Amsterdam

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I Parte » Capítulo 1

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Dos antiguos amantes de Molly Lane esperaban fuera de la capilla del crematorio, de espaldas al frío de febrero. Todo se había dicho ya, pero volvieron a decirlo:

—Jamás supo lo que le vino encima.

—Cuando lo supo ya era demasiado tarde.

—Empezó tan de repente.

—Pobre Molly.

—Mmm…

Pobre Molly. Todo empezó con un hormigueo en el brazo, al levantarlo a la salida del Dorchester Grill para llamar a un taxi. Una sensación que ya no la abandonaría hasta su muerte. En cuestión de semanas, Molly se las veía y se las deseaba para acordarse del nombre de las cosas. Parlamento, química, hélice… quizá no la preocupaban tanto, pero no así cama, nata, espejo… Fue tras la desaparición temporal de acanto y bresaiola de su vocabulario cuando decidió buscar consejo médico, con la esperanza de que la tranquilizaran. La enviaron a hacerse análisis, en cambio, y, en cierto sentido, ya nunca regresó. Cuán rápidamente la batalladora Molly se convirtió en prisionera enferma de George, su taciturno y posesivo esposo. Molly, mujer espléndida y de ingenio, crítica de restaurantes, fotógrafa, audaz jardinera, que había sido amada por el ministro de Asuntos Exteriores y era aún capaz de dar una voltereta lateral a la edad de cuarenta y seis años… La rapidez de su descenso a la locura y el dolor llegó a ser la comidilla del momento: su pérdida de control de las funciones fisiológicas y, con ella, de todo sentido del humor, y su gradual caída en una vaguedad jalonada de episodios de ahogados gritos y vana violencia.

Ahora, la visión de George saliendo de la capilla hizo que los amantes de Molly se alejaran aún más por el sendero de grava plagado de malas hierbas. Se adentraron en una zona de ovales parterres de rosas, presididos por un letrero que rezaba: «El Jardín de la Remembranza». Cada una de las plantas había sido salvajemente podada hasta escasos centímetros de la tierra helada, una práctica que Molly solía deplorar. El retazo de césped estaba lleno de colillas aplastadas, pues se trataba de un lugar donde la gente solía demorarse a la espera de que deudos y amigos del difunto salieran del edificio principal. Mientras iban y venían por el sendero, los dos viejos amigos reanudaron la conversación que, de formas diversas, habían mantenido en el pasado media docena de veces y que les procuraba harto más consuelo que entonar el himno de la nostalgia.

Clive Linley había sido el primero de los dos en conocer a Molly. Su amistad se remontaba al 68, cuando siendo estudiantes habían convivido con un caótico y cambiante grupo juvenil en el Valle de la Salud.

—Una forma horrible de morir.

Contempló cómo el vaho de su aliento se perdía en el aire gris. La temperatura, en el centro de Londres, era aquel día −11º. Once grados bajo cero. Había algo gravemente erróneo en el mundo cuya culpa no podía atribuirse a Dios ni a su ausencia. La primera desobediencia del hombre, la Caída, una figura que se desploma, un oboe, nueve notas, diez notas. Clive poseía el don del oído absoluto, y podía oír aquellas notas descendiendo desde el sol. No necesitaba ponerlas por escrito.

Continuó:

—Me refiero a morirse de ese modo, sin conciencia, como un animal. Verse sometida, humillada, antes de poder arreglar sus cosas, o incluso de decir adiós. Le sobrevino así, sin más…, y luego…

Se encogió de hombros. Estaban llegando al borde del hollado césped. Se dieron la vuelta y volvieron sobre sus pasos.

—Seguro que habría preferido matarse antes que acabar así —dijo Vernon Halliday. Había vivido con Molly un año en París, en el 74, cuando él trabajaba para Reuters (su primer empleo) y Molly hacía algunas cosas para Vogue.

—Cerebralmente muerta y en las garras de George —dijo Clive.

