Ana

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Epílogo. 30 de noviembre » 90

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Soy de Letras, desde bien pequeña lo he sabido. Aun así, o precisamente por ello, tengo una propensión, una inclinación irracional, me atrevería a decir, por las cifras, las estadísticas, las encuestas, los porcentajes, las operaciones matemáticas, las cuentas, creo que tiene algo que ver con la aparente infalibilidad científica de los números.

—Su agua con gas —dijo el camarero sonriendo cortés.

Levanté la vista de la servilleta de papel en la que estaba garabateando unos números y lo miré. Era un chico de veintitantos, con el pelo cortado al uno, sombra de barba de dos días, una cadena de plata y pinta de haber dormido poco. El uniforme granate de la cafetería le iba un poco ajustado.

—No llevo efectivo para la propina —dije de improviso, aunque ni siquiera había pedido la cuenta todavía—. Pero podemos hacer lo siguiente. Antes de que me vaya, si lo estimas oportuno, puedes apuntarme tu número de teléfono. De esa forma, yo podría llamarte y quedar para darte la propina que te mereces. No hace falta que tomes una decisión ahora mismo, aún voy a estar aquí un rato.

El chico se agachó, muy cerca de mí, yo diría que a unos pocos centímetros de mi rostro, me cogió el bolígrafo y apuntó nueve cifras en la servilleta que tenía delante. Tenía unas manos grandes, trabajadas, acorde con las expectativas que me había creado desde el primer instante en que lo vi.

—Escríbeme un mensaje —dijo—, no suelo contestar las llamadas.

—Te aseguro que lo haré —respondí.

Se alejó hacia la barra moviéndose como pez en el agua entre las mesas llenas de jubilados y señoras del barrio tomando el aperitivo. La cafetería Roma era uno de esos establecimientos de los años setenta que aún seguían en pie, nada de vasos de papel, ni mezclas de cafés aromatizados ni mucho menos leche de soja. Allí continuaban sirviendo pincho de tortilla, café con leche de toda la vida y unas buenas raciones de churros. Conste que si había elegido aquel local era por su ubicación, no porque fuera una entusiasta ni una nostálgica.

Miré el número en la servilleta, 699852702; me pregunté si aquel sería realmente su teléfono, tampoco había ningún motivo para dudarlo, el chico había sido casi tan directo como yo y no me había dado tiempo a hacerme una composición de lugar.

Solo entonces me di cuenta de la casualidad. Llevaba toda la mañana dándole vueltas a otro número cuyas tres últimas cifras eran exactamente las mismas, de un significado muy distinto, eso sí. Lo anoté de memoria justo debajo del teléfono, 2233702. Eché un vistazo somero a los dos guarismos, ambos escritos a mano, de una extensión muy similar. Nadie me lo iba a pedir, pero me pregunté qué pasaría si tuviera que elegir entre uno y otro, con cuál de esos dos números me quedaría. Por supuesto, era una pregunta retórica, aquel camarero prometía mucho, pero no tanto.

El segundo número era exactamente la cantidad que me correspondía del acuerdo con Santonja, después de haber descontado costes fijos y variables, la deuda de Ale, la enorme parte principal de Helena, los porcentajes de Sofía y de Friman (al que tanto la cantidad recibida como su celeridad le habían sorprendido muy gratamente), un cuantioso bonus a Eme y la parte proporcional de Concha, como socia del despacho. Dos millones doscientos treinta y tres mil setecientos dos euros. Una suma desorbitada que podía abrumar a cualquiera, incluyéndome a mí.

Miré a través de la enorme cristalera de la cafetería, que daba a una concurrida calle del centro por la que deambulaban docenas de personas. Era una mañana cualquiera de finales de noviembre, el otoño en todo su esplendor, las hojas de los árboles en el suelo, el asfalto mojado de la lluvia que había caído a primera hora, los coches amontonándose, lo habitual para esa época del año. Habían pasado casi tres meses desde el sobreseimiento del caso, desde la detención de Santonja, desde la cena con Brandariz, desde que había abierto aquel sobre. El tiempo transcurría lentamente, daba la sensación de que los días avanzaban a trompicones.

