Amsterdam

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I Parte » Capítulo 2

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Una hora después, el coche de Vernon (absurdamente pequeño para necesitar un chófer) dejaba a Clive en South Kensington. Vernon se bajó para despedirse.

—Una ceremonia horrible.

—Ni una mísera copa.

—Pobre Molly.

Clive entró en casa y se quedó unos instantes en el recibidor, embebiéndose del calor de los radiadores y del silencio. Una nota del ama de llaves le comunicaba que había un termo de café en el estudio. Sin quitarse el abrigo, subió hasta allí, cogió un lápiz y una hoja de papel pautado, se apoyó sobre el piano de cola y escribió las diez notas descendentes. Se quedó junto a la ventana, mirando fijamente la página e imaginando los chelos de contrapunto. Había muchos días en que el encargo de escribir una sinfonía para el milenio se le antojaba algo doloroso y absurdo: una intromisión burocrática en su independencia creativa; la duda respecto a dónde exactamente debería Giulio Bo, el gran director de orquesta italiano, ensayar con la British Symphony Orchestra; la irritación leve pero constante causada por la persecución sobreexcitada u hostil de la prensa; el hecho de haber incumplido ya dos plazos de entrega (todavía faltaban varios años para el milenio)… Había también días como aquél, en que no pensaba sino en la música misma y se le hacía difícil estar fuera de casa. Con la mano izquierda aún entumecida por el frío en el bolsillo del abrigo, se sentó al piano y tocó el pasaje tal como lo había escrito: lento, cromático, rítmicamente «travieso». En él, de hecho, había dos indicaciones de compás. Luego, siempre con la mano derecha y despaciosamente, a media velocidad, improvisó la línea ascendente de los chelos, y la tocó varias veces, con variaciones, hasta que se sintió satisfecho. Escribió el nuevo pasaje, que se inscribía en el registro agudo de los chelos y habría de sonar como un furioso arrebato de energía contenida. Energía que luego, en la parte final de la sinfonía, sería liberada y daría paso al júbilo.

Dejó el piano y se sirvió un café, que tomó en el sitio de siempre, al lado de la ventana. Las tres y media, y ya había oscurecido lo bastante como para encender las luces. Molly era cenizas. Trabajaría toda la noche y dormiría hasta la hora del almuerzo. En realidad no había mucho más que hacer. Haz algo, y muere. Cuando terminó el café volvió a cruzar el estudio y se quedó de pie junto al piano, inclinado sobre el teclado, sin quitarse el abrigo, a la exhausta luz de la tarde, mientras tocaba con ambas manos las notas que acababa de escribir. Era casi perfecto, casi verdad. Sugerían un desnudo anhelo de algo fuera de alcance. Alguien. Era en momentos como éste cuando solía telefonear a Molly para pedirle que viniera, cuando se sentía demasiado inquieto para sentarse al piano durante mucho tiempo, demasiado excitado por nuevas ideas para poder estar tranquilo. Si estaba libre, Molly iba a su casa y hacía té, o preparaba combinados exóticos, y se sentaba en aquel viejo y gastado sillón del rincón del estudio. Hablaban, o ella le pedía que tocara algo, y se quedaba escuchando con los ojos cerrados. Sus gustos eran sorprendentemente austeros para alguien tan amante de las fiestas. Bach, Stravinski, muy de cuando en cuando Mozart. Pero para entonces ya no era una jovencita, ni su amante. Eran camaradas, demasiado irónicos el uno con el otro como para sentir pasión; y les gustaba sentirse libres para poder hablar con franqueza de sus asuntos amorosos. Molly era como una hermana, y juzgaba a sus mujeres con mucha más generosidad de la que él mostraría jamás respecto a sus hombres. Otras veces hablaban de música o de comida. Ahora ella era fina ceniza en una urna de alabastro que George conservaría en lo alto del armario de su cuarto.

