Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 55

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Observé al teniente, suplicando con la mirada que le hubiera entendido mal o que él no se hubiera expresado correctamente, implorando que todo fuera un error semántico o fonético o de cualquier otra clase, y que si no lo era, si había oído correctamente, un rayo cayera sobre la ciudad y nos fulminara a todos de una vez para siempre, era lo único que me daría algo de consuelo.

—Están en las oficinas de Gran Castilla ahora mismo —dijo Moncada consciente de que era el mensajero indeseado de una noticia que me rompería por dentro, pero decidido al mismo tiempo a llegar hasta el final, como si fuese el único quizá que se atreviera a contarme la verdad—. Ramiro ha acompañado a Helena y van a firmar un trato para retirar la querella a cambio de la condonación de la deuda, ella está de acuerdo.

—¿Ramiro? —pregunté sintiendo un vacío en el pecho.

Él asintió.

—La chica está asustada, él le ha aconsejado que acaben con todo de una vez. Después del registro de ayer y de todo lo sucedido en el juzgado, está muerta de miedo. No es para menos.

—¿Qué pinta Ramiro en todo esto?

—Ya te lo puedes imaginar. Trabaja para Santonja. Su único objetivo desde el principio era que Helena firmara ese acuerdo sin que tú te enterases.

No me extrañó, quiero decir que no me pareció algo descabellado. Podía ver perfectamente a Ramiro mintiendo y arrastrándose como una serpiente. Pero, para mi sorpresa, me dolió. Las cosas que antes, esa misma mañana sin ir más lejos, me provocaban ira, en ese momento sin embargo me causaban desconsuelo. Sería la edad, o la medicación, o la falta de ella.

—Es ilegal —musité.

—¿A qué te refieres?

—Al mero hecho de ofrecerle un acuerdo a espaldas de su abogada. Si ella lo firma, será papel mojado. Es completamente ilegal.

—He oído que los de Barver estaban preparando al mismo tiempo unos documentos para que ella solicite su asistencia legal.

—¿Y tú cómo sabes tantas cosas? —pregunté.

—Es mi trabajo.

Las gotas impactaban sobre el cristal del coche, lo que parecía una llovizna primaveral se estaba convirtiendo en una tormenta en toda regla.

—Vamos —dije.

—¿Adónde?

—Acompáñame a las oficinas de Gran Castilla. Llévame allí.

—Me voy a meter en un lío —dudó Moncada.

—No debiste venir a contármelo. En realidad, no tendrías que haberte acercado a mí, como bien has dicho soy una gran especialista en meterme en líos, y en arrastrar a la gente que tengo cerca.

El teniente dudó un segundo, sus ojos parecían decir una cosa, sus manos otra; si no me acompañaba lo entendería perfectamente. A continuación hizo una mueca y puso en marcha el coche.

Mientras cruzábamos la ciudad, marqué el número de Concha, pero saltó el buzón de voz. A continuación marqué el de Sofía. Después de cuatro tonos escuché su voz.

—¿Hola? Perdona, ya estoy llegando a la plaza…

—¿Estás con Concha?

—Todavía no.

—Escucha, por favor. No puedo ir a la reunión.

—¿Qué? Concha se lo va a tomar muy mal…

—Lo sé, pero ha surgido algo urgente, no puedo explicártelo ahora. Solo tenéis que presentaros allí, escuchar lo que digan y salir de la reunión. Nada más.

—Pero Palmira ha concertado la cita contigo.

—No puedo ir, Sofía. Tienes que tranquilizar a Concha, que ella sienta que está todo en orden. Y no tienes que negociar ni discutir nada con ellos, nada de nada de nada, solo ver, oír y callar.

—Lo que tú digas.

—No va a ocurrir, pero si la cosa se pone tensa con Felipe, llama inmediatamente a la Policía. ¿Me has oído?

—Sí.

Sofía parecía superada por la situación, no me extrañaba.

—No va a haber ningún problema, lo más importante es que le expliques a Concha que todo está bien —traté de infundirle ánimos.

—¿Qué le digo?

—Dile que luego hablaré con ella y me ocuparé de todo. Confío en ti.

