Amsterdam

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IV Parte » Capítulo 3

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Vernon se apeó con dificultad del asiento trasero del minúsculo coche que el periódico le tenía asignado y permaneció unos segundos en la acera, frente a la entrada del juzgado, para arreglarse un poco el traje arrugado. Mientras se apresuraba por el vestíbulo de mármol negro y rojo anaranjado vio a Dibben esperando junto al ascensor. Frank había llegado a subjefe de Internacional a los veintiocho años. Cuatro años y tres directores después, seguía en su puesto, y se rumoreaba que hervía de impaciencia por progresar. Le llamaban Casio, por su aspecto delgado y famélico, pero era un apodo injusto: sus ojos eran oscuros, su cara larga y pálida y su cerrada barba de varios días le daba un aire de policía de interrogatorios, pero sus modales eran corteses, aunque un tanto retraídos, y poseía una inteligencia atractiva e irónica. Vernon siempre le había detestado de un modo vago y distraído, pero había aprendido a apreciarle en los primeros días del revuelo levantado por el caso Garmony. La noche siguiente a que el sindicato presentara una moción de censura contra el director de El Juez, la noche siguiente al pacto entre Clive y Vernon, el joven subjefe de Internacional se había apostado en la calle a la espera de Vernon, y después de seguir durante un trecho su figura encorvada y oscura se había acercado, le había dado un golpecito en el hombro y le había sugerido tomar un trago. Había algo perentorio y persuasivo en su tono, y Vernon aceptó.

Entraron en el pub de una calle lateral en el que Vernon nunca había estado antes, un local oscuro y de ambiente cargado y lleno de humo, decorado con una especie de felpa roja muy gastada, y se sentaron en un reservado del fondo, junto a una enorme máquina de discos. Ante sendas ginebras con tónica Frank confesó a su director su callada indignación ante el giro que habían tomado las cosas. La votación de la noche anterior había sido manipulada por los sindicalistas de siempre, cuyas quejas y peleas internas se remontaban a muchos años atrás, y él, Frank, no había acudido a la reunión alegando exceso de trabajo. Había otros, dijo, que opinaban lo mismo que él, que querían que El Juez se dirigiera a un abanico más amplio de lectores, y se convirtiera en un diario vivo y con brío, capaz de campañas osadas como la de incriminar a Garmony, pero la retrógrada mano de los «gramáticos» se hallaba en todos los resortes del patrocinio y la promoción. La vieja guardia prefería ver morir a su periódico que permitir que pudiera ampliar su clientela a los lectores menores de treinta años. Había rechazado la implantación de tipos más grandes, y vetado la sección Estilo de vida, el horóscopo, el suplemento sobre salud, la columna de cotilleo, el bingo virtual y el consultorio sentimental masculino, al igual que las informaciones con gancho sobre la familia real y la música pop. Y ahora perseguían la defenestración del único director que podía salvar El Juez. En los redactores más jóvenes alentaba un espíritu de apoyo a Vernon, pero carecían de voz. Nadie se atrevía a ser el primero en manifestarse en tal sentido, pues temían perecer en el empeño.

Sintiéndose de pronto animado y ligero, Vernon fue hasta la barra para pedir otra ronda. No había duda de que había llegado la hora de empezar a escuchar a sus redactores más jóvenes, la hora de hacerlos salir al terreno de juego. De nuevo en la mesa, vio que Frank encendía un cigarrillo y, educadamente, se daba la vuelta en la silla para echar el humo hacia el exterior del apartado. Frank aceptó el gin tónic y siguió hablando. Él no había visto las fotografías, por supuesto, pero sabía que lo correcto era sacarlas a la luz. Deseaba ofrecerle su apoyo a Vernon, y aún más: deseaba serle de utilidad, por lo que no era prudente que lo identificaran abiertamente como aliado del director. Luego se excusó y fue hasta la barra de la comida para pedir salchichas y puré de patatas, y Vernon imaginó un cuarto (amueblado, con derecho a baño y cocina) vacío, en el que ninguna chica esperaba al joven subjefe de Internacional.

Cuando Frank volvió a sentarse, dijo atropelladamente:

—Yo podría tenerte al tanto. Podría informarte de lo que dicen. Podría averiguar quiénes te apoyan realmente. Pero yo tendría que parecer neutral, al margen. ¿Te importaría que me ocupara de ello?

