Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 82

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—No quiero entrar —protestó.

—Ya imagino —dije.

Pulsé el timbre. A pesar de la hora, me pareció que era lo correcto. Se trataba de un tercer piso sin ascensor, en el pequeño rellano de las escaleras había una planta artificial, me llamó la atención el verde intenso del plástico. El edificio había conocido tiempos mejores, estaba en la zona norte de la ciudad, en un barrio de los mejor considerados, cerca del estadio Bernabéu, pero no presentaba un gran aspecto. Se diría que los vecinos no gastaban mucho dinero ni esfuerzo en mantener las zonas comunes. Las paredes pedían a gritos una mano de pintura, las lámparas envejecidas de los techos emitían una luz oxidada, antigua, incluso las puertas de los pisos estaban viejas y en su mayoría desconchadas. Habíamos subido caminando en silencio hasta el tercer piso. Me aproximé a la puerta dispuesta a llamar de nuevo, entonces escuché ruidos en el interior de la vivienda.

—Mi madre se queda viendo la televisión hasta muy tarde todos los días —explicó Andrés.

La imagen de familia bien con niño caprichoso que me había hecho al conocerlo se iba desvaneciendo segundo a segundo, no podía quitarme de la cabeza una enorme grieta que había visto en el muro principal del portal. Sé que todos tenemos fisuras en nuestras vidas, en nuestras relaciones familiares y sentimentales, y que en algunos casos tratamos de taparlas, o al menos disimularlas, con un comportamiento aparentemente despreocupado, mirando hacia otro lado o al contrario (como quizá ocurría en el caso de Andrés), con actitudes dañinas para nosotros mismos que desviaban la atención del lugar que más nos duele. Sin embargo, esa noche frente a la puerta de su casa, esperando a que sus padres respondieran, por alguna razón me sentí mucho más cerca de aquel chico de lo que había estado de personas a las que conocía (supuestamente) mucho mejor. Me entraron ganas de agarrarlo de la mano e infundirle valor. Por supuesto, me abstuve de hacerlo.

—¿Quién es? —preguntó una voz.

Alguien manipuló la mirilla y una voz femenina volvió a preguntar con desconfianza desde el otro lado de la puerta.

—¿Pero quién es?

—Soy yo, mamá.

—¿Andrés? ¿Estás bien?

—Sí, ¿puedes abrir, por favor?

Me aparté para que la madre pudiera verlo mejor a través de la mirilla.

—¿Qué haces presentándote aquí a estas horas?

—Abre, mamá.

—¿Quién es esa mujer?

—Ahora te lo explico. Abre, por favor.

Se hizo el silencio, podía imaginarme a la señora al otro lado tratando de atar cabos. Su hijo y su marido se habían peleado violentamente cuarenta y ocho horas antes. Y el chico aparecía a las tantas de la noche acompañado de una extraña con una pinta rarísima y el rostro lleno de cicatrices. No era un panorama sencillo de asimilar para nadie.

La llave giró en el interior de la cerradura y al fin se abrió la puerta muy despacio. El vestíbulo de la casa estaba en semipenumbra; por lo que podía vislumbrar, la madre de Andrés era una mujer menuda, de cincuenta y tantos, con el pelo corto, unas gafas redondas y una especie de vestido o camisón azul tupido que le llegaba casi hasta los pies. Lejos de franquearnos la entrada, permanecía apoyada en el marco de la puerta, en una actitud ligeramente hostil.

—¿Qué quieres, Andrés? —preguntó como si estuviera muy cansada.

—Quiero volver a casa —titubeó él—, lo que pasó el otro día…, a ver, yo no quería empujar a papá, pero ya sabes cómo es, empezó a gritarme y perdí los nervios, joder, me estoy esforzando mucho, tú lo sabes.

—Las cosas no son así —respondió la mujer—, nos has robado y mentido tantas veces que hemos perdido la cuenta. Y cada vez es la misma historia, dices que vas a cambiar, que es la última vez, pero luego todo vuelve a repetirse…

—Lo intento —le cortó Andrés—, te juro que lo estoy intentando.

Como ya he dicho, no soy dada a los psicodramas ni a las escenas familiares. Decidí intervenir, ya que había llegado hasta allí y lo había obligado a regresar a casa, lo menos que podía hacer era abrir la boca y tratar de aportar algo.

—Lo que su hijo de verdad quiere es pedirle perdón a su marido por haberle dado un empujón o un golpe o lo que fuera —musité—. Ya sé que no es lo que ha dicho, pero le aseguro que es así, lo que pasa es que le cuesta expresarlo.

