Amsterdam

Amsterdam


V Parte » Capítulo 4

Página 27 de 31

4

El vuelo llegó con dos horas de retraso al aeropuerto de Schiphol. Clive tomó el tren hasta la Estación Central, y de allí fue a pie hasta el hotel dando un paseo a la tenue luz gris de la tarde. Mientras cruzaba el Puente volvió a pensar en lo tranquila y civilizada que era la ciudad de Amsterdam. Dio un amplio rodeo en dirección oeste para pasar por la Brouwersgracht. Llevaba una maleta muy liviana. Resultaba tan reconfortante aquella masa de agua en medio de la calle… Era un lugar tan tolerante, tan libre de prejuicios, tan adulto: los antiguos y bellos almacenes de ladrillo y madera tallada convertidos en apartamentos de exquisito gusto, los modestos puentes de Van Gogh, el discreto mobiliario urbano, los sencillos e inteligentes holandeses en bicicleta, con sus sensatos niños a la espalda. Los tenderos parecían profesores; los barrenderos, músicos de jazz. No había existido nunca una ciudad más racionalmente ordenada. Mientras se dirigía hacia el hotel, Clive pensó en Vernon y en la sinfonía. Su obra, ¿se había echado a perder por completo, o simplemente adolecía de ciertas imperfecciones? Quizá no era que fuera imperfecta, sino que se había… «mancillado» de un modo que sólo él podía entender. Era una obra fatalmente «despojada» de su momento cumbre. El estreno le infundía pavor. Ahora podía decirse a sí mismo, con toda «sinuosa» sinceridad, que al llevar a cabo las diversas diligencias en bien de Vernon, él, Clive, no hacía más que cumplir su palabra. El que Vernon quisiera reconciliarse y hubiera decidido venir a Amsterdam no era sin duda más que una coincidencia, o quizá un viaje de mera conveniencia. En algún lugar de su enturbiado, desequilibrado corazón, Vernon había aceptado su destino y se ponía en manos de su viejo amigo.

Reflexionaba en estas cosas cuando por fin llegó al hotel, donde le informaron que la recepción era a las siete y media de la tarde. Desde la habitación llamó a su contacto, aquel buen médico, para tratar de los preparativos y, por última y definitiva vez, de los síntomas: conducta imprevisible, estrafalaria y sobremanera antisocial; total pérdida de juicio; tendencias autodestructivas, delirios de omnipotencia; personalidad desintegrada. Hablaron asimismo de la premedicación. ¿Cómo debía ser administrada? Su interlocutor le sugirió una copa de champán, lo que a Clive le pareció el «toque» festivo idóneo.

Aún debía ocuparse de las dos horas de ensayo, de forma que, después de dejar el sobre del dinero en recepción, Clive pidió al portero que llamase a un taxi, y al cabo de unos minutos se apeó frente a la entrada de artistas, a un costado del edificio del Concertgebouw. Al pasar ante el portero y empujar las puertas giratorias que le conducirían hasta las escaleras, oyó el sonido apagado de la orquesta. El movimiento final. Era previsible. Mientras subía las escaleras iba corrigiendo el pasaje: eran las trompas las que ahora deberían estar sonando, no los clarinetes; y los timbales debían sonar piano. Es mi música. Era como si unos cuernos de caza lo estuvieran llamando, convocando para que regresara a sí mismo. ¿Cómo podía haberse alejado tanto? Llegó al rellano y apretó el paso. Podía oír lo que había escrito. Se dirigía hacia una representación de sí mismo. Todas aquellas noches en soledad. La odiosa prensa. El viaje a Allen Crags. ¿Por qué se había pasado toda la tarde perdiendo el tiempo, por qué había estado posponiendo aquel momento? Le costó un gran esfuerzo no echar a correr por el pasillo en curva que conducía al auditórium. Empujó una puerta, y se detuvo a tomar aliento.

