Amsterdam

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III Parte » Capítulo 1

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A Clive no le cabía la menor duda: la melodía se le seguiría mostrando esquiva mientras se quedara en Londres, en su estudio. Lo intentaba día tras día: pequeños esbozos, osadas fintas, pero no lograba sino fragmentos, «citas» —ligera o concienzudamente disfrazadas— de su obra anterior. Nada afloraba libre —en su propio lenguaje, con su propia autoridad—, capaz de ofrecer el elemento de sorpresa que habría de constituir una garantía de originalidad. Día tras día, después de abandonar estas tentativas, dedicaba su esfuerzo a tareas más fáciles, más anodinas, como dar cuerpo a las orquestaciones, reescribir las confusas páginas de papel pautado y trabajar en una resolución articulada de acordes menores que marcaran el comienzo del movimiento lento. Tres citas escalonadas en el curso de ocho días le impidieron salir para el Distrito de los Lagos. Unos meses antes había prometido asistir a una cena para recaudar fondos; como un favor a un sobrino que trabajaba en la radio, había aceptado dar una charla de cinco minutos en su emisora; y se había dejado persuadir para formar parte del jurado en un concurso de composición de un colegio local. Por último, había tenido que posponer su viaje un día más porque Vernon quería verle.

Durante este tiempo, cuando no estaba trabajando, Clive estudiaba los mapas, aplicaba cera líquida a sus botas de marcha y comprobaba el buen estado de su equipo, operaciones todas ellas importantes cuando se planeaba una excursión de invierno por las montañas. Podría haberse tomado la licencia de no cumplir sus compromisos poniendo como excusa el espíritu libre del artista, pero detestaba dar muestras de este tipo de arrogancia. Tenía varios amigos que jugaban la carta de la genialidad cuando les convenía, y dejaban de aparecer en este o aquel acto en la creencia de que cualquier trastorno causado en el ámbito local no podía sino acrecentar el respeto por la naturaleza absorbente e imperiosa de su noble vocación artística. Estos individuos —los novelistas eran, con mucho, los peores— se las arreglaban para convencer a amigos y familiares de que no sólo sus horas de trabajo, sino cada cabezada o cada paseo, cada rato de silencio, depresión o borrachera llevaba en sí mismo el marchamo exculpatorio de una alta meta. Una máscara para ocultar la mediocridad, en opinión de Clive. No dudaba que la vocación artística fuera alta y noble, pero el mal comportamiento no era parte integrante de ella. Quizá en cada siglo se dieran una o dos excepciones. Beethoven, por ejemplo; Dylan Thomas, rotundamente no.

Clive no le contó a nadie que se había estancado en su trabajo. Dijo, en lugar de ello, que se tomaba unas vacaciones para practicar el excursionismo de montaña. De hecho, no se consideraba en absoluto «varado». A veces el trabajo era arduo, y uno tenía que hacer lo que la experiencia le hubiera enseñado que resultaba más efectivo. Así que se quedó en Londres, asistió a la cena, dio la charla, hizo de jurado en el certamen y, por primera vez en su vida, tuvo un desacuerdo serio con Vernon. Y hubo de esperar hasta el primer día de marzo para ir a la estación de Euston y encontrar un compartimento de primera clase libre en el tren con destino a Penrith.

Le gustaban los viajes en tren por el ritmo sedante que imprimían a los pensamientos (justo lo que necesitaba tras su enfrentamiento con Vernon). Pero acomodarse en su asiento de primera clase no le resultó tan fácil como había imaginado. Al avanzar por el andén con talante taciturno se había detectado cierta irregularidad en el andar, como si tuviera una pierna más larga que la otra. Una vez hubo encontrado el compartimento, ocupó su asiento y se quitó un zapato y descubrió una aplastada masa negra de chicle incrustada en la estría en zigzag de la suela. Con el labio superior arqueado en una mueca de disgusto, aún seguía raspando, restregando y cortando con una navaja aquella masa informe cuando el tren inició la marcha. Bajo la pátina de mugre, el chicle conservaba su color levemente rosa, como de carne, y su olor a menta, aunque débil, seguía siendo claramente perceptible. Cuán horrible aquel íntimo contacto con algo que había estado en la boca de un desconocido; qué inmensa vulgaridad la de la gente que mascaba chicle y lo dejaba caer de la boca dondequiera que se encontrara en ese momento. Volvió de lavarse las manos, se pasó varios minutos buscando con desesperación sus gafas de leer, que al cabo encontró en el asiento contiguo, y cayó en la cuenta de que no se había llevado ninguna pluma ni bolígrafo. Cuando finalmente dirigió su atención al exterior de la ventanilla, se había asentado en él una familiar misantropía que le movía a no ver en el paisaje poblado de edificios que iba deslizándose fuera sino fealdad y actividad vana.

