Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 77

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Dobló con una mano los dos naipes por una esquina y los levantó ligeramente del tapete, observándolos con precaución, para que nadie más pudiera verlos, tapándose al mismo tiempo con la otra mano. Su rostro no delató la más mínima satisfacción o decepción, estaba concentrado en esas dos cartas. La luz halógena, la atmósfera cargada de humo, los comentarios al fondo, las miradas de los hombres sentados en la mesa y de algunos otros deambulando más allá no parecían influirle lo más mínimo.

—Tiene el rostro de color azul, fíjate bien —me susurró al oído Muveg, que estaba haciendo las labores de cajero en la partida de aquella noche, según me explicó—. No es un efecto de la luz, el viejo está vacío por dentro, le han hecho tantas operaciones que no tiene ni un órgano propio, de ahí el azul. Te lo juro.

La piel tenía un aspecto irreal, casi transparente. Gonzalo Arrate parecía un espectro recién salido de un pantano fantasmal y no un empresario con una de las mayores fortunas de España. Agarraba las cartas con codicia, como si alguien se las fuera a arrebatar. Según me dijo Eme, en aquella casa de La Finca se habían juntado esa noche algunas de las grandes fortunas del país. Al menos seis de aquellos hombres poseían compañías poderosas en sectores como la energía, el turismo, la banca o el entretenimiento. Sin embargo, viéndolos allí no daban esa impresión en absoluto, aquello parecía una fiesta de antiguos alumnos o más bien una reunión de veteranos de guerra. La media de edad debía estar por encima de los sesenta. Muy lejos del glamur y el lujo que podía esperarse de una partida de póquer en una mansión semejante, todos los presentes nos arremolinábamos dentro de una enorme cocina. Teníamos prohibido estrictamente salir a otras habitaciones de la casa, salvo para ir al aseo que había en una esquina o a la terraza que se abría tras una puerta corrediza de cristal.

Arrate repitió una y mil veces que su joven esposa lo mataría si se enteraba de que había vuelto a organizar otra timba en su ausencia; daba la impresión de tomarse muy en serio a su mujer, con una mezcla de temor y devoción. Habían organizado todo en una mesa ovalada de la gigantesca cocina (mi casa entera podría caber allí dentro), justo en el extremo contrario de la encimera y el horno. Había ocho hombres jugando, con un buen montón de fichas delante de ellos. Entre ellos, Friman, que era quien me había llevado, no sin antes advertirme de que no me fiara de las apariencias, por mucho que aquello pudiera asemejarse a una velada intrascendente de ricachones ociosos comiendo y bebiendo mientras mataban el tiempo con una inofensiva partida de cartas; la realidad era que probablemente varios de los presentes ganaran o perdieran esa noche decenas de miles de euros. Muveg estaba sentado en un taburete con una barra delante y un maletín cerrado en cuyo interior había fichas de distintos colores, sin ninguna numeración. Iba apuntando en una libreta cada vez que alguno de los participantes le pedía un puñado de fichas, solo tenían que levantar la mano y decir «cinco mil» o «diez mil» y el cajero se apresuraba a sacar del maletín la cantidad correspondiente, se la acercaba al solicitante y a continuación lo apuntaba en una hoja del cuaderno. Todo muy artesanal. Supongo que no querían dejar ningún rastro informático.

Al mismo tiempo, un tipo grande, barbudo, con un delantal, cocinaba; su cara me sonaba de algo, aunque no caí hasta que desde la mesa un tipo con un traje verde oscuro le llamó:

—Coño, Obregón, deja las putas albóndigas y vente a la mesa —exclamó Arrate.

Era el mismo que salía en la televisión pública cocinando recetas saludables para todos. El famoso cocinero murciano que tenía una cadena de restaurantes y hasta una revista con su nombre y su cara en la cabecera.

—No son albóndigas, que hay que explicarlo todo —protestó mientras removía una salsa en una enorme olla—. Esta carne no la habéis probado en vuestra vida. Luego bien a gusto que os las coméis, cabrones.

—Deja al niño con eso y siéntate a regar un poco —continuó el otro—, que sin ti esto está aburrido de cojones.

—Ahora, ahora —replicó Obregón, que parecía inmerso en una misión de vida o muerte entre aquellos fogones.

A su lado un chico muy joven lo ayudaba a cortar unas cebollas.

En medio de aquel panorama no había ni rastro de Ignacio Cimadevilla. Hice caso a Friman, me quedé apartada, detrás de Muveg, que paradójicamente se había convertido en mi único interlocutor aquella noche, con sus inseparables gafillas y su ligero acento del Este que iba y venía según le convenía, se podría decir que era más un tono que un verdadero acento.