Había llegado, como pretendía, a la parte alta del fondo del escenario, de espaldas a la orquesta (detrás de los percusionistas). Los músicos no podían verle, mas sí su director. Pero Giulio Bo tenía los ojos cerrados. Alzado sobre las puntas de los pies, inclinado hacia adelante, con el brazo izquierdo tendido hacia la orquesta, sus dedos trémulos y abiertos despertaban suavemente a la vida al trombón con sordina que ahora empezaba a ofrecer dulce, sabia, confabuladoramente, el primer desarrollo completo de la melodía, el «Nessun dorma» de final de siglo, la melodía que Clive había tarareado a los inspectores el día anterior y por la que había estado dispuesto a abandonar a su suerte a una excursionista anónima. Acertadamente. Mientras las notas se encrespaban, mientras todos los instrumentos de cuerda disponían sus arcos para ofrecer los primeros y sostenidos suspiros de sus armonías deslizantes y sinuosas, Clive se acomodó en silencio en una silla y sintió que iba sumiéndose en una especie de desvanecimiento. Ahora las texturas se multiplicaban al incorporarse a la confabulación del trombón nuevos instrumentos, y la disonancia se propagaba como por contagio, y pequeñas y duras esquirlas —las variaciones que no habrían de conducir a ninguna parte— se alzaban hacia lo alto como chispas que de cuando en cuando chocaban y producían las primeras vislumbres del vertiginoso muro de sonido, del maremoto que empezaba ya a gestarse y pronto barrería cuanto encontrase a su paso, para acabar destruyéndose a sí mismo en el lecho de roca de la tónica y su escala. Pero antes de llegar a este punto el director golpeó el atril con la batuta, y la orquesta fue dejando de tocar remisa, discontinuamente. Bo esperó a que hubiera enmudecido el último instrumento, y entonces alzó ambas manos en dirección a Clive y gritó:

—¡Bienvenido, maestro!

Las cabezas de los miembros de la British Symphony Orchestra se volvieron hacia él, y Clive se puso en pie. Mientras bajaba al escenario empezó a oírse un golpeteo cada vez más fuerte de arcos contra los atriles. Una trompeta esbozó un apunte de cuatro notas del concierto en mi bemol (el de Clive, no el de Haydn). ¡Ah, estar en Europa continental y ser compositor! Qué delicia. Abrazó a Giulio, estrechó la mano del primer violín, saludó al resto de los músicos con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza —con las manos tendidas a media altura en señal de humilde entrega—, y se volvió al director para susurrarle algo al oído. Clive no dirigiría en aquel momento a la orquesta su pequeña alocución acerca de la obra. Lo haría a la mañana siguiente, cuando todo el mundo estuviera descansado y fresco. Ahora le haría feliz volver a sentarse y seguir escuchando. Añadió las observaciones sobre el clarinete y las trompas, sobre el piano de los timbales.

—Sí, sí —dijo Giulio de inmediato—. Ya entiendo.

Antes de volver a ocupar su asiento, Clive reparó en la gravedad solemne de las caras de los músicos. Habían trabajado duro durante todo el día. La recepción en el hotel probablemente les levantaría el ánimo. El ensayo continuó. Bo perfeccionó el pasaje que Clive acababa de escuchar; hizo tocar separadamente a las diferentes partes de la orquesta e indicó a los músicos pequeñas modificaciones —en los legatos, por ejemplo—. Clive, en su asiento, trató de evitar que acapararan su atención los detalles técnicos. Ahora era la música lo que importaba, la prodigiosa mutación del pensamiento en sonido. Se encorvó hacia adelante, con los ojos cerrados, concentrándose en cada fragmento que Bo estaba puliendo. A veces Clive trabajaba tan exhaustivamente en una pieza que llegaba incluso a perder de vista su propósito último: crear ese placer a un tiempo sensual y abstracto, traducir en aire vibrante ese algo inefable cuyos significados se hallaban siempre, eternamente, más allá de nuestro alcance, seductoramente suspendidos en ese punto en que se funden la emoción y el intelecto. Ciertas secuencias de notas no lograban recordarle más que el reciente esfuerzo de escribirlas. Bo ensayaba ahora el siguiente pasaje, que no era tanto un diminuendo como un auténtico encogimiento, y que a Clive le llevó a evocar el desorden de su estudio aquel día, a la luz del alba, y aquel «atisbo» que había tenido sobre sí mismo y que apenas se había atrevido a formular. Grandeza. ¿Era un idiota por haberse permitido albergar tal pensamiento? Sin duda tenía que darse un primer momento de reconocimiento de la propia valía, y sin duda tal momento siempre sería percibido por el sujeto como absurdo.