Ella me escrutó con una mirada llena de desprecio, cómo me atrevía a opinar sobre los problemas de su familia sin conocerlos de nada. Aquella mujer tenía toda la razón, estaba completamente de acuerdo con ella, quién me mandaba meterme a mediadora familiar. Quería arreglar la existencia a los demás cuando la realidad es que era incapaz de enderezar mi propia vida.

—Perdone, señora. Mi nombre es Ana Tramel. Soy abogada. Conozco a su hijo desde hace unos meses a través de la asociación Alma.

—¿Es la abogada de mi hijo? —preguntó desconcertada, temiéndose tal vez que Andrés se hubiera metido en otro lío.

—No, no —me apresuré a corregir—, soy una amiga. Nada más.

—Mira, Andrés —dijo—, tu padre está durmiendo, mejor vuelve mañana a una hora decente y hablamos con calma. Si te dejo pasar ahora, va a ser peor.

El chico asintió, conteniendo la emoción y la rabia, su madre estaba a punto de darle con la puerta en las narices. Estaba comprobando que las heridas que había provocado estaban abiertas y era evidente que aquello le dolía. Se encogió de hombros y aceptó la negativa resignado, bajó la cabeza como un niño que se había portado mal y que lo entendía, y que además sabía que no podía hacer nada más en esos momentos para solucionarlo.

—Sé perfectamente que Andrés se las ha hecho pasar canutas —me aventuré a decir—, pero solo tiene dieciocho años y está muy arrepentido. Si pudiera dejarle dormir en su cuarto esta noche, quizá todos se sentirían un poco mejor.

—No la conozco de nada —me respondió ella agriamente—, no tiene ni idea de lo que hemos sufrido, le ruego que no me hable de mi hijo como si fuera un extraño, y mucho menos que me diga lo que tengo que hacer con él.

—No era mi intención —me disculpé.

—Claro que era su intención —insistió la mujer—. Me mira con ese gesto de falsa humildad, lo veo en sus ojos. Ha recogido a Andrés, tal vez lo ha ayudado a salir de alguno de sus líos y se cree que por eso tiene algún tipo de derecho moral para presentarse aquí y decirme cómo tengo que comportarme con mi propio hijo. Debería darle vergüenza, no sé si es usted madre ni me importa, pero le aseguro que no se hace una remota idea de lo que se siente al ver a las dos personas que más quieres en este mundo insultándose, gritándose, pegándose delante de ti. No voy a volver a pasar por ello. Llevamos mucho tiempo viviendo en un infierno, tolerando lo intolerable. Se ha terminado. Andrés siempre será mi hijo y siempre le ayudaré, pero tiene que aprender que hay un límite para todo, y él lo ha cruzado.

—Le pido perdón si he dado la impresión de que le estaba juzgando —dije con la mayor honestidad que pude—. Creo que tiene razón en todo lo que ha dicho, por mi parte no hay nada más que añadir. Ha sido un error venir esta noche. Solo pretendía ayudar, he sido una presuntuosa. Lo siento, de verdad.

Ella me miró con desconfianza, sin ganas de continuar la conversación. Puse una mano sobre el hombro de Andrés con la esperanza de infundirle algo de ánimo, después de todo quizá aprendiera algo de lo que había dicho su madre y de lo que estaba ocurriendo. Me lo llevaría una noche más a casa, qué otra cosa podía hacer, no iba a dejarlo solo de madrugada en mitad de la calle. El peculiar concepto de la responsabilidad que por alguna razón había aprendido en mi infancia, cuando tuve que hacerme cargo en tantas ocasiones de mi hermano pequeño ante la ausencia de mis padres, seguía pasándome factura, y a buen seguro que lo seguiría haciendo.

Se escuchó algo en el interior de la casa, un ruido seco, brusco. La mujer se volvió alarmada, pude ver el nerviosismo y la ansiedad en su rostro. Tuvo el impulso de cerrar la puerta, pero una voz grave, ronca, se adelantó a cualquier movimiento que pudiera hacer.

—¿Qué pasa ahí?

—No es nada, vuelve a la cama —contestó la mujer arrastrando las palabras, suplicando en su mirada que su marido no saliera al rellano.

—Coño, nada —replicó el hombre que apareció por el pasillo vestido con un pantalón corto de chándal, una camiseta amarilla y la cara ligeramente hinchada del sueño—. Si tenemos visita a las dos de la madrugada es que debe ser la hostia de importante.

