Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 46

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—Disculpen, pero tienen que abandonar el establecimiento ahora mismo.

Un gorila metido dentro de un traje oscuro y una corbata, con un pinganillo en el oído izquierdo y el pelo cortado al uno, nos miraba serio, impertérrito.

—Ahora mismo —insistió.

Ginés y yo nos miramos asombrados.

—¿Por qué motivo? —pregunté.

—Porque no cumplen las normas de admisión del local —respondió—. Lo siento, pero tienen que acompañarme a la salida.

—Yo lo siento más todavía, pero debe tratarse de un error —repliqué—, cumplimos todas las normas, fíjese lo que le digo: podría incluso decirse que somos especialistas en cumplir normas. Como puede comprobar, hemos sido admitidos y nos encontramos dentro del local.

Friman dejó escapar una sonrisa, supongo que le hacía gracia que hablara de esa forma a aquel grandullón.

—¿Yo también tengo que irme? —preguntó el Argentino.

—No me han indicado nada al respecto de usted, señor Friman —respondió el gorila—. La señora Tramel y el señor Iglesias no cumplen las normas de admisión, es todo lo que sé.

Por lo que se ve, Morenilla no había tardado en revisar el fichero de entrada para saber quiénes eran los misteriosos acompañantes del Argentino.

—Me siento en desventaja —le dije al tipo—, ya que usted parece conocer mi nombre completo y yo sin embargo no sé el suyo, le agradecería que me lo dijera si es tan amable.

—Mi nombre carece de importancia —respondió—, solo obedezco órdenes. Como le digo, las reglas de admisión son muy estrictas; por favor, si son ustedes tan amables de acompañarme.

—No lo veo así —continué—. Su nombre resultará de suma importancia cuando presente una denuncia por trato discriminatorio contra el local, y en particular contra usted. ¿Puede hacer el favor de identificarse y a continuación llamar a un superior, alguien responsable que no solo obedezca órdenes?

Aquel enorme tipo resopló en silencio, estaba claro que le habría gustado soltarme un buen sopapo. Presionó un botón de su pinganillo. Ambos nos miramos desafiantes, no parecía que ninguno de los dos fuéramos a ceder en nuestras pretensiones. Lo admito, no tolero bien a los matones en general, los abusos de poder me producen urticaria, sean de la clase que sean. No podían echarnos del casino por las bravas.

Además me había puesto en bandeja la posibilidad de que el fiscal y yo hiciéramos frente común, aunque solo fuera en esta pequeña batalla. Por ahora permanecía en silencio, en un segundo plano, no había protestado, pero tampoco había hecho ademán de moverse en dirección a la puerta de salida, algo es algo.

El gorila no movió un solo músculo, nos bloqueaba el paso, parecía advertirnos con su presencia que una cosa era que no le hiciésemos caso y no nos dirigiésemos a la salida, pero que, si se nos ocurría movernos de allí hacia otro lugar sin su permiso, tendríamos problemas. Estábamos en una esquina de la poker room, junto a la puerta de los lavabos. Algunos curiosos nos miraban y cuchicheaban.

Un minuto después apareció otro de los testigos principales del caso, Aarón Freire, jefe de seguridad, y entre otras cosas, la persona que había esposado y detenido (sin autoridad ninguna) a mi hermano la noche del asesinato antes de que llegara la Policía. Tampoco había tenido ocasión de conocerlo en persona. Venía seguido de otros dos tipos igual de grandes que el gorila, o más si cabe, tal vez los alimentaban a todos ellos a base de esteroides después de contratarlos, su corpulencia era un poco desproporcionada, en mi opinión, parecía que sus camisas y americanas les iban a estallar en cualquier momento. Los cuatro nos rodearon, y Freire se dirigió directamente a nosotros con un tono amistoso, digamos que se esforzaba por no comportarse como un cabronazo.

—Buenas noches, Alfredo —le dijo en primer lugar a Friman, que le devolvió el saludo con un gesto de cabeza. Después nos miró al fiscal y a mí—. Siento el malentendido, pero tienen que abandonar ustedes el establecimiento, nuestras normas de admisión son muy estrictas, como ya les han explicado. Por supuesto les devolverán los tres euros en la entrada.

Sonreí de oreja a oreja.

—Encantada, señor Freire —dije—. Verá, creo que en el fondo disfruta con este tipo de cosas, se le nota en la cara, le gusta ponernos de patitas en la calle porque sí, porque le da la gana, sin ningún motivo. Lo entiendo, es una psicopatía común entre ciertos expolicías, estuve muchos años casada con uno, se creen que pueden hacer lo que les viene en gana. Tal vez también quiera esposarnos.