Vernon no se comprometió. Había bregado lo bastante como para saber que no debía asignar a nadie el papel de espía de la redacción sin antes disponer de todos los datos pertinentes. Hizo que la conversación se encaminara hacia la política de Garmony, y ambos pasaron media hora muy agradable explorando su compartido desdén por el personaje. Pero tres días después, cuando Vernon vio que debía pasar gran parte de su tiempo en los pasillos, un tanto intimidado ante el frenesí de la oposición, y empezaba —siquiera levemente— a flaquear, volvió con Dibben al mismo pub, al mismo reservado, y le mostró las fotografías. El efecto fue alentador. Frank las estudió detenidamente una por una, sin hacer ningún comentario, limitándose a sacudir la cabeza con asombro. Luego volvió a meterlas en el sobre y dijo en voz baja:

—Increíble. La hipocresía de este hombre.

Permanecieron callados, pensativos, durante unos segundos, y al cabo Frank añadió:

—Tienes que hacerlo, Vernon. No debes permitir que te lo impidan. Esto dará al traste con sus posibilidades de convertirse en primer ministro. Acabará con él por completo, de una vez por todas. Quiero ayudarte, Vernon, de veras.

El apoyo entre los redactores más jóvenes no resultó tan rotundo como Frank había aventurado, pero durante los días en que los redactores de El Juez tardaron en llegar a una paz unánime fue de una ayuda inestimable conocer de antemano los argumentos que les llegaban, que daban en el blanco. A través de sus citas con Frank junto a la máquina de discos, Vernon supo cuándo y por qué la oposición empezaba a dividirse, y cuál era el momento idóneo para exponer con firmeza sus puntos de vista. Durante la planificación y ejecución de la ofensiva, Vernon supo exactamente a quién aislar y a quién tratar de persuadir entre los «gramáticos». E incluso hizo suyas varias ideas del propio Frank, que le brindó algunas sugerencias ciertamente aprovechables. Pero, sobre todo, Vernon tenía a alguien con quien hablar, alguien que compartía su sentido de la misión y la «emoción» históricas, que comprendía instintivamente la naturaleza crucial de aquel caso y que le ofrecía aliento cuando todos los demás se mostraban tan críticos.

Con el gerente de su parte, las líneas maestras del plan trazadas, la tirada en aumento y una muda pero implacable agitación en el ánimo de la redacción, sus reuniones con Frank dejaron de ser necesarias. Pero Vernon quería recompensar su lealtad y tenía pensado darle el puesto de Lettice: jefe de Reportajes. Su falta de entusiasmo en relación con la historia de los hermanos siameses había puesto a esta última en régimen de «estrecha vigilancia». Y el suplemento de ajedrez había firmado su sentencia de muerte.

Aquel jueves por la mañana, víspera de la publicación de las fotografías, Vernon y su lugarteniente subieron juntos a la cuarta planta en un viejo ascensor que parecía aquejado del baile de San Vito. Vernon se sentía transportado a sus días de actor en el teatro universitario, al ensayo general, a las palmas pegajosas y el vuelco en el estómago y las tripas sueltas. Para cuando acabara la reunión de la mañana, toda la plantilla de redactores, todos los periodistas veteranos y algunos miembros más del personal de la casa habrían visto las fotografías. La primera edición había entrado en prensa a las 5.15 de la madrugada, pero hasta las 9.30, hora de la última edición, la imagen de Garmony, con su vestido y su mirada tierna, aún no se habría convertido en una furiosa mancha borrosa sobre los rodillos de acero de la rotativa en los nuevos talleres de Croydon. La idea era impedir toda posibilidad de que la competencia pudiera lanzar algún contraataque efectivo en sus últimas ediciones. Los camiones de distribución saldrían a la carretera a las 11.00, y sería demasiado tarde para impedir la entera difusión del periódico.

—Ya has visto la prensa de hoy —dijo Vernon.

—Pura delicia.

