Amsterdam

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III Parte » Capítulo 3

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A la entrada del hotel, adosado a un tosco muro de piedra, había un banco de madera. Por la mañana, después del desayuno, Clive se sentaba en él a atarse las botas. Aunque seguía sin dar con la melodía del final, al menos había dos cosas que le ayudarían en su búsqueda. La primera era de índole general: se sentía optimista. El trabajo de base lo había llevado ya a cabo en el estudio, y, aunque no había dormido del todo bien, le alegraba la perspectiva de volver a aquel paisaje que tanto le gustaba. La segunda era muy concreta: sabía exactamente lo que quería. En realidad estaba trabajando «marcha atrás», es decir, presentía que el tema se hallaba ya en fragmentos e insinuaciones ocultos en lo que ya llevaba escrito. Reconocería las notas en cuanto le vinieran a la cabeza. En la pieza acabada, la melodía sonaría al oído inocente como si ya hubiera sido anticipada o desarrollada antes en algún otro pasaje de la partitura. El hallazgo de aquellas precisas notas no sería sino un acto de inspirada síntesis. Era como si ya las conociera pero aún no pudiera oírlas. Conocía su tentadora dulzura y su melancolía. Conocía su simplicidad; su modelo, sin duda, era la Oda a la alegría de Beethoven. La primera línea: unas cuantas notas ascendentes, unas cuantas notas descendentes… Hasta podía ser una melodía infantil. Carecía de toda pretensión, y sin embargo entrañaba tal carga espiritual… Clive se puso en pie para recibir el almuerzo de manos de la camarera, que acababa de salir expresamente para entregárselo. Tal era —siguió diciéndose— la elevada naturaleza de su misión, y de su ambición. Beethoven. Se arrodilló en el suelo de grava del aparcamiento y metió con cuidado en la mochila los sándwiches de queso rallado.

Se echó la mochila al hombro y enfiló el sendero que se adentraba en el valle. Durante la noche había llegado de la zona de los lagos un frente cálido, y la escarcha había desaparecido de los árboles y de la pradera contigua al arroyo. El manto de nubes estaba alto y era de una tonalidad uniformemente gris; la luz era plana y clara, y el sendero estaba seco. Las condiciones no solían ser mucho mejores a finales del invierno. Calculó que aún le quedaban unas ocho horas de luz diurna, y sabía que si dejaba los altos páramos y volvía al valle un poco antes del anochecer, podría encontrar el camino de vuelta con la ayuda de una linterna. Tenía, por tanto, tiempo para subir al Scafell Pike; de todas formas, tomaría la decisión cuando estuviera en Esk Hause.

Durante la primera hora de marcha, después de haber torcido hacia el sur para adentrarse en Langstrath, sintió, pese a su optimismo, que se apoderaba de él la desazón de la soledad de los espacios abiertos. Se vio arrastrado con impotencia hacia una suerte de ensoñación, una rebuscada historia de alguien que se escondía tras una roca y se quedaba al acecho para matarle. De cuando en cuando, Clive volvía la cabeza para mirar por encima del hombro. Conocía bien esa sensación; estaba acostumbrado a aquellas caminatas en solitario. Siempre se resistía a dejarse vencer: caminar, alejarse de la gente más cercana, de cualquier refugio, del calor y la posibilidad de obtener ayuda, era un acto de voluntad, una lucha contra el instinto. El sentido de la proporción, habituado a las perspectivas cotidianas de habitaciones y calles, se veía violentado de pronto por un vacío inmenso. Aquella masa de roca que se alzaba en lo alto del valle era como un largo y ceñudo entrecejo hecho de piedra. El sibilante ruido del arroyo era el lenguaje de la amenaza. Su ánimo cada vez más encogido y todas sus inclinaciones básicas le gritaban que era necio e innecesario seguir adelante, que estaba cometiendo un tremendo error.

