Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 69

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—Al contrario de lo que pudiera parecer, señoría, no soy orgullosa. Tengo muchos defectos, la cabezonería, tal vez la soberbia, el mal humor, soy engreída, petulante en algunas ocasiones, irritante, cínica, incluso puedo admitir que el ego me ha jugado muy malas pasadas, sin ir más lejos hace dos días durante el interrogatorio del principal imputado. Pero, como le digo, no me creo en posesión de la verdad y el orgullo no me impide admitir públicamente cuándo cometo un error. Le pido sinceramente disculpas. A usted y al resto de letrados. Les suplico que acepten mis excusas, son reales, genuinas. Le aseguro que no volverá a repetirse nada parecido y le agradezco que me permita dirigirme a usted. También le pido, señoría, que atienda mi demanda para recuperar el uso de la palabra en la sala en presencia del jurado y que, por lo tanto, pueda ocupar de nuevo mi asiento, le garantizo que he entendido con nitidez el mensaje.

Las gradas del pabellón Francisco Requena permanecían vacías, tan solo se veía a un operario de la limpieza pasar una mopa por el suelo bajo las cristaleras del fondo y a dos agentes de Policía custodiar la entrada principal (había otros dos en el exterior). Barrios había cumplido su amenaza, y ese jueves el juicio oral iba a desarrollarse en un polideportivo acondicionado para el evento. El jurado permanecía en uno de los vestuarios, a la espera de que la auxiliar judicial los avisara para entrar, siguiendo instrucciones del juez. La llamada de audiencia pública aún no se había producido. Solo estábamos allí los letrados y el juez Barrios, junto al personal del juzgado.

—Me gustaría creerle, letrada —dijo el magistrado—. Tengo confianza en el sistema judicial de nuestro país, aunque por supuesto a veces se produzcan fallos, ya sea en los aparatos de refrigeración o en otras estructuras más importantes. Antes de tomar una decisión, necesito preguntarle algo. Según las noticias que tengo, ayer aprovechó su ausencia de la sala para viajar hasta la isla de Tenerife e intentar una aproximación a una persona sobre la que tenía estrictamente prohibido hacerlo. No parece el mejor modo de mostrar su arrepentimiento. La cuestión que me ronda la cabeza, y sobre la que espero que sea totalmente sincera, es: su comportamiento fuera de lugar en mi sala el pasado martes ¿fue una triquiñuela para provocar un altercado y tener así oportunidad de hacer dicho viaje sin que su ausencia despertara sospechas?

—No voy a insultar su inteligencia, señoría —respondí tratando de eliminar todo rastro de ironía, apretando la mandíbula y mirando a Barrios directamente a los ojos—. La línea de investigación relacionada con Miguel Ortiz fue cercenada por las maniobras de la defensa, y sigo pensando que es un antecedente clarísimo de lo ocurrido entre Gran Castilla y Alejandro Tramel, de ahí mi interés en acercarme a la viuda, frustrado por esa orden de alejamiento y no comunicación que pesa sobre mí y que la Policía se ha encargado de ejecutar. Mi intención era enviar a uno de mis colaboradores para que intentara contactar con esa persona, pero viendo que ayer no iba a ser de ninguna utilidad en el juzgado, decidí entonces, y solo entonces, coger un avión e intentar yo misma la aproximación. Le aseguro, le garantizo que no hubo manipulación ni un comportamiento deliberadamente hostil por mi parte el pasado martes para que su señoría tuviera que acudir a la Policía. Perdí los nervios de manera injustificada, motivo por el cual le pido mis más sinceras y leales disculpas, como ya he dicho.

Apenas terminé de hablar, pensé que me alegraba de no estar bajo juramento, posiblemente hubiera dicho exactamente las mismas palabras de haberlo estado, pero me resultaba más aceptable de esta forma. Todos los que estábamos allí sabíamos que cada frase que se pronunciaba formaba parte de una estrategia, era algo no expresado en voz alta, pero con lo que se contaba de antemano. También pensé que el uso del adjetivo «leales» para ampliar la ampulosidad de mis excusas tal vez había sido un poco exagerado. Barrios anotó algo en una pequeña carpeta que tenía delante, no parecía muy convencido.

