Amphitryon

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II. De la sombra al nombre — Richard Schley: Ginebra, 1948

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II

DE LA SOMBRA AL NOMBRE

Richard Schley

Ginebra, 1948

Al principio, cuando lo vi descender del tren junto con los demás refuerzos del frente ucraniano, yo no tenía por qué saber que Jacobo Efrussi, mi antiguo compañero de juegos y penurias en las afueras de Viena, había cambiado su nombre por el de Thadeus Dreyer. Es verdad que en aquel octubre de 1918 el frente austríaco en los Balcanes comenzaba ya a convertirse en un auténtico pandemonio donde lo más sensato era renunciar no sólo al propio nombre, sino a todo aquello que conforma la identidad de los seres condenados a morir, pero esa tarde yo estaba aún muy lejos de poder apreciar las bondades lenitivas del anonimato en plena guerra. Supongo que por eso juzgué como un hecho tranquilizador la irrupción de un rostro conocido entre los miles de facciones imprecisas que, a lo largo de las últimas semanas, había visto descender en la estación de Belgrado con destino a las trincheras en Serbia.

Hacía menos de un mes que el padre Ignatz Wagram, emplazado para dar auxilio espiritual a nuestras tropas en los Balcanes, había vuelto a mi seminario en busca de un novicio que lo asistiese en tan ingrata misión. Su arenga fue pronunciada durante un oficio de vísperas, pero de inmediato quedó claro que sus palabras iban sólo dirigidas a mí. Después de todo, yo era algo así como su hijo espiritual, y era lógico que me dispusiese a seguirle en lo que él consideraba la digna culminación de cualquier vida consagrada al servicio de los desheredados. El padre Wagram tenía un peculiar sentido del sacerdocio que en ocasiones lo llevaba a hablar de la investidura como de un segundo nacimiento, una especie de nuevo bautismo para el cual el novicio debía ser despojado íntegramente de su historia a fin de adquirir la identidad definitiva que le había sido asignada desde el nacimiento. Ningún recuerdo, ningún resabio debía manchar la tabla rasa mental de los ungidos si éstos querían un día inscribir en sus almas el signo indeleble del crisma sacerdotal. A menudo, esta convicción le hizo tratarme con extrema dureza, pero sé que en el fondo su actitud estuvo siempre orientada a llevarme por el camino de las almas errabundas que de pronto han recibido una nueva oportunidad para enmendarse en el martirio. En cuanto lo vi ingresar en la capilla del seminario con su distintivo negro y sus dos estrellas de hilo sobre la sotana, creí entender hasta dónde llegaban los límites de su fe, y por eso no tuve más remedio que ofrecerme como voluntario para ayudarle en aquella misión suicida que también yo, en ese momento, consideré como una vía inapreciable para empezar a ser alguien en una guerra donde tanto los hombres como las naciones se esmeraban en no ser nada ni nadie.

Con todo, habían sido suficientes dos semanas en el campamento de Karanschebesch, a orillas del Danubio, para que yo mismo comenzara a dudar seriamente de lo acertado de mi decisión. En cuanto llegó a las trincheras, el padre Wagram murió en plena misa de campaña destrozado por un obús que no dejó de él ni del altar más que un montón de tela sanguinolenta. Días más tarde alguien pintó en su tumba un sarcástico letrero que decía:

A ti te ha sorprendido lo que debía tocarnos Tú nos prometiste el Reino de los Cielos Pero el cielo cayó sobre tu cabeza.

Donde berreabas, ahora yacerán tus huesos.