Lo malo de los prejuicios es que te impiden ver el fondo, la realidad de las cosas. Eso es lo que me había pasado a mí con Andrés en un principio y lo que estaba tratando de evitar esa noche con respecto a sus progenitores. No eran prototipos de tal o cual comportamiento más o menos extendido, eran personas de carne y hueso, con sus contradicciones y sus miedos y sus propios fantasmas. Aquel tipo aparentemente violento en su forma de hablar y en sus gestos debía esconder muchas otras cosas que yo desconocía; intenté mantenerme en un discreto segundo plano, algo me decía que era lo mejor que podía hacer.

—Hombre —dijo el padre asomándose también a la puerta de entrada—, mira a quién tenemos aquí.

—Vuelve a la cama, por favor —insistió la madre—, yo me encargo, no te preocupes.

—¿Y esa quién es? —preguntó él señalándome, ignorando la petición de su esposa—, ¿de qué va todo esto?

—No es nadie —terció la mujer, que no estaba dispuesta a dejar que su marido tomara las riendas—, le he dicho a Andrés que no puede presentarse aquí cuando le dé la gana, que vuelva en otro momento. No hay más que hablar.

—Después de lo que has hecho —dijo el padre mirando directamente a su hijo—, tienes los cojones de aparecer en plena noche como si nada. ¿Vienes a buscar pelea? Si no te vas ahora mismo, llamaré a la Policía, ¿me has oído? Voy a denunciarte, por ladrón, por haberme pegado, por tantas cosas que no sé ni por dónde empezar. ¿No te gusta repetir eso de que eres mayor de edad y que ya no podemos decirte lo que tienes que hacer? Pues muy bien, ya puedes coger tus dieciocho años y largarte si no quieres que llame a la Policía. ¿Cómo te atreves a venir? ¿Quién te crees que eres?

Era extraño porque, a medida que hablaba, aquel hombre se iba desinflando, según se llenaba de razones con sus palabras, lo que realmente quería decir se hacía más y más evidente, era algo así como: dame una razón por pequeña que sea para perdonarte, es lo que estoy deseando hacer. Estuve a punto de traducirle a Andrés el lenguaje corporal de su padre, la expresión de sus ojos.

—Di —repitió el padre envalentonándose falsamente, haciendo un esfuerzo por pronunciar aquellas palabras que se suponía, según su rol social y su historia reciente, que le correspondía decir aunque no las sintiera—, ¿quién te crees que eres? Largo de aquí.

No me pareció que aquel hombre ni aquella mujer hubieran puesto nunca una mano encima a Andrés, por mucho que él les hubiera dado razones más que sobradas para desesperarles, incluyendo mentirles y robarles y hasta pegarles. Los dos estaban destrozados realmente, se los veía agotados, sin fuerzas para resistir, tratando de aparentar una indignación que no sentían, bajo la cual se adivinaba un dolor profundo.

Se creó un silencio terrible en el triángulo que formaba aquella familia. Los tres estaban deseando abrazarse, echarse a llorar tal vez, juramentarse para seguir luchando juntos contra las adversidades, a pesar de que aparentemente estaban diciendo todo lo contrario. El orgullo, el miedo a seguir sufriendo, la máscara protectora que cada uno llevaba, o la mezcla de todo ello, los estaba alejando, cuando en su fuero interno deseaban expresar su necesidad de afecto y de ayuda. No soy ninguna experta en psicología familiar, Dios me libre, pero aquello saltaba a las claras.

—Pide perdón de una vez —dije empujando ligeramente a Andrés— si no quieres que yo misma te pegue una paliza.

Él se ruborizó, pude ver cómo sus ojos enrojecidos contenían una lágrima a punto de desbordarse.

—Lo siento —murmuró entre dientes, y luego levantó la cabeza y él también miró a su padre, y se frotó la manga de la camisa por la nariz, estaba moqueando, a punto de ponerse a llorar—. Lo siento muchísimo, te lo juro. No sé cómo pude hacerlo, perdóname, por favor. Te lo suplico.

Aquello fue como un estallido.

Apenas terminó de decirlo, su padre escupió unas palabras ininteligibles, algo así como «Ven aquí, joder», aunque más bien sonó como «venaqoder», lo agarró de la nuca con las dos manos y acercó su cabeza a la suya. Andrés, ahora sí, empezó a llorar sin poder disimularlo, su cuerpo se convulsionó y se dejó llevar por su padre, que lo sostuvo.