Ahora volvía a oírse el trombón, y un enmarañado y contenido crescendo que acabó por desarrollar la reafirmación final de la melodía: un atronador y carnavalesco tutti. Pero, oh fatalidad, sin variación alguna. Clive se llevó las manos a la cara. Con razón se había preocupado… Era una obra malograda. Antes de salir para Manchester había enviado las páginas como estaban. No tuvo elección. Y ahora no podía recordar el exquisito cambio que había estado a punto de introducir en la melodía final. Habría sido el momento de reafirmación triunfal de la sinfonía, el acopio de todo lo jubilosamente humano antes de la destrucción que se avecinaba. Pero así ofrecida, cual una mera repetición en fortissimo, no era sino grandilocuencia carente de imaginación, un paso repentino de lo sublime a lo prosaico; menos aún: era vacío, un vacío que sólo la venganza podría llenar.

El ensayo llegaba a su término, y Bo dejó que la orquesta tocara hasta el final. Clive siguió hundido en su asiento. Ahora todo le sonaba diferente. El tema se deslizaba hacia el maremoto de la disonancia, e iba ganando en volumen gradualmente, pero el resultado sonoro era harto incongruente, como si veinte orquestas estuvieran afinando en la sus instrumentos. No era en absoluto disonante. Todos los instrumentos tocaban prácticamente la misma nota. No era sino un sonsonete monocorde. Una gigantesca gaita que necesitaba ser reparada. Clive no alcanzaba a oír más que aquel la, que saltaba de un instrumento a otro, de una sección a otra de la orquesta. Su don del perfecto oído le resultó de pronto un tormento. Aquel la le estaba taladrando el cerebro. Tuvo ganas de echar a correr y abandonar el auditórium, pero estaba justo en la línea de visión de Giulio Bo, y las consecuencias de un abandono del ensayo de su propia obra minutos antes del final eran de todo punto inimaginables. Así que se hundió aún más en el asiento, y ocultó la cara entre las manos en actitud de honda concentración hasta el silencio final.

Habían acordado que Clive volvería al hotel en el Rolls del director, que aguardaba ante la entrada de artistas. Pero Bo tuvo que demorarse con asuntos de la orquesta, y Clive dispuso de un rato para sí mismo en los oscuros aledaños del Concertgebouw. Dio un paseo entre el gentío congregado en Van Baerlestraat. Empezaban a llegar los espectadores del concierto vespertino: Schubert. (¿Es que el mundo no había escuchado ya bastante al sifilítico de Schubert?) Se detuvo en una esquina de la calle y aspiró el suave aire de Amsterdam, que siempre parecía dejar cierto regusto a humo de cigarro y a ketchup. Conocía perfectamente su partitura, y sabía por tanto cuántos las había, y cómo debía sonar cada sección de la orquesta. Acababa de ser víctima de una alucinación auditiva, de una ilusión —o una desilusión— de los sentidos. La ausencia de la variación había arruinado su obra maestra. Ahora se sentía más seguro que nunca respecto al plan que había trazado. Ya no era la furia lo que le movía, ni la aversión ni el odio, ni la necesidad de cumplir su palabra. Lo que estaba a punto de hacer era contractualmente correcto, y poseía la amoral inevitabilidad de la pura geometría. Y no sentía nada en absoluto.

En el coche, Bo sacó a colación el trabajo de la jornada, y habló de las secciones —la mayoría— que interpretaban debidamente la partitura, y de la una o dos con las que habría que trabajar aparte al día siguiente. Pese a ser consciente de sus imperfecciones, Clive deseaba que el gran director bendijese su sinfonía con algún delicado halago, y le hizo la pregunta siguiente:

—¿Cree que hay suficiente cohesión en el conjunto de la obra? Estructuralmente, me refiero.

Giulio Bo se inclinó hacia adelante para correr el cristal que les separaba del chófer.

—Está bien, todo está bien. Pero, entre nosotros… —Bajó el tono de voz—: Creo que el segundo oboe, esa chica joven… La verdad es que es preciosa, pero su forma de tocar no es perfecta. Afortunadamente, no ha escrito nada difícil para ella. Ya digo, es una belleza. Y va a cenar conmigo esta noche.

Durante el resto del breve trayecto, Bo recordó cosas de su gira europea —a punto de terminar— con la British Symphony Orchestra, y Clive evocó la última ocasión en que ambos habían trabajado juntos: en Praga, en una reposición de Derviches sinfónicos.

—Ah, sí —exclamó Bo, mientras el coche se detenía ante la entrada del hotel y el chófer le abría la portezuela para que se apeara—. Lo recuerdo. ¡Un magnífico trabajo! La inventiva de la juventud, tan difícil de recuperar, ¿eh, maestro?