Ante mi insistencia, la Capitanía General había asignado al brigada Alikoshka Goliadkin, de la Oficina de Servicios, para desenmascarar a los autores del sacrílego poema. Pero nadie, ni siquiera los oficiales más devotos, parecieron nunca interesarse por los resultados de una investigación que al cabo fue relegada al olvido. Por lo que toca a la curia de Viena, también ésta mostró un abierto desinterés en reemplazar al padre asesinado, de modo que pronto vi pasar mis horas denegando extremaunciones o allegándome, por los medios más insospechados, hostias consagradas en la retaguardia por algún reticente sacerdote. Si en otros tiempos el difunto padre Wagram había conseguido arrebatarme el pasado en aras de nuestra fe, ahora su ausencia me arrojaba en brazos de una segunda y más desoladora orfandad, un estado de absoluta indefensión donde tampoco el presente podía otorgarme la consistencia que cualquiera necesita para sobrellevar la vida. La incertidumbre y el vacío más radical comenzaron a plagar mi ánimo como un cáncer incontenible, y fue en su compañía como yo mismo terminé por hacerme a la idea de ejercer las funciones parroquiales sin más acreditación que el silencio de mis superiores. Pronto me di a pensar que el padre Wagram se había equivocado al creer que el sacerdocio podía legitimar a un hombre, pues incluso una sotana podía diluir nuestra identidad despeñándonos en la más flagrante de las suplantaciones. Era en verdad difícil convencer a un soldado moribundo de que mi carácter de simple seminarista no me permitía confesarle ni administrarle los santos óleos. Por eso me acostumbré al fin a desempeñar con dolor aquellas funciones sacerdotales que otrora me habían parecido deseables, y a inclinar ambiguamente la cabeza cuando algún recluta ensangrentado me llamaba en sus delirios por el nombre del extinto sacerdote.

Puedo creer entonces que mi ansiedad de aquella tarde en la estación de Belgrado por abrirme paso hasta mi amigo Jacobo Efrussi habría parecido desmedida, tanto como podría serlo la de un demente que se imagina en mitad del océano y bracea por alcanzar un madero que flota sólo para él. Es cierto que mi amistad con Efrussi no había estado exenta de avatares y dramáticos distanciamientos, pero en ese instante lo imaginé casi como un hermano, ese otro inmediato en el cual nos reconocemos y en quien depositamos la amordazada consciencia de que sólo él lleva inscrito en su memoria un extraviado fragmento de vida que nos pertenece por derecho propio. Recuerdo perfectamente que su nombre tropezó un par de veces en mi garganta antes de que pudiera lanzarlo por encima de los demás reclutas. Y recuerdo asimismo el amargo asombro que me produjo su reacción ante mi grito de náufrago: al escucharme, Efrussi se detuvo como si le hubiesen disparado por la espalda, giró despacio la cabeza y me encaró durante unos segundos. Por un momento me pareció distinguir en él la sonrisa ínfima de quien también reconoce en los rasgos de otro hombre los fragmentos dispersos de su propia memoria. Pero esa luz, real o imaginaria en la embriaguez de mi entusiasmo, se transformó muy pronto en una mirada furibunda que acabó por disolverse entre la multitud.

* * *

Las horas que sucedieron a mi fallido encuentro en la estación las gasté en la Oficina de Servicios de Karanschebesch buscando el nombre de Jacobo Efrussi en las listas de efectivos recién incorporados al frente. Sabía que en esos momentos, como de costumbre, los cirujanos de campaña estarían clamando por mi presencia milagrera en sus galerones plagados de moribundos. Pero esa tarde yo no me sentía con ánimos para suplir con mis servicios la morfina que ellos, bien lo sabía yo, preferían vender en el mercado negro de Belgrado. Si los médicos necesitaban un sacerdote bien podían inventárselo. Así lo habían hecho antes conmigo y no les costaría gran cosa renovar ellos mismos mi blasfema impostura. Para ello les bastaría conocer un par de latinajos y emplear sus vendas ensangrentadas a modo de estola. Los soldados en artículo de muerte no descubrirían el engaño. Una bendición podía impartirla cualquiera, y era evidente que en esa guerra no se necesitaba ningún tipo de investidura para prestar oídos a quien, por otro lado, sólo repetiría sus faltas con la matemática precisión de quienes no han vivido lo suficiente como para ser culpables de nada.

