Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 54

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El 28 de abril amaneció nublado. La previsión meteorológica anunciaba intervalos lluviosos a lo largo del día, especialmente por la mañana, con temperaturas más frías de lo normal para esa época del año en Madrid, con máximas de diez grados que podrían rozar los cero grados en la madrugada.

Nunca me ha molestado que unas cuantas gotas caigan sobre mi cabeza, no soy de esas personas que salen corriendo por temor a desintegrarse si les cae un poco de lluvia encima. En ocasiones, como aquella mañana, incluso lo agradecía.

Entré en los Juzgados de Violencia sobre la Mujer con el pelo y la ropa algo mojados, la guardia de seguridad de la puerta me miró e hizo un gesto de complicidad señalando el cielo fuera; le devolví una mueca similar, sin ningún interés en saber a qué se refería exactamente. Me reconoció a pesar de que no llevaba la máscara puesta, me gustó que no juzgara lo más mínimo el aspecto de mi rostro marcado, era de las pocas personas que no lo había hecho. Era mi segundo día sin la careta. Solo esperaba que fuera un poco mejor que el primero, no era mucho pedir tampoco.

Me sacudí el pelo con la mano izquierda y entré en el ascensor, pulsando con la empuñadura del bastón el tercer piso. Había pedido una cita con Resano, quería intentar restañar algunas de mis meteduras de pata con ella ofreciéndole una tregua: iba a poner en su conocimiento que la defensa nos había pedido una reunión para ofrecernos un trato, no quería dar ni un solo paso sin que ella estuviera al corriente, por lo que pudiera pasar. También había convocado a Iturbe, por una vez estaba dispuesta a ser totalmente transparente, ir de la mano del fiscal, de la juez, analizar junto a ellos la situación si podía ser, que no pudiera decirse que no quería colaborar.

La puerta del despacho estaba entreabierta, golpeé ligeramente con los nudillos y la voz de Resano se escuchó desde el interior:

—Adelante.

Entré con cautela, la magistrada estaba de pie, con varias carpetas en los brazos, que llevaba de un archivador a otro. Todo el despacho estaba lleno de papeles amontonados, sobre la mesa, en las sillas, por el suelo, encima de las estanterías.

—Cierra la puerta, por favor —dijo—. Te ofrecería que te sentaras, pero creo que no hay ni un sitio libre. Estoy ordenando un poco todo esto, supongo que algún día alguien se molestará en escanear estos documentos.

Me extrañó que fuera ella misma, y no un auxiliar, quien estuviera realizando aquella tarea. Y me dejó perpleja su tono familiar, casi amable, no es que sonriera (creo que nunca jamás la había visto sonreír), pero me hablaba con cierta cordialidad, sin lanzarme ningún graznido. Siguió con la tarea, apilando carpetas y papeles de un lado a otro, lo hacía meticulosamente, sin prisa, revisando uno por uno cada archivo.

—Estoy bien de pie, gracias —respondí sin bajar la guardia—. Le he pedido al fiscal que venga también, quería informarles a los dos de una reunión que vamos a tener esta mañana con la parte contraria.

—Tutéame, Ana —dijo mientras dejaba un montón de cuartillas impresas encima de una estantería—, no estamos en la sala, y además nos conocemos desde hace muchos años, ¿no te parece?

—Claro, mucho mejor —le seguí la corriente—. Como te decía, mi cliente y yo nos vamos a reunir con su marido y sus abogadas, quieren hacernos una propuesta.

—Me parece estupendo —contestó como si le importara muy poco—, es bueno hablar, tratar de entenderse y todo eso, ¿verdad?

—Sí, eso me parece. Aunque a priori no somos partidarias de ningún acuerdo. Solo quería hacértelo saber por lo que pudiera pasar en esa reunión, para que no hubiera ningún malentendido después.

—Quedo informada, pues —dijo—. ¿Alguna cosa más?

—Creo que no. Supongo que el fiscal estará al llegar.

—Supongo.