Los periódicos del día, tanto los de prestigio como los de la prensa amarilla, se habían visto obligados a publicar artículos relacionados con el tema del momento. Podía percibirse su renuencia a hablar de ello y su envidia en cada pie de foto, en cada nuevo y meticulosamente elaborado enfoque. El Independent había sacado un trillado artículo sobre las leyes que protegían la intimidad en diez países diferentes. El Telegraph publicaba las declaraciones de un psicólogo en las que teorizaba pomposamente sobre el travestismo, y el Guardian dedicaba dos páginas —presididas por una fotografía de J. Edgar Hoover en traje de cóctel— a un artículo burlón, despectivo y «entendido» sobre los travestidos en la vida pública. Ninguno de los diarios de la competencia se dignaron mencionar a El Juez. El Mirror y el Sun habían centrado su atención en un Garmony de asueto en su granja en Wiltshire. Ambos diarios exhibían similares fotografías de grueso grano (tomadas con teleobjetivo) en las que el ministro de Asuntos Exteriores y su hijo desaparecían en la negrura de un granero. Las enormes puertas se hallaban abiertas de par en par, y el modo en que la luz caía sobre los hombros de Garmony, y no sobre sus brazos, sugería a un hombre a punto de ser tragado por la oscuridad.

Entre la segunda y tercera plantas, Frank apretó el botón para parar el ascensor, el cual detuvo su ascenso con una pavorosa sacudida que atenazó como una garra el corazón de Vernon. Los ornatos de latón y la caja de caoba chirriaron al oscilar con violencia en el interior del hueco. Habían mantenido un par de fugaces entrevistas como aquélla. Vernon se sintió obligado a ocultar su terror, a dar una impresión de despreocupación y desenfado.

—Muy rápidamente —dijo Frank—. McDonald va a pronunciar unas palabras en la reunión de la mañana. No va a admitir del todo que estaban equivocados, ni a perdonarte a ti del todo tampoco. Pero en fin, ya sabes, enhorabuena a todos los presentes, y ya que tiramos adelante, pues a arrimar el hombro todo el mundo.

—Estupendo —dijo Vernon. Sería una delicia escuchar cómo el subdirector se disculpaba sin dar la impresión de estar haciéndolo.

—Puede que algunos otros quieran meter baza, incluso que haya algunos aplausos, ya sabes, ese tipo de cosas. Si te parece bien, creo que yo debería seguir al margen, no descubrir mi juego en esta fase del asunto.

Vernon sintió un vago y fugaz desasosiego, como la contracción de algún olvidado músculo impulsor de movimientos reflejos. Sentía tanta curiosidad como desconfianza, pero era muy tarde para hacer algo al respecto, así que dijo:

—Muy bien. De acuerdo. Te necesito al pie del cañón. Los días siguientes pueden ser cruciales.

Frank apretó el botón, y durante unos segundos el ascensor no se movió. Luego pareció caer unos centímetros, y finalmente volvió a iniciar su renqueante ascenso.

Jean, como de costumbre, esperaba al otro lado de las puertas de fuelle con un manojo de cartas, faxes y notas informativas internas.

—Le esperan en la sala seis.

La primera reunión era con el director de publicidad y su equipo, que pensaban que era el momento de subir las tarifas. Vernon no opinaba lo mismo. Mientras avanzaban a paso rápido por el pasillo —de moqueta roja, como en sus sueños—, vio que Frank se despegaba del grupo al unirse a ellos dos oficiales de maquetación. Se hacía necesario reducir la fotografía de primera plana para que cupiera un titular más largo, pero Vernon había decidido ya el tipo de diseño que deseaba para aquel día concreto. Manny Skelton, el redactor de Necrológicas, asomó por la puerta de su despacho del tamaño de un armario y le puso a Vernon en la mano —ni siquiera tuvo que detenerse— unas cuantas páginas mecanografiadas: la nota necrológica que habían acordado publicar en caso de que Garmony decidiera suicidarse. El redactor de Cartas al director se unió al grupo, con la esperanza de poder intercambiar unas palabras con Vernon antes de que comenzara la primera reunión. Preveía una auténtica avalancha de correspondencia, y trataba por todos los medios de que le concedieran una página completa. Ahora, mientras se dirigía hacia la sala seis, Vernon volvía a ser él mismo: grande, benévolo, implacable y bueno. Mientras otros habrían sentido un peso insoportable sobre los hombros, él sentía una ligereza que le daba fuerzas, o incluso una luz, un fulgor de competencia y bienestar, pues su firme mano se disponía a extirpar un cáncer de los órganos del grupo gobernante (tal era el tenor que pensaba emplear en el editorial que seguiría a la dimisión de Garmony). La hipocresía saldría a la luz, el país seguiría en Europa, la pena capital y el servicio militar obligatorio seguirían siendo estantiguas del pasado, la seguridad social sobreviviría de una forma u otra, la ecología planetaria recibiría un empujón decoroso. Vernon, ante esta perspectiva, se sentía con ganas de cantar a voz en cuello.

