Amsterdam

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III Parte » Capítulo 2

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Lo que había sucedido era lo siguiente: Vernon telefoneó a última hora de la mañana, y utilizó palabras tan similares a las que había pronunciado Clive la semana anterior que parecían una auténtica y deliberada cita de su amigo, o la lúdica petición de liquidación de una deuda. Vernon tenía que hablar con él, era urgente e ineludible, el teléfono no servía, tenía que verle, y tenía que ser aquel mismo día.

Clive vaciló. Tenía pensado coger el tren de la tarde para Penrith, pero dijo:

—Bien, ven a verme y cenaremos juntos.

Cambió sus planes, subió dos buenas botellas de Borgoña de la bodega y preparó la cena. Vernon llegó con una hora de retraso, y la primera impresión de Clive fue que su amigo había perdido peso. Tenía la cara larga y delgada, y no se había afeitado; el abrigo parecía quedarle enormemente grande, y cuando dejó en el suelo el maletín para coger la copa de vino que Clive le tendía le tembló la mano.

Apuró el Chambertin Clos de Bèze como si fuera una cerveza, y dijo:

—Qué semana, qué semana más horrible…

Alargó la copa para que su amigo volviera a llenarla, y Clive, feliz de no haber empezado por el Richebourg, le sirvió más vino.

—Esta mañana nos hemos pasado tres horas en los tribunales, y hemos ganado. Pensarás que ahí se acaba todo. Pero tengo a toda la redacción en mi contra; bueno, a casi toda. El edificio entero está revolucionado. Es un milagro que podamos sacar el periódico mañana. El sindicato se halla reunido ahora mismo, y están seguros de poder plantear una moción de censura contra mi persona. La gerencia y el consejo de administración se mantienen firmes; en ese sentido todo va bien. Es una lucha a muerte.

Clive le hizo un gesto para que tomara asiento, y Vernon se dejó caer en una silla, puso los codos sobre la mesa de la cocina, se tapó la cara con las manos y prosiguió en tono lastimero:

—Esos bastardos melindrosos… Son capaces de perderlo todo antes que aceptar un mísero y jodido cambio de política. No viven en el mundo real. Merecen morirse de hambre. —Clive no tenía la menor idea de lo que estaba hablando, pero siguió callado. La copa de Vernon volvía a estar vacía, y Clive volvió a llenársela, y luego fue hasta el horno y sacó los dos pollitos que estaba cocinando. Vernon levantó el maletín y se lo puso sobre las rodillas. Antes de abrirlo, aspiró lenta y profundamente para calmarse y tomó otro trago de Chambertin. Hizo saltar los cierres del maletín, vaciló unos instantes, y al cabo dijo en tono más bajo:

—Verás, me gustaría saber tu opinión sobre esto, no sólo porque tengas cierta relación con ello y sepas ya algo sobre el asunto, sino porque no estás en el negocio y necesito saber la opinión de alguien ajeno a él por completo. Creo que me estoy volviendo loco…

La última frase la dijo como para su coleto, mientras hurgaba en el maletín y sacaba un gran sobre de papel cartón, del que extrajo tres fotografías en blanco y negro. Clive apagó el fuego donde había calentado una cacerola y se sentó a la mesa. En la primera fotografía que le tendió Vernon se veía a Garmony con un sencillo vestido tres cuartos, en pose como de modelo en la pasarela, con los brazos abiertos ligeramente hacia los lados, un pie un poco adelantado y en línea con el otro y las rodillas un ápice dobladas. Bajo la tela se adivinaban unos pequeños pechos falsos, y la parte alta del vestido dejaba al descubierto sobre un hombro el tirante de un sostén. Estaba maquillado, pero no en exceso, ya que su palidez natural casaba bien con el conjunto, y el carmín confería como un halo de sensualidad a los estrechos y duros labios. El pelo era claramente el suyo: corto, ondulado y con raya a un lado, de forma que su aspecto general era a un tiempo pulcro y disoluto, y levemente bovino. La estampa no podía tomarse en modo alguno como exhibición de un disfraz, o como divertida broma ante la cámara. La tensa, absorta expresión de aquel semblante era la de un hombre captado en una dimensión sexual. La intensa mirada dirigida hacia el objetivo era conscientemente seductora. La iluminación era tenue, y hábilmente elaborada.

—Molly… —dijo Clive en voz muy baja, como para sí mismo.

—Has acertado a la primera —dijo Vernon.

