Amsterdam

Amsterdam


IV Parte » Capítulo 1

Página 17 de 31

1

Rose Garmony se despertó a las seis y media y, antes incluso de que sus ojos estuvieran completamente abiertos, acudieron a su mente —a la lengua de su mente— los nombres de tres niños: Leonora, John, Candy. Con sumo cuidado para no despertar a su marido, se deslizó fuera de la cama y alcanzó la bata. La noche anterior, antes de dormirse, había releído las notas, y por la tarde se había reunido con los padres de Candy. Los otros dos casos eran rutinarios: una broncoscopia tras obstrucción por un grano de cacahuete en las vías respiratorias y un drenaje a causa de un absceso pulmonar. Candy era una menuda y apacible chiquilla antillana cuyo pelo había sido peinado hacia atrás y sujetado con una cinta por su madre en el curso de las sombrías rutinas de una larga enfermedad. La operación a corazón abierto duraría como mínimo tres horas, tal vez cinco, y el resultado era incierto. Su padre tenía una tienda de comestibles en Brixton, y la tarde anterior había llevado a la consulta una cesta de piñas, mangos y uvas a modo de ofrenda propiciatoria al salvaje dios del bisturí.

El aroma de esas frutas anegaba la cocina cuando la señora Garmony entró descalza en ella para hacerse una tetera. Mientras se calentaba el agua, cruzó el estrecho vestíbulo del apartamento y entró en su despacho, donde metió sus cosas en el maletín y volvió a echar una ojeada a las notas. Devolvió una llamada telefónica al presidente del partido, y luego escribió una nota a su hijo, que dormía en el cuarto de invitados. Luego volvió a la cocina a preparar el té. Se sirvió una taza y fue hasta la ventana, y, sin descorrer la cortina de encaje, se puso a mirar la calle. Contó ocho en la acera de Lord North Street, tres más que el día anterior a la misma hora. Aún no se veía ninguna cámara de televisión, ni a ninguno de los policías que el ministro del Interior les había prometido personalmente. Debería haber hecho que Julian se quedara en Carlton Gardens, y no allí, en su apartamento de soltera. Se suponía que aquellos tipos competían entre sí, pero en aquel momento formaban un grupo informal y comunicativo, como varones a la puerta de un pub una noche de verano. Uno de ellos estaba arrodillado en el suelo y ataba algo a un mástil de aluminio. Luego se puso en pie y escrutó la ventana, y al parecer alcanzó a ver a la señora Garmony. Ella, al poco, vio con semblante inexpresivo cómo se acercaba hacia ella una cámara que se bamboleaba en el aire mientras desplegaba su objetivo. Cuando la tuvo casi a la altura de la cara, se apartó de la ventana y subió a su habitación para vestirse.

Un cuarto de hora más tarde volvió a echar una ojeada, esta vez desde la ventana del salón, dos plantas más arriba. Se sentía exactamente como le gustaba sentirse antes de un día difícil en el hospital infantil: en calma, alerta, impaciente por dar comienzo a su jornada de trabajo. La noche anterior no habían tenido invitados, no habían bebido vino en la cena, había dedicado una hora a las notas y había dormido siete horas de un tirón, No permitiría que nada quebrara tal estado anímico, así que se quedó mirando al grupo —ahora eran nueve— con una fascinación controlada. El hombre había dejado caer su mástil extensible y lo había apoyado contra los raíles. Un colega se acercaba con una bandeja con cafés del local de «comida para llevar» de Horseferry Road. ¿Qué esperaban conseguir que no tuvieran ya? A aquellas tempranas horas de la mañana…, ¿qué satisfacción podían obtener de aquel tipo de trabajo? ¿Por qué se parecían tanto todos aquellos frecuentadores de umbrales ajenos? Parecían salidos de un mismo y diminuto charco genético humano. Hombres de cara grande, prepotentes, con papada y chaquetas de cuero, que hablaban con el mismo acento, una extraña mezcla de falso cockney[5] y falsa distinción que utilizaban con el mismo aullido quejumbroso y beligerante:

—¡Eh, mire hacia aquí, por favor, señora Garmony! ¡Rose!

