Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 63

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En ocasiones ocurre. De improviso. Alguien dice una cosa inesperada y absolutamente todo cambia. Mi viejo siempre me repetía: «Piensa mucho y habla poco, Anita». Después me hice abogada y, claro, tuvo que tragarse sus palabras. Durante mi infancia y mi adolescencia yo no era consciente de la cantidad de consejos que salían por su boca a todas horas, como si tratara de suplir su ausencia con frases contundentes que nos sirvieran de salvoconducto.

Aproximadamente media docena de palabras podían desencadenar una cascada de acontecimientos nuevos e inimaginables. El 21 de octubre del año anterior, mi hermano había aparecido de la nada y desde el otro lado de una línea telefónica me había dicho: «No te llamaría si no fuera grave», y a partir de ese momento mi vida había dado un giro tan grande que, si aquel día lo hubiera sabido, lo más probable es que hubiera salido corriendo en dirección contraria y me habría escondido en algún agujero remoto donde nadie, ni siquiera una expedición de rastreadores con sabuesos adiestrados, me encontraría. Sin embargo, continué hablando con él hasta acabar arrastrada a la espiral en la que me encontraba metida y de la que no sabía muy bien cómo saldría.

Emiliano Santonja, el gran Gengis Kan, uno de los seres más desagradables con los que me había topado en mi vida, había dicho que no era él quien hablaba en las grabaciones telefónicas sobre las que se sustentaba todo el caso, y lo había dicho con tal contundencia y claridad que, para bien o para mal, iba a cambiar el rumbo del juicio. Todavía no me había recuperado cuando siguió hablando con una repentina autoridad, ampliando su respuesta sin que nadie se lo hubiera pedido.

—En el interrogatorio de la instrucción —dijo Santonja abundando en su idea, encantado de desmontar todo cuanto habíamos construido a lo largo de meses—, mostré serias dudas acerca de que esa voz fuera la mía. Ahora, y después de haber escuchado las grabaciones detenidamente en múltiples ocasiones, acompañado de personas muy cercanas de mi entorno que me conocen muy bien, que están familiarizadas con mi voz incluso mejor que yo, que me han aconsejado de buena voluntad, estoy en condiciones de afirmar con toda rotundidad que no soy yo. Es innegable el parecido en la voz, pero quien habla en esas grabaciones no soy yo.

—Señoría, esto es inaceptable —dije dirigiéndome al juez—. Hay pruebas periciales independientes y contrastadas que demuestran la autenticidad de estas grabaciones, el acusado no puede hacer una afirmación semejante faltando a la verdad de forma flagrante en la sala y contradiciendo lo que él mismo expuso en la instrucción. Los abogados de la defensa saben muy bien que, si iban a cambiar este testimonio, tendrían que haberlo hecho en su momento e informar oportunamente a las partes. No puedo tolerar esta burda maniobra, alego indefensión y solicito que la prueba de las grabaciones atribuidas al acusado sea considerada válida a todos los efectos. Quiero señalar además al jurado que obran en su poder los informes de los técnicos expertos, que vendrán a declarar en persona, donde queda certificado que estas conversaciones telefónicas son reales, auténticas, no manipuladas ni editadas, y que por esa razón han sido admitidas como pruebas.

—Con la venia, señoría, no se ha producido ningún cambio en el testimonio de mi cliente, ni hay aquí indefensión alguna —aseguró Barver—. ¿Puedo intervenir brevemente para arrojar luz sobre este asunto?

—Letrado, sabe perfectamente que no puede saltarse el orden de actuación a su gusto —dijo Barrios mirándolo—, ya tendrá su turno para realizar alegaciones de las pruebas documentales de los autos. Una infracción procesal de esta clase podría incluso dar lugar a juicio nulo. No obstante, y teniendo en cuenta las circunstancias especiales que acompañan la presentación de estas periciales en la vista oral, y que de acuerdo con las partes hemos permitido la exposición de tales pruebas, le pido, le exijo que aclare qué está ocurriendo aquí en relación con el supuesto cambio de testimonio del acusado. Sea muy específico, no se salga ni una coma de lo que nos concierne en este instante. Su línea de defensa en estos momentos pende de un hilo muy fino, se lo advierto.