Helena y Martín se habían ido a Poznan a ver a su familia. Algo me decía que se iban a quedar allí un largo tiempo, bien pensado era lo más razonable para todos. En esa ciudad mi cuñada tendría el apoyo de sus padres, se reencontraría tal vez con sus raíces, y si no perdía la cabeza, podrían vivir cómodamente los dos toda su vida. Dentro de un tiempo, puede que me animara a visitarlos, no todo el mundo puede presumir de tener un sobrino polaco.

Concha y las niñas habían tenido noticias de Felipe, que como era previsible había vuelto a hacer acto de presencia al olor del dinero. Por lo visto, se había apuntado voluntariamente en un programa psicológico de reinserción y había prometido en un emotivo encuentro con su esposa y sus hijas que era otra persona, que había cambiado, que nunca jamás volvería a comportarse con violencia. Voy a introducir a continuación un pequeño axioma con el que sé que mucha gente no estará de acuerdo, y que sin embargo en mi opinión Concha y muchas otras deberíamos tatuarnos en los párpados. Es muy simple y viene a decir aproximadamente así: «Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad…, excepto los hijos de puta maltratadores». Hasta ahora mi amiga había resistido los cantos de sirena de su ex, pero si más adelante daba síntomas de flaqueza y se planteaba cualquier posibilidad con Felipe, estaba dispuesta a intervenir directamente. De hecho, se había convertido en una de mis escasas motivaciones, estar alerta ante cualquier posible recaída de Concha.

En cuanto a Sofía, se había echado un novio bastante decente, guapo, dicharachero y optimista empedernido a pesar de que hasta ahora la suerte no le había sonreído demasiado. Era uno de tantos que se fogueaba en el turno de oficio a cambio de un puñado de euros. Efectivamente, el chico tenía el pequeño defecto de haber estudiado Derecho y ejercer de abogado. Al parecer, planeaban en un futuro no muy lejano abrir un modesto bufete, aunque ella le había dejado claro que, si ponía el dinero, él sería su empleado hasta que pudiera ganarse un porcentaje de la sociedad con su trabajo. Me gustaba Sofía; a pesar de su insultante juventud, le iría bien.

Miré la hora en mi teléfono y volví a levantar la vista hacia el bulevar que se divisaba a través de la cristalera. El ir y venir de la gente me pareció que iba en aumento. Por alguna razón me pregunté de pronto qué serían capaces de hacer la mayor parte de esos hombres y mujeres que caminaban delante de mí a cambio de dos millones de euros, y la verdad, me vinieron algunas ideas poco alentadoras a la cabeza.

—Perdona el retraso —dijo una voz femenina que conocía muy bien—, es el tráfico, nunca terminas de acostumbrarte a esta ciudad.

Se sentó frente a mí. María Dolores Resano tenía el mismo aspecto mortecino de siempre. Su evidente energía contrastaba con esa permanente expresión de amargura.

—Me ha sorprendido mucho tu llamada —respondí.

La juez me había telefoneado el día anterior solicitándome una reunión informal y yo la había citado allí.

—Te agradezco que hayas accedido a verme antes de testificar. Reconozco que estoy un poco alterada, ese Iturbe va en serio, quiere mi cabeza para demostrar a sus superiores de lo que es capaz.

Resano iba directa al grano, parece que quería compensar su tardanza.

—No pinta bien —dije—. Siento que te veas envuelta en algo así, es muy desagradable que tu propia gente vaya a por ti.

—Sí, bueno, nadie conoce a nadie y todo eso —dijo con una alta dosis de cinismo—. Por razones obvias, me ha costado mucho llamarte, le he dado muchas vueltas antes de hacerlo, no soy una mujer que tome decisiones impulsivas.

—En eso no nos parecemos demasiado.

Me observó evaluando mis palabras, como si necesitara estar segura de su verdadero significado.

