Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 78

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Me senté frente al hombre y permanecimos en silencio unos segundos. Llevaba camisa negra de Etro, reloj de oro macizo y corte de pelo perfecto. Su cabello casi blanco y, sobre todo, la cara agrietada hacían imposible definir su edad. Digamos que debía rondar los cuarenta y pico mal llevados, muchos kilómetros a las espaldas. No estaba excesivamente entrado en kilos, pero al menos no era uno de esos tipos que parecían consumidos. Tras unos instantes, dijo algo ininteligible al auricular, cerró el móvil y colgó.

—Creía que iba a quedarse toda la noche ahí abajo —murmuró.

Hablaba con la voz muy pegada a su propio cuerpo, había que hacer un esfuerzo para escuchar lo que decía, de algún modo era el reverso vocal de Friman. Podría decirse que Ignacio Cimadevilla, más que hablar, susurraba.

—No sabía que estaba aquí —dije con toda normalidad.

—Gonzalo es un muy buen amigo —explicó—. Con todo el ruido que se ha armado en torno al juicio he preferido quedarme en su casa unos días.

—Le he estado buscando.

—Lo sé.

Miré a mi alrededor, Moncada había desaparecido. Allí sentados, bajo aquella bóveda a través de la cual podía verse el cielo estrellado, daba la sensación de que no había nadie más en el mundo, lo único que se escuchaba era el lejanísimo ruido de una autovía al fondo.

—Tenía que pensar tranquilamente y tomar algunas decisiones antes de hablar con usted —continuó—. Ahora estoy a su disposición. ¿Por dónde quiere que empecemos? ¿Qué quiere de mí?

No me esperaba aquello. Había imaginado que tendría que emplear todas mis dotes de persuasión para convencerle de que aceptara charlar conmigo, que se resistiría, incluso que tal vez me echarían de aquella casa con cajas destempladas. Por el contrario, parecía que aquel hombre me estaba esperando, que era él quien había permitido que lo encontrase. Muy probablemente fuera así, era demasiada casualidad que Eme hubiera dado con él justo poco antes de su declaración en el juicio.

—Estoy pensando que tal vez la pregunta debería ser la contraria —respondí—. ¿Qué quiere usted de mí? Me ha tendido un cebo y yo lo he agarrado con las dos manos, ¿no le parece?

Se pasó la lengua por el interior de la boca; o no le había gustado mi respuesta o bien estaba pensando seriamente en darme una pequeña lección. Si alguna vez había sonreído, debió ser hace mucho tiempo, su expresión parecía estar esculpida en piedra sobre esa mirada inexpresiva, circunspecta, solemne. No quería ni imaginarme cómo serían las juntas de accionistas con Santonja y él en la misma habitación, aquello debía ser una verdadera fiesta.

—Hagamos una cosa —terció con su voz opaca—. Usted pregunte lo que quiera saber. Yo contestaré a todo. Por supuesto de manera extraoficial, fuera de aquí negaré haber dicho nada. Pero esta noche puede aprovecharse. Confío en que no se le haya ocurrido grabar esta conversación, sería una falta de confianza que rompería el vínculo que acabamos de crear entre nosotros.

—¿Qué vínculo es ese?

—Uno en el que los dos salimos ganando. Como le acabo de decir, voy a responder absolutamente a todo lo que me pregunte, sin reservas.

—¿Y a cambio?

—A cambio usted me ayudará en un asunto delicado. Le prometo que ambos saldremos beneficiados.

—No voy a ayudarle en nada. Al contrario, voy a intentar conseguir una indemnización millonaria de su empresa y una condena en firme para que no sigan realizando ciertas prácticas fraudulentas.

—Me parece bien.

—¿Qué le parece bien?

—Todo eso que ha dicho de la indemnización y la condena.

Lo miré con escepticismo, era evidente que estaba jugando conmigo. Tenía curiosidad por ver hasta dónde quería llegar.

—¿En qué asunto delicado necesita mi ayuda?