—Voy a darle un voto de confianza, letrada —dijo sin mirarme—. Voy a anteponer los intereses de su cliente para que obtenga la mejor representación posible. Ello a pesar de su conducta, sobre la que me voy a ahorrar calificativo alguno.

—Muchas gracias, señoría.

—Déselas al sistema judicial, el mismo que usted se empeña en estirar hasta el límite —zanjó el juez—. Siguiente punto del día.

La auxiliar dejó discretamente unas hojas grapadas en la mesa del magistrado, que les echó un vistazo. Barver y Andermatt se reclinaron hacia atrás para murmurar algo, y Pardo aprovechó para dedicarme una amplia sonrisa y un gesto de cabeza amistoso, que recibí sin mayor interés.

—Sí, veamos —continuó Barrios—. Después de solicitar exhorto al Juzgado Número 1 de Santo Domingo, en la República Dominicana, para la declaración de los testigos señores Freire, Hidalgo, Morenilla y Kowalczyk, se resuelve que los tres primeros declararán por escrito, según las preguntas que han hecho llegar a este tribunal todas las partes, y que Sebastián Kowalczyk lo hará por videoconferencia el próximo martes día 29 a las 11 a. m. hora local. Todo esto en atención a las demandas recibidas tanto de la Fiscalía, acusación particular y defensas, y en consideración a la diferencia horaria con respecto al lugar de residencia de todos los citados, así como a sus obligaciones personales y laborales, suficientemente acreditadas, a juicio de este magistrado. Recibirán copia todos ustedes a lo largo de la mañana, les pido que sean pacientes con los documentos. Debido al traslado del juicio oral a este recinto, el personal del juzgado está haciendo todo lo posible para que cada una de las diligencias y escritos oficiales sean lo más ágiles posible, algo que no resulta sencillo. Asimismo les conmino a que acaten de buen grado este procedimiento de declaración para los testigos mencionados, no vamos a perder más tiempo ni más dinero con dicho particular.

Aunque no era lo ideal, contaba con ello. Sofía y Concha cruzaron una expresiva mirada conmigo, estaban sentadas en uno de los largos bancos que habían colocado frente al juez imitando la disposición de la sala original. Todo estaba dispuesto a imagen y semejanza de la Audiencia Provincial: el juez sentado en el centro con una larga mesa delante (en este caso, la suma de varias mesas cortas), que compartía en los extremos con la letrada de Justicia y el oficial. Los cinco abogados a la izquierda, el jurado a su derecha y los bancos para el resto de participantes y la audiencia pública justo enfrente. La principal diferencia no solo era el enorme espacio que sobraba a nuestro alrededor, y por supuesto la temperatura mucho más agradable, sino algo que al menos a mí me llamó la atención: una canasta de baloncesto, plegada sobre la plancha de cristal que la sujetaba, la cual a su vez colgaba de una enorme estructura metálica con poleas y que se encontraba suspendida aproximadamente unos tres metros por encima de la cabeza del juez. El juicio iba a celebrarse en mitad (y debajo) de una cancha de juego, me pareció una hermosa paradoja. Esperaba que no se desplomase sobre nosotros.

—Tercer y último asunto antes de dar paso al jurado —anunció Barrios—. Se trata de un asunto importante sobre el que este juez no tiene nada que decir, según marca la ley. La Fiscalía ha presentado esta mañana a primera hora una modificación documentada sobre su escrito de acusación provisional, a la vista de los hechos testificados en el juicio oral.

Me volví con perplejidad hacia Adela Fernández, que permanecía impasible sentada justo a mi lado y que no me había comunicado nada, ni por deferencia ni por simple sentido común. Si iba a cambiar su petición de penas o la calificación de los delitos, debería haberlo discutido conmigo, puesto que compartíamos (supuestamente) el peso de la acusación. Pero se ve que no tenía ninguna intención de hacerlo. La ausencia de Ginés Iglesias parece que no era algo tan esporádico ni tan insustancial como él había anunciado en un principio, sino una retirada en toda regla, y significaba además un cambio en la posición de la Fiscalía sobre la querella.