La imagen de aquellos dos hombres adultos llorando, abrazándose (o algo parecido) torpemente en el rellano de su casa delante de mí me produjo una envidia malsana. Era algo que yo nunca había tenido con mi padre, y que por desgracia ya no podría tenerlo. La ausencia de contacto físico (y emocional) en mi familia se hizo más presente que nunca muy dentro de mí. Sentí una inmensa empatía desconocida por aquellos dos hombretones mostrando su fragilidad el uno frente al otro, puede que más cerca de lo que nunca habían estado. Supe que ya no pintaba nada allí.

Me alejé discretamente hacia las escaleras. Antes de comenzar a bajar, crucé una última mirada con la madre de Andrés, que me hizo un gesto muy simple con la cabeza, supongo que de agradecimiento. Era yo quien tenía mucho que agradecerle a Andrés, y también a ellos dos por haberme dejado contemplar a una familia totalmente rota tratando de recomponer los pedazos de una manera que yo nunca había sido capaz.

Escuché algunas palabras entrecortadas a mis espaldas entre lágrimas, tenían mucho por lo que llorar, aquella noche y en días sucesivos. No solo por lo que habían vivido, sino por las cosas que los tres sabían que aún les quedaban por atravesar. La enfermedad de Andrés les había causado un enorme sufrimiento, pero estaba claro que todavía tendrían que superar muchas pruebas para alcanzar un cierto nivel de estabilidad y de salud mental en su entorno familiar, si es que tal cosa llegaba a producirse. Les deseé con todas mis fuerzas que lo lograran, o al menos que siguieran luchando juntos para obtenerlo. Me sentí un poco empalagada con eso de los lloros y de los buenos deseos, recordé a las monjas del Sagrado Corazón, que siempre nos insistían en que rezásemos y pidiésemos por nuestros semejantes. Si no lo hubiera dejado, habría sido un buen momento para agarrar una botella de ginebra y una caja de tranquilizantes y atizarme un viaje de los que hacen época.

Al regresar de Alma, había recuperado mi Mazda del aparcamiento y lo había dejado frente a la casa de Andrés. Subí al vehículo y conduje hacia casa. Durante el trayecto aproveché para escuchar tres mensajes de voz que debían haberme dejado mientras estaba en el interior de la nave. El primero era de Concha y no decía nada en particular, apenas me preguntaba cómo iba todo y me instaba a llamarla si tenía un rato; justo antes de colgar me soltaba que ya le había contado a Helena su aventura con Ale y que todo había ido bien.

El segundo mensaje era de Helena y resultaba algo confuso. Empezaba diciendo que estaba en casa de Concha, había ido con Martín, y estaban allí cenando con las niñas. Entre algunas observaciones, terminaba diciendo que Concha era una buena mujer y que tenía mucha suerte de que fuera mi amiga. «Tú mucho suerte, Concha ser gran mujer», repetía, y después colgaba. Aquello era como mínimo un poco chocante, hablar así de una mujer que supuestamente le acababa de contar que se había estado acostando con su marido no era la reacción más frecuente. Ya me darían los detalles, no pretendía entender qué le pasaba a mi cuñada por la cabeza. La naturaleza humana no dejaba de sorprenderme, quizá esas dos mujeres ahora que se habían sincerado se sentían, de una forma íntima y retorcida, más unidas que nunca, como si el hecho de haber vivido algo muy fuerte con el mismo hombre las hiciera formar parte de un club exclusivo. Es la única explicación que encontré mientras avanzaba por las calles semidesiertas de la ciudad. Llevaba las ventanillas cerradas y el aire acondicionado del coche puesto, aislada del calor y del ruido.

El tercer mensaje era de nuevo de Helena. Decía que no los esperase esa noche, se iban a quedar a dormir en casa de Concha. Quizá pensaban quedarse en vela compartiendo recuerdos de Ale, algo así. Fuera como fuera, seguro que también hablarían del juicio, pondrían sobre la mesa las opciones que ambas consideraban y puede que llegaran a la única conclusión posible: que tal y como iban las cosas, teníamos todas las de perder. Me sentí ligeramente culpable por haberles ocultado el hallazgo que acabábamos de hacer en los archivos de Alma, pero seguía convencida de que era lo mejor para el caso, no necesariamente para mí. Como decía Eme, estaba jugando con fuego y, si seguía así, me quedaría sola, más aún de lo que ya lo estaba.

Alejé los malos augurios con una idea repentina. Por primera vez en muchos meses, casi un año, iba a estar sola en mi casa por una noche. Supe perfectamente lo que haría nada más llegar.

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