—Verá, aunque no lo crea, estoy de su parte. Se han hecho las cosas mal en el casino de Robredo, soy muy consciente. Y alguien tiene que pagar por ello.

—Por supuesto ese alguien no va a ser usted.

—Digamos que yo represento a un grupo de socios de Gran Castilla que pretendemos lavar la imagen de la compañía y empezar de cero. Somos los buenos, se lo aseguro.

Aquello empezó a cobrar sentido en mi cabeza. Ignacio Cimadevilla quería hacerse con el poder. Si había estado oculto todo este tiempo y ahora aparecía de pronto dispuesto a darme información no era porque le pesara la conciencia, sino porque había estado ganándose a otros socios, preparando una estrategia para tomar las riendas de la empresa. Había esperado a tener todo bien atado, a estar en una posición ganadora, antes de hacer acto de presencia.

—Están muy lejos de ser los buenos —dije—. Aunque no aprueben todo lo que han hecho las personas que están ahora mismo al frente, en esencia se trata de una empresa que se lucra a costa de la enfermedad y la debilidad de la gente.

—La mayoría de los que juegan no están enfermos, son personas perfectamente sanas que saben muy bien lo que hacen y que deciden libremente gastarse su dinero igual que podrían hacerlo en cualquier otra actividad, como un viaje o una noche en un espectáculo. Eso sí, admito que debemos ser especialmente cuidadosos con aquellas personas que tienen un problema con el juego. Vamos a erradicar los créditos en nuestros locales, vamos a prohibir las llamadas y envíos de mensajes personalizados a clientes y vamos a potenciar los programas de juego seguro y de prevención de la ludopatía a través de una fundación. Somos distintos. Se lo repito: somos los buenos.

—Lo que les haría distintos de verdad sería cerrar el casino y todas las webs de apuestas.

—No pretendo engañarle —replicó—: queremos ganar dinero. Solo digo que no lo vamos a hacer a cualquier precio. Esa es la diferencia entre la actual dirección y el grupo que yo encabezo.

—Me está hablando de un golpe de Estado dentro de la compañía.

—Eso son palabras mayores. Le estoy hablando de tomar el control de una corporación que va a la deriva en muchos sentidos y sobre la que pesa una querella. Es algo que va a ocurrir, con o sin usted.

—¿Para qué me necesita?

—Aunque sea por motivos distintos, quiero lo mismo que usted: la cabeza de Emiliano Santonja.

Parece que el socio oculto estaba empezando a mostrar su verdadera cara. Tal vez había llegado el momento de empezar a aprovechar la posibilidad que me estaba brindando.

—Si está tan seguro, no veo para qué necesita mi ayuda.

—Usted y yo juntos podríamos acelerar las cosas, eso es todo.

—No tengo prisa.

—Sí que la tiene, en realidad. El juicio se acaba en un par de días. Y el jurado no está de su parte. Ni siquiera el juez lo está. Ha hecho mucho. Ha peleado duro. Ha enseñado los dientes y su indignación es genuina. Pero precisa de algo más si realmente pretende ganar.

—¿Testificaría contra Santonja en el estrado?

—No puedo hacer eso. Si lo hiciera, perdería la confianza del resto de los socios. Tienen que verme como uno de los suyos. Públicamente seguiré estando de su parte, eso tiene que quedar claro.

—¿Entonces?

—Se lo repito, le contaré toda la verdad. Absolutamente todo. Pero lo haré aquí, no en el estrado. Luego usted verá cómo puede usarlo.

—Soy una ingenua, fíjese: pensaba que no daba señales de vida porque estaba arrepentido, porque quería liberar su alma del peso que suponía saber lo que había hecho su empresa.

—Piense eso si lo prefiere, en el fondo no hay tanta diferencia.

—Si usted lo dice.