—Hemos leído y estudiado la modificación, presentada con el correspondiente aval de la jerarquía del ministerio fiscal, con sumo detenimiento —continuó el juez—. Le ruego a la representante de la Fiscalía, antes de continuar, que informe a los presentes de esta rectificación. Según me ha confirmado la propia señora Fernández, por supuesto también recibirán todos ustedes a lo largo de la mañana la documentación por escrito.

Aquello no vaticinaba nada bueno, la desaparición de escena de Iglesias iba a traer consecuencias, como ya imaginaba.

—Muchas gracias, señoría —dijo Adela sin alterar ni lo más mínimo su gesto avinagrado—. En virtud a los artículos 732 y 733 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, así como de la reciente ampliación de dichos artículos, y después de haber estudiado con minuciosidad los cambios de testimonio sobre la prueba principal de la acusación en este proceso, así como la validez definitoria de los informes periciales, la Fiscalía ha optado por modificar las conclusiones expuestas en su momento y, por lo tanto, los escritos de calificación. En resumen, como podrán leer en la documentación oficial entregada al juzgado, por el delito de amenazas previsto y penado en el artículo 169 y siguientes del Código Penal, se exime de toda responsabilidad al señor Santonja a título personal, así como a la empresa Gran Castilla, retirando la petición de pena de cinco años de prisión, y se solicita por tanto la libertad sin cargos.

Tuve que reprimirme para no saltarle al cuello, no podía creer que su indolencia se hubiera transformado en cobardía o algo peor. Había pasado de la solicitud inicial de cinco años de cárcel a dispensarle de cualquier pena. En menos de dos días le había dado un giro de ciento ochenta grados a la postura de la Fiscalía, lo cual no solo significaba que a partir de ahora estaba sola, sino que me dejaba totalmente expuesta delante del jurado. Si ni siquiera la fiscal, a la que se le presupone que está para perseguir a los malos, consideraba que hubiera que castigarlos, ¿por qué razón debían hacerlo ellos?

Eso no fue lo más grave. Lo peor vino a continuación.

—Por los delitos de coacciones —continuó—, previstos y penados en el artículo 172 y siguientes del Código Penal, se exime de toda responsabilidad al señor Santonja y a la empresa Gran Castilla, y por tanto se retira la petición de pena de tres años de prisión.

A medida que Fernández iba leyendo sus propias notas, sentí que el suelo se tambaleaba, ni siquiera en mis peores pronósticos sobre aquella mujer supuse que ocurriría algo así.

—Por el delito de extorsión, previsto y penado en el artículo 243 y siguientes del Código Penal, se exime de toda responsabilidad al señor Santonja y a la empresa Gran Castilla, y por tanto se retira la petición de pena de tres años.

No era el primer ni el último fiscal que hacía algo parecido, ponerse de parte de la defensa para sorpresa de propios y extraños. Hay algunos casos muy conocidos que están en la mente de todos en los últimos años en España. Sin embargo, era la primera vez, que yo supiera, que esto ocurría con anterioridad a la presentación de toda la prueba, las estrictas normas procesales no lo permitían en nuestro país, y solo acogiéndose a un subterfugio de la recién aprobada modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el ministerio fiscal podía hacer algo semejante, con el gravísimo daño que eso suponía en mitad del juicio. En mi opinión, era un clarísimo caso de connivencia con el acusado.

—Por el delito de inducción al suicidio —continuó rudimentariamente, con esa parsimonia y monotonía que resultaba aún más insultante—, previsto y penado en el artículo 143.1 y siguientes del Código Penal, se exime de toda responsabilidad al señor Santonja y a la empresa Gran Castilla, y por tanto se retira la petición de pena de cinco años.

Era una puñalada trapera en toda regla. Una forma de emitir un veredicto por anticipado que podría condicionar y guiar al jurado en una cierta dirección. Se había acogido a los artículos 732 y 733 para cambiar de criterio en cuanto a la calificación, como si eso le abriese paso franco para modificar todo cuanto se había hecho. El juez no tenía nada que decir sobre este asunto, no era de su competencia. Habían pasado de una petición global de dieciséis años de prisión para Santonja a eximirle de todos los cargos. Y por si eso fuera poco, habían exonerado de cualquier culpa a la empresa.

