un valor excesivo. La melodía del hilo musical, la iluminación tenue del local, las viejas servilletas de tela, los kimonos con bordados, el papel rugoso de las paredes, todo me pareció repentinamente de una tristeza insoportable. Lo único que me preguntaba es cómo podía ser posible que llevara tantos años comiendo en aquel lugar sin haberme echado a llorar cada vez que había cruzado la puerta.

—Nosotros volver casa —continuó Reiko—, tener añoranza de hogar y de familia después de tantos años…

—No vamos a montar una escena tampoco —supliqué—, se cierran restaurantes todos los días. Si no os importa vamos a ahorrarnos las lágrimas, ya habrá tiempo para palabras de despedida y todo eso. Además, no vais a coger un avión esta noche.

Reiko y Haruo me miraron intentando comprender mis palabras; después de tanto tiempo, aún no estaban acostumbrados a mis cambios de humor ni a mi alergia a las emociones. No se lo reprocho. Ni siquiera yo me habituaba.

—Perdón —murmuré—, es por la medicación, me tiene muy alterada.

—¿Tú enferma? —preguntó Haruo.

—Sí, yo muy enferma —concluí esperando que se dieran por satisfechos.

Se miraron entre ellos y asintieron.

—Si Ana necesitar algo, avisa —dijo Haruo agarrando a su mujer de la cintura.

El matrimonio se retiró entendiendo que era lo mejor que podían hacer dadas las circunstancias. Apreciaba a esa pareja y les agradecía que hubieran respetado siempre mi intimidad, incluyendo aquella noche. Pero nunca he sido una persona paciente con la exteriorización de sentimientos. Noté que mi temperatura corporal subía de golpe; cuando algo así me sucedía, empezaba a censurarme y a culparme por mi comportamiento y entraba en una espiral de la que me costaba salir sin ayuda química.

Gabriel asistió a la escena sin abrir la boca, sin juzgar lo que estaba ocurriendo. Esperó con su habitual paciencia a que Haruo y Reiko se alejaran. Como si no hubiera pasado nada, cogió una cucharilla y la hundió lentamente en la tempura de vainilla.

—Siempre me ha parecido un misterio eso de freír un helado —dijo quitándole hierro a la situación.

—Ya sé que te he dado las gracias —respondí—, pero quiero insistir en ello. Te agradezco de corazón que no me denunciaras. Y también que ahora me hayas escuchado.

Él asintió y se volvió hacia una bolsa marrón que había dejado sobre una silla antes de empezar la cena. Muy despacio, tal y como solía hacer siempre las cosas, sacó de allí un sobre tamaño DIN A4 y lo colocó sobre la mesa. Puso su mano encima, despertando aún más mi curiosidad por el contenido.

—No sé si es el momento adecuado —dijo—, pero hace tiempo que dejé de tratar de ser oportuno. El caso es que, aprovechando tu amable invitación, me he permitido traer unas cosas por si quieres echarles un vistazo. Puede que te venga bien pensar en otro asunto. No pretendía ser maleducado. Son unos documentos que, si lo deseas, te puedes llevar y leer con calma en casa.

Había conseguido toda mi atención.

—¿De qué se trata? —pregunté.

—Mejor míralo tú. Y decide si crees que merece la pena.

La mano de Gabriel seguía extendida encima del sobre, como si lo estuviera protegiendo.

—Solo quiero recordarte una cosa antes de que los leas —continuó—. Todo esto ha sido única y exclusivamente por ti. Por lo que tú has provocado en la gente. Sé que te cuesta escucharlo, Ana, pero has inspirado a muchas personas.

Instintivamente me eché hacia atrás.

—No sé si asustarme —dije—. Mi sensación es que he defraudado a mucha gente en este último año.

—Yo diría justo lo contrario —respondió sin ningún énfasis.

Arrastró el sobre por la mesa y lo dejó delante de mí.

—Si te parece bien —dijo—, ahora voy a ir al cuarto de baño y te voy a dejar a solas con este sobre. No tardaré mucho.

Se levantó dándose un cierto aire enigmático. Se alejó con sus pantalones elásticos y su camiseta oscura y su goma del pelo y su tolerancia a prueba de sacudidas emocionales.

Me quedé sola. Sentada en aquel rincón de La Antorcha Roja. Probablemente sería la última vez que estaría allí. En poco tiempo tirarían aquellas viejas paredes y lo convertirían en un local decente, con el que los vecinos estarían por fin encantados. Que no contaran conmigo.

Miré el sobre con una mezcla de curiosidad y temor. Me aseguré de que no había nadie a mi alrededor. Y por fin lo abrí. Dentro había seis documentos grapados y clasificados. Me bastó echar un ojo para entender rápidamente de qué se trataba.

Creo que si alguien me hubiera visto en aquel instante habría pensado que yo era una de esas mujeres que se conmueven con facilidad. Lo cierto es que aquello superaba todas mis expectativas. Ese sobre era una auténtica caja de Pandora que podía llegar a desencadenar un vendaval de consecuencias imprevisibles.

Volví a guardar todos los documentos en su interior precipitadamente, puede que por temor a que alguien pudiera verlos, o lo que era más probable, por el desasosiego que me provocaba saber que ya no podría mirar a otra parte y dejarlo pasar, aunque hubiera prometido (e incluso firmado) hacerlo.

Lo reconozco. Tuve miedo. Pánico de entrar una vez más en rincones oscuros donde volvería a encontrar angustia, sufrimiento, desconsuelo. La única y dolorosa verdad es que siempre he tenido miedo. A tantas cosas. Tal vez un miedo irracional y antiguo a la oscuridad, a no estar a la altura de lo que los demás esperaban de mí, a no ser amada, a descubrir que mi madre en realidad no había muerto, sino que seguía llorando en algún lugar remoto, a tener una depresión enquistada, a ser tan autoritaria y violenta como mi padre, a no ser capaz de librarme de mis adicciones, a no ser una buena persona, y sobre todo, miedo a la soledad. Era algo de lo que casi con toda seguridad no me libraría nunca.

Agarré el sobre con las dos manos y agradecí y maldije al mismo tiempo a Gabriel Brandariz su perfecto, inquebrantable y estricto sentido de la justicia. Para bien o para mal, aquello aún no había terminado.

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