Colgué y silencié el móvil. El Volvo siguió por la calle Alcalá hasta Recoletos, las oficinas de Gran Castilla estaban en la parte alta del paseo de la Castellana, no tardaríamos demasiado.

—¿Quién está en la reunión? —pregunté.

—No lo sé, creo que Santonja en persona, pero no estoy seguro.

—Espero que Helena no haya firmado cuando lleguemos.

—¿No acabas de decir que es ilegal?

—No voy a entablar una batalla legal contra ella, sería absurdo, no tiene sentido pelear con la persona a la que quiero ayudar.

La situación era la siguiente: tendría que entrar en las oficinas y armar un buen revuelo, poner el grito en el cielo, acusarlos de un montón de cosas delante de Helena y luego intentar convencerla por las bravas de que nos fuéramos de allí y hablásemos de todo tranquilamente a solas. Estaba muy enfadada con mi aparentemente frágil cuñada en esos momentos. Aun así, tuve la certeza de que no me había comunicado lo suficiente con ella: había dado por sentado que mis hechos y mi voluntad bastaban y que no necesitaba contarle demasiadas cosas. Era como si hubiera dicho: yo me encargo, confía en mí a ciegas y no hagas muchas preguntas. Me había pasado otras veces a lo largo de mi vida, no me parecía necesario dar explicaciones a alguien cuando sabía que yo estaba haciendo lo correcto. Supongo que me echaba sobre los hombros a las personas, y a cambio les exigía una incondicionalidad irracional, y ni siquiera verbalizada. Helena era muy joven, tenía un niño pequeño, se sentía sola, y lo que necesitaba por encima de cualquier otra cosa era alguien que le prestara atención. Por eso le había resultado relativamente sencillo a Ramiro ganarse su confianza.

—No hacía más que repetirme que había cambiado —murmuré.

—¿Quién?

—Ramiro Sare. Me juró que era otra persona. Aunque me dije a mí misma que no era verdad, imagino que al final le creí en parte.

—No te tortures. Se está muriendo, es normal que le dieras un poco de cancha.

—Suponiendo que sea cierto lo de su enfermedad.

—Me dijiste que Eme lo investigó.

Me encogí de hombros, lo de menos era que me hubiera engañado con su «carcinoma hepatocelular». Si tras lo que pasó era capaz de regresar años después y jugármela de esta manera sucia, rastrera, vil, también era muy capaz de inventarse un cáncer de hígado. Lo que me atormentaba es que yo me lo hubiera tragado, que lo hubiera dejado entrar en mi casa, que le hubiera permitido husmear y acercarse a Helena y Martín. Pude verlos a los tres saliendo de mi propia casa en cuanto yo me había marchado, tal vez ya lo habían planeado el día anterior. Por el amor de Dios, solo se conocían de unas pocas horas, en qué estaba pensando Helena para dejarse arrastrar de esa manera.

La luz del móvil parpadeó y apareció el nombre de Concha.

—Es ahí —dijo Moncada señalando el lateral de la Castellana, una zona de edificios altos de oficinas.

Decidí no contestar el teléfono, ya habría tiempo después. El Volvo cambió de carril y aparcó en batería en medio de una zona de carga y descarga metiendo el morro sobre el bordillo. Los dos salimos a un tiempo del coche, el aire frío y la lluvia me golpearon, tuve que protegerme con la mano izquierda para ver lo que tenía delante.

—Eh, oiga, ahí no se puede dejar el coche —saltó un guardia de seguridad algo rollizo, que se resguardaba del agua bajo el techado de lona de un restaurante.

Moncada le mostró su placa sin darle mayor importancia.

—Guardia Civil —dijo—. Vigile el automóvil, lo quiero aquí cuando baje.

—Eh, sí, claro —dudó el hombre.

Seguí al teniente bajo la lluvia a buen paso hasta la entrada al edificio acristalado del que nos separaban unos veinte metros. Me había dejado el bastón en el automóvil, la rodilla me dolía cada vez que apoyaba la pierna, pero por supuesto no me detuve. Cruzamos el vestíbulo y nos plantamos delante de unos tornos de seguridad.