—Tengo que hacerte una petición un tanto particular —continuó, pasándolas por alto—. No te voy a hablar acerca de tu testimonio la próxima semana ante el juez de instrucción. Soy la principal imputada y no puedo ni debo hacerlo. Como bien sabes, me acusan de prevaricación, de manipular pruebas y testigos para conseguir la condena de unos cuantos maltratadores. Muy triste todo. Y cuando digo «todo» me refiero en especial a esos tipos que se creen con derecho a usar la violencia contra sus mujeres y que en muchas ocasiones cuentan con el silencio de ellas, por miedo, por vergüenza o por otras mil razones que ahora no vienen a cuento, y por desgracia se aprovechan también de la impotencia del sistema.

Parecía estar disculpando veladamente lo que había hecho, no negándolo. Si aquella mujer era sincera al hablar con esa ira de los maltratadores (juraría que lo era), y si había arriesgado su carrera para encerrar a unos cuantos desgraciados, la herida que yo le había provocado en el pasado debía ser terrible para decirme las cosas que me había dicho en su despacho la última vez que nos vimos. Tuve ganas de pedirle disculpas de nuevo por mi comportamiento con su marido, pero era algo que estaba completamente fuera de lugar en esos instantes.

—¿Qué puedo hacer por ti? —pregunté abiertamente.

Se removió en el sillón de cuero, incómoda.

—Suponiendo que no testifiques en mi contra —respondió—, cosa que ignoro, me gustaría pedirte que considerases ayudarme en este caso.

—¿A qué te refieres? —pregunté desconcertada.

Resopló, juntó las dos manos y me miró directamente.

—Quiero que seas mi abogada.

Tardé unos segundos en reaccionar. Parecía estar hablando en serio. Por algún motivo, se ve que todo el mundo quería contratarme últimamente. Había elucubrado varias teorías acerca de ese encuentro con Resano. Pensé que quizá me pediría que no revelara el contenido de nuestra conversación privada para no perjudicarla. Si lo hubiera hecho, y a pesar de mi compromiso con el fiscal, estaba dispuesta a valorar todas las opciones. Pero aquello me había pillado con el paso cambiado.

—Que yo sepa, ya tienes un abogado —repliqué tratando de asimilar su propuesta—. Uno muy bueno, además.

—Ha sido un error. Este tema debe llevarlo una mujer.

Arqueé las cejas expresivamente. La oferta de Resano iba en serio.

—Me halaga que hayas pensado en mí —contesté—. Lo digo de verdad. Que alguien como tú me considere para defender el caso más importante de su vida me da mucho que pensar. Pero, lamentablemente, lo he dejado. Ya no ejerzo. Es oficial.

—Bobadas —espetó a las claras—. Me han hablado de tu glorioso alegato al jurado en la Audiencia Provincial, todo eso de que colgabas la toga para siempre. Las dos sabemos perfectamente que es imposible. Llevas esto en la sangre, es lo único que sabes hacer, y tarde o temprano vas a volver. Solo te pido que lo hagas por una causa que merezca la pena.

Así dicho, parecía tener sentido. Me vi defendiendo a aquella mujer. Era un caso atípico en el que se daban dos de las circunstancias que más podían motivarme. Por un lado, la razón (no la ley) estaba de nuestra parte. Y por otro, a priori lo tenía todo en contra.

—Aunque me lo planteara —aseguré—, y no digo que lo vaya a hacer, tengo otro dilema moral. En cierto sentido, tengo una deuda con Óscar Iturbe. Le di mi palabra de ayudarle cuando me lo pidiera. Y aunque no creo que se merezca mi lealtad, al menos quiero reservarme el derecho a pensarlo detenidamente.

Me miró y entendió de qué se trataba.

—¿Le has contado lo que hablamos en mi despacho? —preguntó.

—No ha hecho falta —respondí—. Sabe que algo pasó. Y quiere que se lo largue al juez.

—Ya veo —asintió—. En ese caso, no voy a decir nada más.

Resano observó a su alrededor, valorando la situación. Reconozco que me atraía la posibilidad de encargarme de su defensa, era una de esas paradojas inesperadas que no se presentan muchas veces en la vida.