Yo había presentado en mi calificación una solicitud global de veintiún años de prisión (además de la compensación económica en concepto de responsabilidad civil), desglosada en cada uno de los delitos, y esa diferencia con respecto a Iglesias esperaba que fuera el baremo que usara el tribunal para dilucidar las penas en el supuesto de que hubiera condena. Ahora el baremo había desaparecido de un plumazo.

Me retorcí en mi asiento, me mordí la lengua y fulminé a Adela con la mirada, algo que ni siquiera acusó. Parecía actuar con tal falta de intencionalidad que incluso un quiebro como el que acababa de cometer parecía algo ajeno a ella. Era una declaración encubierta de hostilidades. Estaba sola frente a algunos de los bufetes más importantes del mundo y ahora también frente a la fiscal.

En los siguientes minutos los nueve titulares y dos suplentes del jurado ocuparon sus asientos. Tenía pensado buscar el contacto visual con todos ellos apenas cruzaran la puerta, demostrarles que estaba de vuelta, que podían contar conmigo y que no pensaba volver a abandonarlos pasara lo que pasara. Estaba tan noqueada por la actitud de Adela, tratando de asimilar lo que acababa de ocurrir, buscando desesperadamente algo a lo que agarrarme, que olvidé mi propósito con los jurados hasta que ya estuvieron sentados en sus butacas. La primera en la que me fijé fue en la número ocho: la chica joven con el mechón rosa me observaba directamente, en el pabellón se encontraban algo más lejos de nosotros que en la sala del juzgado, pero aun así sus ojos me escrutaban con curiosidad. Ignoraba si Barrios los había aleccionado sobre mi ausencia, o si entre ellos la habían comentado, podía apostar que sí. Busqué refugio en la número cuatro, la señora que no me había decepcionado durante los dos primeros días. Pero no conseguí cruzar una mirada con ella, tenía la vista puesta en el polideportivo, miraba a su alrededor como si le maravillara que el juicio continuase allí, esperaba que la ausencia de contacto visual no significara nada malo.

Siguiendo el escrupuloso orden del día, los primeros en declarar, por este orden, fueron Gabriel Brandariz, Lorena Márquez y Saúl García, los tres miembros de Alma que conocían muy bien a Ale y en algún caso lo habían tratado. El pacto al que había llegado con ellos era que ofrecerían su testimonio en el juicio, pero en ningún momento traspasarían los límites que su propio código deontológico les impusiera según su propio criterio.

En resumen, los tres hicieron unas declaraciones similares, explicando en qué circunstancias habían conocido a Alejandro y determinando que en su opinión sufría un trastorno persistente y progresivo que lo llevaba a jugar de forma compulsiva e incontrolada, por encima de sus posibilidades, una adicción que coloquialmente se conocía como «ludopatía». Abundaron sobre los efectos nocivos de dicha enfermedad sobre cualquier persona que la sufriera y también hicieron un rápido diagnóstico general de los síntomas que presentaban los pacientes como Alejandro Tramel, tales como ansiedad, pérdida de control, puesta en riesgo de las relaciones personales y familiares, mentiras patológicas y un largo etcétera que les hice repetir a cada uno de ellos, con matices, para que no hubiera duda de lo que estábamos hablando y para que el jurado no tuviera dudas de que lo que padecía la víctima era una verdadera enfermedad.

Por último insistí en que Gabriel, como director de la asociación más importante de Madrid en la lucha contra esta lacra, nos pusiera al día sobre los escalofriantes datos de la escalada de personas enganchadas a la ludopatía que se había producido en los últimos años. El retrato sombrío de un Estado que no solo permitía, sino que fomentaba el juego (del que sacaba jugosos beneficios) y de compañías enormes que se lucraban legalmente a costa de la enfermedad de la gente fue esclarecedor, y no dejaba en muy buen lugar a Gran Castilla ni a Emiliano Santonja, el cual, por cierto, se hallaba sentado unos tres metros detrás de Barver, escuchando el relato como si no fuera con él.