Se separaron en el vestíbulo: Bo para hacer una rápida aparición en el festejo de bienvenida, Clive para recoger un sobre en el mostrador de recepción, donde le informaron de que Vernon había llegado hacía media hora, y había salido para asistir a una entrevista. La fiesta ofrecida a orquesta, prensa y amigos del círculo musical se estaba celebrando en una larga galería iluminada por arañas situada al fondo del hotel, ante cuyo umbral un camarero recibía a los invitados con una bandeja de bebidas. Clive cogió una copa de champán para Vernon y otra para él; se retiró a un rincón que vio vacío y se acomodó en un mullido asiento empotrado bajo los ventanales. Luego leyó las instrucciones del médico y abrió un sobrecito lleno de un polvo blanco. De cuando en cuando miraba hacia la puerta. Cuando Vernon le había llamado a principios de semana para disculparse por haber puesto al corriente a la policía —«he sido un imbécil; el agobio del trabajo; una semana de pesadilla», etcétera—, y sobre todo cuando le propuso volar a Amsterdam para sellar la reconciliación —aduciendo, además, que tenía asuntos que tratar en la capital de Holanda—, Clive le había respondido con una convincente gentileza, pero al colgar el auricular las manos le temblaban. Y también le temblaron ahora al vaciar el contenido del sobre en el champán de Vernon. Después de una breve efervescencia, el líquido recuperó su anterior quietud. Con el dedo meñique Clive limpió la delgada capa de espuma grisácea que había quedado en el borde de la copa. Luego se puso de pie y cogió una copa en cada mano. La de Vernon en la derecha, la suya en la izquierda. Era vital no olvidarlo. Vernon tenía razón. Aunque estuviera equivocado[14].

A Clive, ahora, mientras se abría paso entre el bullicio festivo de músicos, administradores del arte y críticos, ya sólo le preocupaba un problema: cómo persuadir a Vernon para que se tomara aquella copa antes de que llegara el médico. Tal vez lo mejor fuera salirle al paso en el umbral de la galería, antes de que pudiera coger una copa de la bandeja. El champán se le derramó por las muñecas al tener que sortear al ruidoso grupo de la sección de viento; luego hubo de retroceder un buen trecho para evitar a los contrabajistas, que, en clara rivalidad con sus colegas de los timbales, parecían ya borrachos. Al cabo se quedó al calor de la mesurada camaradería de los violinistas, que habían permitido que se les unieran los flautas y flautines. En este grupo había más mujeres, lo que a Clive le causó un efecto sedante. Formaban gorjeantes dúos y tríos, y el aire a su alrededor olía gratamente a perfume femenino. A un costado, tres hombres hablaban de Flaubert en voz muy baja. Clive encontró un retazo de alfombra libre desde la que podía ver con claridad las altas puertas dobles que daban al vestíbulo. Tarde o temprano alguien se acercaría a hablarle. (No imaginaba, empero, que habría de ser tan de inmediato). El pequeño y despreciable Paul Lanark, el crítico que había proclamado a Clive el Gorecki del «hombre pensante»; luego se había retractado públicamente: Gorecki era el Linley del «hombre pensante». ¿Cómo podía tener el valor de acercarse?

—Ah, Linley. ¿Alguna de esas copas es para mí?

—No. Y hágame un favor: lárguese.

Le habría ofrecido con mucho gusto la copa de la mano derecha. Clive se había dado ya media vuelta, pero el crítico estaba borracho y quería divertirse.

—He oído hablar de su última obra. ¿Se titula realmente Sinfonía del Milenio?

—No. La prensa la ha llamado así —dijo Clive en tono seco.

—He oído millones de cosas sobre ella. Dicen que ha «fusilado» usted a Beethoven de mala manera.

—Lárgate, imbécil.

—Supongo que usted lo llamará «muestreo». O «cita» posmoderna. Pero ¿no era usted premoderno?

—Si no te largas ahora mismo voy a partirte esa estúpida cara.

—Entonces será mejor que me des una de esas copas. Así tendrás una mano libre.

Al mirar a su alrededor en busca de algún sitio donde dejar las copas, Clive vio que Vernon se acercaba hacia él con una gran sonrisa en los labios. Pero también él llevaba dos copas llenas en las manos.

—¡Clive!

—¡Vernon!