No lo hizo, pero en las dos horas siguientes le pareció vivir en una briosa ópera ligera en la que se le hubiera asignado cada aria, y en la que un cambiante coro de voces mixtas no sólo lo alababa sino que oficiaba de armonioso eco de sus pensamientos. Eran ya las once, y en el despacho de Vernon se apiñaban para la reunión matinal muchas más personas que de costumbre. Estaban los jefes de sección con sus subjefes y ayudantes, y la plantilla entera de periodistas, apretados en las sillas, recostados sobre cada centímetro cuadrado de pared, sentados sobre el alféizar de la ventana y encima de los radiadores. Los que no cabían en el despacho se amontonaban en torno a la puerta abierta. Cuando el director tomó asiento en su silla, las charlas cesaron. De forma tajante y brusca —sin los preámbulos con que solía iniciar aquellas reuniones matinales—, Vernon abordó directamente la rutina cotidiana: una disección de varios minutos del diario de la víspera, y a continuación las listas del día siguiente. Aquella mañana, por supuesto, no habría discusión alguna en torno a la primera plana. La única concesión de Vernon fue invertir el orden habitual de los bloques: las noticias de Nacional y la sección de Política irían en último lugar. El jefe de Deportes aportaba un artículo de fondo sobre los Juegos Olímpicos de Atlanta, y un análisis de las causas del mal papel del Reino Unido en los dobles del tenis de mesa. El jefe de la sección literaria, que jamás había llegado puntual a las reuniones matinales, ofreció un somnoliento informe sobre una novela que trataba de comida y que sonaba tan pretenciosa que Vernon tuvo que cortarle sin contemplaciones. En Las Artes se daba cuenta de una crisis de financiación, y Lettice O’Hara, en Reportajes, se hallaba al fin en situación de publicar su trabajo sobre el escándalo de un médico holandés, y asimismo, para honrar la ocasión, había realizado un reportaje sobre cómo la polución industrial estaba convirtiendo a los peces machos en hembras.

Cuando el jefe de Internacional tomó la palabra, la atención de toda la sala se centró de inmediato en su persona. Había una reunión de los ministros de Asuntos Exteriores europeos y Garmony tenía previsto asistir a ella —siempre, claro está, que antes no decidiera dimitir—. Al mencionarse tal posibilidad, un murmullo de excitación se extendió por toda la sala. Vernon pidió la intervención de Harvey Straw, jefe de la sección de Política, que se extendió sobre la historia de las dimisiones políticas. No había habido muchas en los últimos tiempos, y era claramente un arte en extinción. El primer ministro, conocido por su firme defensa de la amistad personal y la lealtad, así como por su escaso instinto político, probablemente seguiría apoyando a Garmony hasta que éste se sintiera forzado a dimitir. Ello prolongaría la vigencia del caso, lo cual no podía sino beneficiar a El Juez.

A una invitación de Vernon, el director de Difusión confirmó las últimas cifras, las mejores en diecisiete años. Ante esto, el murmullo fue convirtiéndose en clamor, y en la puerta se produjo un pequeño revuelo de empujones y traspiés: algunos periodistas, molestos por tener que permanecer apiñados en la exigua antesala de Jean, la secretaria, decidieron hacer de ariete contra el compacto muro de cuerpos. Vernon dio un fuerte golpe en la mesa para llamar al orden. Aún tenían que escuchar a Jeremy Ball, el jefe de Nacional, que tuvo que alzar la voz para hacerse oír: un chiquillo de diez años comparecía aquel mismo día ante un tribunal para responder de una acusación de asesinato; el violador de Lakeland había actuado por segunda vez en una semana, y la noche anterior habían detenido a un hombre en relación con el caso; se había producido un vertido de petróleo frente a las costas de Cornualles. Pero a nadie le interesaba gran cosa lo que estaba diciendo, pues sólo existía un tema capaz de aquietar a la redacción de El Juez, y finalmente Ball tiró la toalla. En el editorial tendrían que dar respuesta a una carta dirigida al Church Times en la que un obispo arremetía contra El Juez a propósito del escándalo Garmony. También tendrían que cubrir la reunión del comité de diputados gubernamentales que habría de celebrarse aquella misma tarde. Alguien había arrojado un ladrillo contra la ventana de la sede de la circunscripción electoral de Garmony, en Wiltshire. Desiguales aplausos siguieron a esta nueva, y luego se hizo un silencio cuando Grant McDonald, el segundo de Vernon, se levantó para pronunciar unas palabras.

