Amsterdam

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IV Parte » Capítulo 2

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Aproximadamente a la misma hora y a cinco kilómetros de distancia, Vernon Halliday se despertaba y volvía a sumirse en sueños en los que corría, o en recuerdos de estar corriendo vivificados por el halo onírico, sueños-recuerdos de ir corriendo por pasillos de polvorientas moquetas rojas en dirección a la sala de juntas, tarde, otra vez tarde, tarde hasta el punto de parecer despectivo, corriendo desde la última reunión a la presente, con otras siete por delante hasta la hora del almuerzo, apenas apretando el paso a ojos de los demás pero corriendo a toda velocidad anímicamente, toda la semana, exponiendo sus argumentos ante los furiosos «gramáticos», y luego el escéptico consejo de administración de El Juez, y su plana mayor de producción con sus abogados, y él con el suyo propio, y luego la gente de George Lane y el consejo de prensa y un auditorio televisivo en vivo y en directo e infinidad de estudios de radio poco memorables y de aire viciado… Su invocación del interés público para justificar la publicación de las fotografías era más o menos pareja a la que había esgrimido ante Clive, pero con más empaque, con mayor extensión y rapidez, con mayor urgencia y precisión y profusión de ejemplos, con cuadros y gráficos y hojas estadísticas y precedentes tranquilizadores. Pero la mayor parte del tiempo corría, corría llamando a taxis con la mano, con riesgo de ser atropellado, en medio de calles atestadas de viandantes y de tráfico; se apeaba precipitadamente de taxis y cruzaba a la carrera vestíbulos de mármol y entraba y salía de ascensores y recorría pasillos exasperantemente inclinados hacia arriba que le obligaban a lentificar el paso y le hacían llegar tarde. Se despertó brevemente y advirtió que Mandy, su mujer, se había levantado ya. Luego sintió cómo sus ojos se cerraban y volvía a hundirse en el sueño. Ahora sostenía por encima de la cabeza su cartera de mano mientras cruzaba una corriente de agua, o de sangre, o de lágrimas que fluía sobre una alfombra roja que le conducía hasta un anfiteatro, donde subía a un podio para exponer sus argumentos mientras en torno se hacía un silencio que se cernía sobre él como una bóveda de secuoyas, y en la penumbra había docenas de ojos esquivos, y alguien se alejaba de él caminando sobre un serrín circense, alguien que se parecía a Molly pero que no respondía cuando le llamaba.

Al cabo despertó a la calma de los sonidos matinales: cantos de pájaros, el sonido distante de la radio de la cocina, el amortiguado ruido de la puerta del aparador al cerrarse. Apartó las mantas y se quedó boca arriba, desnudo, sintiendo cómo el aire caldeado por la calefacción central le secaba la humedad pegajosa del pecho. Sus sueños no eran sino una deformación caleidoscópica de su última semana, una acertada apostilla sobre su ritmo y sus demandas emocionales, pero omitían —con el irreflexivo sesgo parcial del inconsciente— la estrategia, la motivación cuyo desarrollo lógico le había ayudado a mantenerse cuerdo. Las fotografías verían la luz al día siguiente, viernes, aunque se reservarían una para el lunes, después del fin de semana (para mantener vivo el suspense de la historia). La historia, sin embargo, no podía tener más vida, no paraba de «patalear», e incluso era más veloz que Vernon. Desde la recepción del mandamiento judicial, El Juez llevaba días aireando el caso Garmony, azuzando y poniendo a punto la curiosidad pública, de forma que aquellas fotografías que nadie había visto habían llegado a ser un elemento inevitable en el mundillo político, desde el Parlamento al pub, un tema de discusión general, algo sobre lo que ningún agente social de importancia podía dejar de emitir una opinión. El periódico había cubierto las batallas judiciales, el gélido apoyo de sus fraternales colegas del gobierno, la indecisión del primer ministro, la «seria preocupación» de las figuras más prominentes de la oposición y las cavilaciones de las grandes personalidades del país. El Juez había abierto sus páginas a las protestas de quienes se oponían a tal publicación, y había patrocinado un debate televisivo sobre la necesidad de una ley protectora de la intimidad.