No era fácil hacerse invisible en aquella cocina, era la única mujer, nadie me conocía y mis marcas en el rostro no contribuían precisamente a pasar desapercibida. Sin embargo, nadie me había preguntado nada, al llegar con el Argentino todos dieron por hecho que venía con él y no había más que hablar, supongo que cada cual echó su imaginación a volar. La partida había empezado a las once de la noche y por lo que me había explicado Friman no tenía hora de finalización, dependiendo de cómo fuera la cosa al menos duraría hasta el amanecer. Me contó que la esposa regresaba el lunes por la tarde y que, mientras a esa hora hubiera desaparecido todo rastro de lo que allí había ocurrido, no había un tiempo establecido. Al parecer, en más de una ocasión se habían pasado tres días allí encerrados jugando sin salir, aunque últimamente el anfitrión no era muy partidario de esos excesos, a no ser que perdiera mucho, y en ese caso obligaba a la mayoría a que siguieran jugando hasta que se recuperase. Si bien, lo que solía suceder en esas ocasiones era lo contrario: que multiplicaba exponencialmente sus pérdidas. Según me contó Friman, la Semana Santa pasada había perdido más de trescientos mil en una de estas partidas interminables de varios días. A pesar de sus cuantiosas pérdidas, el tipo calificaba aquellas citas entre viejos amigos sin más. De ahí la norma de que no pudieran participar profesionales, algo que siempre tenía sus excepciones, por supuesto.

Miré un gran reloj que imitaba un mapamundi colgado sobre la pared central de la cocina, era la una y veinte de la noche. Si se cumplían los pronósticos, la partida solo estaba calentando motores. Arrate empujó algunas fichas hacia el centro de la mesa. El tipo de su izquierda lo imitó, supongo que aquello tenía un significado que a mí se me escapaba. Friman esperó su turno y subió la apuesta, poniendo más fichas en la parte central del tapete.

—¿Exactamente a qué están jugando? —pregunté sin levantar la voz.

Muveg me miró extrañado.

—Texas Holdem no limit —respondió—. El Rolls Royce del póquer. El campeonato del mundo se juega en esta modalidad.

—No sabía que hubiera un campeonato del mundo.

—Se juega todos los años en Las Vegas en el mes de julio, el ganador se puede llevar hasta diez millones de dólares.

Lo observé para ver si me estaba tomando el pelo, la cifra que había mencionado era desproporcionada. Pero Muveg me respondió con una mirada de indiferencia, si no le creía era problema mío.

—Déjate de cháchara y dame ocho mil —soltó Friman desde la mesa con su voz grave, tirando con rabia sus dos cartas boca abajo; acababa de perder una jugada y no parecía haberle hecho mucha gracia—. Siempre igual, Gonzalo, tienes una flor en el culo.

Arrate recogía las fichas que había ganado y las colocaba en pequeños montoncitos por colores delante de él, disfrutando con cada gesto, solo le faltaba relamerse.

—El que no arriesga no mama —respondió encantado de haberse conocido—. Obregón, prepara ración extra para el Argentino, ya sabes que cuando pierde es capaz de comerse dos kilos de albóndigas el muy cabrón.

Se escucharon algunas risas sonoras, era llamativo escuchar hablar de esa forma a aquellos grandes empresarios en cuyas manos descansaban decisiones de cientos o miles de millones de euros cada año; no distaba mucho del comportamiento que podían tener una pandilla de adolescentes que celebraban una partida a escondidas aprovechando que sus padres se habían ido a pasar fuera el fin de semana. Era esperpéntico verlos en acción. Definitivamente, el nivel dialéctico de aquella reunión estaba por el subsuelo.

—Tanta suerte solo puede significar una cosa, Arrate, que tu mujer te está jodiendo a base de bien —soltó a grandes voces el cocinero, que seguía con las albóndigas.

Lejos de tomárselo a mal, el propio Arrate se rio.

—Deja que disfrute —dijo sarcástico—. Si voy a estar ganando toda la noche, por mí como si se lo monta con un regimiento, no soy celoso.

Hubo más risas estentóreas y más compadreo y más frases sexistas por doquier. Una vez superado el interés puramente antropológico, aquello me estaba revolviendo el estómago. Tuve que morderme la lengua para no intervenir y decirles un par de cosas a aquellos prebostes de la patria. Me puse en pie y me alejé hacia el extremo opuesto de la cocina.

—Voy a tomar un poco el aire —murmuré sin detenerme.

Abrí la puerta que comunicaba con la terraza y salí a respirar, prefería el calor insoportable que el ambiente cargado de allí dentro.

—Cierra al salir —soltó Obregón—, se va el aire acondicionado.

Una nube de humo me acompañó fuera de la cocina y se perdió por el cielo plomizo sobre mi cabeza. Me aseguré de que la puerta había quedado bien trancada. En el exterior había un rellano de unos treinta metros cuadrados, con un par de butacas y una mesa de mármol, y a continuación unas amplias escaleras que serpenteaban hacia la azotea. Subí los peldaños guiada por unas pequeñas luces que salían del interior de las plantas que acotaban la escalera. Después de ascender exactamente veintidós escalones, crucé bajo un arco de madera vieja con yedra a su alrededor que daba a una zona enorme, supongo que era la terraza principal de aquella mansión. No había ni un solo foco cenital, todo estaba iluminado por tenues luces indirectas que asomaban desde diversos rincones.