Una vez vestida y preparada para salir, llevó el té y los periódicos de la mañana a su marido. Entró en el dormitorio a oscuras y, a los pies de la cama, dudó unos instantes. Últimamente Julian lo había pasado tan horriblemente mal que se sentía reacia a despertarle una vez más a aquella realidad. La noche anterior Julian había regresado a Londres en coche desde Wiltshire, y se había quedado hasta muy tarde bebiendo whisky y viendo un vídeo de La flauta mágica de Bergman. Luego sacó todas las cartas de Molly Lane, las que tan estúpidamente se plegaban a los grotescos antojos de su amante. Aquel episodio, a Dios gracias, había acabado. A Dios gracias, la mujer estaba muerta. Rose sabía que las cartas seguían diseminadas por la alfombra, y que Julian tendría que recogerlas y guardarlas antes de que llegara la señora de la limpieza. Sólo se le veía la parte alta de la cabeza sobre la almohada: cincuenta y dos años, y el pelo aún negro. Se lo acarició, despeinándole. A veces, en las rondas del hospital, alguna enfermera despertaba de este modo a algún niño para el reconocimiento, y a Rose siempre le conmovían esos segundos de confusión en los ojos del pequeño, cuando se daba cuenta de que no estaba en casa y de que la caricia no era de su madre.

—Cariño —le susurró.

La voz de Julian le llegó amortiguada por el edredón de invierno:

—¿Están ahí fuera?

—Sí. Nueve.

—Joder.

—Tengo que irme volando. Te llamaré por teléfono. Tómate esto.

Julian apartó el edredón y las mantas de la cara y se incorporó sobre la cama.

—Sí, claro. Esa niña… Candy. Buena suerte.

Se besaron rozándose los labios mientras ella le hacía coger la taza con las manos. Le puso la mano en la mejilla y le recordó las cartas que había dejado tiradas sobre la alfombra. Luego salió del cuarto sin hacer ruido y bajó a telefonear a su secretaria del hospital. En el vestíbulo se puso un grueso abrigo de lana, se miró en el espejo, y estaba a punto de coger el maletín, las llaves y la bufanda cuando cambió de opinión y volvió a subir al dormitorio. Lo encontró como imaginaba que estaría: echado sobre la espalda, con los brazos extendidos, dormitando, con el té enfriándose junto a un montón de memorándums del Ministerio. La semana anterior, con la crisis, con las fotos que iban a publicar al día siguiente, viernes, no había habido tiempo material para que ella pudiera o quisiera hablarle de sus casos, y aunque Rose sabía que era una de sus destrezas de político —la de recordar los nombres de la gente—, le había conmovido que hubiera hecho el esfuerzo de recordar el de la niña enferma. Le tocó la mano y susurró:

—Julian…

—Oh, Dios —dijo él sin abrir los ojos—. La primera reunión es a las ocho y media. Tendré que pasar por delante de esas víboras.

Y ella le habló con la voz que empleaba para tranquilizar a los padres desesperados: lenta, suave, etéreamente, en lugar de en tono grave.

—Todo va a ir bien, no te preocupes.

Julian le sonrió con absoluto escepticismo. Y ella se inclinó sobre él y le dijo al oído:

—Confía en mí.

Abajo, volvió a mirarse en el espejo. Se abotonó el abrigo hasta arriba y se arropó el cuello con la bufanda para ocultarse la mitad de la cara. Cogió el maletín y salió del apartamento. En el vestíbulo del edificio, se detuvo unos instantes ante la puerta principal, con la mano en el pomo, y se preparó para abrirla y salir a la carrera hacia el coche.

—¡Eh, Rosy! ¡Aquí! ¡Ponga cara de tristeza, señora Garmony!

Ir a la siguiente página

Report Page