Mi escrutinio de las listas de recién llegados resultó infructuosa, pues sólo me ayudó a confirmar mis temores de que la presencia de Jacobo Efrussi en los Balcanes podía ser una equivocación o un delirio. Yo mismo no acababa de comprender mi visita a la Oficina de Servicios, pues ésta comenzaba a parecer más bien una evasión de mis insufribles responsabilidades parroquiales. ¿Quién era, a fin de cuentas, el tal Jacobo Efrussi? Los escasos recuerdos que de él tenía habían vuelto a mi memoria sólo en el instante de distinguir su rostro en la estación de Belgrado, y éstos, por ahora, no diferían mucho de los que pudiera conservar de cualquier otra de mis amistades vienesas. ¿Por qué, entonces, actuaba yo como si ese hombre portase en su cartuchera una especie de mensaje arcano similar al que los soldados agonizantes pedían de mí cuando no alcanzaban a comprender qué los había llevado a matarse en los Balcanes en aras del imperio austrohúngaro? Mientras releía los nombres de los reclutas, aquellas preguntas se repitieron en mi cerebro con aberrante insistencia. Una y otra vez, el solo nombre de Efrussi me condujo a rebuscar en mis recuerdos de infancia, de por sí maltrechos por la despiadada labor del padre Wagram, una respuesta que apaciguase mis temores de que el fantasma de aquel hombre fuera sólo un pretexto para rematarme el juicio. Aquí veía a Efrussi saltar una barda o cabecear sin mucha destreza un raído balón de fútbol, allá lo identificaba repentinamente con la oscura escalinata que conducía a la joyería de su padre. Unas veces lo invocaba perseguido por un grupo de adolescentes coléricos, y otras era él quien acosaba a un tropel de niños más pequeños y aterrados entre los cuales podía distinguir mi propio rostro que ahora se deformaba bajo la luz mortecina de las lámparas del campamento. Las imágenes de Jacobo Efrussi se agolpaban en mi cerebro atribulado con la lógica de las pesadillas, distantes de lo que debían de ser las memorias de una infancia que yo, en el seminario, solía considerar como una época más o menos apacible de mi vida. Algo había de arquetípico y forzado en aquellas invocaciones, algo que no acababa de definirse. Se trataba sólo de fragmentos carentes de significación, ectoplasmas de la memoria que poco ayudaban a dar a mi desquiciante condición el suelo que tanto ansiaba.

Cuando las listas de reclutas adquirieron la misma dimensión caótica de mis recuerdos, decidí mandarlo todo al infierno. Y es probable que yo mismo hubiera terminado en el ultramundo si entonces el brigada Goliadkin, regresando de una de sus frecuentes incursiones al bar del campamento, no hubiese irrumpido en la Oficina de Servicios para darme, al menos en parte, la certeza que había estado buscando. A pesar de su ineptitud para hallar al culpable del sacrilegio en la tumba de Wagram, yo no guardaba hacia el brigada ningún rencor. En mi opinión, Goliadkin era un ser inofensivo aunque, en cierto modo, más digno de respeto que cualquier otro hombre en Karanschebesch. Condenado sin remedio a provocar desconfianza como cualquiera de los cosacos que recientemente se habían incorporado a las tropas del imperio, el brigada había perdido el brazo derecho en Verdún, pero sus buenos oficios y su legendaria capacidad para manejar el sable con la mano que le restaba le habían permitido mantenerse en el ejército como si la guerra fuese el único mundo en el que verdaderamente podía servir para algo. Goliadkin formaba parte de esa legión de individuos que, a cambio de un par de cervezas, nos brindan su indiscutible capacidad para transgredir las más elementales fronteras de lo que comúnmente se considera legal. Dotado como pocos para la supervivencia en situaciones extremas, era incapaz de mostrar buenas maneras ante sus iguales, pero arrostraba a sus superiores con un zalamero respeto que sólo duraba mientras pudiese sacar algún provecho de ello. En el frente, su compañía me resultó siempre alentadora, pues su elemental prurito transgresor permitía que yo me sintiese a mis anchas, como si él fuese el único capaz de identificar la semejanza entre mi investidura de párroco y la de un sargento que ha obtenido su rango seduciendo a la esposa de un general.

Esa tarde Goliadkin debió notar de inmediato que algo en mi interior no marchaba como debiera, pues su saludo balbuciente adquirió de inmediato un desusado tono entre dulzón y paternal.

—Salud, páter. Le sugiero que vaya a tomar un poco de fresco. Parece usted un muerto.

Acto seguido, sin agregar palabra, se desplomó riendo sobre el escritorio como si quisiera ejemplificar su última frase emulando una muerte grotesca. Así lo dejé estar un rato hasta que se me ocurrió preguntarle si por casualidad recordaba el nombre de Jacobo Efrussi entre los recién llegados al campamento. El brigada alzó la barbilla, me miró en silencio y, al fin, iluminado por uno de esos raros momentos de lucidez que acompañan a los bebedores empedernidos, respondió:

—¿Efrussi? No conozco a ningún Jacobo Efrussi, pero le aseguro que no lo encontrará por aquí. Cualquiera sabe que los judíos se las arreglan siempre para evitar la leva o, a lo sumo, consiguen que les asignen a algún puesto en la retaguardia.