Empecé a sospechar que la verdadera partida se estaba jugando en ese cenador y no abajo en la cocina. Por otra parte, daba por hecho que Arrate era consciente de todo lo que estaba ocurriendo en su mansión, sabía perfectamente quién era yo, y si me había permitido tener ese encuentro con Cimadevilla a salvo de ojos indiscretos quizá era porque tenía participación o intereses directos en lo que pudiera ocurrir en Gran Castilla. Todo tenía pinta de ser parte de un gran puzle empresarial con mucho dinero en juego. Me llevaban una enorme ventaja, después de todo puede que no hubiera llegado tan bien preparada como yo pensaba a esa entrevista.

—Aclaremos esto de una vez —dije—. Usted responde todo lo que yo le pregunte sin reservas. Y a cambio yo…

—A cambio usted acaba con Santonja, sin ensañarse con Gran Castilla. No le estoy pidiendo que la empresa quede impune, pero centrará la responsabilidad en el hombre, no en la sociedad.

—De esa manera usted podrá quitarse de en medio a Santonja y ponerse al frente de la empresa.

—Piénselo bien, siempre van a existir locales de juego, no puede cambiar el mundo usted sola.

—¿Vamos a cambiar el mundo juntos? —pregunté irónica.

—Entiendo que le suene extraño, pero puede contribuir a que este país sea un lugar algo mejor, quizá no mucho, pero sí un poco. Y aunque resulte paradójico, yo le voy a ayudar.

—¿Puedo pensarlo?

—Puede usted hacer lo que quiera. Pero no queda tiempo. O zanjamos esto ahora, o no servirá de nada.

—No me gusta que me presionen.

—No le presiono, le estoy dando la oportunidad de ganar un juicio que tiene prácticamente perdido. Solamente le advierto sobre algo obvio: no hay tiempo que perder.

Apostaría que aquel tipo podría conseguir cualquier cosa que se propusiera. Estaba a punto de convencerme de minimizar los daños sobre Gran Castilla, al fin y al cabo estaba desesperada por encontrar algo que estamparle en la cabeza a Santonja, y él lo sabía. Lo más probable es que me estuviera utilizando y que, de alguna forma que no acertaba a comprender todavía, me la jugara. Saberlo tal vez me proporcionaba alguna posibilidad de salir indemne. Estaba pisando arenas movedizas, no conocía de nada a aquel hombre. Seguramente él me había estudiado a fondo y sabía todas mis debilidades, incluyendo lo relacionado con las pastillas y el alcohol.

Sin embargo, había una cosa que no sabía de mí, algo escondido muy dentro de mi cabeza que no había compartido con nadie. Aquel tipo no tenía ni la más remota idea de que yo había tomado una decisión irrevocable: aquel sería mi último caso como abogada, no volvería a ejercer nunca más. Si algo se había puesto de relieve en estos últimos meses es que era una adicta en la que ni yo misma podía confiar. Cuando acabara esto, no volvería a ponerme una toga nunca jamás. Y ya que iba a ser mi despedida, estaba dispuesta a lo que hiciera falta. Para conseguir que se hiciera justicia en este caso sería capaz de mentir, engañar y llevarme por delante a quien fuera necesario sin pestañear. Incluso a personas a las que apreciaba. Mucho más a un cabrón sin escrúpulos como él.

—De acuerdo, empecemos.

—Estoy listo —respondió.

—Yo también —musité—. Allá vamos. ¿El teniente Moncada trabaja para usted?

La pregunta pareció sorprenderle, seguramente no esperaba que fuera a empezar por ahí.

—Que yo sepa, el teniente Moncada trabaja para mucha gente: el Estado español, el cuerpo de la Benemérita y, ocasionalmente, hace algunos trabajos para Gran Castilla en beneficio de todos sus integrantes, especialmente para Emiliano Santonja. Digamos que últimamente también me ayuda a mí en ciertos asuntos de seguridad e información. Casi podríamos decir que es un agente doble. O mejor, un agente triple.

—¿Le ha encargado usted que me siga y le informe de mis movimientos?

—En absoluto, tengo otras cosas de qué preocuparme. Si lo ha hecho, será cosa de Santonja. O suya propia.