Nadie se movió, los hombres de Freire estaban adiestrados para aparentar tranquilidad delante de los clientes, estábamos en una zona concurrida. El jefe de seguridad chasqueó la lengua, no le habían gustado mis palabras, ni tampoco mis modales. En eso al menos estábamos empatados, su aire de superioridad, su pinta de chulo de barrio con traje de marca y peinado con raya al lado eran patéticos.

—No puede presentarse aquí de incógnito y husmear —respondió Freire—. Si desea registrar el recinto o andar interrogando a nuestros clientes, debería pedir una orden a la juez. Dudo mucho que esta visita sea legal.

—Así que se trata de eso, le mandan de arriba para que nos eche por si acaso descubrimos algo incómodo para los intereses del casino —dije haciéndome la indignada—. Déjeme que le diga que no hemos hecho ningún registro, ni interrogado a nadie, ni ninguna de esas cosas absurdas que dice, estamos de visita en un establecimiento público, eso es todo, así que no se pase de listo o le empapelaré por trato discriminatorio o por cualquier otra cosa. Aunque ahora que caigo ya lo estoy haciendo, está usted inculpado, casi lo olvido, le veré muy pronto en el juzgado y le apretaré las tuercas en el estrado. Ahora, si no le importa…

Hice ademán de dirigirme hacia el centro de la sala, pero Freire me cortó el paso, sin llegar a tocarme.

—Es usted tan cretina como su hermano —soltó—. Tenga mucho cuidado o acabará como él.

—¿Qué ha dicho? —le pregunté sin poder creer lo que acababa de oír—. ¿Me ha amenazado? ¿Ha dicho lo que creo que ha dicho? ¿Me ha amenazado de muerte delante de siete testigos?

Al fin Ginés intervino:

—Ya está bien —zanjó—. Es suficiente por hoy. Ahora la señora Tramel y yo nos vamos a ir, pero no porque nos lo diga nadie, ni mucho menos usted, nos vamos a ir porque estamos cansados, a mis años no soy hombre de trasnochar, y sobre todo lo vamos a hacer porque es lo más prudente. Vamos a salir por nuestro propio pie y sin que nadie nos acompañe. Si se empeñan en hacerlo, en obligarnos a salir rodeados de matones, me veré obligado a llamar a la Guardia Civil. En cuanto a las amenazas que ha vertido, señor Freire, teniendo en cuenta que justamente está usted incriminado en un caso por amenazas y coacciones, no parece lo más inteligente por su parte, creo que si alguien debe tener cuidado es precisamente usted.

El fiscal me tendió su brazo y me agarré a él con fuerza. Lo que acabábamos de hacer no era exactamente librar una batalla, pero se le parecía. Ginés Iglesias y yo atravesamos el casino sin que nadie nos siguiera, yo apoyada en mi bastón, cojeando y agarrada de su brazo, él con la cabeza erguida. Lo hicimos en silencio. Sentí que esa velada juntos nos había unido mucho más de lo que lo habían hecho tres meses y medio de instrucción.

Nos despedimos de Friman en el vestíbulo; después de valorar la situación había decidido quedarse un rato y echar un vistazo a esa partida que se estaba montando.

—Tengo un buen pálpito esta noche —se justificó.

—No pierdas demasiado —le dije—. Muchas gracias por todo.

—No hay de qué —respondió—. Espero que te haya servido de algo la visita. Yo estoy de tu parte. Ah, y dale recuerdos al chaval, le tengo aprecio. Aunque no lo creas, soy un sentimental.

No respondí, crucé una última mirada con él y me di la vuelta.

—Buenas noches, señor Friman —dijo Ginés.

Le dimos al aparcacoches la ficha que nos había entregado al llegar y esperamos en la rotonda de entrada. Tanto a la nave de la asociación como a Robredo habíamos ido en el coche del fiscal. Mientras aguardábamos, sentí el viento frío de la sierra sobre el rostro, y no pude evitar pensar en la cantidad de veces que mi hermano habría estado allí mismo, tal vez justo en el mismo lugar donde yo me encontraba, apoyado en la misma columna, observando el luminoso del casino parpadear, podía verse desde varios kilómetros a la redonda. El trasiego de vehículos era enorme, podría decirse que era la hora punta.