Pero Clive siguió caminando, porque el amilanamiento y la aprensión eran precisamente el estado —la enfermedad— del que pretendía liberarse, y la prueba manifiesta de que su diario quehacer —el encorvarse al piano durante horas— lo había sumido en un progresivo encogimiento anímico. Recuperaría su dimensión, superaría el miedo. No se hallaba ante una amenaza, sólo ante una elemental indiferencia. Había peligros, por supuesto, pero tan sólo los normales, los de siempre, que en ningún caso eran terribles. Herirse en una caída, perderse, arrostrar un brusco y violento cambio de tiempo, verse sorprendido por la oscuridad de la noche… Si lograba orillar todo esto podría recuperar la sensación de control perdida. Pronto aquel medio rocoso se despojaría de todo sentido humano, y el paisaje asumiría toda su belleza y lo acogería en su seno; la inmemorial edad de las montañas y la fina urdimbre de las cosas vivientes que las poblaban le recordarían que era parte de aquel orden —una parte insignificante—, y esa vivencia lo haría libre.

Aquel día, sin embargo, tal proceso benéfico estaba tardando en producirse más de lo acostumbrado. Llevaba andando una hora y media y seguía escrutando ciertas rocas por si ocultaban algo, seguía contemplando las grandes masas rocosas y herbosas del fondo del valle con un miedo vago, y seguía turbado por pasajes de su conversación con Vernon. Los espacios abiertos, que debían empequeñecer tan sólo sus preocupaciones, lo empequeñecían todo; hasta sus afanes parecían vanos. En especial las sinfonías: endebles estallidos, grandilocuencia, tentativas de levantar un templo de sonido condenadas al fracaso. Apasionados afanes. ¿Para qué? Dinero. Respeto. Inmortalidad. Un modo de negar el azar que nos ha generado a todos los humanos, de mantener a raya el miedo a la muerte. Se agachó para apretarse los cordones de las botas. Un poco más adelante se quitó el jersey, bebió ávidamente de la cantimplora tratando de quitarse del paladar el sabor del arenque ahumado que tan poco sensatamente había comido en el desayuno. Luego se sorprendió bostezando y pensando en la cama de su pequeño cuarto de hotel. Pero no era lógico que se sintiera cansado; no podía echarse atrás después de todo el esfuerzo que le había costado llegar hasta aquel punto.

Llegó a un puente que cruzaba el arroyo, y se detuvo para sentarse unos instantes. Debía tomar una decisión. Podía cruzar por allí y hacer un rápido ascenso hasta Stake Pass por la cara izquierda del valle; o continuar hasta el final del valle y trepar unos cien metros de empinada ladera hasta Tongue Head. No le apetecía un ascenso excesivamente descansado, pero tampoco una escalada que pudiera obligarle a ceder ante la debilidad (o la edad). Finalmente decidió seguir el curso del río: el intenso ejercicio de una dura ascensión podía ayudarle a sacudirse aquella especie de letargo.

Una hora más tarde había llegado al otro extremo del valle, y al encontrarse ante la primera pendiente escarpada comenzó a lamentar haber optado por aquella alternativa. Ahora, además, caía una fuerte lluvia, y aunque se apresuró a ponerse el caro impermeable que llevaba en la mochila, sabía que el esfuerzo físico del ascenso no tardaría en hacerle entrar en calor. Evitando caminar por las resbaladizas rocas, tomó un rumbo de abruptos terraplenes tapizados de hierba, y al cabo de unos minutos el sudor le corría por la frente y se le metía en los ojos, junto con la lluvia. Le preocupaba que su pulso se hubiera acelerado tanto en tan poco tiempo, y el verse obligado a pararse para tomar aliento cada tres o cuatro minutos. Una ascensión como aquélla debía estar perfectamente dentro de sus posibilidades. Bebió de la cantimplora y siguió marchando, aprovechando su soledad para lanzar gruñidos y lamentarse en voz alta cada vez que acometía un tramo difícil.