Observaba a Clive con impaciencia, a la espera de una reacción, y Clive, en parte para ocultar sus pensamientos, siguió mirando detenidamente la fotografía. Lo primero que sintió fue, sencillamente, alivio. Por Molly. Acababa de resolverse un enigma. Era eso lo que le atraía de él: su vida secreta, su vulnerabilidad, el vínculo secreto que por fuerza llegaría a unirles aún más íntimamente. Oh, Molly. Seguro que había sido creativa y traviesa, que le había instado a ir más lejos, a adentrarse en aquellos sueños que la Cámara de los Comunes jamás podría colmar… Y seguro que él sabía que podía confiar en ella. Si la enfermedad que la llevó a la tumba hubiera sido otra, sin duda habría podido tomar la precaución de destruir aquellas fotografías. ¿Había salido aquella… peculiaridad de las paredes de aquella alcoba? ¿A restaurantes de ciudades extranjeras, por ejemplo? Dos chicas en viaje de placer. Molly sabía perfectamente cómo hacerlo. Conocía la ropa y los lugares apropiados; disfrutaría enormemente con la confabulación y la juerga, con lo descabellado de la aventura, con su carga erótica. Clive pensó de nuevo en cuánto la había amado.

—¿Y bien? —dijo Vernon.

Anticipándose a él, Clive alargó la mano para coger otra fotografía. En ella —un primer plano— el vestido era más delicado y femenino, con un ribete de encaje en las altas mangas y el escote (quizá era una prenda de lencería). El efecto era menos logrado que en la anterior, pues desnudaba por completo la latente masculinidad y revelaba todo el patetismo, todas las imposibles esperanzas de su confusa identidad. La experta iluminación de Molly no había logrado disimular las mandíbulas de aquella cabeza enorme, ni la protuberancia excesiva de la nuez. La apariencia real de Garmony en la fotografía y cómo él había creído estar en ella eran probablemente dos cosas muy distintas. Aquellas fotografías deberían haber sido percibidas por él como ridículas; de hecho eran ridículas, pero Clive, en cierto modo, se sintió sobrecogido ante ellas. Los humanos sabíamos tan poco unos de otros. Nos hallábamos sumergidos casi por entero, como icebergs, y apenas dejábamos ver la cara tranquila y clara de nuestro ser social. Ahora Clive tenía ante sí una rara vista de debajo de las olas, la visión de la intimidad tormentosa de un hombre, de su dignidad desbaratada por una imperiosa necesidad de pura fantasía, de puro pensamiento, por ese elemento humano irreductible: la mente.

Por primera vez en su vida Clive se preguntó cómo tendría que ser mirar a Garmony con ojos benévolos. Molly lo había hecho posible. En la tercera fotografía Garmony llevaba una chaqueta recta de Chanel, y tenía la mirada baja; en alguna dimensión de su ser más íntimo era una recatada y verosímil mujer, pero lo que cualquier observador veía en él era una huida. Enfréntate a ello: eres un hombre. Y estás mucho mejor mirando frente a frente a la cámara, mostrándonos cara a cara tu farsa.

—¿Y bien? —repitió Vernon, con un punto de impaciencia.

—Extraordinario.

Clive le devolvió las fotografías. Con las imágenes delante de los ojos no podía pensar con claridad. Dijo:

—Imagino que estás luchando para que tu periódico no las publique.

Vernon le miraba con fijeza, asombrado.

—¿Estás loco? Es el enemigo. Te lo acabo de contar: hemos logrado que anulen ese mandamiento judicial.

—Ah, sí, claro. Perdona, no me he dado cuenta…

—Mi idea es sacarlas la semana que viene. ¿Qué opinas?

Clive se echó hacia atrás en su silla; levantó las manos y las enlazó detrás de la cabeza.

—Opino —dijo, sopesando las palabras—, opino que tus redactores tienen razón. Es una idea espantosa.

—Explícate.

—Arruinará su vida.

—Puedes jurarlo.

—Quiero decir personalmente.

—Sí.

Se hizo un silencio largo: a Clive se le agolpaban en la cabeza tantas objeciones que parecían irse anulando unas a otras de inmediato.

Vernon empujó la copa vacía sobre el tablero de la mesa, y cuando de nuevo la tuvo llena dijo:

—No te entiendo. Ese tipo es dañino de verdad. Tú mismo lo has dicho miles de veces.

—Sí, es infame —admitió Clive.

—Se dice que va a presentar su liderazgo alternativo para noviembre. Sería terrible para el país que llegara a primer ministro.

—Yo también lo creo —dijo Clive.

Vernon extendió las manos.

—¿Entonces?

Hubo otro silencio, en el curso del cual Clive se quedó mirando las grietas del techo mientras trataba de dar forma a sus pensamientos. Al final dijo:

—Dime una cosa. ¿Crees que, en principio, está mal que los hombres se vistan con ropas de mujer?