George, el triste y rico editor que la adoraba y a quien, para sorpresa de todos, Molly no había dejado nunca, pese a tratarlo a baqueta. Miraron hacia la capilla: George, de pie ante la entrada, recibía el pésame de los asistentes a la ceremonia. La muerte de Molly lo había rescatado del desprecio general. Incluso parecía haber crecido unos centímetros; su espalda se había enderezado, su voz se había hecho más grave y una nueva dignidad había encogido un tanto sus ojos suplicantes, codiciosos. Cuando la enfermedad se cebó en ella, George se había negado a internarla en una residencia, y la había cuidado personalmente. Es más: en los primeros días, cuando la gente aún seguía queriendo verla, seleccionaba cuidadosamente a los visitantes. A Clive y Vernon se les «racionaban» estrictamente las visitas, pues al parecer Molly se excitaba en demasía, y luego, al verse en tal estado, caía en una depresión profunda. Otro varón «clave», el ministro de Asuntos Exteriores, era también considerado «no grato». La gente empezó a murmurar; en un par de columnas de cotilleo aparecieron algunas referencias implícitas. Y luego ya no importó, porque fue de dominio público que Molly ya no era —y de un modo terrible— ella misma. La gente ya no quería ir a verla, y era un alivio que George estuviera allí para impedir que fueran a visitarla. Pero Clive y Vernon, que le detestaban, disfrutaban contrariándolo.

Volvieron a dar la espalda a la capilla, y entonces sonó un teléfono en el bolsillo de Vernon. Este se excusó y se apartó hacia un lado, dejando que su amigo continuara caminando. Clive se estrechó el abrigo en torno al cuerpo, e hizo más lento su paso. Debía de haber unas doscientas personas vestidas de negro fuera del crematorio. Pronto empezaría a parecer descortés no acercarse a George a darle el pésame. Había «conseguido» a Molly al fin, cuando ésta ya no pudo ni reconocer su propia cara en el espejo. Nada podía hacer respecto a sus pasadas aventuras amorosas, pero al final era enteramente suya. Clive estaba perdiendo la sensibilidad en los pies, y al golpear con ellos el suelo el ritmo le devolvió la figura que se desploma y sus diez notas, ritardando, un corno inglés, y, alzándose suavemente contra él, en contrapunto, como en una imagen especular, unos chelos. Y en esa imagen, el rostro de Molly. El final. Todo lo que ahora deseaba era la calidez, el silencio de su estudio, el piano, la partitura inconclusa, llegar al final. Oyó que Vernon decía al despedirse:

—Muy bien. Reescribe el artículo y pásalo a la página cuatro. Estaré allí en un par de horas. —Luego se volvió y le dijo a Clive—: Jodidos israelíes… Tendríamos que volver al grupo.

—Supongo que sí.

Pero en lugar de volver dieron otro paseo por el césped, porque a fin de cuentas estaban allí para enterrar a Molly.

Con un visible esfuerzo de concentración, Vernon logró aislarse de las preocupaciones de su trabajo.

—Era una chica encantadora. ¿Te acuerdas de la mesa de billar?

En 1978 un grupo de amigos alquilaron un caserón en Escocia para pasar las Navidades. Molly y el hombre con quien salía entonces —un Queen’s Counsel[1] llamado Brady— escenificaron un «número» de Adán y Eva encima de una arrumbada mesa de billar; él en calzoncillos y ella en bragas y sostén, con un soporte para tacos a modo de serpiente y una bola roja a modo de manzana. La historia que había trascendido, sin embargo, la que había aparecido en una nota necrológica y era recordada por todos —incluso por algunos que habían presenciado realmente el episodio—, era que Molly, «una Nochebuena, en un castillo escocés, había bailado desnuda sobre una mesa de billar».

—Una chica encantadora —repitió Clive.

Recordaba cómo Molly le había mirado a los ojos mientras simulaba morder la manzana, cómo le había sonreído procazmente mientras hacía como si masticara, con una mano en la cadera proyectada exageradamente hacia fuera, como parodiando a una puta de music-hall. Clive lo interpretó como una señal —el modo en que ella mantuvo fijamente la mirada—, y, en efecto, volvieron el uno con el otro aquel abril. Ella se mudó a su estudio, en South Kensington, y se quedó todo el verano. Fue más o menos la época en que la columna gastronómica de Molly empezaba a acreditarse (incluso fue a la televisión a acusar a la guía Michelin de no ser sino el «kitsch de la cocina»). También él, por aquel tiempo, tuvo su primera oportunidad —Variaciones orquestales— en el Festival Hall. Era, pues, la segunda vez que estaban juntos. Ella, probablemente, no había cambiado. Pero él sí. En los diez años transcurridos había aprendido lo bastante como para permitir que ella le enseñara algunas cosas. Él siempre había pecado de exceso de vehemencia. Ella le enseñó el sigilo sexual, la esporádica necesidad de la calma. Quédate así, quieto, mírame, mírame de verdad. Somos una bomba de relojería. Él tenía casi treinta años (su desarrollo había sido tardío, según las pautas actuales). Cuando ella encontró un sitio donde vivir y se puso a hacer las maletas, Clive le pidió que se casara con él. Ella le besó, y le citó al oído: Se casó con ella para evitar su partida. / Hoy la tiene delante todo el santo día. Y tenía razón, porque cuando Molly se marchó él se sintió más feliz que nunca al quedarse solo, y escribió Tres cantos de otoño en menos de un mes.