De haber estado acompañado quizá habría bromeado sobre las humillaciones derivadas de ser cada vez más viejo. Pero en los últimos tiempos no le quedaba ningún buen amigo en Inglaterra que compartiera su vocación montañera. Todos sus conocidos parecían felices de vivir sin necesidad de espacios abiertos (algún restaurante rural, Hyde Park en la primavera…, ésa era toda la naturaleza que parecían precisar). Seguramente no podrían alardear de estar enteramente vivos. Sudoroso, empapado, jadeante, logró auparse trabajosamente hasta una cornisa herbosa y se tendió en ella boca abajo, refrescándose la cara contra la hierba mientras la lluvia le caía sobre la espalda, y dedicó gruesas invectivas a sus amigos por su embotamiento, por su falta de apetito de vivir. Le habían fallado. Nadie sabía dónde estaba y a nadie le importaba lo más mínimo.

Al cabo de unos cinco minutos de escuchar el martilleo de la lluvia sobre su impermeable, se puso de pie y prosiguió el ascenso. ¿Se podía considerar el Distrito de los Lagos naturaleza en estado virgen? ¿Tan hollada por los caminantes, con todos sus accidentes —hasta el más insignificante— tan «etiquetados» y petulantemente celebrados? En realidad no era más que un gigantesco gimnasio de color pardo, y sus pendientes y terraplenes un bastidor de barras de pared cubierto de hierba. Aquello no era sino una tabla de gimnasia bajo la lluvia. A medida que ascendía hacia el paso entre los altos riscos, siguieron asaltándole otros pensamientos debilitadores, pero cuando ganó altura y la marcha se hizo menos dificultosa, cuando la lluvia cesó y un largo claro entre las nubes le concedió la exigua consolación de un sol diluido y tenue, empezó a suceder: empezó a sentirse bien. Tal vez no fuera sino el efecto de las endorfinas liberadas por el intenso ejercicio muscular, o sencillamente que al fin había dado con su ritmo. O era quizá que había arribado al fin a ese momento de gozo de la marcha montañera en que se llega a un desfiladero y se empieza a cruzar la línea divisoria de las aguas, y a lo lejos comienzan a perfilarse nuevas cimas: Great End, Esk Pike, Bowfell… Ahora las montañas eran de una gran belleza.

El terreno se había vuelto llano, y Clive se abrió paso a través de las matas de hierba hacia la senda que solían tomar los caminantes para la ascensión desde Langdale. En verano era un camino profusa y enojosamente transitado, pero aquel día sólo vio a una solitaria figura de azul que cruzaba el alto y anchuroso páramo en dirección a Esk Hause. Apretaba decididamente el paso, como si se dirigiera hacia una cita. Cuando el caminante se acercó, Clive comprobó que era una mujer, lo que le llevó a imaginar que él era su hombre, que era la persona de la cita a la que ella parecía dirigirse con tanta impaciencia. Él la esperaba junto a una solitaria laguna de montaña, la llamaba por su nombre al verla acercarse, sacaba de la mochila el champán y las dos copas largas y plateadas, se dirigía hacia ella… Clive nunca había tenido una amante o una esposa a la que le gustara la marcha. Susie Marcenan, siempre dispuesta a intentar cosas nuevas, le acompañó una vez al Catskills, y al cabo resultó ser una indefensa exiliada de Manhattan que se pasaba todo el día quejándose cómicamente de los bichos, las ampollas y la falta de taxis por aquellos pagos.

Cuando llegó al sendero, la mujer le llevaba más de medio kilómetro de ventaja, y empezaba a torcer hacia la derecha y desaparecer camino de Allen Crags. Clive se detuvo unos instantes para dejar que se alejara y poder hacer el ascenso en solitario. La larga grieta entre nubes se hacía más grande por momentos, y a su espalda, en Rosthwaite Fell, una lengua de luz sobre los helechos arrancó de la tonalidad general parda vivas coloraciones rojas y amarillas. Se quitó el impermeable y lo metió en la mochila, y consideró la ruta a tomar mientras comía una manzana. Se decidió por el Scafell Pike; de hecho se sentía impaciente por emprender su ascenso. El camino más rápido arrancaba de Esk Hause, pero ahora que había entrado en calor pensó que sería preferible seguir en dirección noroeste, bajar hasta Sprinkling Tarn, continuar bajando por Sty Head y acometer el largo ascenso por Corridor Route. Si al llegar a Great End volvía a casa por la ruta empleada en el ascenso, por el Langstrath, estaría en el hotel para la caída de la tarde.