Era uno de los periodistas de El Juez más veteranos; un hombre grande con la cara casi oculta por una ridícula barba roja que nunca se arreglaba. Le gustaba hacer gala de su condición de escocés; en la Noche de Burns[6], que organizaba en el periódico, solía ponerse una falda escocesa, y en la fiesta de Año Nuevo tocaba la gaita. Vernon sospechaba que McDonald jamás había estado más al norte de Muswell Hill[7]. En público había prestado el debido apoyo a su director, pero en privado, a solas con Vernon, se había mostrado en extremo escéptico en relación con el asunto. De una u otra forma, todos parecían conocer tal escepticismo, y ahora se disponían a escucharle atentamente. Empezó con un grave gruñido que no hizo sino intensificar el silencio reinante.

—Ahora puedo decirlo: seguro que para vosotros será una sorpresa, pero he tenido mis pequeñas dudas sobre este asunto desde el principio…

Este insincero comienzo levantó un estallido varonil de carcajadas. Vernon sintió un estremecimiento ante la falta de honradez de todo aquello. El asunto era rico, complejo, intrincado; le vino a la mente la imagen de una bruñida bandeja de oro batido llena de desvaídos jeroglíficos.

McDonald siguió explicando sus dudas, que tenían que ver con la intimidad personal, los métodos de tabloide, las agendas ocultas, etcétera. Finalmente llegó al punto de inflexión de su razonamiento, y alzó la voz (el «soplo» de Frank, constató Vernon, había sido sumamente preciso):

—Pero con los años he aprendido que hay veces en esta profesión (no muchas, la verdad) en que uno debe ceder ante las opiniones de los demás. Vernon ha expuesto sus puntos de vista con pasión y certero instinto periodístico, y hoy en esta casa se respira una sensación tal, se palpa tal empuje, que me hace volver a los viejos tiempos en que no trabajábamos más que tres días a la semana y sabíamos realmente cómo contar las cosas. Hoy las cifras de las tiradas hablan por sí mismas… Y hemos sondeado el talante del público. Así que… —Grant se volvió hacia el director de El Juez y sonrió de oreja a oreja—, ahora volvemos a ocupar un lugar importante en el periodismo, y todo te lo debemos a ti, Vernon. ¡Un millón de gracias!

Tras un cerrado aplauso, otras voces se alzaron y entonaron breves y similares discursos de enhorabuena. Vernon seguía sentado con los brazos cruzados, la cara solemne y la mirada fija en las vetas de la mesa. Quería sonreír, pero no habría estado bien. Observó con satisfacción que el gerente, Tony Montano, tomaba discretas notas de lo que se decía y quién lo decía. Quién estaba en el mismo barco y demás… Habría que llevarle aparte y tranquilizarle con respecto a Dibben, que, hundido en su silla y con las manos en los bolsillos, fruncía el ceño y sacudía la cabeza.

Vernon se puso en pie como deferencia para quienes no podían verle desde el fondo del despacho, y devolvió las gracias a los oradores. Sabía, dijo, que la mayor parte de la gente de aquel despacho había estado en contra de la publicación de las fotografías en un momento u otro del proceso. Pero agradecía también esto, porque en ciertos aspectos el periodismo se asemejaba a la ciencia: las mejores ideas eran las que sobrevivían a —y eran fortalecidas por— una inteligente oposición. Este venial engreimiento arrancó una calurosa salva de aplausos a la concurrencia. No había que avergonzarse, pues, ni esperar retribución de las alturas. Cuando el aplauso cesó, Vernon se había abierto paso entre la gente hasta un tablero colgado de la pared. Quitó la cinta adhesiva que fijaba la gran hoja de papel en blanco que ocultaba el tablero y dejó al descubierto una doble ampliación de la primera plana del día siguiente.