Antes de que Jordi Barver diera su explicación, el oficial abrió la puerta con discreción para que entrara alguien en la sala. Al tratarse de una audiencia pública, podía entrar quien lo deseara, siempre que no contraviniera ninguna disposición establecida y que no interrumpiera el desarrollo del juicio. He visto en numerosas ocasiones a abogados, jueces, estudiantes de Derecho, periodistas y curiosos en general entrar y salir en las salas, es una práctica habitual y no hay una reglamentación concreta sobre cuándo pueden hacerlo, más allá de lo que el juez disponga. A este respecto, Barrios era más bien laxo y no parecía importarle que alguien entrara en mitad de una declaración; al revés, me atrevería a decir que disfrutaba más cuanta más gente hubiera en la sala, no por un afán exhibicionista, sino porque era una especie de termómetro acerca del interés que el caso despertaba fuera de esos muros. En mi opinión, cualquiera que no estuviera obligado ese martes de agosto a estar dentro de esa caldera y lo hiciera por su propia voluntad era un héroe, o bien tenía un punto masoquista.

Dos periodistas con aire despistado accedieron a la sala, y tras ellos también entró Sofía, que fue a sentarse en la última fila. Me hizo un gesto con la mano, como indicándome que había alguien fuera. No sabía a quién se refería, pero decidí quitármelo de la cabeza, tenía problemas mucho más urgentes en esos instantes.

—Muchas gracias, señoría —continuó Barver—. Lo que acaba de afirmar la acusación particular no es cierto. No se ha producido ninguna alteración en lo declarado por mi defendido. Lo único que certifican los informes periciales es que las conversaciones telefónicas referidas son grabaciones admisibles desde el punto de vista técnico, sin manipular o cortar su contenido, nada más. Pero los expertos en fonética e identificación vocal no han hallado una «huella» que identifique con toda seguridad que quien habla en esas grabaciones sea el señor Emiliano Santonja. Y no lo han hecho por una razón muy sencilla: porque tal cosa no es posible. Es más, la máxima autoridad en nuestro país en la materia, el laboratorio de fonética del CSIC, afirma en su memoria anual de enero, que consta como prueba adjunta 233/18/G, que, y leo textualmente: «Llegamos a la conclusión inequívoca de que no se pueden identificar hablantes, únicamente comparar voces, y esto no puede constituir en ningún caso una prueba condenatoria definitiva, teniendo en cuenta los numerosos casos fallidos en los últimos años. La llamada “huella vocal” no es infalible, y no puede dársele la misma validez pericial que al ADN o que a la huella digital». En resumen, que el señor Santonja no solo está en su perfecto derecho a negar que es él quien habla en esos audios, cosa que nunca corroboró en la instrucción, sino que no hay ni un solo técnico o experto en el mundo entero que pueda probar lo contrario. En ningún momento de las grabaciones se identifica al acusado con su nombre y apellidos, solamente se menciona un vago «Emiliano», y como todo el mundo puede entender, un parecido en la voz y una similitud en el nombre de pila no son suficientes para condenar a nadie.

Desde luego, había sido muy específico en su aclaración. Todos en la sala habíamos entendido su razonamiento. No solo la número ocho estaba asintiendo, como diciendo «Lo sabía», sino que muchos otros miembros del jurado parecían expresar en su rostro su total acuerdo con Barver.

—Lamentablemente —prosiguió—, no poseemos la información acerca de quién es el sujeto que en las grabaciones queda identificado como Emiliano. Puede ser alguien que se haga pasar por el señor Santonja; es decir, puede tratarse de un montaje, pero no nos aventuramos a afirmar tal hipótesis ni mucho menos, señoría. Además, no nos corresponde a nosotros investigar quién está detrás de esa voz; al revés, como en el resto del juicio, es la acusación quien debe demostrar con pruebas inequívocas su tesis.