En su rincón del oeste de Londres, y en su ensimismada jornada diaria, a Clive le resultaba fácil pensar en la civilización como suma de todas las artes, a las que habría que añadir sin duda el diseño, la cocina, el buen vino, etcétera. Pero ahora se le presentaba tal cual era realmente: kilómetros y kilómetros cuadrados de precarias casas modernas cuyo principal objeto era sustentar las antenas de televisión, tanto convencionales como parabólicas; fábricas productoras de quincalla inútil que se anunciaba en televisión (y, en sombríos solares, filas de camiones listos para distribuirla); y, por todas partes, carreteras y carreteras y la tiranía del tráfico. Parecía la mañana siguiente a una de esas estentóreas fiestas que se prolongan hasta altas horas de la madrugada. Nadie había querido que fuera así, pero a nadie se le había preguntado. Nadie lo había planificado de ese modo, a todo el mundo le disgustaba, pero la mayoría de la gente tenía que vivir en ello. Al contemplar tal panorama un kilómetro tras otro, ¿quién habría podido adivinar que había existido alguna vez la gentileza o la imaginación, que habían existido seres como Purcell o Britten, como Shakespeare o Milton? De cuando en cuando, a medida que el tren ganaba velocidad e iba dejando atrás Londres, surgían trechos de campo, y con ellos las primeras muestras de belleza, o de memoria de ella, hasta que segundos después se desvanecían ora en un río canalizado hacia una presa de hormigón, ora en un brusco terreno agrícola sin setos ni árboles, y otra vez las carreteras, nuevas carreteras que surcaban el espacio impúdica, interminablemente, como si lo único que importara fuera estar lejos, en cualquier otra parte. En lo que concernía al bienestar de cualquier otra forma viviente sobre la tierra, el proyecto humano no sólo era un fracaso sino un inmenso error desde su inicio mismo.

Pero si a alguien había que culpar de su ánimo sombrío era a Vernon. Clive había utilizado aquella línea a menudo en el pasado, y la vista jamás se le había antojado tan deprimente. Tampoco podía achacarlo al chicle, o a la pluma o bolígrafo olvidados. La disputa de la noche anterior seguía resonando en sus oídos, y Clive temía que tal eco pudiera perseguirle hasta las montañas y hurtarle toda posible paz. Y lo que pervivía ahora en él no era exactamente un choque frontal de voces, sino una creciente consternación ante la conducta de su amigo, y la sensación cada vez más viva de que jamás había conocido realmente a Vernon. Apartó la mirada de la ventanilla. La semana anterior, sin embargo, le había hecho una petición de lo más inusitada e íntima. Qué gran error, especialmente ahora que la sensación de su mano izquierda había desaparecido por completo. No había sido sino una necia ansiedad sólo motivada por la incineración de Molly. Uno de esos brotes ocasionales de miedo a la muerte. Pero cuán vulnerable se había hecho a sí mismo aquella noche. No era un gran consuelo que Vernon, luego, le hubiera pedido lo mismo; a él no le había costado más que escribir una apresurada nota e introducirla por debajo de la puerta. Aquello era quizá una muestra de cierta… asimetría en su amistad, algo que siempre había estado allí y que Clive, consciente de ello en algún rincón de su corazón, siempre había apartado de su mente mientras se reprochaba el albergar pensamientos que no merecían ningún crédito. Hasta aquel momento. Sí, existía cierta asimetría en su amistad, lo cual, analizado detenidamente, hacía menos sorprendente la confrontación de la noche anterior.