—Adolfo y yo nos hemos separado —soltó sin previo aviso—. Después de todo lo que hemos pasado, el muy cabrón ha aprovechado que estoy en la cuerda floja para irse, supongo que no querrá que le salpique el escándalo, estima demasiado su carrera judicial. Eso y que, según he podido saber, anda enredado con una fiscal prometedora que acaban de nombrar, evidentemente una mujer mucho más joven que tú y que yo.

No sé cuándo había dejado de ser la amante furtiva y destrozamatrimonios, y de forma un tanto misteriosa me encontraba ahora en el bando de Resano, en el sentido más amplio del término. Aunque no era algo que hubiera solicitado y hasta cierto punto me sorprendía, me pareció natural, y al margen de lo que mi ego pudiera resentirse a cuenta de la edad, estaba mucho más cómoda en esta nueva tesitura.

En cuanto a la actitud de Adolfo, volvió a asombrarme que una vez, no hace tanto tiempo, me hubiera sentido atraída por aquel hombre. Estaba claro qué clase de persona era alguien que actuaba de ese modo.

—Lo siento —musité a media voz; incluso para pedirle disculpas me seguía sintiendo culpable—. No sé qué decir.

Ella le quitó importancia con una mueca.

—Tarde o temprano tenía que ocurrir —zanjó, y alargó la mano hacia la botella Perrier que permanecía medio llena en la mesa, delante de mí—. ¿Te importa?

—Por favor —dije—, ¿quieres que te pida un vaso?

—No hace falta.

Le dio un trago directamente a la botella, algo que a priori no le pegaba lo más mínimo a la magistrada que yo conocía. Tal vez ella también estaba cambiando. A continuación volvió a mirarme.

—Resuelve esos dilemas morales —me animó— y valora la posibilidad real de llevar mi defensa. No te arrepentirás.

—Estoy segura —respondí—. No soy mucho de arrepentirme, ni siquiera de las cosas en las que claramente me he equivocado, no sirve de nada. Y además reconozco que me atrae conocer de cerca a la mujer que ha sido capaz de saltarse todas las normas para meter en prisión a una docena de malnacidos. No te prometo nada, pero lo voy a pensar.

—Es suficiente por ahora —concedió—. Más adelante volveré a insistir.

Vi que en la barra se producía un cambio de turno, quizá por eso no se habían acercado a tomar nota a Resano. Me fijé en el camarero de la servilleta, estaba entrando en la cocina junto a otros dos compañeros. Eso me recordó algo. Si me descuidaba, se me pasaría la hora. Saqué un billete de cinco euros y lo dejé sobre la mesa, sería más que suficiente.

—Si no quieres nada más —dije—, tengo que resolver un asunto aquí al lado.

—Claro, estaremos en contacto —respondió ella consultando su teléfono—. Me quedaré un rato haciendo un par de llamadas, si no te molesta.

—Estás en tu casa.

Doblé la servilleta y la guardé en el bolsillo del pantalón. A continuación me puse en pie.

—Espero que todo vaya bien —dije con franqueza.

—Yo también lo espero. Buen día, Tramel.

—Lo mismo digo —respondí entre dientes.

Sin más salí de la cafetería.

Hacía más frío del que esperaba, me subí el cuello de la cazadora. Caminé por el bulevar con decisión, no quería llegar tarde. Además, después de la visita que me disponía a realizar en ese momento, tenía otra cita más importante si cabe.

Atravesé la zona peatonal con abundantes comercios y restaurantes, muy concurrida a esas horas. Me dirigí hacia un edificio de oficinas que hacía esquina a solo dos manzanas. Según avanzaba, pude distinguir a un pequeño grupo de hombres, media docena de guardias jurados con uniforme marrón oscuro saliendo por la puerta de servicio del inmueble. Se detuvieron a echar un cigarro a pocos metros de la fachada. Lo reconocí de inmediato entre sus compañeros. Me detuve junto a un árbol observándolo. Era él sin duda, solo que ahora tenía un aspecto menos altivo, por decirlo de algún modo. El jurado número uno, el exmilitar, intercambiaba comentarios triviales con el resto de colegas. Trabajaba para una empresa de seguridad privada y aquella era su hora de descanso, que según mi información aprovechaba invariablemente para echar un cigarro y después almorzar en el comedor para empleados del propio edificio. No me había costado demasiado encontrarlo. Miré a mi alrededor y me dispuse a cruzar los metros que nos separaban. Sin embargo, algo me detuvo. Alguien a quien conocía muy bien se acercaba hacia mí por medio del bulevar, caminando tranquilamente, como si fuera lo más normal del mundo que nos encontrásemos allí. Mi viejo investigador privado.