Pese a las voces discrepantes, se iba creando un amplio consenso en varios sentidos: El Juez era un periódico honesto y luchador, el gobierno llevaba en el poder demasiado tiempo y era financiera, moral y sexualmente corrupto, y Julian Garmony era un lógico producto de él, un personaje infame cuya cabeza debía ser sacrificada con urgencia. La tirada aumentó en cien mil ejemplares en una semana, y el director empezó a comprobar que sus argumentos acallaban a los principales redactores del periódico en lugar de levantar sus protestas; en el fondo, todos querían que siguiese adelante (lo único que le exigían era que constara en acta su discrepancia de principios). Vernon les estaba ganando la partida, pues la redacción en pleno —incluidos los periodistas de rango más modesto— era ahora consciente de que podían matar dos pájaros de un tiro: salvar el periódico y mantener sin mácula sus conciencias.

Se desperezó, se estremeció, bostezó. Quedaba una hora y cuarto para la primera reunión. Pronto se levantaría para ducharse y afeitarse; ahora disfrutaba del único momento del día en que podía estar tranquilo. Su desnudez sobre la sábana, el sensual amasijo de mantas junto a los tobillos y la visión de sus propios genitales, a su edad aún no «eclipsados» por la hinchazón y la expansión del vientre, le suscitaban vagos pensamientos sexuales que fluctuaban despacio por su mente como remotas nubes de verano. Pero Mandy estaría ya saliendo para el trabajo, y su más reciente amiga Dana, que trabajaba en la Cámara de los Comunes, no regresaría del extranjero hasta el jueves. Se dio la vuelta hacia un costado y se preguntó si le apetecía masturbarse, si le vendría bien para aclararse la mente y poder enfrentar debidamente los asuntos que le esperaban. Se acarició distraídamente unas cuantas veces, y al final lo dejó. Aquellos días, al parecer, carecía de la entrega y la claridad o vacuidad de mente necesarias, y el acto mismo se le antojaba curiosamente anticuado y poco viable, como encender un fuego frotando dos palos.

Además, en la vida de Vernon había últimamente tanto en qué pensar, en el mundo real había tantas cosas tan apasionantes. La mera fantasía no podía en absoluto competir con ellas. Lo que había dicho, lo que diría —cómo había sido digerido y cómo se digeriría—, el paso siguiente, las esclarecedoras consecuencias del éxito. En el poderoso empuje acumulado a lo largo de la semana, prácticamente cada una de las horas le había revelado a Vernon nuevos aspectos de su poder y sus posibilidades, y a medida que sus dotes de persuasión y planificación empezaban a dar frutos iba sintiéndose más y más grande, y más benévolo, un tanto implacable quizá, pero a la postre bueno, capaz de seguir solo contracorriente, de ver por encima de las cabezas de sus contemporáneos, de saber que estaba a punto de moldear el destino de su país y que estaba dispuesto a asumir tal responsabilidad sobre los hombros. No sólo estaba dispuesto: necesitaba tal carga, su talento necesitaba aquella pesada responsabilidad que ningún otro habría sido capaz de afrontar. ¿Quién sino él había actuado tan decisivamente cuando George, ocultando su identidad tras un agente, había acudido al mercado con aquellas fotografías? Ocho periódicos habían pujado por ellas y Vernon hubo de cuadruplicar el precio original para conseguirlas. Ahora le parecían extraños y lejanos aquel entumecimiento del cuero cabelludo y aquella sensación de no existir que no mucho tiempo atrás tantos miedos de locura y de muerte le habían suscitado. La incineración de Molly le había sumido en un estado de gran excitación nerviosa. Ahora su determinación y su ser lo colmaban plenamente. La historia que se disponía a contar estaba llena de vida, lo mismo que su persona.

Pero había un pequeño detalle que le impedía sentirse enteramente feliz: Clive. Se había dirigido a él mentalmente tantas veces, afinando sus argumentos y añadiendo las cosas que debería haber dicho aquella noche, que casi había llegado a persuadirse de que le estaba ganando la partida, al igual que estaba derrotando a los dinosaurios del consejo de administración del periódico. Pero no habían hablado desde su vehemente altercado, y la preocupación de Vernon al respecto iba aumentando a medida que se acercaba el día de la publicación de las fotografías. ¿Reflexionaba aún Clive sobre el incidente, o estaba furioso, o seguía encerrado en el estudio, abismado en su trabajo y ajeno a los asuntos públicos? En el curso de aquella semana Vernon había pensado varias veces robar un par de minutos a su quehacer diario para llamarle por teléfono. Pero temía que cualquier nueva invectiva de Clive pudiera alterar su estabilidad emocional de cara a sus inminentes reuniones de trabajo. Vernon miró el teléfono de la mesilla, más allá de las almohadas dobladas y apiladas del otro lado de la cama, y lanzó la mano hacia él sin pensarlo. Que la reflexión previa no volviera a acobardarle y hacerle echarse atrás. Tenía que salvar su amistad con Clive. Y era preferible hacerlo con el ánimo tranquilo. Al oír el primer tono de llamada cayó en la cuenta de que apenas eran las ocho y cuarto. Era demasiado temprano. En efecto, en la confusa agitación de Clive al levantar el teléfono vio el estado cercano a la «paraplejia» de un sueño bruscamente interrumpido.