Al verla allí moviéndose de un lado a otro con aquellos interminables papeles, María Dolores Resano daba la impresión de ser una mujer fuerte, con una salud de hierro. Su cuerpo menudo, baqueteado por el paso de los años, se movía con agilidad, llevando docenas de carpetas sin necesidad de que nadie la ayudara; me dio la impresión de ser una persona acostumbrada a solucionar por sí misma las cosas. Inevitablemente, me vino a la mente la imagen de Adolfo, me entraron ganas de pedirle disculpas, yo era otra cuando había ocurrido aquello, pero no había estado bien, sabía perfectamente que él estaba casado, no me porté con honestidad por mucho que me hubiera enamorado de aquel hombre y por mucho que él me hubiera asegurado desde el primer día que estaba a punto de separarse. Quise decirle que lo sentía de verdad y que entendía que tuviera un mal concepto de mí, yo también lo tenía en realidad. Si no abrí la boca fue porque no venía a cuento, y porque me pareció que en ocasiones remover el pasado no conduce a nada, algunas cosas es mejor dejarlas bien enterradas.

—Perdona, ¿te vas a quedar ahí como un pasmarote todo el día? —me preguntó.

—No, no, perdona —dudé—, pensaba que Iturbe estaría al caer.

—Ese chico es un poco soso, ¿no te parece?

Jamás pensé que oiría algo así en boca de Resano. Me alivió saber que bajo su fachada de extrema corrección también se escondía alguien capaz de hacer comentarios fuera de lugar. Lo cierto es que no sabía nada sobre aquella mujer, a pesar de que nuestras vidas se habían cruzado muchas veces, más de lo que ambas habríamos deseado, seguramente.

—Sí, bueno, es muy rubio —respondí intentando hacerme la simpática.

—Te voy a decir la verdad, Ana, le he mandado un mensaje a Iturbe diciéndole que esta reunión se había retrasado.

—¿Ah, sí?

Estaba de piedra. Por qué había hecho algo así. Me preguntaba qué estaba ocurriendo en ese despacho realmente.

—Quería hablar contigo a solas —continuó la juez—, si lo piensas es algo que nunca hemos hecho tú y yo, hablar sin otras personas delante, decirnos las cosas a la cara.

—Tienes toda la razón.

Me puse seria y me dispuse a aguantar el chaparrón, me había preparado una encerrona. Ahora sería cuando me vomitaría todo lo que se había estado aguantando desde hace nueve años, ahora sería cuando me insultaría con toda la razón del mundo, y puede que incluso ahora sería cuando me juraría que tarde o temprano terminaría pagando por acostarme con su marido. Por vez primera desde que había entrado en el despacho se detuvo un instante y me miró fijamente; no debía medir más de metro y medio y sin embargo la veía muy capaz de enfrentarse con cualquiera que se le pusiera por delante.

—Siempre has actuado como si fueras mejor que el resto —empezó a decir—, como si te hubieras esforzado tanto en conseguir tus metas que te merecieses más que nadie, como si fueras tan sensible, tan frágil y tan talentosa que se te tuviera que permitir todo, traspasar todos los límites, incluyendo aquellos que podían dañar a los demás. Esa mezcla de ego, inseguridad y narcisismo, por llamarlo de algún modo, es un cóctel que no solo no te hace mejor persona que los otros, sino que, al contrario, te ciega y te impide ver realmente a los que tienes cerca. Crees que tus actos no tienen consecuencias, y que si las tienen, podrás librarte de ellas. A mí me destrozaste la vida, arrancaste para siempre la confianza de mi matrimonio, y aunque, después de que lo arrasaras todo, mi marido y yo hemos reconstruido nuestra relación, ya nunca he vuelto a confiar en él, nunca hemos vuelto a tener la complicidad que teníamos, nuestro matrimonio está muerto, aunque ninguno de los dos lo aceptemos, y eso, querida, es mérito tuyo, por supuesto que de él también, no le exculpo en absoluto, y se lo he hecho pagar con creces, solo digo que habría esperado otra cosa de ti como mujer, no como ser humano, sino como mujer, ya entiendes a qué me refiero.