—¿Llegaste a aprender algo de ella? —le preguntó de pronto Clive.

A mediados de la década de los ochenta, durante unas vacaciones en una finca de Umbría, Vernon tuvo también un segundo affaire con ella. A la sazón era corresponsal en Roma del diario que ahora dirigía, y estaba casado.

—Nunca puedo recordar el sexo —dijo al cabo de una pausa—. Seguro que era estupendo. Pero la recuerdo enseñándome todos los secretos de las setas boletus: cómo cogerlas, cómo cocinarlas…

Clive lo tomó como una evasiva, y decidió que él tampoco le haría confidencias. Miró hacia la entrada de la capilla. Tenían que volver. Se sorprendió diciendo con absoluta brusquedad:

—¿Sabes? Tendría que haberme casado con ella. Cuando empezó a caer por la pendiente la habría matado con una almohada, o algo parecido… Y la habría librado de la compasión general.

Vernon reía mientras conducía a su amigo fuera del Jardín de la Remembranza.

—Se dice fácil… Te veo escribiendo esa especie de himnos que los presos cantan en el patio, como esa…, ¿cómo se llama? La sufragista…

—Ethel Smyth. Yo haría cosas muchísimo mejores.

Los amigos y conocidos de Molly habrían preferido sin duda no tener que asistir a una incineración, pero George había dejado claro que no iba a haber ningún funeral. No tenía el menor deseo de oír cómo tres antiguos amantes de Molly exponían públicamente sus reflexiones al respecto desde el púlpito de Saint Martin’s o Saint James’s, o intercambiaban miradas mientras él pronunciaba su discurso. Al acercarse, Clive y Vernon empezaron a oír el confuso parloteo habitual en todo cóctel. No había bandejas con copas de champaña, ni paredes de restaurante que devolvieran el sonido, pero, si hacían abstracción de ello, bien podían encontrarse en la inauguración de alguna exposición o en algún lanzamiento mediático. Tantas caras que Clive no había visto nunca a la luz del día… Caras de aspecto horrible, como de cadáveres que se irguieran de un brinco para dar la bienvenida a los recién muertos. Vigorizado por esta inyección de misantropía, se abrió paso con brío entre el confuso murmullo, hizo caso omiso al oír que le llamaban por su nombre, retiró el codo cuando se lo asían y siguió andando hacia donde George hablaba con dos mujeres y un viejo con sombrero de fieltro y bastón.

—Hace demasiado frío, tenemos que irnos —oyó que alguien decía en voz muy alta. Pero de momento, al parecer, nadie podía escapar a la fuerza centrípeta del evento. Había perdido de vista a Vernon, que había sido requerido por el dueño de una cadena de televisión.

Al fin Clive estrechaba la mano de George en un razonable despliegue de sinceridad.

—Ha sido una ceremonia espléndida.

—Muy amable de tu parte al haber venido.

La muerte de Molly lo había ennoblecido. La gravedad apacible no era en absoluto su estilo, que siempre había sido menesteroso y adusto, ávido de gustar pero incapaz de ejercer con naturalidad la simpatía. Una pesada carga de los inmensamente ricos.

—Permíteme… —añadió—. Te presento a las hermanas Finch, Vera y Mini. Conocieron a Molly en sus tiempos de Boston. Este es Clive Linley.

Se estrecharon la mano.

—¿Es usted el compositor? —le preguntó Vera o Mini.

—Sí.

—Es un gran honor, señor Linley. Mi nieta de once años estudió su sonatina para su examen de violín, y le encantó.

—Es un placer oírlo.