—Oh —dijo Lanark, simulando un tono adulador—. La Pulga en persona.

—Toma —dijo Clive—. Tengo una copa preparada para ti.

—Y yo otra para ti.

—Bueno…

Ambos, entonces, le dieron una de las copas a Lanark. Luego Vernon le ofreció la otra copa a Clive, y Clive la suya a Vernon.

—¡Salud!

Vernon le dirigió a Clive un gesto de cabeza y una mirada expresiva, y luego se volvió hacia Lanark.

—Hace poco he visto su nombre en una lista de gente muy distinguida. Jueces, jefes de policía, peces gordos de los negocios, ministros del gobierno…

Lanark enrojeció de placer.

—Ya, pero eso de que me vayan a nombrar sir no es más que una tontería.

—Eso por descontado. Pero yo me refiero a un orfanato de Gales. Una red de pederastas de lo más fina. Le han sacado en vídeo entrando y saliendo media docena de veces. Pensaba publicarlo en el periódico antes de que me dieran la patada, pero estoy seguro de que alguien recogerá el testigo.

Durante diez segundos como mínimo, Lanark se quedó erecto e inmóvil, con dignidad militar, con los codos pegados a los costados, las copas de champán tendidas hacia adelante y una sonrisa remota y helada en el semblante. Hubo unas cuantas señales de aviso: cierto abombamiento de los ojos, cierto matiz vidrioso en la mirada, cierto movimiento en la garganta, como de perístole al revés.

—¡Cuidado! —gritó Vernon—. ¡Échate hacia atrás!

Consiguieron brincar a tiempo para evitar la trayectoria curva del contenido de su estómago. La galería quedó repentinamente en silencio. Luego, en un prolongado, decreciente glissando de asco, la sección entera de cuerda, más los flautas y flautines, se precipitó hacia adelante en dirección a la sección de viento, dejando al crítico musical y su aportación de instantes antes —un piscolabis de media tarde en Oude Hoogstraat: patatas fritas y mayonesa— iluminados cenitalmente por una araña solitaria. Clive y Vernon fueron arrastrados por la multitud en fuga, y cuando llegaron a la altura de la puerta lograron zafarse de la riada y pasaron a la quietud del vestíbulo. Se sentaron en un banco y siguieron bebiendo su champán.

—Mucho mejor que pegarle —dijo Clive—. ¿Es cierto lo que le has dicho?

—Hasta este momento pensaba que no.

—Salud otra vez, Vernon.

—Salud. Y verás, lo que te dije lo dije en serio. Siento de veras haberte mandado a la policía a molestarte. Fue horrible por mi parte. Te pido disculpas contritas, incondicionales.

—No vuelvas a mencionarlo. Siento terriblemente lo de tu empleo y todo lo demás. Eras el mejor, en serio.

—Sellémoslo, entonces. ¿Amigos?

—Amigos.

Vernon vació su copa, bostezó y se puso en pie.

—Bien, si quieres que cenemos juntos tendré que echarme un rato. Estoy hecho polvo.

—Has tenido una semana muy dura. Creo que me daré un baño. ¿Te parece que nos veamos aquí abajo dentro de una hora?

—Estupendo.

Clive le vio alejarse hacia el mostrador de recepción para coger la llave. Apostados al pie de la doble escalinata del vestíbulo, un hombre y una mujer captaron de inmediato la mirada de Clive y asintieron con la cabeza. Segundos después siguieron a Vernon escaleras arriba, y Clive, después de pasearse unos minutos por el vestíbulo, se acercó a recepción a recoger su llave y subió a su habitación.