»Sé que te arrepientes de haberte acostado con él, pero eso no basta, no puedes destrozarle la vida a alguien y luego simplemente arrepentirte. Tal vez has pensado que te odio, que por eso te hago la vida imposible en el tribunal. Estás equivocada. No te odio. Es algo mucho más profundo. Quiero que todo te vaya mal. Deseo con todas mis fuerzas que cada cosa que hagas, sea lo que sea, en cualquier ámbito de tu vida, se vuelva contra ti y te provoque dolor, sufrimiento, ruina. Quiero que te sientas como yo me he sentido y devolverte ese padecimiento multiplicado por mil. Ya sé las muchas cosas terribles por las que has pasado. Fíjate lo que te digo: no es suficiente. Aún tendrás que bajar al infierno otro millón de veces, tú y cualquier otra persona que esté a tu alrededor, para que se aplaque siquiera un poco el sentimiento de rabia que bulle en mi interior. Eso es lo que te quería decir.

Me mantuve firme a duras penas. No había visto nunca de cerca tanto rencor y tal ansia de venganza, si es que podía llamarse así. El deseo de pedirle perdón se transformó en miedo, pero no solo de Resano, sino sobre todo miedo de mí misma. Si yo era capaz de haber provocado eso en alguien, en otra mujer como ella decía, quizá debían encerrarme en un agujero profundo, donde no volviera a relacionarme con nadie. Noté que la respiración, una vez más, me subía a la garganta.

—En cuanto al caso que nos ocupa —continuó—, no tengo mucho que decir. Trato a diario con maltratadores a los que intento hacerles la vida lo más complicada posible, y si tengo la mínima oportunidad, meterlos entre rejas. A veces, como has comprobado, no resulta fácil, es difícil obtener pruebas concluyentes, e incluso es difícil que las propias víctimas declaren con rotundidad contra sus agresores. Son tipos despreciables, lo peor de esta sociedad, y cada vez que consigo mandar a uno a la cárcel, duermo un poco más tranquila. Sin embargo, en el caso de tu amiga Concha, te lo digo con franqueza ahora que estamos a solas, no me voy a emplear a fondo contra él. Y no solo porque ella no cuente con mi simpatía, es una engreída digna de tu amistad, ni porque esas niñas se merezcan un padre, aunque sea un miserable como ese, sino única y exclusivamente por lo que te he dicho antes. Porque sé que, si Felipe se sale con la suya, si ese cabrón sale indemne de todo este proceso a pesar de lo que ha hecho, te dolerá. Y mucho. Y cualquier cosa que pueda hacerte daño me satisface.

—No lo voy a consentir —respondí.

—Ya, puedes pedir mi recusación, estaré encantada de que lo hagas, sobre todo ahora que has sido acusada por falsificación y por atentado contra la salud pública y no sé cuántas otras cosas, según me han dicho. Espero que el Colegio de Abogados actúe, me consta que hay más de una deseando que lo haga. Como te digo, no tienes pruebas contra mí para pedir la recusación, no tienes más que tu palabra, y me temo que no vale mucho, pero por supuesto puedes intentarlo, me encantará ver cómo te estrellas con eso también.

—¿Estarías dispuesta a permitir que un tipo que ha pegado a su mujer se salga con la suya? ¿Única y exclusivamente por hacerme daño a mí?

—Sé lo que ha hecho ese cerdo, aunque no haya pruebas. Sé que ha golpeado a su esposa. Y que lo ha hecho más de una vez. Todos los que estamos en este tribunal lo sabemos. Pero por supuesto que voy a permitir, e incluso a ayudar con todas mis fuerzas, a que se salga con la suya. Voy a tergiversar y manipular lo que sea necesario para que pierdas el caso. No lo has entendido todavía. Voy a por ti. Esto no ha hecho más que empezar.

Por desgracia, no había grabado aquella conversación. Resano tenía razón: si pedía su recusación, el asunto se podría volver contra mí, y de paso, contra Concha. Tendría que actuar con prudencia, tendría que encontrar pruebas irrefutables de los malos tratos y tendría que poner a la Fiscalía de mi parte como fuera. Tal y como había dicho la juez, todos sabían que Felipe era un maltratador y todos estaban deseando condenarle, lo único que tenía que conseguir era ponérselo fácil.