Él también echó un vistazo hacia el grupo de guardias que fumaban distraídos. Después se acercó a mí sin darle mayor importancia. Me saludó con un gesto de cabeza. Dejó que la situación hablara por sí misma, estaba claro qué hacíamos allí.

Al cabo de unos segundos, Eme volvió a mirar al jurado número uno. Mientras lo observaba, se metió las manos en los bolsillos y me dijo:

—¿Le vas a hacer la pregunta?

—Para eso he venido —respondí.

—Debo recordarte que es ilegal —me advirtió—. Por otro lado, puede que te mande al diablo, no estaba de tu parte, y además le estropeaste el fin de fiesta dejándole a medias. Además, me duele que le hayas investigado sin recurrir a mí, eso significa que a lo mejor ya no me necesitas.

—Eso solo significa que quería hacerlo por mi cuenta sin involucrarte —rebatí—, precisamente porque es ilegal. En cuanto a que no me responda, me extrañaría, estará deseando sacárselo de encima, escupírmelo a la cara. Además ya sabes que puedo llegar a ser muy persuasiva.

—No estarás pensando en pagarle para que te diga cuál iba a ser el veredicto —exclamó—. Antes no te hubieras permitido estas veleidades, se ve que te sobra el dinero.

—No pienso soltarle ni un euro, me refiero a mi testarudez innata, ya me conoces. Con respecto al dinero, no creo que tengas ninguna queja.

—De hecho, sí que la tengo —dijo sin perder de vista al jurado número uno, ambos seguíamos mirándolo mientras hablábamos.

—No me digas, ayer mismo te ingresé una cantidad nada desdeñable.

—Precisamente —murmuró—. Tú y yo estábamos en paz, no tenías que ingresarme nada, por mucho que las cosas hayan salido bien. Te voy a decir por qué. Si me regalas esa cantidad indecente de dinero, estaré en deuda contigo y eso no me gusta. No le debo nada a nadie, así vivo mucho más tranquilo.

—No es un regalo, es una compensación justa por el trabajo. Lo mismo exactamente que ha recibido Sofía. Lo hablé con Concha y ambas estábamos de acuerdo.

Negó con la cabeza.

—Mira, Ana, los dos sabemos que ese dinero que ahora tienes se esfumará. Eres un desastre. Lo invertirás en algún negocio ruinoso, o lo que es más probable, directamente lo emplearás en colaborar con cualquier causa perdida que te encuentres por el camino. No es asunto mío, pero ambos sabemos que más pronto que tarde estarás otra vez pelada. Te meterás de nuevo en líos. Y por supuesto volverás a recurrir a mí. Entonces, si estoy en deuda contigo, me veré obligado a sacrificar todo y tenderte la mano, aunque no me convenga. No quiero vivir con esa certidumbre. Si algún día trabajo otra vez para ti, quiero que sea decisión mía, no una obligación.

—Me has convencido —afirmé—. Es muy sencillo de solucionar. Devuélveme la pasta.

Nos quedamos en silencio unos instantes. El jurado número uno apuraba su cigarro, me dio la impresión de que estaba a punto de regresar al interior del edificio.

—Se me ocurre otra forma de arreglarlo —dijo Eme.

—Soy toda oídos.