Lejos de descorazonarme, las palabras del brigada tuvieron para mí el efecto de un bálsamo. De pronto, la tenebrosa escalerilla del joyero adquirió en mi memoria una rara luminosidad, y pude ver en ella a dos niños que se disponían a iniciar una partida sobre un maltrecho tablero de ajedrez. Casi pude experimentar la vaga sensación de entusiasmo, olvidada hacía mucho tiempo, que me invadió cuando el hijo del joyero accedió a compartir conmigo los secretos de aquel juego de reyes. Poco a poco la imagen se volvió extremadamente nítida, como también lo hizo en mis oídos el grito furibundo de mi padre, quien esa tarde interrumpió nuestra partida para arrastrarme a casa prohibiéndome terminantemente que volviese a ponerme en riesgo de ser humillado en el ajedrez por el hijo de un usurero judío.

A partir de ese recuerdo ya no me sería difícil hilar muchos más: el corpulento Jacobo Efrussi arrancado de mi vida con una violencia que entonces debió de parecerme inexplicable o acaso tan hiriente que me habría costado algún trabajo olvidarla. Ahora, tal y como Goliadkin había sabido recordarme, la posibilidad de hallar a un judío en el campamento de Karanschebesch o en un ejército donde los judíos, efectivamente, brillaban por su ausencia, parecía menos probable que nunca, pero al menos su delirante espectro me había devuelto un fragmento de infancia tan preciso que podía servirme de cabo para desovillar una madeja de remembranzas que hasta entonces creía perdidas. De esta forma, abrumado por la posibilidad de toparme no con Efrussi, sino con mi propia memoria descoyuntada, salí de la Oficina de Servicios agradeciendo a un perplejo Goliadkin su valiosa información.

* * *

No sé cómo pude arreglármelas aquella tarde para sortear el agobiante reclamo de los médicos para que atendiese a sus moribundos. Se diría que, al menos por unas horas, la muerte había suspendido su infatigable siega para que yo pudiese abismarme a placer en la recuperación del torbellino de recuerdos que comenzaban a agruparse en mi cerebro con deslumbrante coherencia. De vuelta en mi barraca, otrora compartida con el padre Wagram, me quité la sotana y me acosté en mi propio lecho por primera vez desde la muerte de mi protector. La cabeza me dolía de tal manera que, en otra oportunidad, habría ido de inmediato a la enfermería, pero ahora ese dolor me parecía poca cosa comparado con la tempestad que sacudía mis entrañas. Medité en las sorpresas que la bestia desencadenada de mi memoria podía estar guardando para mí. Pensé en Efrussi, en nuestra soledad de niños marginados por los designios paternos. Casi pude escucharle cuando arrastraba los pies camino de la sinagoga, como si la sola idea de ostentar innecesariamente su condición de judío por las calles de Viena le impusiese un peso insostenible. Invoqué también sus numerosos éxitos de precoz genio del ajedrez, conseguidos siempre bajo la mirada vigilante de su padre, quien se esmeraba por hacer de aquellas victorias pueriles una demostración pública de la superioridad de su gente. Más que un juego, el ajedrez era para el joyero la prueba inequívoca de que una identidad colectiva y genial había sido sembrada en su hijo tras milenios de persecuciones, diásporas y defensas temerarias de una consciencia de raza mantenida con dolor y sangre.

Más adelante pensé en mi propia torpeza para el ajedrez, en mi denodada ineptitud para contrarrestar, siquiera una vez, las victorias de Jacobo Efrussi. Como él, también yo jugué muchas tardes por consigna de mi propio padre, y con frecuencia tuve que pagar las constantes humillaciones que el hijo del joyero prodigaba sin distinción a los pequeños ajedrecistas luteranos y católicos de la ciudad. De pronto caí en la cuenta de que nunca había terminado de comprender el empeño de mi padre en marginarme de las libertades de la infancia para instruirme a golpes en el ajedrez y, por otra parte, alejarme de un niño que parecía igualmente condenado a ser el instrumento de un aberrante tráfico de honras e identidades. Si bien no podía recordarlo con claridad, no cabía duda de que Efrussi y yo habíamos sido confrontados varias veces no en la escalinata de la joyería, sino en aquel salón dominical donde el señor Isaac Efrussi prometía perdonar sus deudas al padre de quien fuese capaz de vencer al pequeño Jacobo en el ajedrez. Mis derrotas públicas ante Efrussi, por lo tanto, no sólo habrían significado una humillación racial o religiosa para mi padre, sino la pérdida concreta de cantidades sustanciosas de dinero que él, más afecto a la bebida que al orgullo, debía a la dudosa generosidad del joyero.