La ira de Resano, por llamarla de algún modo, era desproporcionada. De acuerdo. Yo me había ido con su marido a la cama; en realidad, como es habitual en mí, había ido más allá y me había enamorado, y la verdad creo recordar que él también, habíamos mantenido una aventura intensa (como lo son siempre las historias furtivas) durante unos meses y nos habíamos creído que el mundo se detendría a causa de nuestro amor. Durante el tiempo que duró, yo me había cruzado en un par de casos con María Dolores en el tribunal, sabía que eso era un agravante que lo empeoraba todo, mirarla de frente por la mañana como si tal cosa delante de un montón de personas mientras me acostaba con su esposo durante la noche. Una y otra vez. Pero aun así, su reacción nueve años y medio después era desmedida.

Y sobre todo, no iba a tolerar que Concha y las niñas pagaran por mis errores. De ningún modo.

Nos mantuvimos la mirada durante unos segundos. Hasta que se escucharon ruidos afuera, se abrió la puerta y asomó la melena rubia de Iturbe.

—Buenos días —dijo el fiscal—, ¿interrumpo algo?

—Nada importante —dijo Resano—, sin embargo me sorprende que entre usted sin llamar, no solo es una costumbre saludable, sino una norma elemental de educación que sin duda le enseñaron a usted de niño.

—Perdón —dijo él—, es que la oficial del pasillo me ha dicho que la señora Tramel estaba dentro, y por eso…

—Y por eso decidió usted que era el día de saltarse las reglas —le cortó Resano bruscamente. A continuación me miró a mí y dijo—: La letrada ha venido a informarnos de que han organizado una reunión entre las partes para llegar a un acuerdo y solucionar todo este embrollo fuera de los tribunales, ¿verdad, señora Tramel?

Había abandonado el tuteo. La juez también regresó a sus carpetas, al trasiego de papeles.

—Es una estupenda noticia —dijo Iturbe—, ¿hay posibilidades reales de cerrar un acuerdo?

—Me temo que es muy pronto para decirlo todavía —respondí—. Realmente solo he venido para que tanto la magistrada como el fiscal supieran que vamos a iniciar contactos, creo que es mi responsabilidad comunicar cualquier paso en ese sentido.

—Se lo agradezco —musitó él—. Si puedo ayudar en algo, no tiene más que decírmelo, sabe que la Fiscalía está a su disposición para lo que sea necesario.

Aquel despacho estaba cargado de tanta tensión que hasta un necio como Iturbe se daba cuenta.

—¿Algún otro asunto sobre la mesa que deba conocer? —preguntó mirándome con un gesto de extrañeza.

—Nada más, letrados —sentenció Resano despachándonos con cajas destempladas—. Por favor, cierren la puerta con cuidado al salir.

El fiscal me dejó pasar con su habitual y anticuada caballerosidad. Una vez fuera, nos alejamos por el pasillo hasta detenernos frente a los ascensores. Iturbe miró a un lado y otro, asegurándose de que nadie nos oía.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —preguntó.

Dudé acerca de la respuesta más conveniente. Tal vez llegaría un momento en el que tendría que hablar sobre ello con el fiscal, pero aún estaba algo aturdida, sería mejor digerir y ordenar todo, ya veríamos más adelante.

—Hemos tenido un intercambio de pareceres sobre el caso —respondí—. Ya sabes que no lo vemos exactamente igual. Nada importante.

—Si tú lo dices.

Las puertas del ascensor se abrieron y nos mezclamos con otros abogados y funcionarios que también bajaban.

—¿Te apetece un café? —me propuso Iturbe.

Se ve que no se daba por vencido, quería saber más, quería que le contara por qué teníamos las dos esa expresión cuando había entrado en el despacho y por qué Resano casi le abre un expediente por entrar sin llamar.

—Lo siento, tengo prisa —respondí—, otro día.