Un Volvo oscuro se detuvo delante de mí, lo reconocí de inmediato. El cristal de la ventanilla se bajó y asomó el rostro de Moncada con su inconfundible barba canosa. Sus apariciones repentinas ya formaban parte de su modo operativo, si un día me llamara por teléfono para pedirme una cita seguramente me sentiría decepcionada.

—¿Necesitas que te lleve a algún sitio? —me preguntó.

Escruté el rostro del teniente unos segundos y finalmente asentí. Los dos sabíamos que me subiría con él, y también lo que eso significaba, ya lo habíamos pospuesto demasiadas veces.

Me volví hacia el fiscal, sentí cierta empatía por su pelo blanco y sus arrugas, puede que a partir de ahora empezásemos a entendernos algo mejor.

—Después de todo, no hace falta que me acerques, Ginés —le dije señalando el coche que tenía delante.

No sé si reconoció al teniente, pero no dijo nada al respecto; el fiscal seguía siendo un hombre reservado y discreto.

—Ha sido una velada muy instructiva —se despidió—. Nos vemos en el juzgado.

Abrí la puerta del Volvo y, no sin esfuerzo, me acomodé en el asiento del copiloto. Al doblarla, noté un pinchazo en la rodilla, quizá la dosis de tramadol había sido insuficiente, o mejor dicho, no me había excedido como de costumbre, la moderación nunca me ha sentado bien.

—Veo que no te separas del bastón —murmuró Moncada arrancando.

—Le he cogido cariño.

En la radio del coche sonaba una música coral, me pareció reconocer la banda sonora de alguna película, pero no estaba segura. En cualquier caso, subí el volumen y no dije nada más. No hizo falta. Sin hablar, nos dirigimos directamente a casa de Moncada, el trayecto no duró más de diez minutos, en los que me imaginé las cosas que haría con el teniente sobre el sofá de su apartamento, suponiendo que tuviera uno en condiciones, tal vez uno de cuero viejo; ya podía sentir el tacto de la piel curtida en las rodillas, en las nalgas, en la palma de las manos.

El teniente no me decepcionó. En ningún sentido. Su piso era tal y como lo había imaginado: aséptico, las paredes desnudas, el mobiliario escaso, una cocina diminuta a la que no parecía dar mucho uso, un dormitorio con una cama enorme y un salón lleno de papeles por todas partes. Y en medio de todo, un estupendo sofá en ele con respaldos reclinables y multitud de cojines. Parecía haber invertido todo su presupuesto en aquellos dos muebles de la casa: el sofá y la cama. Esa noche les sacaríamos partido a ambos. Después del encuentro rápido con el taxista musculoso, merecía algo más elaborado.

—¿Te pongo algo de beber? —preguntó amable.

—Siempre —dije.

Echó hielo en dos copas de balón y sirvió sendos chorros de bourbon. Me pregunté cuántas veces, y con cuántas mujeres, habría realizado esa misma operación el teniente. Por supuesto me daba exactamente igual, era solo una curiosidad malsana que aparté enseguida de mi mente. Pasé mi vista por sus manos, por su torso, por sus ojos marrones. La luz de la luna entraba por el balcón. Era todo perfecto, demasiado incluso.

—No se te ocurra enamorarte, teniente —dije—. Quedas advertido.

—Eso, querida, es cosa mía —respondió, y me acercó la copa.

Me estaba poniendo a mil.

—¿Ha sido interesante la visita al casino? —preguntó.

—No paras de hablar —respondí dando un trago.

Me hizo caso. No volvió a pronunciar una sola palabra. Me agarró de la cintura por detrás y me besó en la nuca, en el cuello, volví el rostro y nuestros labios al fin se juntaron, sentí su lengua en mi interior, me gustaba aquello, tenía un sabor fuerte, mezcla del alcohol y de su propio olor corporal. Agarré sus manos y las posé sobre mis tetas, apretó ligeramente. Dejó que la derecha fuera bajando lentamente por mi pecho, el vientre, el pubis, los muslos, y allí se detuvo con suavidad y firmeza, me levantó la falda y a continuación bajó las bragas de un solo movimiento, con determinación, sabía lo que se hacía.

Por una vez y sin que sirviera de precedente, dejé que fuera él quien tomara la iniciativa, me perdí entre sus caricias y sus besos, me dejé llevar, y hasta creo que durante un rato me olvidé de todo, o de casi todo, lo cual para mí era poco menos que un milagro.

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