Por alguna razón le creía.

—¿Qué relación mantiene hoy por hoy con Helena Kowalczyk?

—Es complicada.

—Ella ha testificado que usted le pagaba a cambio de mantener relaciones sexuales. Así dicho, no parece demasiado complejo.

—Podríamos decir que es una descripción incompleta de lo que sucedía entre nosotros —susurró haciendo una inflexión en la voz, como si aquello le costara realmente—. Si nos atenemos exclusivamente a los hechos, es cierto. Hasta poco antes de la muerte de Alejandro, yo le daba ciertas cantidades de dinero y después manteníamos relaciones sexuales. No le pagaba por acostarnos, ambas cosas no estaban relacionadas en un sentido estricto, aunque podría parecerlo.

—¿Y si no nos atenemos a los hechos?

—En ese caso, tendría que decir que yo estaba enamorado de Helena.

Aquella palabra pareció resonar en su caja torácica y salir a borbotones de su boca, como si la hubiera estado guardando allí durante un largo tiempo.

—Mire, yo no soy persona de grandes declaraciones —continuó—. A menudo los sentimientos nos confunden y nos hacen creer cosas que no son. Sin embargo, entre Helena y yo hubo algo mucho más importante que un intercambio de fluidos y de billetes. Me enamoré de ella desde el principio. Fue un amor no correspondido, ella quería a Alejandro de una forma irracional. Yo no era más que un refugio.

—¿Mi hermano lo sabía?

—Alejandro no se enteraba de nada, Helena se encargó de que nunca lo supiera, eso lo habría matado. Le he dicho que voy a contarle todo. Le propuse a Helena fugarnos juntos. Y ella aceptó.

—¿Cuándo fue eso?

—Aproximadamente tres meses antes de la muerte de Alejandro.

—Pero ha dicho que ella estaba enamorada de su marido. ¿Aun así iba a marcharse con usted?

—No podía más. Era una situación desesperada, vivían en el alambre. Un niño pequeño. Un marido que solo vivía para jugar. Helena tenía miedo.

—¿Y usted?

—Estaba dispuesto a hacerme cargo de ella y del niño. Lo estuvimos planeando durante algún tiempo. Los dos teníamos dudas, por diferentes razones, pero creo que muy probablemente habría ocurrido.

—¿Por qué no llegó a suceder?

—El asesinato de Pons y el suicidio de Alejandro lo cambió todo. Ella no quiso volver a hablar conmigo después de aquello. Se cerró en banda. No puedo saberlo con seguridad, pero creo que se sentía culpable. Yo decidí respetar su duelo y no insistí. A decir verdad, también me dio miedo que me relacionaran con las muertes. Y cuando llegó la querella, me aparté definitivamente. No hemos vuelto a tener contacto.

Aquello le daba un sentido muy diferente a la conversación que debían tener Helena y Concha (o que tal vez ya habían tenido). Por mucho que Helena se pudiera enfadar y sentir herida, ella también le había engañado.

—¿Amenazó usted a Alejandro?

—Tiene tres conversaciones grabadas en las que se me oye amenazarlo.

—¿Por qué lo hizo?

—Le prometo que nunca estuve de acuerdo con esas llamadas personales. Ni a Alejandro ni a ningún otro jugador. En mi caso, todo lo que dije estuvo motivado por mi relación con Helena.

—No estamos en el tribunal.

—Por eso mismo, no tengo por qué mentir.

—Está bien, supongamos que le creo también en esto. ¿Sabía que Santonja y el resto coaccionaban a Alejandro, que le hacían la vida imposible?

—Claro que lo sabía. Era una combinación diabólica. Por un lado, lo tenían permanentemente amenazado para que no dejara de jugar. Y por otro, lo acosaban para que pagase. Ambas cosas solo podían conducir a un sitio.

—¿Hizo algo para impedirlo?

—No.

—¿Por qué?

—No era mi responsabilidad. Hay muchos en su situación.