Tanto Andermatt como el propio Barver intentaron desacreditar a los testigos con una curiosa estrategia, preguntarles cuestiones personales de Alejandro sobre su comportamiento adictivo, que ellos se negaron a responder por respeto al vínculo secreto con sus pacientes, cuyo derecho a la intimidad y al honor, aun después de muertos, estaba por encima de cualquier otra consideración. Lorena incluso explicó que si habían accedido a testificar acerca de la enfermedad que padecía, sin dar detalles, era única y exclusivamente porque después de haberlo estudiado consideraban que dicho diagnóstico era público y notorio, porque su viuda se lo había solicitado y porque estimaban que podía ser de alguna utilidad para arrojar luz sobre el caso.

Jordi Barver concluyó con los tres testigos de idéntica forma, con una pregunta simple, directa y demoledora:

—Que usted sepa, Emiliano Santonja o algún otro socio o empleado de la empresa Gran Castilla ¿amenazó, coaccionó, extorsionó o indujo al suicidio a Alejandro Tramel?

Ante lo cual, los tres no tuvieron más remedio que contestar lo mismo:

—No puedo responder a dicha pregunta, en virtud del secreto profesional que me vincula con el difunto Alejandro Tramel.

Bien pensado, no era necesariamente malo para nuestros intereses. Era cierto que la pretensión de Barver era dejar claro al jurado que nadie en el estrado podía afirmar ni mucho menos probar los delitos que se le imputaban a su cliente. Pero esa respuesta al mismo tiempo suponía que había algo que ellos no podían contar, y que por esa razón no contestaban con un simple «no». Confiaba en que, a pesar de sus coletas, de sus pulseras de cuero, de su aspecto desaliñado, los miembros más conservadores del jurado no prejuzgaran a los testigos y pudieran leer entre líneas lo que estaban diciendo (o no diciendo).

Para rematar, Andermatt les preguntó específicamente si habían oído de boca de Alejandro Tramel en alguna ocasión el nombre de Emiliano Santonja, obteniendo exactamente la misma respuesta:

—No puedo responder a dicha pregunta, en virtud del secreto profesional que me vincula con el difunto Alejandro Tramel.

Los testimonios de Gabriel, Lorena y Saúl no habían resultado decisivos, pero tal vez empujaban un poco la balanza hacia nuestro lado, aunque solo fuera porque, a diferencia de los especialistas que habían escuchado el día anterior, esas personas sí que conocían personalmente, y muy bien, a Alejandro Tramel. Eso fue todo lo que dio de sí su presencia.

Supuse que Barrios haría un alto para el almuerzo cuando terminaron las tres declaraciones, era la una y media del mediodía. Para mi sorpresa, sin embargo, hizo que entrara el siguiente testigo y nos pidió a los letrados que fuéramos al grano y que no dilatáramos innecesariamente el interrogatorio. Algunos jurados se revolvieron en sus asientos, estaba claro que hubieran preferido hacer un alto para comer. No era buena cosa que escucharan un testimonio importante con el estómago vacío y deseando salir de allí cuanto antes, pero la decisión no estaba en mi mano.

Andrés Admira entró con aire de suficiencia, miró hacia el techo del polideportivo y tomó asiento. Daba la impresión de que estaba encantado con su minuto de gloria. Parecía otro muy distinto al chico tímido, problemático e inseguro que había conocido en la terapia de grupo, o al que se había presentado de madrugada en el portal de mi casa.

—Buenas tardes, señor Admira —le dijo el juez—. ¿Jura o promete declarar la verdad sobre los hechos que le van a preguntar?

Él se encogió de hombros. Miró a un lado y otro. Se acercó al micrófono y carraspeó. Después al fin hizo uso de la palabra.

—Estuve aquí mismo, en este polideportivo, jugando un partido de baloncesto antes del verano, eso sí que se lo prometo —respondió sonriendo—. Sobre el resto que ha mencionado, ya veremos, depende de lo que me pregunten los abogados.

Se escucharon algunos murmullos y risas. El chico había comenzado su particular show.

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