Por fin entró en calor, aunque seguía sintiendo un hormigueo en la mano izquierda. Se quitó el abrigo y lo tiró sobre el sillón de Molly. Antes de volver al piano, recorrió las habitaciones y fue encendiendo las luces. Durante más de dos horas hizo pequeños arreglos a las partes de chelo, e incorporó nueva orquestación, sin reparar en la oscuridad del exterior ni en las amortiguadas y discordantes notas de pedal de la hora punta vespertina. Era sólo un pasaje-puente hacia el final, y lo que le fascinaba era la promesa, la aspiración —la imaginaba como una larga y vieja escalinata que fuera perdiéndose de vista hacia lo alto—, el anhelo de ascender y ascender y finalmente llegar, mediante un giro expansivo, a una tonalidad lejana, remota, y luego, con briznas de sonido que fueran disipándose como niebla que se desvanece, a un tema final, a un canto de adiós, a una melodía reconocible de punzante belleza que trascendiera su calidad de ajena a las modas y diera la sensación, a un tiempo, de duelo por el siglo que quedaba atrás, con su crueldad sin sentido, y de celebración de su brillante inventiva. Mucho después de que la exaltación del estreno hubiera cesado, mucho después de que las celebraciones del milenio, los fuegos artificiales y los análisis y las historias «envasadas» acerca de él hubieran quedado atrás, aquella melodía irresistible perduraría como la elegía de nuestro siglo muerto.

Y no se trataba sólo de un sueño de Clive: era también el anhelo del comité adjudicador del encargo al elegir a un compositor capaz de plasmar tal tránsito ascendente en una suerte de metáfora de peldaños antiguos y labrados en piedra. Hasta sus seguidores incondicionales, al menos en los años setenta, le calificaban de «archiconservador», mientras sus críticos preferían tacharle lisa y llanamente de «atavismo». Aunque todos convenían en que —junto con Schubert y McCartney— Linley era capaz de componer una melodía. La obra había sido encargada con la suficiente antelación como para que pudiera ir «infiltrándose» gradualmente en la conciencia de la gente; por ejemplo, se le había sugerido a Clive la posibilidad de que uno de sus pasajes para instrumentos de metal —que había de ser «ruidoso» y redundante— pudiera convertirse en sintonía del principal telediario de la noche. El comité, calificado por el establishment musical de «medianamente cultivado», anhelaba sobre todo una sinfonía de la que al menos pudiera entresacarse una melodía, un himno, una elegía en honor del recién concluido y vilipendiado siglo que pudiera incorporarse a los actos oficiales, al modo en que lo había sido «Nessun dorma» en cierto torneo de fútbol. Sería, pues, utilizada para tal celebración y luego liberada para correr su propia suerte y vivir una vida independiente en el corazón de las gentes durante el tercer milenio.

Para Clive Linley la cuestión era sencilla. Se consideraba a sí mismo heredero de Vaughan Williams, y juzgaba fuera de lugar la utilización de términos tales como «conservador» en aquel ámbito, pues no eran sino préstamos erróneos del vocabulario de la política. Además, durante la década de los setenta, cuando él empezaba a ser conocido, la música atonal y aleatoria, la secuencia tonal, la electrónica, la desintegración del sonido en ruido —todo el proyecto modernista, de hecho— se habían convertido en la ortodoxia enseñada en las escuelas. Sin duda eran los defensores de este canon, y no él, los reaccionarios. En 1975 había publicado un libro de un centenar de páginas que, como todo buen manifiesto, era a un tiempo un ataque y una apología. La vieja guardia del modernismo había encerrado a la música en la mazmorra de la academia, donde había sido celosamente profesionalizada, aislada y convertida en estéril, una vez arrogantemente roto el pacto vital que la ligaba al gran público. Clive ofrecía una sardónica reseña de un «concierto» subvencionado con fondos públicos en un salón parroquial casi vacío, donde las patas del piano habían sido golpeadas durante más de una hora por el mástil roto de un violín. En las notas al programa se explicaba, con referencias al Holocausto, por qué en aquel estadio de la historia europea no era viable un tipo de música distinta. En las pequeñas mentes de los fanáticos, insistía Clive, cualquier forma de éxito, por limitado que fuera, cualquier estima pública por cualquier tipo de cosa, era prueba inequívoca de componenda estética y de fracaso. Cuando las historias de la música del siglo XX en Occidente fueran definitivamente elaboradas, el éxito se atribuiría al blues, al jazz, al rock y a las tradiciones en constante evolución de las músicas populares. Tales formas demostraban sobradamente que la melodía, la armonía y el ritmo no eran incompatibles con la innovación. En la música que podría denominarse artística, sólo a la primera mitad del siglo se le atribuiría una importancia relevante, y apenas se salvarían de la mediocridad unos cuantos compositores, entre los que Clive no incluía al último Schönberg ni a músicos «por el estilo».