No era una simple terraza, era mucho más. Tenía un gigantesco techo corredizo que a esas horas permanecía abierto dejando a la intemperie a docenas de figuras escultóricas clásicas que imitaban cuerpos masculinos y femeninos a tamaño natural, de color grisáceo, en distintas posturas, mirando al cielo, con los brazos extendidos, en torsión, erguidos. Todas poseían una complexión atlética, podríamos decir, y un aspecto inacabado en los detalles, como las extremidades o las facciones de los rostros, como si hubieran sido esculpidas voluntariamente con tosquedad. No parecían guardar ningún orden particular ni relación directa entre ellas. Pasé la mano por alguna a medida que avanzaba, la piedra no estaba fría; aun así, el tacto firme, rugoso, resultaba muy agradable. Di por hecho que era una excentricidad, una especie de museo privado, con un peculiar sentido estético que no se correspondía con el mal gusto que emanaba el dueño de la casa. Seguí caminando entre la penumbra, cruzando aquel laberíntico bosque de figuras humanas de piedra.

—¿Qué ha sido del bastón?

Tras una de las esculturas apareció Moncada, no sé cómo había llegado allí, si me había seguido, si llevaba en aquella terraza un buen rato o si había entrado por otra parte. No me sorprendió verlo, más bien me invadió una sensación parecida a la tristeza que identifiqué a la altura del pecho. En otras circunstancias, en otra vida tal vez, aquel hombre podría haber sido una persona importante para mí, y no solo una imagen amenazadora.

—Te daba un aire distinguido —insistió—. Hace tiempo que no te veo con el bastón.

—Ya no lo necesito —respondí—, puedo valerme por mí misma.

—Me alegro.

Moncada se acercó despacio, iba vestido de paisano; suponiendo que hubiera venido a jugar, no sería muy apropiado llevar el uniforme.

—Siento lo del juicio —se disculpó—, tenía que contar que te vi salir de casa de la juez, iba en el coche con un compañero del cuartel y, si no lo hubiera hecho, me podría haber metido en un lío.

—Lo entiendo.

Cada cosa que pronunciábamos escondía una mentira diferente, nada significaba realmente lo que decíamos, nuestra relación se había convertido en un campo de minas en el que había que andarse con cuidado para no saltar por los aires. Bien pensado, quizá había sido así desde el primer momento, aunque yo no me había dado cuenta hasta más tarde.

—La partida ha empezado hace rato —le dije.

—Lo sé —contestó—, no he venido por eso. Con mi humilde sueldo de funcionario no puedo competir con esos ricachones.

Me vino a la cabeza la imagen del teniente sentado en la mesa del chalé con el Argentino y el resto; puede que esta fuera una partida más fuerte, pero aun así me extrañaba que no tuviera intención de echar unas manos.

—Cada uno sabe dónde está su límite —musité.

—Te echo de menos —soltó sin previo aviso.

Instintivamente retrocedí, apenas unos centímetros, lo suficiente como para que él lo percibiera. Mi cuerpo había respondido por mí.

—No me creo que hayas venido para decirme eso —respondí tratando de zafarme.

—Los dos sabemos que no —dijo—. Al igual que tú, estoy aquí por otra razón. Eso no significa que no siga sintiendo algo por ti.

Le aguanté la mirada unos instantes y estuve a punto de preguntarle abiertamente si había sido él. Si me había golpeado aquella noche en mi garaje. No quería certidumbres ni pruebas, quería oírselo decir, o mejor dicho, quería escuchar cómo lo negaba, cómo me aseguraba que todo era un error, que los demás, Friman, Eme, todos estaban equivocados. Quería que me agarrase por la cintura y me besara y todo lo demás diera absolutamente igual.

Mi instinto de supervivencia me mantuvo con la boca cerrada. No le pregunté nada acerca del incidente. Ni por supuesto me acerqué a él.

—¿Vamos a estar toda la noche aquí parados? —dije al fin levantando la vista.

—Claro que no —dijo—. Te están esperando.

Se dio la vuelta y caminó con cierta seguridad, como si hubiera estado allí en más ocasiones. Decidí seguirlo, no tenía nada que perder, no creo que hiciera nada extraño en casa de Arrate.

Subimos por otro pequeño tramo de escaleras y llegamos hasta una especie de cenador coronado por una bóveda de cristal. Sentado en un banco circular, hablando en voz baja por teléfono había un hombre vestido en tonos oscuros. Moncada se detuvo y me hizo un gesto para que me acercara. Sin pedir explicaciones, le hice caso. Avancé unos pasos sin prisa. El hombre seguía con el móvil pegado al oído, sin colgar me observó con unos ojos casi imperceptibles escondidos tras los pliegues de un rostro marcado por el peso del tiempo y tal vez, aunque esto no podía saberlo con seguridad, no era más que una impresión, del abatimiento.

No eran necesarias las presentaciones, ambos sabíamos perfectamente quiénes éramos.

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