El pensamiento de unos niños interpretando su música le hizo sentirse ligeramente deprimido.

—Y, también de los Estados Unidos —dijo George—, te presento a Hart Pullman.

—Hart Pullman… Por fin. Puse sus poemas de Furia en música de jazz, ¿se acuerda?

Pullman era un poeta beat, el último superviviente de la generación de Kerouac. Menudo y ajado y con aire de lagarto, torció el cuello con dificultad para alzar la cabeza hacia Clive.

—Hoy ya no recuerdo nada. Ni un jodido recuerdo… —dijo en tono afable, con una voz aguda y vivaracha—. Pero si usted lo dice, será verdad.

—Pero se acuerda de Molly, al parecer… —dijo Clive.

—¿De quién? —Pullman adoptó un semblante grave durante un par de segundos; luego rió socarronamente y agarró el antebrazo de Clive con dedos delgados y blancos—. Oh, sí, claro —dijo con su voz de Bugs Bunny—. Molly y yo nos conocimos en el 65, en el East Village. Me acuerdo de Molly, cómo no voy a acordarme… ¡Ah, amigo mío!

Clive ocultó su desasosiego mientras calculaba. Molly habría cumplido dieciséis años en junio de aquel año. ¿Por qué no había mencionado nunca aquel viaje? Trató de sonsacar al viejo en tono neutro:

—Fue a pasar el verano, supongo.

—No, no. Vino a mi fiesta de Noche de Reyes. Qué chica, ¿eh, George?

Sexo con una menor, entonces. Tres años antes de que él entrara en escena. Molly jamás le había hablado de Hart Pullman. ¿Había asistido ella al estreno de Furia? ¿Había ido luego al restaurante? No podía acordarse. Ni un jodido recuerdo al respecto…

George les había dado la espalda para hablar con las hermanas norteamericanas. Decidiendo que no tenía nada que perder, Clive ahuecó la mano en torno a la boca y se inclinó hacia Pullman para decirle al oído:

—Nunca te la follaste, saurio embustero. Molly jamás habría caído tan bajo.

No era su intención marcharse en este punto, porque quería oír la réplica de Pullman, pero en aquel preciso instante terciaron desde derecha e izquierda dos ruidosos grupitos —uno para presentar sus respetos a George y el otro para honrar al poeta eximio—, y Clive, en medio de un remolino de cambios de emplazamiento, se encontró otra vez solo y alejándose del grupo. Hart Pullman y Molly adolescente. Asqueado, volvió a abrirse paso entre la gente y llegó a un pequeño claro, y se quedó allí de pie, felizmente ignorado, mirando a su alrededor a amigos y conocidos absortos en sus charlas. Se sentía el único entre todos ellos que de verdad echaba de menos a Molly. Si se hubiera casado con ella, tal vez habría sido peor que George; tal vez ni habría tolerado siquiera aquella reunión en su nombre. Ni su indefensión. Se habría echado sobre la palma treinta pastillas para dormir de la botellita oblonga y parda de plástico. Luego la mano y el mortero, y un vaso largo de whisky. Tres cucharadas de una sustancia blanca amarillenta. Ella le habría mirado al tomarlo, como si lo supiera. Le habría puesto la mano izquierda bajo la barbilla para recoger lo que se le fuera deslizando de la boca. Y la habría tenido abrazada mientras dormía, y luego la noche entera.

Nadie más la echaba en falta. Miró a su alrededor: muchos de los asistentes tenían más o menos su edad (la de él, la de Molly). Cuán prósperos, cuán influyentes, cómo habían medrado con aquel gobierno que antes habían despreciado durante casi diecisiete años. He ahí a tu generación. Tanta energía, tanta suerte… Alimentados en la posguerra a los pechos del Estado, y luego sostenidos por la inocua, vacilante prosperidad de sus progenitores, se habían hecho hombres y mujeres en el pleno empleo, en las nuevas universidades, en los luminosos libros de bolsillo, en la era augusta del rock and roll, de los ideales realizables. Cuando la escalera se había hundido a su espalda, ellos ya estaban a salvo, ellos ya se habían asentado, ellos ya se habían establecido y ya habían dado forma a esto y aquello: el gusto, la opinión, la riqueza…

Oyó que una mujer gritaba en tono alegre:

—¡No siento las manos ni los pies, así que me voy!