Salió sin forzar el paso hacia la ancha y tentadora cima de Esk Hause, sintiendo que no había tanta diferencia física entre él y su ser de treinta años, después de todo, y que no era la falta de fuerza muscular sino el alicaído ánimo lo que le había estado frenando. ¡Qué fuertes sentía las piernas ahora que su ánimo había mejorado!

Sorteando los anchos surcos de la erosión producida por los caminantes, describió una amplia curva hacia la cresta que divisaba más adelante, y, como a menudo le sucedía, pensó en su vida desde otra perspectiva más amable, solazándose con los recuerdos de sus éxitos más recientes: la reedición discográfica de una pieza orquestal de su época temprana, una cuasi reverencial mención de su trabajo en el dominical de un periódico importante, la sensata y humorística alocución que había dirigido al entregar el premio de composición a un colegial estupefacto. Clive pensó en su trabajo: en su totalidad, en cuán variado y rico le parecía siempre que era capaz de levantar la cabeza para verlo desde una perspectiva larga, en cómo constituía un compendio de la historia de su vida. Y aún le quedaba tanto por hacer… Pensó con afecto en la gente que había pasado por su vida. Quizá había sido demasiado duro con Vernon, que lo único que intentaba era salvar su periódico y proteger a su país de la inclemente política de Garmony. Telefonearía a Vernon aquella misma noche. Su amistad era demasiado importante para que se fuera al traste por una disputa aislada. Seguro que ambos estaban de acuerdo en que podían discrepar y seguir siendo amigos.

Sus benévolos pensamientos le llevaron al fin hasta la cresta, desde donde se disfrutaba de una vista del largo descenso hacia Sty Head, y lo que vio al llegar le hizo lanzar un grito de irritación. Diseminado a lo largo de kilómetro y medio, como una hilera de brillantes y fluorescentes puntos anaranjados, azules y verdes que descollaban en el paisaje, avanzaba un grupo de excursionistas. Eran colegiales —acaso un centenar— que se dirigían hacia la laguna de la montaña. Le llevaría como mínimo una hora adelantar a todo el grupo. El paisaje, de pronto, se había transformado: ahora era un lugar domesticado, un lugar hermoso hollado por el hombre. Sin siquiera darse tiempo para reflexionar sobre un tema tan recurrente en él —la estupidez, la polución visual de aquellos anoraks fosforescentes, la proclividad de la gente a salir en grupos tan mastodónticamente numerosos—, cambió el rumbo y enfiló hacia la derecha, hacia Allen Crags, y en cuanto perdió de vista a aquel grupo recuperó el buen humor. Se ahorraría el trabajoso ascenso al Scafell Pike, y emprendería el regreso sin prisas a lo largo de la cresta y ladera abajo por Thornythwaite Fell hacia el fondo del valle.

En cuestión de minutos se vio en lo alto del risco recuperando el aliento y felicitándose por el cambio de itinerario. Tenía ante sí lo que Wainwright, en Los altos páramos de la región sur, describía como un paraje «lleno de interés»: el sendero subía y bajaba bordeando pequeñas lagunas y pantanos y afloramientos rocosos y breves mesetas de piedra hasta alcanzar las cimas de Glaramara. Era la vista cuya evocación había logrado sosegarle hacía una semana cuando trataba de dormirse.

Llevaba caminando un cuarto de hora y se hallaba subiendo una pendiente que acababa en una gran losa jaspeada e inclinada cuando por fin, tal como esperaba, le sucedió. Se deleitaba en su soledad, feliz en su propio cuerpo y alborozadamente distraído, cuando oyó la música que había estado buscando (o cuando menos un barrunto que le posibilitaría luego desarrollarla).