La fotografía ocupaba el ancho de ocho columnas, e iba justo desde el pie de la cabecera hasta tres cuartos del largo de la página. La muda estancia contempló el sencillo vestido, la fantasía de pasarela, la atrevida pose, juguetona y tentadora, que simulaba querer evitar la mirada de la cámara, los minúsculos pechos y el taimadamente insinuado tirante del sostén, el leve arrebol del colorete de los pómulos, la caricia de lápiz labial moldeando la turgencia de los labios (y su mohín, casi un puchero), la expresión íntima, anhelante de aquel alterado aunque fácilmente reconocible rostro público. Bajo la fotografía —centrada, en negrita, de caja baja y treinta y dos puntos— se leía tan sólo, en una línea, lo siguiente: «Julian Garmony, ministro de Asuntos Exteriores.» Y eso era todo.

Los presentes, tan bulliciosos hasta hacía unos segundos, permanecían ahora callados. El silencio se prolongó durante más de medio minuto. Al término, Vernon se aclaró la garganta y empezó a explicar la estrategia para el sábado y el lunes siguientes. Como un joven periodista comentaría a otro luego en la cantina, era como ver a alguien que conoces desnudado y azotado en público. Desenmascarado y castigado. A pesar de ello, el sentir general de los redactores ya dispersos y de vuelta en sus mesas de trabajo —y una opinión consolidada a primeras horas de la tarde—, era que se trataba de un trabajo de un inmejorable nivel profesional. Como primera plana se convertiría probablemente en un clásico utilizado en las facultades de Periodismo. El impacto visual —su simplicidad, su crudeza y su fuerza— resultaba difícil de olvidar. McDonald tenía razón: el instinto de Vernon había sido certero. Y había sido su intención de «buscar la yugular» lo que le había dictado relegar las demás fotografías a la página dos y resistir la tentación de un titular llamativo o un farragoso pie de foto. Conocía la fuerza de lo que tenía entre manos. Dejaba que las imágenes hablaran por sí mismas.

Cuando la última persona hubo dejado su despacho, Vernon cerró la puerta y abrió de par en par las ventanas para que la húmeda atmósfera de marzo renovara el aire viciado. Faltaban cinco minutos para la reunión siguiente, y necesitaba pensar. Le dijo a Jean por el interfono que no le molestaran bajo ningún concepto. El pensamiento cruzaba una y otra vez su mente: todo iba bien, todo iba bien… Pero había algo, algo importante, cierta información ante la que en determinado momento había estado a punto de reaccionar y que luego, al distraerse por algo, se le había ido de la cabeza junto con un centenar de cosas más.

Era un comentario, unas palabras que le habían sorprendido en su momento. Debería haber hablado entonces en lugar de dejar la cuestión para más tarde.

De hecho, no logró recordar de qué se trataba hasta última hora de la tarde, cuando dispuso de otro momento a solas consigo mismo. Estaba junto al tablero blanco tratando de volver a gustar el fugaz sabor de la sorpresa que le había causado lo olvidado. Cerró los ojos y se puso a recordar la reunión de la mañana punto por punto, todo lo que se había dicho en ella. Pero no lograba mantener su mente en la tarea, sus pensamientos vagaban sin rumbo fijo. Todo iba bien, todo iba bien. Si no fuera por la pequeña contrariedad de aquel olvido habría podido darse a sí mismo la más entusiasta de las enhorabuenas, e incluso ponerse a bailar sobre su escritorio. Era algo muy parecido a lo de aquella mañana, cuando tendido en la cama y entregado a la contemplación de sus éxitos no había podido gustar la felicidad completa por el simple hecho de que Clive no aprobara lo que estaba haciendo.

Y, de pronto, recordó lo que era. Clive. En cuanto pensó en el nombre de su amigo, le vino instantáneamente a la cabeza. Cruzó el despacho hacia el teléfono. Era muy simple, y seguramente intolerable.

—¿Jeremy? ¿Puedes venir un momento a mi despacho?