—Le hemos comprendido, letrado —le cortó Barrios—, no lo estropee con hipótesis sin fundamento. Señoras y señores del jurado, es importante que entiendan que durante la fase de la instrucción anterior a este juicio el acusado tuvo oportunidad de negar que era él quien hablaba en esas grabaciones y no lo hizo, aunque es cierto que tampoco lo confirmó. En cualquier caso, serán ustedes, una vez examinadas las pruebas, los informes y los distintos testimonios, quienes decidan si consideran que es el señor Santonja o no quien habla en las conversaciones telefónicas que hemos escuchado. Les pido por favor que si tienen alguna duda al respecto de cómo proceder, con este o con cualquier asunto, no duden en ponerlo en mi conocimiento; gustosamente resolveré cualquier pregunta. Ahora, letrada, puede proseguir con el interrogatorio.

Santonja parecía muy satisfecho, sentado en la silla a la vista de todos los presentes, incluidos los periodistas que acababan de entrar a ver si se producía algo sustancioso ese día en la vista oral. El acusado era un hombre muy diferente a Barver, no solo por su falta de estilo, sino porque se le veía un cierto complejo de clase que le seguía afectando. Quizá no se sentía comprendido y aceptado del todo, sabía que imponía miedo y respeto (no era casual que su apodo fuera Gengis Kan), pero, a pesar de poseer una de las compañías más lucrativas del país, no creo que despertara excesiva admiración y aceptación a su alrededor, empezando por empleados y socios. Tal vez iban por ahí los tiros. Parecía peleado con el mundo, como si no lo comprendieran, como si no fuéramos capaces de ver el gran hombre que era, el imperio que había levantado de la nada con sus manos, con su esfuerzo, con su (enorme) sudor. Y como ya había quedado claro en el interrogatorio de unos meses antes, le irritaba que alguien como yo me atreviera a ponerlo en duda. Estaba deseando aplastarme, dejar claro que yo no significaba nada, que era inaceptable esta querella, estas infamias y este interrogatorio. Reconozco que puedo llegar a ser muy irritante si me lo propongo, eso no lo niego, puede que fuera la única baza que me quedara en esos momentos, después del tanto que se acababan de marcar. Tenía que intentarlo. O abría la boca y decía algo, cualquier cosa, o corría el riesgo de perder para siempre y de forma irreversible la credibilidad de la prueba principal del caso. No podía callarme, eso sería tanto como otorgarle una victoria, como admitir que él estaba en posesión de la verdad.

—Señor Santonja —dije—, a lo largo de tantos años al frente del casino, habrá visto usted un sinfín de historias truculentas. En el caso de Alejandro Tramel, estamos hablando de una persona que emplea todo su dinero en el juego, que se arruina y que aun así continúa apostando, y que deja a su mujer y a su hijo sin la posibilidad de cubrir sus necesidades básicas. ¿Qué opinión le merece alguien que actúa de esta manera?

Barrios volvió a intervenir.

—Letrada, por favor, sabe muy bien que debe hacer preguntas sobre hechos y no sobre opiniones de los interrogados. Le recuerdo al acusado que es libre de no contestar si así lo desea.

Santonja se encogió de hombros, como si aquella pregunta fuera una molestia inoportuna que no le preocupaba lo más mínimo.

—No tengo ninguna objeción en responder, señoría —dijo, y me miró de reojo—. Alguien que se comporta de ese modo es un irresponsable.

—Tal y como consta en los hechos documentados durante la instrucción —continué—, Alejandro Tramel, después de arruinarse, siguió jugando y endeudándose más y más. ¿Considera usted que era un enfermo, alguien que necesitaba ayuda?

—Improcedente, señoría —intervino ahora Andermatt—. El señor Santonja no es psiquiatra ni médico para emitir un diagnóstico.

—Tiene usted razón —respondí—, eso ya lo han hecho los especialistas y han dictaminado que el señor Tramel padecía una enfermedad diagnosticada: ludopatía. Sin embargo, considero esencial conocer la opinión del acusado con respecto a la víctima, con el fin de establecer un posible móvil en los delitos.

—Responda el acusado solo si lo desea —concedió el juez.

—¿Podría repetir la pregunta, por favor? —Manifestó Santonja—. No la recuerdo.