—Además le venía bien para que Helena se fugara con usted —recapitulé.

—No lo voy a negar.

—¿Declararía esto en el juicio?

—Ya le he dicho que no.

—¿De qué me sirve?

—Eso es cosa suya. Haga las preguntas adecuadas.

No corría ni una gota de viento. El aire estaba tan cargado que costaba respirar. Las manos del hombre se entrelazaron, permanecía a la espera. Tenía que tocar la tecla adecuada.

—¿Conocía a Miguel Ortiz?

—Todos lo conocíamos. Era un gran anfitrión, un buen tipo, nunca daba problemas; al revés, siempre tenía una palabra amistosa para cualquiera que se le acercara. Les caía bien a todos. Si no se hubiera rendido, esta noche seguramente estaría ahí abajo jugando con el resto.

El concepto sobre «rendirse» que podía tener aquel hombre seguramente distaba mucho del mío, preferí no entrar en el tema.

—¿Todos sabían que se había autoprohibido la entrada al casino?

—Quizá no todos —respondió aspirando; no se había inmutado, como si no le extrañara que yo tuviera dicha información—. Los jefes lo sabían, desde luego.

—¿Y cómo es posible que conste su nombre en el registro de entrada en tantas ocasiones? ¿Nadie se preocupó de lo que podría ocurrir?

—Fue un fallo en el sistema.

—Un fallo que pudo costarles caro.

—Por suerte, ha prescrito.

—¿Me darán el registro de entradas oficial si lo solicito?

—No podrán evitarlo, pero no lo conseguirá a tiempo para presentarlo en el juicio. Y si quiere mi opinión, no le servirá de nada. Lo máximo que podría llegar a conseguir es mostrar su animadversión al casino, pero legalmente no prueba nada en relación directa con la querella.

—¿Sabe también Santonja que yo tengo esa información?

—Todos dan por hecho que su viaje a Tenerife no fue en balde. Es usted muy persistente. Barver recuerda una y otra vez a cualquiera que quiera oírle que infravalorarla por el hecho de que no le respalde un gran despacho sería un error. Se ha ganado su respeto, o al menos su temor.

—No puedo decir lo mismo.

—Lo entiendo.

El código de aquella conversación era extraño. El concepto de la verdad había adquirido un valor nuevo, daba la sensación de que bastaba con abrir el grifo y salía a chorros. Probé a dar un paso más, no tenía nada que perder.

—Si usted estuviera en mi lugar, ¿dónde concentraría los esfuerzos en esta recta final del juicio?

—Yo no estoy en su lugar; aunque no le guste reconocerlo es una idealista, y yo soy una persona práctica. Lo siento, pero no puedo responder.

—¿Cómo puedo conseguir un veredicto favorable?

—No voy a darle una lección de derecho, es usted la especialista —susurró, aunque no pudo evitar hacer justo lo contrario de lo que había dicho—. Todo gira alrededor de las grabaciones telefónicas: si no existieran, la querella ni siquiera habría sido admitida a trámite. Es un buen comienzo para usted. Pero humildemente creo que no es suficiente. Según yo lo veo, con eso el jurado no se pondrá de su parte, al menos no los siete votos que exige una condena.

—¿Qué necesitaría para obtener esos siete votos?

—Como se dice vulgarmente, un as en la manga.

—Le seré franca. No lo tengo.

—Lo sé. Por eso está aquí sentada.

—¿Usted me va a dar ese as?

—¿Va a cumplir su parte del trato?

Aquello de sellar acuerdos verbales con hombres que apenas conocía se estaba convirtiendo en una peligrosa costumbre. Primero Iturbe. Después Friman. Y ahora Ignacio Cimadevilla.

—¿Hasta qué punto no puedo comprometer a Gran Castilla? —pregunté.

—Lo dejo en sus manos. Haga daño, pero permita que la empresa pueda levantarse y seguir adelante.

—¿Tan poderoso es ese as?