—Es algo menos drástico. Digamos que te convenzo ahora de que demos media vuelta y nos alejemos de aquí. Digamos también que de esta forma evito que cometas un acto ilegal y que a todas luces no te va a satisfacer, puesto que, te diga lo que te diga ese hombre, una parte de ti va a quedar contrariada. Si hubieras ganado, porque podrías haber conseguido una sentencia pública que sentara un precedente histórico contra el casino. Si hubieras perdido, porque tu vanidad no es a prueba de bombas y sabemos que vas a sufrir y a sentirte incomprendida. Y si, como yo vaticino, el tipo te manda a paseo y no te contesta, porque habrás infringido la ley en vano. Digamos por último, y esto es lo más importante, que, agradecida por haberte evitado un traspié que claramente estabas a punto de cometer, tú expresas en voz alta que no te debo nada, que no estoy en deuda contigo. De esa forma, estaríamos en paz y yo podría quedarme el dinero con la conciencia tranquila. Al fin y al cabo, bien pensado, quién soy yo para poner en duda la decisión que habéis tomado vosotras después de meditarlo profundamente.

El jurado número uno tiró la colilla al suelo y la pisó. Otro de sus compañeros señaló la puerta por la que habían salido. Estaban a punto de regresar dentro.

—¿Vamos? —preguntó Eme señalando en dirección contraria.

Me encogí de hombros. Supongo que mi investigador tenía razón, después de todo, aquello no iba a servir de nada.

—Una pregunta antes de dar media vuelta —dije—. Esto de seguirme, ¿lo haces a menudo? ¿O lo de hoy es una excepción?

—Solo muy de vez en cuando —respondió—, sobre todo cuando me ingresas por sorpresa cantidades ingentes de dinero, y también cuando te dispones a cometer actos delictivos.

Ahora sí, dimos la espalda al edificio de oficinas y sin volver la vista atrás nos fuimos caminando bulevar abajo.

Definitivamente, el otoño no era mi estación favorita del año. Todas esas hojas amarilleando que acababan en un cubo de basura, los abrigos desempolvados, la sensación de estar en mitad de ninguna parte. Sentí el aire frío en el rostro y supe que muy probablemente regresaría otro día a aquel edificio para tener una pequeña charla con el guardia de seguridad; una vez que lo tenía localizado, nada me lo impediría. Aunque Eme tenía razón con respecto a lo que había mencionado acerca de la más que posible frustración que podía producirme el resultado de esa conversación, creo que terminaría pesando más mi ego y la dichosa curiosidad. Mientras no se demostrara lo contrario, era mi último caso en los tribunales. Tenía derecho a saber a favor de quién habría fallado el jurado. A estas alturas ya no me sorprendía la facilidad con la que podía convencerme a mí misma de hacer una cosa y acto seguido justo la contraria. De mis variadas, y a menudo incomprendidas especialidades, era sin duda la que más apreciaba.

—¿Sabes qué día es hoy? —pregunté.

—Miércoles 30 de noviembre —respondió.

—Así es. Pero no cualquier miércoles 30 de noviembre —puntualicé.

—¿De qué estás hablando?

En ese preciso instante tomé la decisión de compartir con mi investigador aquello en lo que había estado metida durante los últimos tres meses.

—Te invito esta tarde a un espectáculo digno de ser visto —dije.

—¿Es peligroso?

—Nunca he hecho nada en mi vida que haya merecido la pena que no haya entrañado algún peligro.

—Me apunto.

—Por supuesto que te apuntas. Yo conduzco, es a las afueras.

—¿A qué hora se supone que empieza el show?

Miré mi reloj, como si no supiera perfectamente la hora a la que estaba previsto que diera comienzo todo.

—En un par de horas.

—No tengo ni la más remota idea de lo que estamos hablando, y eso es algo que no me tranquiliza precisamente, solo espero que no sea una de esas cosas tuyas en la que terminas involucrando y arrastrando a todos los que tienes a tu alrededor.

Seguimos adelante, atravesando la plaza en dirección al aparcamiento. Noté una punzada en el pecho. Tal vez Eme tenía razón, pero más allá de lo que supusiera para nosotros, lo que estaba a punto de ocurrir significaba la culminación definitiva de un camino muy largo para muchas otras personas. Ojalá que nada ni nadie lo detuviera.

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