Le llegó en forma de dádiva. Un gran pájaro gris que instantes antes se había alzado con ruido al acercarse Clive, ganó altura y se alejó sobrevolando el valle mientras emitía un canto aflautado de tres notas que él enseguida reconoció como la inversión de una línea que había escrito para piccolo. Cuán elegante, cuán sencillo. Con sólo invertir la secuencia se daba lugar al tema de una sencilla y bella canción en cuatro por cuatro que casi podía ya escuchar. No totalmente, empero. Le vino a la mente la imagen de una escala desplegada desde la trampilla de un altillo o desde la portezuela de una avioneta. Una nota sugería la siguiente en una suerte de encadenamiento. Lo oyó, lo aprehendió, y luego lo perdió. Le quedó el punzante poso de su persistencia en el oído, y el evanescente timbre de una breve melodía triste. Y tal sinestesia se le antojó un tormento. Aquellas notas dependían unas de otras cabalmente, como pulidos goznes que permitieran el perfecto giro en arco de la melodía. Casi pudo volver a oírla al poner pie sobre la losa inclinada, e hizo un alto para coger papel y lápiz. No era totalmente triste; también había en ella alegría, un decidido optimismo opuesto a todo pronóstico adverso. Y valor.

Empezaba ya a escribir los fragmentos de lo que había oído, con la esperanza de poder crear luego el resto, cuando de pronto fue consciente de otro sonido. No lo había imaginado, y no era el canto de un pájaro sino el murmullo de una voz. Estaba tan absorto que casi se resistió a levantar la mirada, pero al final no pudo evitarlo. Atisbó por encima de la parte más alta de la losa, que sobresalía suspendida sobre un declive cortado a pico de unos diez metros, y se vio contemplando una laguna en miniatura, apenas más grande que una gran charca. De pie sobre la hierba que rodeaba la orilla opuesta, estaba la mujer a quien antes había visto caminar con prisa, la mujer vestida de azul. Frente a ella había un hombre que hablaba en tono monocorde y bajo y cuyo atuendo, ciertamente, no era el más idóneo para el excursionismo. Su cara era larga y delgada, como la de un animal de hocico puntiagudo. Llevaba una vieja chaqueta de tweed, pantalones grises de franela, una gorra plana de tela y un sucio trapo blanco alrededor del cuello. Un granjero de las colinas, probablemente, o un amigo que detestaba el excursionismo y el equipo que llevaba aparejado y había subido a encontrarse con ella. La cita que Clive había imaginado hacía un rato.

Aquella brusca visión, aquellas dos vívidas figuras entre las rocas parecían estar allí sólo para que él pudiera verlas. Eran como actores que estuvieran escenificando un cuadro cuyo sentido él debía adivinar, como si lo que hacían no lo hicieran del todo en serio, como si fingieran no saber que él les estaba observando. Fuera lo que fuera lo que estuvieran haciendo, el inmediato pensamiento de Clive fue tan claro y conciso como un letrero de neón: Yo no estoy aquí.

Se agachó para no ser visto y siguió con sus notas. Si ahora lograba trasladar al papel los elementos que ya conocía, luego podría buscar tranquilamente un rincón idóneo más allá del risco y trabajar en lo que le faltaba por descifrar. Cada vez que oía la voz de la mujer, hacía caso omiso de ella. Ya resultaba bastante arduo volver a «capturar» lo que tan nítido le había parecido minutos antes. Durante un rato anduvo a tientas, y al cabo volvió a dar con ello: aquella calidad de superposición, tan patente cuando la tenía ante él, tan huidiza en cuanto su atención cedía. Tachaba notas con la misma rapidez con que las escribía, pero cuando oyó que la voz de la mujer se convertía en un repentino grito su mano se heló en el aire.