Al volverse, Clive vio a un joven que, a su espalda, estaba a punto de tocarle el hombro. De unos veintitantos años, calvo (o rapado), con traje gris, sin abrigo.

—Señor Linley, siento inmiscuirme en sus pensamientos —dijo el joven, retirando la mano.

Clive dio por sentado que era un músico, o alguien que quería pedirle un autógrafo, y su cara adoptó la viva estampa de la paciencia.

—No se preocupe.

—Me preguntaba si tendría tiempo para venir a charlar un momento con el ministro de Asuntos Exteriores. Tiene muchas ganas de conocerle.

Clive frunció los labios. No tenía el menor deseo de que le presentaran a Julian Garmony, pero tampoco quería caer en el extremo de desairarle. No había escapatoria.

—Guíeme —dijo, y el joven le condujo a través de los diversos grupos de amigos y conocidos (algunos de los cuales adivinaron adonde se dirigía y trataron de atraerlo al grupo para librarlo de su guía).

—Eh, Linley. ¡No hables con el enemigo!

El enemigo, ciertamente. ¿Qué es lo que la había atraído de él? Era un tipo físicamente extraño: cabeza grande, pelo negro ondulado (todo suyo, sin postizos ni trasplantes), extrema palidez, labios finos, carentes de toda sensualidad. Se había hecho un hueco en la política merced a una nada excepcional panoplia de opiniones xenófobas y punitivas. La explicación de Vernon al interrogante de su atractivo había sido siempre bien sencilla: los bastardos de alto rango eran muy calientes en la cama. Pero eso lo podría haber encontrado Molly en cualquier otro. También debió de influir el talento oculto que lo había aupado hasta donde estaba, y que ahora incluso lo empujaba a disputarle el puesto al primer ministro.

El ayudante dejó a Clive en un grupo que rodeaba al ministro casi por completo. Garmony pronunciaba unas palabras o contaba alguna anécdota. Al ver a Clive interrumpió su parlamento, alargó la mano hacia él y le susurró en tono intenso, como si estuvieran solos:

—Llevo años queriendo conocerle.

—Mucho gusto.

Garmony volvió a hablar para su auditorio, en el que había dos hombres jóvenes con el aire agradable y abiertamente poco honrado de quienes habitualmente aparecen en las columnas de actualidad. El ministro estaba actuando, y Clive le servía de puntal:

—Mi mujer se sabe de memoria unas cuantas piezas suyas.

Una vez más… Clive se preguntó: ¿era un compositor tan manso y domesticado como algunos de sus críticos más jóvenes afirmaban? ¿Era algo así como el Gorecki del «hombre pensante»?

—Debe de ser buena —dijo.

Había pasado ya algún tiempo desde la última vez que había observado a un político de cerca, y lo que había olvidado era el movimiento de los ojos, el incesante rastreo de las nuevas captaciones y defecciones, o de la proximidad de algún personaje de mayor rango, o de cualquier otra oportunidad interesante que pudiera presentársele.

Ahora Garmony miraba a su alrededor, asegurándose a su auditorio.

—Era muy buena. Primero Goldsmith’s, luego el Guildhall. Tenía una fabulosa carrera por delante… —Hizo una pausa en busca de un efecto humorístico—. Y entonces se encontró conmigo y eligió medicina.

Sólo su ayudante y otro miembro de su séquito, una mujer, rieron con risita ahogada. Los periodistas no se inmutaron. Quizá ya conocían el jocoso comentario.

Los ojos del ministro de Asuntos Exteriores habían vuelto a fijarse en Clive.

—Y otra cosa. Quería felicitarle por la adjudicación de ese encargo. La Sinfonía del Milenio. ¿Sabe que la decisión hubo de tomarse en consejo de ministros?

—Eso oí. Y que usted votó por mí.

Clive había conferido a su respuesta un tono como de cansancio, pero Garmony reaccionó como si acabaran de darle las más efusivas gracias.

—Era lo menos que podía hacer. Algunos de mis colegas se decantaron por esa estrella pop, el ex Beatle. En fin, ¿cómo va la cosa? ¿Casi terminada?

—Casi.

Clive tenía entumecidas las extremidades desde hacía media hora, pero era ahora cuando el frío había conseguido apoderarse de su tronco. En la calidez de su estudio estaría en mangas de camisa, trabajando en las páginas finales de la sinfonía, cuyo estreno habría de tener lugar unas semanas después. Había agotado ya dos plazos de entrega, y ansiaba verse de nuevo en casa.