Pensar en todo esto me causó el fastidio de quien se sabe reducido a la condición de un animal entrenado sin éxito para derrotar a otro en aras de cierta deuda gastada en cervecerías y prostitutas. A despecho del padre Wagram, quien tanto se había esmerado por arrancarme la memoria de aquellos tiempos, ese estado de ánimo no me resultó ajeno, como si yo mismo hubiese remitido aquellas imágenes a un rincón de mi cerebro donde, sin embargo, nunca acabaron de extinguirse. Esa aprensión podía reconocerla ahora perfectamente en mi recuerdo de la escalinata del joyera Isaac Efrussi, detonante, como he dicho, de una retahíla de memorias que aquella guerra, y acaso también mi embrutecedora estancia en el seminario, habían suspendido hasta arrebatarme momentáneamente la consciencia de mí mismo. A la voz encendida de mi padre, muerto en una riña de cantina poco después de mi ingreso en el seminario, pude agregar olvidadas escenas de violencia doméstica: prolongadas lecciones de ajedrez cuyas estrategias debía ensayar contra mí mismo en la soledad de mis habitaciones, penitencias en el descampado invernal de las callejas de Viena, voceríos nocturnos y amenazas constantes que me dejaban inerme en el lecho enfrentándome con infiernos plagados de traidores católicos, usureros judíos y otomanos infieles. Probablemente, aquellas escenas amargas habían marcado mi memoria infantil tras mi frustrado juego de ajedrez en la escalinata, acaso la única partida que Efrussi y yo habíamos querido emprender por nosotros mismos y sin que en ella mediase la deplorable apuesta que el joyero se empeñaba en imponer a los contrincantes de su vástago imbatible. Y era probable también que aquellas escenas hubiesen sido mi pan cotidiano hasta el día en que decidí huir de casa para guarecerme en el seminario, no porque creyese firmemente que la fe católica ofrecía una auténtica liberación del exaltado luteranismo de mi padre, sino porque en el seno de aquella iglesia pensaba basar mi única posible rebelión contra él y contra su empeño de destrozarme la consciencia.

Así las cosas, ahora ya no me era difícil entender por qué me pesaba tanto mi impostura del padre Ignatz Wagram, y cuánto resentimiento hacia él encerraba en realidad mi condición de sacerdote advenedizo. Por venir de quien venían, mis bendiciones impartidas a jóvenes destinados a las trincheras debían de tener muy poco de reparador. Cada una de mis palabras, cada uno de mis gestos y aun mi mera presencia sólo podían haber transmitido a esos desgraciados la desazón de mi propia impostura y mi fe cada vez más debilitada. Imaginé que, al morir, los espectros de aquellos soldados descubrían mi falsedad y me lo reprochaban incesantemente desde algún punto impreciso más allá del Danubio, como si también ellos hubiesen sido arrojados al frío de la inexistencia por un progenitor ebrio y fanático. Repetir que yo no era culpable de las circunstancias que me habían movido a tal impostura distaba mucho de ser tranquilizador, pero al menos ahora podía decir que al fin había recuperado la consciencia de mi situación. Sin duda, dicha claridad la debía al recluta que había visto en la estación de Belgrado, cualquiera que fuese su nombre. Al verdadero Jacobo Efrussi lo había encontrado ya en mi memoria, y puesto que las posibilidades de que un joven judío hubiese llegado al frente sudoriental eran, en efecto, harto remotas en aquellos tiempos, pensé que mejor sería consagrarme en solitario a mis propios desvaríos en vez de buscarle por el campamento como una sombra que ha sido arrancada del cuerpo material que le diera origen. Si ese cuerpo se encontraba en Karanschebesch, repetí incesantemente en mi interior hasta quedarme dormido, mi suerte me lo haría saber en su momento.