Sabía que era un error, sabía que debía haber seguido escribiendo aquellas notas, pero no pudo evitarlo y se apresuró a mirar por encima de la losa. La mujer se había dado la vuelta y ahora miraba en dirección a la losa. Debía de tener —calculó Clive— unos treinta y tantos años. Su cara, de aire como de muchacho, era menuda y morena, y el pelo ondulado y negro. Ella y el hombre se conocían, pues estaban discutiendo (una pelea conyugal, probablemente). Ella había dejado la mochila en el suelo y se encaraba con el hombre en actitud desafiante, con los pies separados, las manos en las caderas y la cabeza ligeramente echada hacia atrás. El hombre avanzó un paso hacia ella y la agarró por el codo. Ella se zafó de su garra sacudiendo bruscamente el brazo hacia abajo. Luego gritó algo, cogió la mochila del suelo y trató de echársela al hombro. Pero él la había cogido por el otro extremo y tiraba de ella para arrebatársela. Durante unos segundos pelearon por la mochila, y la zarandearon a derecha e izquierda. Al final el hombre se hizo con ella, y con un solo movimiento despectivo, un simple giro de muñeca, la arrojó al agua, donde cabeceó unos instantes sobre la superficie de la laguna y empezó a hundirse despacio.

La mujer dio unos pasos rápidos y se metió en el agua, pero luego cambió de idea. Cuando volvió sobre sus pasos, el hombre quiso volver a agarrarle el brazo. En ningún momento habían dejado de hablar, de discutir, pero el sonido de sus voces sólo llegaba hasta Clive de forma intermitente. Allí tendido sobre la losa, con el lápiz entre los dedos y el cuaderno en la otra mano, lanzó un suspiro. ¿Iba a intervenir? Imaginó que corría hacia ellos pendiente abajo. En el instante de llegar hasta ellos las posibilidades se abrirían en abanico: el hombre huía, la mujer le daba las gracias y ambos bajaban juntos hasta la carretera que llevaba a Seatoller (incluso este desenlace —el menos probable de todos— daría al traste con su inspiración); pero lo más probable era que el hombre desviara su agresividad hacia Clive, mientras la mujer se quedaba quieta, mirándoles con impotencia; o complacida, porque también podía suceder que ambos estuvieran muy unidos y se volvieran contra él por osar inmiscuirse en sus asuntos.

La mujer volvió a gritar, y Clive, pegado contra la losa, cerró los ojos. Algo precioso —la pequeña joya de su reciente inspiración— se alejaba más y más de su persona. Antes había barajado otra alternativa: la de bajar hacia Sty Head, adelantar a los colegiales de anorak fosforescente y subir por Corridor Route rumbo a Scafell Pike. Si lo hubiera hecho, lo que estaba sucediendo allí abajo, junto a la laguna —fuera lo que fuere—, seguiría inexorablemente su curso mientras él seguía la otra ruta. El destino de ellos, su destino… La joya, la melodía. Su capital importancia le urgía a no moverse. Dependía tanto de ella: la sinfonía, la celebración, su reputación, la oda a la alegría de aquel siglo que moría. No tenía la menor duda de que las notas que acababa de entreoír eran lo más importante del mundo en aquel momento. En su simplicidad descansaba la autoridad de toda una vida de trabajo. Tampoco le cabía duda alguna de que no se trataba de una pieza musical que sencillamente «esperaba ser descubierta»: lo que había estado haciendo, hasta la irrupción de la pareja que peleaba junto a la laguna, era crearla, forjarla a partir del canto de un pájaro, sacar partido de la pasividad alerta de su mente creadora y comprometida. Lo que ahora veía claro era que se encontraba ante una disyuntiva: bajar a proteger a la mujer —si es que necesitaba ser protegida—, o alejarse sigilosamente rodeando Glaramara hasta encontrar un lugar recoleto donde proseguir su trabajo (si es que éste no se había ido definitivamente al traste después del incidente). Lo que no podía hacer era seguir allí sin hacer nada.