Hasta aquí el ataque. La apología tomaba prestada, distorsionándola, la ajada divisa del Eclesiastés: era hora de rescatar la música de manos de los comisarios; era hora de reafirmar la naturaleza esencialmente comunicativa de la música, ya que, en Europa, había sido forjada en una tradición humanista que había reconocido siempre el enigma de la naturaleza humana; era hora de aceptar que una representación pública era una «comunión secular»; y era hora de reconocer la primacía del ritmo y el sonido y la naturaleza elemental de la melodía. Para que esto tuviera lugar sin que nos limitáramos a repetir la música del pasado, era necesario que elaboráramos una definición contemporánea de la belleza, lo cual, a su vez, no era posible sin aprehender una «verdad fundamental». En este punto Clive se basaba osadamente en ciertos ensayos inéditos y altamente especulativos de un colega de Noam Chomsky, que había tenido ocasión de leer estando de vacaciones en la casa del autor en Cape Cod: nuestra capacidad para «leer» ritmos, melodías y armonías gratas, al igual que la capacidad exclusivamente humana para aprender el lenguaje, nos era dada genéticamente. Según habían comprobado los antropólogos, el ritmo, la melodía y la armonía existían en todas las culturas musicales del planeta. Nuestro oído para la armonía era un elemento «integrado». (Más aún: sin la existencia de un contexto armónico, la discordancia —o ausencia de armonía— carecía de sentido, no era en absoluto interesante). La comprensión de una línea de una melodía era un acto mental complejo, pero podía realizarlo incluso un niño de corta edad; nacíamos dentro de una herencia, pertenecíamos a la especie del Homo musicus. Definir la belleza de la música debía entrañar por tanto una definición de la naturaleza humana, lo cual nos hacía volver de nuevo a las humanidades y a la esencia comunicativa de la especie.

La publicación de Recordar la belleza, de Clive Linley, se hizo coincidir con el estreno en el Wigmore Hall de su Derviches sinfónicos para virtuosos de cuerda, obra de un torrente polifónico tan brillante, quebrado por tal hipnótico lamento, que fue odiada y amada en igual medida, lo que afianzó la reputación de su autor e impulsó la difusión de su libro.

Consideraciones creativas aparte, la elaboración de una sinfonía es físicamente ardua. Cada segundo de ella implica la escritura, nota a nota, de las partes de hasta dos docenas de instrumentos, y una primera ejecución, y la realización de ajustes en la partitura, y nuevas ejecuciones y reescrituras, para al cabo sentarse en silencio, escuchando cómo el oído interno sintetiza y orquesta el despliegue vertical de anotaciones y tachaduras; y otra vez las correcciones hasta que los compases lleguen a sucederse como es debido, y otra vez la interpretación al piano del resultado. A medianoche Clive había desarrollado y escrito todo el pasaje ascendente, y acometía el gran paréntesis orquestal que precedería al cambio de tono. A las cuatro de la madrugada había compuesto las partes más importantes, y sabía exactamente cómo iba a funcionar la modulación, cómo la niebla acabaría por disiparse.