Tendió la mano a Garmony.

—Encantado de conocerle. Me temo que tengo que irme.

Pero el ministro no aceptaba su mano, y hablaba como volcado en él, pues al parecer aún quería obtener algo de la presencia de aquel compositor famoso.

—¿Sabe? A menudo he pensado que es la libertad de que disfrutan los artistas como usted para llevar a cabo su trabajo lo que hace que el mío merezca la pena…

Siguió en el mismo tono unos instantes, mientras Clive mantenía la mirada fija, sin permitir que su creciente desagrado asomara a su semblante. Garmony también pertenecía a su generación. El alto cargo que ocupaba había erosionado su capacidad de hablar de tú a tú con los desconocidos. Acaso era eso lo que le ofrecía a Molly en la cama: la emoción de lo impersonal. Un hombre que se mueve ante los espejos. Pero sin duda Molly prefería el calor emocional. Quédate así, quieto, mírame, mírame de verdad… Acaso no había sido más que un error. Lo de Molly y Garmony. En cualquier caso, a Clive la idea se le antojaba ahora insoportable.

El ministro de Asuntos Exteriores llegó a una conclusión:

—Son las tradiciones las que hacen de nosotros lo que somos.

—Me estaba preguntando —dijo Clive al ex amante de Molly— si está usted a favor de la horca.

Garmony era perfectamente capaz de hacer frente a aquel sesgo inesperado, pero sus ojos se endurecieron.

—Creo que la mayoría de la gente conoce mi posición al respecto. Entretanto, me complace aceptar el punto de vista del Parlamento y la responsabilidad colectiva del gabinete.

Se había puesto en guardia, y empezaba a desplegar su encanto. Los dos periodistas se acercaron unos pasos con sus cuadernos en ristre.

—Usted dijo en un discurso que Nelson Mandela merecía ser colgado.

Garmony, que debía visitar Sudáfrica el mes siguiente, sonrió con calma. El discurso en cuestión había sido sacado a la luz recientemente —y de forma bastante insidiosa— por el diario de Vernon.

—No creo que sea razonable ligar a las personas a cosas que dijeron cuando eran unos universitarios exaltados. —Hizo una pausa para reír entre dientes—. Hace casi treinta años. Apuesto a que usted también dijo o pensó cosas horribles en el pasado.

—Sí, por supuesto —dijo Clive—. Y me refiero a eso, precisamente. Si se hubiera hecho entonces lo que usted postulaba, hoy no habría muchas posibilidades de cambiar las cosas.

Garmony inclinó la cabeza brevemente en señal de reconocimiento.

—Una observación muy justa. Pero en el mundo real, señor Linley, ningún sistema judicial se halla libre de error humano.

Entonces el ministro de Asuntos Exteriores hizo algo extraordinario que echaba por tierra por completo la teoría de Clive sobre los efectos de los cargos públicos en quienes los desempeñaban, y que luego, retrospectivamente, se vería obligado a admirar. Garmony alargó una mano y, con el índice y el pulgar, agarró a Clive por la solapa del abrigo y, atrayéndolo hacia sí, le dijo con voz que nadie más que él pudo oír:

—La última vez que vi a Molly me dijo que eras impotente. Que siempre lo fuiste.

—Qué tontería. Jamás te dijo eso.

—Te ves obligado a negarlo, por supuesto. La cuestión es la siguiente: podemos discutir el asunto aquí mismo, ante todos estos caballeros, o puedes largarte con viento fresco después de despedirte cortésmente. O dicho de otro modo: vete a tomar por el culo.

La comunicación fue rápida y apremiante, y en cuanto terminó Garmony volvió a erguirse, y, radiante, le dio un fuerte apretón de manos a Clive y llamó a su ayudante para decirle:

—El señor Linley ha tenido la amabilidad de aceptarme una invitación a cenar.

Esto último era quizá una contraseña entre ambos, porque el joven se adelantó con prontitud y condujo a Clive fuera del semicírculo mientras Garmony le daba la espalda y decía a los periodistas:

—Un gran hombre, Clive Linley. Airear las diferencias y seguir siendo amigos… La esencia de la vida civilizada, ¿no creen?

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