Con la autoridad de quien ha hecho algo así miles de veces, levantó la placa con la mano, no se la había guardado aún, y se dirigió a un chico muy joven con traje y corbata que llevaba una identificación enganchada a la solapa de la chaqueta, sentado delante de un ordenador.

—Guardia Civil. Abra esto. Ya.

El chico obedeció de inmediato, asustado. Presionó una pantalla táctil sobre la mesa, y una luz verde se encendió en todos los tornos.

—¿Sucede algo? —preguntó mientras atravesábamos las barreras—. ¿A qué planta van? ¿Puedo ayudarles?

Sin responder, entramos en el ascensor, del que salían tres jóvenes ejecutivos, que nos miraron extrañados, no sé si por mi aspecto (coja y con marcas en el rostro) o por los gritos del chico. El teniente pulsó el botón del piso nueve, las puertas se cerraron y comenzamos a subir en silencio. Estaba claro que no nos iban a recibir con los brazos abiertos y que, aunque llegásemos a tiempo, no sería fácil convencer a Helena y sacarla de allí, lo más probable es que estuviese muerta de miedo y que ya no confiase en mí. Si había accedido a firmar un acuerdo con los tipos que ella misma decía odiar era porque realmente estaba desesperada y no veía más alternativas. Podía entenderla perfectamente. Levanté la cabeza, Moncada me miraba fijamente, estaba algo mojado por la lluvia, igual que yo, me pareció que tenía más canas que de costumbre en su barba, me entraron ganas de agarrarme a él, de pedirle que me sostuviera, ahora y siempre si era posible; acostumbrada a sostener yo a los demás, el deseo de que alguien me sujetara a mí me pareció muy legítimo.

Me sobresaltó el ruido metálico de las puertas al abrirse de golpe. Salimos con decisión y enfilamos un amplio vestíbulo en cuya pared había una inscripción en grandes letras doradas: «Gran Castilla». Y un poco más abajo: «Desde 1978 a su servicio». No eran muy originales, ni tenían especial buen gusto. Desde una recepción que también debía ser de los años setenta a juzgar por su decoración, una chica nos preguntó:

—Buenos días, ¿puedo ayudarles en algo?

—No se preocupe, conocemos el camino —respondió Moncada.

—Pero, señor, ¿tiene usted cita? ¿Perdón…?

Dos tipos vestidos con sendos uniformes negros doblaron la esquina y salieron a nuestro encuentro, se ve que los habían avisado desde abajo.

—Lo siento, señores, no pueden ustedes pasar —dijo uno de ellos.

Moncada tiró de placa una vez más.

—Guardia Civil. Por favor, apártense.

Los dos hombres de negro no parecieron impresionados. Llevaban un gran cinturón del que pendía una pistola reglamentaria y también una porra. Uno de ellos, con un bigote abundante y que parecía llevar la voz cantante, dijo:

—¿Tiene usted cita concertada o bien una orden de registro? En caso contrario, le ruego que se retire, esto es propiedad privada y sabe perfectamente que no puede entrar en estas instalaciones sin una autorización.

El teniente pareció valorar la coyuntura, no le pillaba de nuevas.

—Verá, la situación es la siguiente —dijo—, si tengo la sospecha fundada de que se está cometiendo un delito, no necesito ninguna orden para entrar. Así que esto es lo que va a ocurrir: vamos a entrar en la sala de reuniones exactamente dentro de veinte segundos. Por las buenas. O por las malas.

Se miraron entre sí y no se inmutaron. Moncada echó a andar de nuevo y pasó entre ambos, chocando con sus hombros. Entonces se apartaron ligeramente.

—Vamos, Ana.

Seguí al teniente. Según pasaba entre aquellos dos matones, pude ver de reojo que la recepcionista llamaba por teléfono. Doblamos por un pasillo flanqueado por mamparas de cristal, a través de las cuales se asomaban algunos empleados con curiosidad, todo el mundo parecía tener noticia de nuestra llegada. Los dos tipos de negro nos seguían a una prudente distancia.

Al fin llegamos frente a una puerta de madera noble de doble hoja.

—A partir de este punto, depende de ti —dijo Moncada.

Y abrió la puerta de un empujón.

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