Jeremy Ball llegó en menos de un minuto. Vernon le ofreció asiento, e inició el interrogatorio. Tomó notas sobre lugares, fechas, ocasiones, cosas que se sabían, cosas que se sospechaban… En un momento dado Ball llamó por teléfono para confirmar ciertos detalles con el periodista que había cubierto el caso. Luego, en cuanto el jefe de Nacional se hubo marchado, Vernon utilizó su línea privada para llamar a Clive. De nuevo la prolongada, ruidosa operación de levantar el auricular, el sonido de sábanas y mantas, la voz cascada. Eran las cuatro y media de la tarde. ¿Qué diablos hacía Clive todo el día en la cama como un quinceañero deprimido?

—Ah, Vernon. Estaba…

—Oye, Clive, una cosa que has dicho esta mañana. Tengo que preguntártelo. ¿Cuándo estuviste exactamente en el Distrito de los Lagos?

—La semana pasada.

—Clive, ¿qué día? Es muy importante.

Se oyó un gruñido, y un crujido: Clive se incorporaba trabajosamente en la cama.

—Creo que fue el viernes. ¿Qué es…?

—El hombre que viste… No, espera un momento. ¿A qué hora estabas en Allen Crags?

—Sobre la una, creo.

—Escucha. El tipo que viste agrediendo a esa mujer, ya sabes, a la que decidiste no ayudar…, era el violador de los Lagos.

—Nunca he oído hablar de él.

—¿Es que no lees los periódicos? Ha abusado de ocho mujeres el año pasado, la mayoría de ellas excursionistas. Al parecer ésta logró escapar.

—Es un alivio.

—No, no lo es. Violó a otra mujer hace dos días. Detuvieron al tipo ayer mismo.

—Bueno… Solucionado, entonces.

—No, nada de eso. No quisiste ayudar a esa mujer. Muy bien. Pero si hubieras ido a la policía a denunciar lo que viste, la última mujer no habría sido violada.

Hubo una breve pausa: Clive digería lo que acababa de oír, o quizá se aprestaba a responder. Ahora había despertado por completo, y su voz se había endurecido.

Dijo:

—Una cosa no implica necesariamente la otra, pero no importa. ¿Por qué levantas la voz, Vernon? ¿Es otro de tus días frenéticos? ¿Qué es lo que quieres exactamente?

—Quiero que vayas a la policía hoy mismo y les cuentes lo que viste.

—Ni hablar.

—Podrías identificar a ese tipo.

—Estoy dando los toques finales a la sinfonía y…

—No, no es cierto, maldita sea. Estás en la cama.

—Eso no es asunto tuyo.

—Cómo puedes decir eso… Ve a la policía, Clive. Es un deber moral.

Se oyó una inspiración profunda, y Clive calló durante un instante, como reconsiderando el asunto. Y al final dijo:

—¿Me estás diciendo cuál es mi deber moral? ¿Tú? ¿Precisamente tú?

—¿A qué te refieres?

—A esas fotografías. A que te estás cagando sobre la tumba de Molly…

La referencia escatológica a una sepultura inexistente marcó ese punto en las disputas en que se cruza cierto límite y desaparece todo freno. Vernon no le dejó terminar:

—No sabes nada, Clive. Vives una vida privilegiada y no tienes ni puta idea de nada.

—… a que estás acosando a un hombre para que le despidan de su trabajo. A que eso es periodismo amarillo. ¿Cómo puedes vivir contigo mismo después de eso?

—Puedes ponerte como quieras. Estás desvariando. Si no vas a la policía, yo mismo les telefonearé para contarles lo que viste. Estás encubriendo un intento de violación…

—¿Te has vuelto loco? ¿Cómo te atreves a amenazarme?

—Hay cosas más importantes que las sinfonías. Las personas, sin ir más lejos.

—Y ¿no son esas personas tan importantes como las tiradas de los periódicos, Vernon?

—Vete a la policía.

—Que te den por el culo.

—Que te den por el culo a ti.

La puerta del despacho de Vernon se abrió de pronto, e irrumpió Jean presa del nerviosismo.

—Lamento interrumpir una conversación privada, señor Halliday —dijo la secretaria—. Pero creo que será mejor que ponga la televisión. La señora Garmony está dando una conferencia de prensa. En el Canal Uno.

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