* * *

La oportunidad de encontrarme con el recluta de la estación se presentó antes de lo que yo esperaba, sólo un par de días después de mi visita a la Oficina de Servicios. Y debo reconocer que, dadas las circunstancias, aquel encuentro fue menos mortificante de lo que yo mismo llegué a temer en un principio.

Esa tarde el brigada Goliadkin vino corriendo a la vicaría para anunciarme que estaban regresando al campamento camiones repletos de heridos en el frente. Como era de esperar, no pasó mucho tiempo antes de que un oficial del regimiento Reina Olivia exigiese mi presencia para confesar a un teniente herido en el Piave, donde los italianos habían puesto en grave aprieto a nuestras tropas. Los cirujanos del regimiento habían amputado ya ambas piernas al pobre hombre, y éste ahora entregaba su última carne sana al progreso irrefrenable de la gangrena.

El oficio transcurrió como cualquier otro: las manos sudorosas del teniente apretando las mías, su boca incapaz de deletrear la enormidad de sus pecados, sus ojos añorando una paz que yo no podía darle. Lo que entonces me incomodó sobremanera fue descubrir que, a aquellas alturas, también los médicos y los oficiales habían asumido ciegamente mi impostura, como si al fin se hubiesen resignado a no recibir más consuelo que el de un seminarista ascendido ilusoriamente a sacerdote. Ninguno de ellos se preguntaba ya cómo era posible contar con un capellán tan joven. Ni siquiera parecían recordar al padre Wagram. En varias ocasiones había yo escrito a la curia no ya solicitando, sino exigiendo el envío de un sacerdote cabal que supiese cumplir mejor que yo con las funciones que me pedía la guerra. Sin embargo, al silencio de mis superiores sólo había podido agregar el peso de una vieja sotana enviada por correspondencia a mi atención. Haga usted buen uso de ella, debió de escribirme un obispo mientras preparaba su equipaje para huir a Holanda, y que Dios le bendiga.

Luego de confesar al teniente, tuve el imperioso deseo de emborracharme. Por sí solo, el olor a cerveza suele acarrearme recuerdos tan aciagos como nauseabundos, pero esa noche me pareció que un par de tragos servirían para sumar mi aflicción a la general tristeza que imperaba en el campamento. Acaso esperaba que, armando un escándalo, la curia al fin accedería a removerme del campamento para enviar al sacerdote que yo, no sé si por fervor o por negligencia, persistía en suplantar. En cualquier caso, lo cierto es que pronto me encontré deambulando por Karanschebesch en busca ya no de Jacobo Efrussi, sino del brigada Goliadkin. Fue él quien me llevó a comprar a los gitanos un galón de esa cerveza mal destilada que suelen vender a quienes tengan el dinero suficiente para ahogar en vasos el sabor de la muerte venidera.

No recuerdo cuánto bebimos esa vez. La noche se había abatido sobre el campamento, escoltada por una de esas neblinas turbias con que los vientos rusos anuncian la proximidad del invierno y la derrota. La luna llena apenas conseguía abrirse paso a través de la penumbra, sumando su anémico resplandor al de las lámparas de bencina que, aquí y allá, alumbraban malamente pequeños corrillos de soldados. Debimos de errar durante casi una hora por aquel limbo de falsas luciérnagas. Las tiendas de campaña, las sombras alargadas como lanzas y aun la figura desusadamente silenciosa del brigada Goliadkin, llenaban mi ánimo con una melancolía apacible, casi reparadora. El silencio, roto apenas por un susurro o una carcajada trunca del brigada, sumaba al paisaje del campamento un aire de resignación y cataclismo. Entramos en una de las tiendas de abasto. Surgieron ante mí algunas mesas, una barra improvisada y más soldados que se congregaban ahí con el apagado entusiasmo del último alcohol antes del toque de queda. Ninguno de ellos manifestó al verme la compostura que habitualmente les imponía mi sotana.

Imaginé que esa noche los hados me habían concedido el don de una invisibilidad largamente invocada. Los soldados ni siquiera nos miraron mientras apurábamos nuestros vasos.