Hubo un tiempo, por ejemplo, en que Vernon vivió en su casa durante un año y jamás le ofreció cantidad alguna en concepto de alojamiento. Y, en general, ¿no era cierto que durante todos aquellos años había sido Clive y no Vernon quien había aportado «cosas» (en todos los sentidos) a la relación? ¿Quién ponía el vino, la comida, la casa, los músicos y otras amistades interesantes? ¿Quién conseguía que Vernon fuera invitado a pasar temporadas con alegres amigos en casas alquiladas en Escocia, en las montañas del norte de Grecia, en las orillas de Long Island? ¿Cuándo le había propuesto y facilitado a él Vernon algún placer fascinante? ¿Cuándo había sido la última vez que Vernon le había invitado a su casa? Hacía tres o cuatro años, quizá. ¿Por qué jamás había reconocido Vernon debidamente el acto de amistad que suponía el haberle prestado una elevada suma de dinero para ayudarle a salir de un grave apuro? Cuando Vernon tuvo que guardar cama con una enfermedad de la columna, Clive fue a visitarle casi diariamente. Pero cuando Clive resbaló en la acera enfrente de su casa y se rompió el tobillo, Vernon se limitó a mandar a su secretaria con una bolsa de libros de la sección cultural de El Juez (de los enviados por las editoriales como propaganda).

Con más crudeza aún: ¿qué había sacado realmente él, Clive, de su amistad con Vernon? Había dado, sí, pero ¿había recibido alguna vez algo a cambio? Tenían en común a Molly, y estaban todos aquellos años, y los hábitos de la amistad, pero en el núcleo de todo ello, en realidad, no había nada. Para Clive, al menos. Una explicación generosa de tal asimetría habría quizá invocado la pasividad y ensimismamiento de Vernon. Ahora, tras la noche anterior, Clive se inclinaba a interpretar estas características como meros elementos de algo más general: la falta de principios de Vernon.

Al otro lado de la ventanilla, sin que Clive pudiera verlo, desfilaban unos bosques de hoja caduca, con su plateada geometría invernal de heladas sin derretir. Más adelante, un despacioso río se abría paso entre las juncias, y, más allá de las tierras inundadas, se veían pastos helados flanqueados por muros de mampostería. En las lindes de una población de aire ajado, enmohecido, una extensión de terreno industrial baldío estaba siendo devuelta al bosque; árboles recién plantados en tubos de plástico se extendían casi hasta el horizonte, donde los bulldozers esparcían la capa más superficial de la tierra sobre el terreno. Pero Clive, sumido en los meandros autopunitivos de su ferviente divagación social, miraba fijamente hacia adelante, hacia el asiento vacío que tenía enfrente, y distorsionaba y coloreaba el pasado a través del prisma de su infelicidad. De vez en cuando lo distraían otros pensamientos, y a ratos leía algo, pero en general ése fue el tema recurrente de su viaje hacia el norte: la larga y estudiada redefinición de una amistad.

Unas horas después, en Penrith, fue un gran alivio «apearse» de sus meditaciones y recorrer el andén con las bolsas del equipaje y salir de la estación en busca de un taxi. Faltaban aún treinta kilómetros para Stonethwaite, y se sintió feliz al enfrascarse en una conversación trivial con el taxista. Dado que no era fin de semana y estaban en temporada baja, Clive era el único huésped del hotel. Había pedido la habitación en que se había hospedado las tres o cuatro veces que había estado allí antes, la única que disponía de una mesa para trabajar. A pesar del frío, abrió la ventana para poder respirar, mientras deshacía el equipaje, el inconfundible aire invernal de la tierra de los lagos: agua con turba, roca húmeda, tierra musgosa. Comió solo en el bar, bajo la mirada de un zorro disecado, petrificado en actitud predatoria dentro de una vitrina. Tras un corto paseo en total oscuridad por el perímetro vallado del aparcamiento del hotel, volvió al interior, dio las buenas noches a la camarera que le había atendido y subió a su exiguo cuarto. Después de leer durante una hora, se quedó tendido en la cama, a oscuras, escuchando el arroyo crecido y rumoroso, sabiendo que el tema recurrente del tren habría de volver a su cabeza tarde o temprano, y que era preferible plegarse a él en aquel momento que verse obligado a soportarlo al día siguiente durante el paseo. Aunque no era el desencanto lo que le forzaba ahora a volver sobre ello. Estaban sus recuerdos de la conversación, pero también algo que iba más allá; lo que se había dicho, y lo que le gustaría decirle a Vernon ahora, después de haber tenido varias horas para reflexionar sobre el asunto. Era recordar, pero también entregarse a la fantasía: imaginaba un cuadro dramático en el que él se asignaba las mejores frases, frases resonantes y llenas de una moderación triste cuyas acusaciones resultaban harto severas e incontestables a causa de su tensión interna y su contención emocional.

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