—La pregunta es muy sencilla —dije—. ¿Considera usted que Alejandro Tramel, que se había arruinado completamente y que aun así continuaba jugando, era un enfermo, en el sentido clínico del término, y que por lo tanto necesitaba ayuda?

—Lo ignoro. Cada uno tiene que ser responsable y consecuente de sus propios actos, yo no juzgo a nadie.

—¿Sabía usted que el señor Alejandro Tramel había acudido a una asociación contra la ludopatía para tratar de desengancharse del juego?

—Ya he dicho que solo conocía vagamente al señor Tramel, no sabía nada de su vida personal.

—Sin embargo, en los ficheros oficiales de Gran Castilla consta que el señor Tramel acudió al casino de Robredo exactamente seiscientos cuarenta y cuatro días en los dos últimos años. Lo que equivale a una media de seis coma dos visitas semanales a su establecimiento. Aun así, ¿solo lo conocía vagamente?

—Lo he visto alguna vez por allí.

—¿Nunca habló con él acerca de su problema con el juego?

—No me consta que tuviera ningún problema con el juego.

—¿Tampoco habló con él sobre su asistencia a una terapia?

—No, que yo recuerde.

—De haber sabido que tenía un problema severo de ludopatía, tal y como afirma su esposa y como corroboran los especialistas que lo atendieron, ¿le habría recomendado acudir a una terapia?

—No lo sé.

—¿Alguna vez ha aconsejado a alguien que vaya al psicólogo para solucionar un problema?

—No lo recuerdo. No sé.

—¿Cree usted que alguien con un problema de ludopatía debe acudir a terapia? —continué presionándolo.

—Cada uno es muy libre de hacer lo que mejor le parezca.

—¿Usted mismo ha acudido alguna vez en su vida al psicólogo?

—Mire, no creo mucho en los comecocos. Si te descuidas, te pueden destrozar la vida.

Hice un alto. No podía creer lo que acababa de oír. Era aún mejor de lo que yo esperaba. Miré a Barrios inmediatamente.

—Señoría, solicito que la oficial lea en voz alta la última respuesta del señor Santonja para que toda la sala pueda escucharla atentamente, dada la enorme importancia que encierra —dije—. Y al mismo tiempo, pido su autorización para reproducir a continuación un fragmento de la grabación clasificada como prueba de cargo A/238.

—Proceda —concedió el juez—, espero que sepa lo que está haciendo.

Abrí el ordenador y busqué rápidamente el archivo de audio. No quería equivocarme, me coloqué un pequeño auricular para rastrear la frase exacta. Pasé en fast forward el archivo hasta llegar al sitio que estaba buscando con avidez.

La oficial del juzgado cogió la hoja que ella misma había taquigrafiado y, a instancias del juez, leyó textualmente la última respuesta del acusado:

«Mire, no creo mucho en los comecocos. Si te descuidas, te pueden destrozar la vida».

Inmediatamente le di al play. Y se escuchó el fragmento de la grabación correspondiente a la primera conversación entre Santonja (aunque él lo negara) y Ale:

Tienes que dejar esa mierda de los comecocos, te van a destrozar la vida.

Santonja clavó su mirada en mí con desprecio. Sin apartar la vista, rebobiné hasta el mismo punto y dejé que la frase sonara de nuevo:

Tienes que dejar esa mierda de los comecocos, te van a destrozar la vida.

Un murmullo recorrió la sala. Dos más dos eran cuatro, por mucho que se empeñara en negar la evidencia.

—Señor Santonja —dije inmediatamente—, ¿sigue manteniendo que estas palabras, casi idénticas a las que acaba de pronunciar hace unos segundos aquí mismo, dichas por una voz igual a la suya y por alguien llamado Emiliano, no las pronunció usted? A diferencia del resto de las personas que van a declarar en esta sala, no está usted bajo juramento, ya que es el principal acusado de este juicio; sin embargo, todos aquí esperamos que diga la verdad.

—Si no estoy bajo juramento es únicamente porque no se me ha solicitado tal cosa, no hubiera tenido ningún problema —respondió airado—; no hace falta que me lo recuerde, ni que me dé ninguna lección moral ni de ningún otro tipo. Por supuesto que voy a responder la verdad. Yo no soy el que mantuvo esas conversaciones telefónicas con Alejandro Tramel. Y si ahora he empleado alguna expresión similar habrá sido probablemente porque las he escuchado tantas veces que me han contaminado.