Y salí del edificio. Llegué hasta mi viejo Mazda, ese día lo había dejado enfrente de los juzgados, y entré en él rumbo a la siguiente cita. Según el GPS, tardaría dieciséis minutos hasta la plaza de Manuel Becerra, a esas horas no había apenas tráfico. No quería pensar, ni tomar decisiones, necesitaba deglutir las palabras de la juez y alejar las náuseas, simplemente hice caso a las indicaciones del navegador, que me llevó por el lateral de la M-30, salida 6B de la calle Alcalá. Durante el trayecto conduje como una autómata, expulsando los pensamientos que me llegaban en tromba, agarrada al volante como si fuera uno de esos flotadores que te lanzan al mar cuando hay un naufragio, no podía soltarlo por riesgo de morir ahogada. Puse en marcha el limpiaparabrisas, algunas gotas estaban cayendo sobre el cristal delantero, el ruido y el movimiento me hipnotizaron un instante, me quedé con la mirada fija en las dos escobillas arriba y abajo, arrastrando el agua, suficiente para que el pitido de un autobús me sobresaltara. Giré hacia la izquierda, estaba invadiendo su carril sin darme cuenta, y le pedí disculpas con la mano, lo cual evidentemente no pareció satisfacer al conductor, que parecía maldecir desde el interior de la cabina. Al fin crucé la calle Alcalá y aparqué detrás de la plaza, en zona verde. No esperaba que la reunión durase demasiado, con el límite de dos horas que establecía el Ayuntamiento en esas áreas tenía más que suficiente. Pagué con el teléfono móvil y caminé hasta Manuel Becerra, justo delante del burguer, que era donde había quedado con Concha y con Sofía para acudir juntas a la reunión.

Respiré hondo, tenía que librarme de esa sensación desagradable, desoladora, que se había instalado en mi cuerpo tras el encuentro con Resano.

Fuera cual fuera la propuesta de Felipe, había acordado con mi amiga que nos limitaríamos a escuchar, sin poner el grito en el cielo y sin aceptarlo, por supuesto. Y después lo analizaríamos a solas tranquilamente. Para mi sorpresa, Concha no había puesto ninguna objeción a su presencia. Pensé que la mera idea de compartir habitación fuera del juzgado con el hombre que la había agredido le parecería inaceptable, pero dijo algo así como que, llegados a este punto, no había nada que perder. Tenía mucha razón en que las cosas no estaban saliendo como habíamos previsto, y eso que Concha no había escuchado a Resano unos minutos antes; si hubiera estado en el despacho con nosotras y hubiera oído sus palabras, puede que la hubiera agredido, la veía perfectamente capaz. Pero a pesar de las dificultades, a pesar de la juez, a pesar de la declaración de Jimena y a pesar de que tendríamos que conseguir evidencias irrebatibles de las agresiones, teníamos a nuestro favor la agresión pública de Felipe y estaba todo por decidirse. No podíamos agarrarnos a cualquier acuerdo que nos ofrecieran, ni mucho menos. Si querían un trato ahora es que reconocían que seguían en una posición de clara desventaja. Eran ellos quienes habían sacado la bandera blanca. Lo único que no me gustaba era que fuera Palmira quien tomara la iniciativa; en los viejos y buenos tiempos, siempre era yo quien hacía tambalearse a la parte contraria proponiendo tratos inesperados. Estaba claro que iban a intentar aprovecharse con una propuesta que habían preparado a conciencia y que nosotros ignorábamos completamente. Por eso era fundamental que nos limitásemos a escuchar, sin precipitarnos en ninguna dirección.

Algunas gotas cayeron sobre mi rostro limpio. Pensé que tal vez el agua de la lluvia podía ayudar a cicatrizar las heridas, y no hablo solo de las lesiones en la cara. Me gustó la sensación, miré al frente, hacia el tráfico y los viandantes en la plaza. La vida continuaba. Un coche se detuvo a pocos metros de distancia. Un Volvo negro metalizado que conocía muy bien.

Moncada, en otra de sus entradas triunfales, asomó la cabeza por la ventanilla.

—Sube, te estás mojando —dijo.

—No podemos hablar tú y yo —respondí—. Te han retirado del caso.

El teniente me observó valorando la situación. Tenía el rostro demudado, algo estaba ocurriendo. Como si le costara pronunciar cada una de aquellas palabras, abrió la boca y dijo:

—En este preciso instante, Helena Kowalczyk está sentada con Emiliano Santonja a punto de firmar un acuerdo para retirar la querella.

Me quedé paralizada. La lluvia pareció arreciar.

—Sube —insistió Moncada.

Avancé hacia el coche con una mezcla de pánico y de incredulidad. Abrí la puerta y subí, intentando digerir lo que acababa de escuchar.

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