—Mire, ha llegado muy lejos. Más de lo que nadie lo había hecho. Que yo sepa, ninguna otra persona se ha enfrentado como usted con la industria del juego en este país. Y lo ha hecho con un convencimiento tal que asusta. Hay muchísima gente pendiente de lo que ocurra en ese juicio, más de la que se puede imaginar. Es el momento de que recoja los frutos de todo lo que ha sembrado.

Si el diablo en persona se presentara delante de mí y me ofreciera su mano para encerrar a Santonja, la estrecharía sin dudar. Puede que no fuera muy ético, pero el límite moral que ellos habían sobrepasado me dejaba pocas opciones.

—Me centraré en Santonja —acepté—. Espero que merezca la pena.

—Buena elección, se lo aseguro.

Cada vez que Cimadevilla abría la boca, tenía que esforzarme para oír lo que decía.

—Le toca —dije.

—Ante todo, quiero que entienda que no puedo darle ningún documento, eso tendrá que conseguirlo usted sola. Pero le voy a decir dónde tiene que buscar. ¿Sabe qué día es el cumpleaños de su sobrino?

Me desconcertó aquella pregunta.

—Tengo la fecha por alguna parte, fue al principio del verano, creo…

—El 18 de junio —me cortó—. Supongo que es cierto todo eso que dicen de que un hijo le cambia a uno la existencia, y que quizá es lo único que te hace ser un poco menos egoísta en la vida.

—Me estoy emocionando.

—El día que Martín cumplió dos años, Alejandro Tramel se apuntó al programa de rehabilitación de Alma. Quería dejar la vida que llevaba, se avergonzaba de no poder ofrecerle nada a su hijo.

—¿Adónde nos lleva eso?

—La verdad es que en algunos aspectos son excesivamente estrictos en esa asociación. A diferencia de programas similares de otros centros, ofrecen a los pacientes una asistencia continuada en muchos ámbitos, pero también les exigen una serie de requisitos a los mayores de edad que ingresan voluntariamente. Si no los cumplen, no pueden continuar en el programa.

—Los conozco.

—El esencial es su propósito firme y por escrito de alejarse del juego.

De golpe lo entendí. Alejandro lo había hecho. Había dado el paso oficialmente.

—El 18 de junio —repetí en voz alta encajando las piezas.

Recordé nítidamente el valor que le había dado Gabriel Brandariz a esa fecha la primera vez que nos vimos en la asociación, lo había dicho con un significado que entonces se me escapó, pero que ahora veía claramente. No había sido por capricho, era mucho más que una pista, era una clave que podía abrir la puerta decisiva. Lo había tenido delante de mis narices desde hacía mucho tiempo, al menos desde mi primera visita a Alma.

Lo verbalicé. Necesitaba decirlo en voz alta para escucharlo yo misma, para asegurarme en la expresión de mi interlocutor que se trataba de eso:

—A requerimiento de sus monitores en el programa de rehabilitación, Alejandro se autoprohibió la entrada a los recintos de juego. Y cursó la petición a la Comisión Nacional del Juego del Ministerio del Interior. ¿Lo sabe alguien más?

—Santonja tuvo conocimiento desde el primer minuto.

—¿Barver? ¿Andermatt?

Asintió confirmando mis sospechas.

—Solo hay un problema —dijo enderezándose un poco por vez primera en toda la conversación—, esta vez no hubo fallos en el sistema. Todas las huellas han sido borradas.

—¿Todas? —pregunté con preocupación.

—Como le he dicho, encontrar los documentos, las pruebas, es cosa suya.

Tenía que ponerme en marcha cuanto antes, esa misma noche si era posible. Miré a Ignacio Cimadevilla, sus ojos me parecieron aún más pequeños, imposible saber de qué color eran, ni mucho menos qué escondían realmente.

—Cumpliré mi parte del acuerdo —dije antes de irme—. Pero es muy posible que si salgo de esta y me quedan fuerzas, algún día, tal vez dentro de unos cuantos años, vaya a por usted.

—Le estaré esperando.

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