—¿Clive? Soy Vernon.

—¿Qué?

—Vernon. Te he despertado. Lo siento…

—No, no. En absoluto. Estaba aquí de pie, junto el teléfono. Pensando.

Le llegó un suave frufrú de sábanas: Clive se cambiaba de postura en la cama. ¿Por qué mentíamos tan a menudo por teléfono sobre si estábamos o no durmiendo? ¿Era nuestra vulnerabilidad lo que defendíamos? Cuando volvió a hablar, su voz ya no sonaba tan espesa.

—Llevo tiempo pensando en llamarte, pero tengo ensayos en Amsterdam la semana que viene. He estado agobiado de trabajo.

—Yo también —dijo Vernon—. Esta semana no he tenido ni un minuto libre. Verás, quería volver a hablar contigo sobre esas fotografías.

Hubo una pausa.

—Ah, sí. Las fotografías. Supongo que sigues adelante.

—He sondeado a muchísima gente y todos están de acuerdo en que debemos publicarlas. Vamos a sacarlas mañana.

Clive se aclaró la garganta sin brusquedad. Su tono al abordar el asunto era sorprendentemente tranquilo.

—Bueno, yo ya he dado mi opinión. Tenemos que ponernos de acuerdo en poder discrepar.

Vernon dijo:

—No quiero que esto se interponga entre nosotros.

—No, claro que no.

La conversación derivó hacia otros asuntos. Vernon ofreció a su amigo una reseña bastante general de sus gestiones de aquella semana. Clive, por su parte, le contó que se había pasado las noches trabajando, que estaba haciendo grandes progresos con la sinfonía, y que qué magnífica idea la de haber hecho aquella excursión al Distrito de los Lagos.

—Ah, sí —dijo Vernon—. ¿Por dónde has estado?

—Fui hasta Allen Crags. Allí es donde salí del punto muerto en que estaba. Me vino la inspiración, la melodía que…

Vernon se percató en este momento de los suaves pitidos que le anunciaban una llamada en espera. Dos, tres… Luego cesaron. Alguien de la redacción. Seguramente Frank Dibben. Era el día, el último día: el día más importante iniciaba su andadura. Se sentó desnudo en el borde de la cama, alzó la mano y miró la hora del reloj de pulsera para cotejarlo con la del despertador. Clive no estaba enfadado con él, luego todo iba bien. Ahora tenía que empezar a ponerse en marcha.

—… desde donde yo estaba no podían verme, y la cosa se estaba poniendo fea, pero tuve que tomar una decisión…

—Mmm… —repetía Vernon a intervalos de escasos segundos. Se había levantado y se hallaba a un extremo del cordón extendido del teléfono, manteniendo el equilibrio sobre un solo pie mientras trataba de acercar con el otro un juego de ropa interior de un montón de ropa limpia. No tenía tiempo de ducharse. Ni de afeitarse con agua y jabón…

—… y, no sé, pero puede que hasta acabara dándole una buena paliza… Pero repito que…

—Mmm…

Con el teléfono apretado entre el hombro y un lado de la cara, Vernon trataba de sacar una camisa de su envoltorio de celofán sin hacer excesivo ruido. ¿Era aburrimiento o sadismo lo que hacía que los operarios que empaquetaban las camisas ataran, del primero al último, todos los botones?

—… como a medio kilómetro encontré una roca, que hizo de mesa…

Vernon estaba poniéndose los pantalones cuando sonaron los pitidos de otra llamada en espera.

—Entiendo —dijo—. Una roca como mesa. Cualquier persona sensata hubiera hecho lo mismo. Pero…, mira, Clive, llego tarde al trabajo. Tengo que salir pitando. ¿Qué tal si nos tomamos una copa mañana?

—Oh, sí, muy bien. Estupendo. Pásate por casa después del trabajo.

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