Minutos después estaba de pie en el cuarto de baño, completamente vestido, descalzo, inclinándose sobre la bañera, tratando de manipular el reluciente mecanismo dorado de obturación del desagüe. Había que levantarlo y simultáneamente echarlo hacia un lado, pero en aquel momento Clive no parecía con la suficiente destreza para hacerlo. Entretanto, el caldeado suelo de mármol le transmitía a través de las plantas de los pies una suerte de recordatorio sensual de su fatiga. Noches de vigilia en South Kensington, caos en la comisaría de Manchester, elogios en el Concertgebouw. También él había tenido una semana muy dura. Una breve cabezada antes del baño no le vendría nada mal. Volvió al dormitorio y se quitó los pantalones, se desabrochó la camisa y, con un gemido de placer, se entregó a la delicia blanda de la enorme cama. La dorada colcha de raso le acariciaba los muslos, y experimentó un éxtasis de abandono exhausto. Todo estaba bien. Pronto estaría en Nueva York visitando a Susie Marcenan, y aquella olvidada y abotonada parte de sí mismo volvería a florecer. Allí tendido, en aquella gloriosa suavidad de seda —hasta el aire era de seda en aquella cara habitación—, habría conseguido retorcerse de placer imaginándolo, pero comprobó que no podía ni mover las piernas. Tal vez, si ponía toda su mente en ello, si lograba dejar de pensar en el trabajo tan sólo una semana, podría llegar a enamorarse de Susie. Era una mujer estupenda, cabal en todos los sentidos, alguien con mucho aguante, alguien que jamás le fallaría. Al pensar en todo ello se sintió embargado por un súbito y hondo afecto por sí mismo: era el tipo de persona que merecía que le fueran fiel y no le fallaran nunca. Sintió que una lágrima se le deslizaba por el pómulo y le hacía cosquillas en la oreja, pero carecía de fuerzas para enjugársela. No hacía falta, porque se acercaba hacia su cama Molly —¡Molly Lane!— seguida de un tipo. La pequeña y coqueta boca, los grandes ojos negros, un nuevo peinado: una melena… Qué maravillosa mujer.

—¡Molly! —alcanzó a decir con voz ronca—. Siento no poder levantarme…

—Pobre Clive.

—Estoy tan cansado…

Molly le puso una mano fría en la frente.

—Cariño, eres un genio. Esa sinfonía es pura magia.

—¿Has estado en el ensayo? No te he visto.

—Estabas demasiado ocupado, y eres demasiado importante para darte cuenta de mi presencia. Mira, he venido con alguien que quiero que veas.

Clive, a lo largo de los años, había conocido a la mayoría de los amantes de Molly, pero a éste no sabía dónde ubicarlo.

Hábil socialmente como de costumbre, Molly se inclinó hacia él y le susurró al oído:

—Ya lo conoces. Es Paul Lanark.

—Claro, por supuesto. Con la barba no le he reconocido.

—El caso, pequeño Clive, es que quiere un autógrafo tuyo, pero es demasiado tímido para atreverse a pedírtelo.

Clive estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por Molly, y por que Lanark se sintiera cómodo.

—No, no. No tengo el menor inconveniente.

—Le quedaría enormemente agradecido… —dijo Lanark, acercándole papel y pluma.

—No debería sentirse cohibido.

Clive garabateó su nombre en el papel.

—Y aquí también, si no le importa.

—No me importa, no me importa en absoluto.

El esfuerzo fue excesivo, y tuvo que volver a echarse. Molly se acercó de nuevo y le susurró al oído.

—Cariño, tengo que echarte un pequeño rapapolvo, y luego ya nunca volveré a mencionártelo. En serio, ¿sabes?, tendrías que haberme ayudado aquel día en el Distrito de los Lagos.

—¡Oh, Dios! ¿Eras tú, Molly? No me di cuenta, de veras…

—Siempre pusiste tu trabajo por delante, quizá con razón.

—Sí. No. Quiero decir que, si hubiera sabido que eras tú, el tipo aquel de la cara delgada se habría enterado de quién soy yo.

—Claro, claro…

Le puso la mano en la muñeca y dirigió el haz de luz de una pequeña linterna hacia sus ojos. ¡Qué mujer!

—Tengo tanto calor en el brazo… —susurró Clive.

—Pobre Clive. Por eso te estoy subiendo la manga, tonto. Ahora, Paul quiere mostrarte lo que piensa realmente de tu trabajo metiéndote en el brazo una aguja enorme.

El crítico musical hizo exactamente lo que Molly había dicho que haría, y Clive sintió un intenso dolor en el brazo. A veces los elogios dolían. Pero si algo había aprendido Clive a lo largo de su vida era aceptar un cumplido.

—Bueno, muchísimas gracias —dijo Clive en un puro gimoteo—. Es usted muy amable. Yo no diría tanto de mi trabajo, pero en fin… Me alegra que le guste, de veras, muchísimas gracias…

Desde la perspectiva del médico holandés y su enfermera, el compositor levantó la cabeza y, antes de cerrar los ojos, pareció intentar, ligeramente despegado de la almohada, la más modesta de las inclinaciones de cabeza.

Ir a la siguiente página

Report Page