Vernon lanzó un gruñido. Empezaba a actuar como si estuviera bebido. Debía de haberse tomado unas copas antes de venir a verle.

—¡Oh, Clive!

Clive siguió insistiendo.

—En un tiempo fuiste partidario acérrimo de la revolución sexual. Defendías a capa y espada a los gays.

—No puedo creer lo que estoy oyendo.

—Defendías las obras de teatro y las películas que la gente quería prohibir. El año pasado, sin ir más lejos, hablaste en favor de esos cretinos que llevaron a juicio por clavarse clavos unos a otros en las pelotas.

Vernon hizo una mueca de dolor.

—Era en el pene.

—¿No es éste el tipo de manifestación sexual que tienes a gala defender? ¿Cuál es exactamente el crimen de Garmony para que haya que sacarlo a la luz pública?

—Su hipocresía, Clive. Estamos hablando del flagelador, del linchador, del apóstol de los valores familiares, del azote de emigrantes, de quienes piden asilo político, de quienes van vagando de un país a otro, de los marginados…

—Eso no viene a cuento ahora —dijo Clive.

—Por supuesto que viene a cuento. No digas gilipolleces.

—Si está bien ser un travestí, también está bien que un racista sea travestí. Lo que no está bien es ser racista.

Vernon suspiró fingiendo lástima.

—Escúchame bien…

Pero Clive había encontrado la analogía que buscaba:

—Si está bien ser un travestí, también está bien que un padre de familia lo sea. En privado, claro está. Y si está bien ser…

—¡Clive! Escúchame. Tú te pasas el día en el estudio soñando sinfonías. No tienes ni idea de lo que está en juego. Si a Garmony no se le para los pies ahora, si consigue llegar a primer ministro en noviembre, tendrán muchísimas probabilidades de ganar las elecciones el año que viene. ¡Otros cinco años! Habrá aún más gente viviendo por debajo del umbral de la pobreza, más gente en la cárcel, más gente sin hogar, más crimen, más algaradas callejeras… Incluso ha estado hablando de volver a instaurar el servicio militar obligatorio. El medio ambiente se resentirá enormemente, pues preferirá complacer a sus amigos especuladores a firmar los acuerdos para detener el calentamiento del planeta. Quiere sacarnos de Europa. ¡Qué catástrofe económica! A ti todo te va muy bien… —aquí Vernon hizo un gesto en abanico señalando la enorme cocina—, pero a la mayoría de la gente…

—Cuando bebas mi vino —gruñó Clive—, ve con tino. —Alcanzó la botella de Richebourg y volvió a llenar la copa de Vernon—. Son ciento cinco libras la botella.

Vernon apuró media copa en un par de segundos.

—Eso es precisamente lo que digo. ¿No te estás volviendo comodón y de derechas en la madurez?

Clive respondió a la pulla con otra:

—¿Sabes cuál es el meollo de todo este asunto? Estás haciéndole el trabajo a George. Te está azuzando contra él. Te está utilizando, Vernon, y parece mentira que no te des cuenta. Odia a Garmony por su aventura con Molly. Si supiera algún trapo sucio mío o tuyo, lo utilizaría también. —Clive calló unos segundos, y luego añadió—: Y puede que lo tenga. ¿Molly te sacó alguna foto a ti? ¿De hombre rana? ¿Con un tutú? La gente tendría derecho a enterarse…

Vernon se levantó de la silla y volvió a meter el sobre en el maletín.

—He venido a buscar tu apoyo. O a encontrar una actitud receptiva, al menos. No me esperaba tus jodidos improperios.

Salió al vestíbulo. Clive lo siguió, pero no se sentía con ganas de pedirle disculpas.

Vernon abrió la puerta, y se volvió. Tenía un aire desaseado y maltrecho.

—No lo entiendo —dijo en voz baja—. No creo que estés siendo sincero conmigo. ¿Qué es lo que de verdad te parece mal en lo que me propongo hacer?

Probablemente la pregunta era retórica. Pero Clive avanzó un par de pasos hacia su amigo y respondió:

—Me parece mal por Molly. A nosotros no nos gusta Garmony, pero a Molly sí le gustaba. Garmony confió en ella, y ella no defraudó esa confianza. Fue algo entre ellos dos. Y las fotografías son de Molly; no tienen nada que ver contigo o conmigo o con tus lectores. A ella le parecería aborrecible lo que estás haciendo. Sinceramente, la estás traicionando.

Luego, antes de darle a Vernon la satisfacción de cerrarle la puerta en las narices, Clive se dio la vuelta y se alejó hacia la cocina, donde comería solo lo que había cocinado.

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