Al oír una voz airada abrió los ojos y se deslizó hasta el borde de la losa para volver a echar una ojeada. El hombre había agarrado a la mujer por la muñeca, y trataba de arrastrarla por la orilla de la laguna hacia el abrigo formado por una escarpada cara de roca y la losa sobre la que Clive les observaba. La mujer se resistía y arañaba el suelo con la mano libre, quizá buscando una piedra con la que defenderse, lo que hacía que el hombre pudiera arrastrarla con más facilidad a lo largo de la orilla. La mochila se había hundido ya en el agua. El hombre no dejaba de hablarle en ningún momento, y su voz había vuelto a adoptar el tono apagado y monocorde de antes. Ella emitió de pronto un gemido suplicante, y Clive, entonces, supo exactamente lo que haría. Mientras bajaba con cuidado por la losa comprendió que todas aquellas vacilaciones no habían sido sino una farsa. Había decidido lo que iba a hacer desde el momento mismo en que se había visto interrumpido.

Una vez en terreno llano, desanduvo apresuradamente el camino que le había llevado hasta la losa, y luego bajó por el lado oeste del risco describiendo un amplio rodeo en arco. Veinte minutos después encontró una roca lisa y plana donde trabajar cómodamente y se agachó sobre ella para seguir componiendo. Ya no quedaba ni rastro de su anterior barrunto. Trató denodadamente de hacer que aquellas notas volvieran, pero su concentración se veía lastrada por otra voz: la insistente voz interior de la autojustificación: fuera lo que fuere lo que hubiera supuesto su intervención en aquella disputa ajena —violencia (o al menos una amenaza de ella), o una embarazosa petición de disculpas, o, en última instancia, su declaración en la comisaría de policía—, habría arruinado por completo un instante crucial de su carrera.

La melodía no habría sobrevivido a toda aquella conmoción psíquica. Dada la anchura de aquella cresta montañosa y los numerosos senderos que la surcaban, cuán fácilmente podía no haberse encontrado con ellos… Era como si no hubiera estado allí. De hecho no estaba allí: estaba en su música. Su sino, el sino de ellos… Dos sendas separadas. Lo de aquella pareja no era asunto suyo. Lo que ahora estaba haciendo sí era asunto suyo, y no era fácil, y no pedía ayuda a nadie para llevarlo a cabo.

Al final consiguió calmarse y empezar a trabajar desde el principio. Tenía las tres notas del canto del pájaro; tenía la inversión de esas tres notas para el piccolo; y tenía el comienzo de aquellos peldaños que se desplegaban y superponían…

Se quedó allí, encorvado sobre el cuaderno, por espacio de una hora. Al final se metió el cuaderno en el bolsillo y echó a andar a paso rápido, manteniéndose todo el rato en el lado oeste de la cresta. Luego descendió a los páramos; siguió bajando, y tres horas después llegó al hotel, y en aquel momento empezó de nuevo a llover. Razón de más para cancelar lo que le quedaba de estancia y hacer el equipaje y pedir a la camarera que llamara a un taxi. Había conseguido lo que quería del Distrito de los Lagos. Reanudaría el trabajo en el tren, y cuando estuviera en casa llevaría al piano la sublime secuencia de notas y la delicada armonía que había escrito para ellas, y liberaría su belleza y su tristeza.

Sin duda era la exaltación creativa lo que le hacía pasearse de un lado a otro del exiguo bar del hotel mientras esperaba al taxi. De vez en cuando se paraba para contemplar el zorro disecado, que seguía al acecho en medio de un eterno follaje. Fue la exaltación la que le hizo salir al camino un par de veces para ver si llegaba el taxi. Deseaba con todas sus fuerzas salir de aquel valle. Cuando le anunciaron que el taxi había llegado, salió apresuradamente y echó la bolsa de viaje sobre el asiento trasero y le dijo al taxista que se diera prisa. Quería alejarse, estar en el tren, rumbo al sur, lejos de los Lagos. Quería volver al anonimato de la ciudad, al confinamiento de su estudio, y —había pensado en ello detenidamente— no le cabía la menor duda de que era la exaltación creativa la que le hacía sentirse así, no la vergüenza.

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