—No es simplemente «alguna expresión similar», es que por lo visto opina usted exactamente igual que el Emiliano de las grabaciones —continué—. Se llaman igual, hablan igual, opinan igual, tienen la misma voz y se expresan de la misma forma. ¿Sigue manteniendo que no es usted?

—Lo mantengo.

—¿No fue usted quien llamó a Alejandro Tramel para amenazarlo de muerte por resistirse a seguir jugando? —repetí.

—No —contestó secamente, molesto ante mi insistencia y también ante lo que él consideraba mi insolencia.

Se lo vi en los ojos. Me despreciaba tanto como había despreciado a mi hermano. En su opinión, no era él quien tendría que estar en el banquillo de los acusados. A pesar de la estrategia que había preparado con sus abogados, estaba deseando reconocer que sí era él quien había amenazado, gritado, coaccionado y maltratado a un tipo como Ale. Por una sola razón: porque se lo merecía.

—¿O es que se avergüenza de lo que dice en esas grabaciones? ¿Se trata de eso? ¿Por esa razón niega lo evidente? —lo desafié—. ¿Se avergüenza de amenazar y aprovecharse de un enfermo? ¿Se avergüenza de sí mismo en este preciso instante?

—Intolerable, señoría —saltó Barver—, hostilidad abierta y acoso. Mi cliente ya ha respondido a la pregunta.

—Letrada —dijo Barrios rápidamente—, le reitero que no admitiré ese tono en mi tribunal. Es la última vez que se lo advierto.

Al menos había conseguido volver a enfocar lo que todos sabíamos por puro sentido común: que aquel hombre de las grabaciones era Emiliano Santonja. Lo observé, era evidente que le molestaba en lo más profundo tener que rendir cuentas y más aún verse obligado a responderme a mí en particular, una muerta de hambre insolente, hermana de otro muerto de hambre, perdedores que no teníamos derecho ni siquiera a mirarlo a la cara. Si pudiera, también me borraría de un plumazo.

Decidí dar un paso más. Empujé el ordenador medio metro hacia la izquierda para hacerme sitio y sacar unos documentos de una carpeta. Levanté la mano, tratando de mostrar mi indignación, señalé al acusado y dije:

—Señor Santonja, ¿se arrepiente de haber amenazado de muerte a Alejandro Tramel?

—¡Señoría! —protestó Barver.

—¿Se arrepiente de haberse lucrado a costa de la enfermedad de un ser humano? —continué ignorando todas las advertencias.

—¡Protesto, señoría, inadmisible! —clamó Barver.

—Letrada, estoy a punto de retirarle el uso de la palabra —anunció el juez.

—¿Se arrepiente de haberse comportado con premeditación y alevosía? —proseguí a pesar de todo, cruzando una línea que no tenía vuelta atrás—. ¿Se arrepiente de haber empujado a la ruina y al suicidio a un hombre inocente? ¿Se avergüenza de sus actos? ¿Quiere pedir perdón a la sala? ¿Quiere pedirme perdón por lo que hizo con mi hermano? ¿Se arrepiente de haber abusado de un hombre enfermo? ¿Se arrepiente de beneficiarse a diario de la desgracia de docenas de personas…?

El viejo Gengis Kan se puso en pie colérico, harto de mi insolencia, y dio un sonoro golpe con la mano abierta sobre la mesa que tenía delante. Me señaló con el dedo índice, con las venas del cuello y de la sien inflamadas, con las gotas de sudor cayendo por la frente. Era la imagen misma de la ira.

Resopló con violencia. Y a continuación, sin que sus abogados ni nadie pudieran detenerlo, exclamó delante de todos:

—¡No me arrepiento de nada, hija de la gran puta, no tienes ni idea! ¡Te juro que, como no te calles, te vas a arrepentir!

Se hizo el silencio más absoluto.

—¿Me está amenazando, señor Santonja? —pregunté.

No respondió. No era necesario.

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