Se levantó del piano, exhausto, satisfecho con sus progresos, pero un tanto aprensivo: había llevado aquella ingente «maquinaria de sonido» hasta un punto en el que se hacía ya factible la escritura del final, pero tan sólo podría llevarla a cabo merced a la inspirada invención de una melodía final, en su forma más sencilla y prístina, plasmada escuetamente por un solo instrumento de viento, o tal vez por los primeros violines. Había llegado al «corazón» de la obra, y sintió un gran peso sobre sus espaldas. Apagó las luces y bajó a su cuarto. No tenía ni el menor boceto de partida, ni un ápice de una idea, ni siquiera un barrunto, y no iba a conseguirlo por mucho que se sentara al piano y frunciera el ceño con insistencia. Llegaría a su debido tiempo. Sabía por experiencia que lo mejor que podía hacer era relajarse, distanciarse un tanto, sin dejar de permanecer atento, receptivo. Tendría que dar un largo paseo por el campo, o incluso una larga serie de ellos. Necesitaba montañas, vastos cielos. El Distrito de los Lagos, quizá. Las mejores ideas solían llegarle por sorpresa, al término de una caminata de treinta kilómetros, cuando su mente se hallaba «en otra parte».

En la cama al fin, tendido boca arriba en la total negrura, aún tenso y vibrante por el esfuerzo mental, empezó a ver unos irregulares bastoncillos de colores primarios que le surcaban la retina, que se doblaban y retorcían hasta estallar en briznas de luz. Tenía los pies helados, y los brazos y el pecho ardientes. La inquietud por el trabajo se había transmutado en el «sonido» más elemental de un mero miedo nocturno: la enfermedad y la muerte, abstracciones que pronto convergieron en la sensación que seguía teniendo en la mano izquierda. La tenía fría y rígida, y como con un hormigueo, como si hubiera estado sentado sobre ella mucho tiempo. Se dio un masaje con la mano derecha, y luego se buscó el calor del vientre. ¿No era el tipo de sensación que Molly había experimentado al llamar a un taxi a la entrada del Dorchester Grill? Él no tenía compañera, ni esposa, ni ningún George que pudiera cuidar de él, lo cual era quizá una bendición. Pero ¿qué le esperaba, entonces? Se dio la vuelta hasta quedar sobre un costado, y se arropó cuanto pudo con las mantas. La residencia de ancianos, la televisión en la sala comunal, el bingo, los varones viejos con sus pitillos y sus orines y sus babas. No lo consentiría. A la mañana siguiente iría al médico. Pero era eso lo que Molly había hecho, y la habían enviado a hacerse análisis. Podían llevar a cabo el seguimiento de tu declive, pero no podían evitarlo. Lo mejor, pues, era mantenerse lejos de los médicos. Seguir tu propio declive, y cuando ya no te fuera posible trabajar, o vivir con dignidad, acabar contigo mismo. Pero ¿cómo podría él evitar traspasar ese punto de no retorno al que había llegado Molly de forma tan vertiginosa, estando como estaría demasiado desvalido, demasiado desorientado, demasiado idiotizado para darse muerte?

¡Ridículos pensamientos! Se incorporó, buscó la lámpara de la mesilla y cogió de debajo de una revista las píldoras para dormir que normalmente procuraba no tomar. Cogió una, se recostó sobre las almohadas y se puso a masticarla despacio. Sin dejar de darse masajes en la mano izquierda, trató de consolarse con pensamientos sensatos. Había tenido la mano expuesta al frío demasiado tiempo, eso era todo. Amén del sumo cansancio. Su cometido en la vida era el trabajo, acabar aquella sinfonía mediante el hallazgo de una cima lírica. Lo que le había estado angustiando una hora antes era ahora su consuelo, y al cabo de diez minutos apagó la luz y se tendió sobre un costado. Siempre le quedaba el trabajo. Pasearía por el Distrito de los Lagos. Los nombres mágicos empezaban ya a hacer de lenitivo: Blea Rigg, High Stile, Pavey Ark, Swirl How. Pasearía por Langstrath Valley, cruzaría el arroyo y subiría hacía Scafell Pike, y regresaría a casa por Allen Crags. Conocía bien el camino. Marchando a buen paso por lo alto de la montaña recuperaría las energías, y vería las cosas con claridad.

Había bebido su «cicuta», ya no se vería asaltado por torturadoras fantasías. El solo pensamiento le sirvió de alivio, y, mucho antes de que la química alcanzara su cerebro, había encogido las piernas hacia el pecho y, ya liberado, se había quedado quieto. Hard Knott, Ill Bell, Cold Pike, Poor Crag[2], Pobre Molly…

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