Absorto en sus propias y fluorescentes depresiones, Goliadkin parloteaba para sí frases cortas en ruso y ucraniano. Era evidente que él también se reservaba ahora las sentencias, las despedidas y los llantos para la derrota que se aproximaba en un alud de cañonazos y disparos que comenzaban a sacudir las montañas al otro lado del Danubio.

De repente, guiado por la embriaguez, me vi caminando solo por el estrecho corredor que conformaban dos largas tiendas de campaña, y sentí la urgencia de vaciar el estómago. Entonces di de bruces con un grupo de hombres aparentemente enfrascados en un juego de naipes. Una lámpara iluminaba la escena e iba a congregar un aura ambarina en el perfil inequívoco de Jacobo Efrussi. El recluta parecía un tanto distinto a como lo vislumbré en la penumbra matinal de la estación de Belgrado. Tenía la cabeza cubierta con una gorra negra de origen indeterminado, y el cuerpo entero envuelto en un sobrepelliz de oficial al que habría arrancado las insignias. A la luz de la lámpara sus facciones de pómulos altos y mejillas hundidas parecían más pronunciadas. Sentado frente a una mesa hecha con cajones de armamento, su cuerpo comunicaba una sensación de robustez herida que se acordaba muy bien con el aire clandestino de la escena. Al acercarme, advertí por un instante en su mirada un rastro de pánico, muy pronto controlado por el gesto de quien se finge inmerso en un juego que no le es tan favorable como quisiera. La inclinación de su cuerpo sobre los cajones recordaba la de una especie de titán agobiado por el peso de los discos del cielo. Tanto él como sus compañeros estaban envueltos en un halo distante y llegué a sorprenderme de que en ese momento no se desvanecieran de mi vista como otro mal sueño. En cuanto los vi pensé que sería mejor alejarme para no incurrir en la falta de romper un código que aún no acababa de comprender, pero me contuve al descubrir sobre los cajones un diminuto tablero de ajedrez que me resultó demasiado familiar. Entonces, envalentonado acaso por el alcohol, me sentí con pleno derecho a aproximarme y llamar a Efrussi por su nombre. El jugador se puso de pie, dudó por un instante con el gesto de quien escruta la selva en busca de una fiera cuyos rugidos acaban de espantarle el sueño. Luego se acercó a mí y me aferró por la sotana deteniendo sus ojos a escasos centímetros de mi rostro. Finalmente sentí su aliento, tanto o más alcoholizado que el mío, derramarse a gritos en mi frente con un dudoso acento altoalemán:

—Mi nombre, padre, es Thadeus Dreyer. Como vuelva a llamarme de otra forma, le juro que ahorraré a los franceses el trabajo de acabar con usted.

En ese instante los otros jugadores debieron de musitar una advertencia sobre mi quimérica investidura sacerdotal, pues de repente los vi de nuevo sumergidos en el juego. Mientras tanto Goliadkin, surgido de la penumbra, musitaba disculpas a mis oídos con la ebria tozudez de quien acaba de atestiguar un sacrilegio. Yo le dejé hacer y hablar como si no existiese, y me alejé de los jugadores mucho menos ofendido de lo que yo mismo pudiera esperar: al enfrentarme con Efrussi, había podido entrever en su amenaza una convicción menos violenta que sus palabras, un tono más bien suplicante. Aunque aún no podía articularla con todas sus letras, sabía que esa convicción tenía que ver conmigo. Algo veía en mí aquel hombre que le proporcionaba una vaga certeza, casi una premonición que lo llevaba a aplazar un reconocimiento ineluctable. Yo sólo tendría que esperarlo. Efrussi se ocuparía del resto.

* * *

Esperando que ahora el destino supiese hacer su trabajo sin mi ayuda, los días siguientes los dediqué a observar al recluta Thadeus Dreyer tratando de franquear el núcleo imbatible de su rostro, un rostro cuyas puertas sólo se abrirían para mí. Pronto pude comprobar que mi amigo, a pesar de sus esfuerzos por disimularlo, apenas había cambiado con los años. Desde la adolescencia, Efrussi siempre formó parte de ese tipo de hombres que están condenados a parecerse sólo a ellos mismos hasta la muerte. En su caso, esta obstinación de su apariencia física debía de ser una especie de estigma, pues la pluralidad con la que pretendía ocultar su verdadero aspecto no dejaba de ser ilegítima. Los gestos y las palabras que habría robado a otro hombre no alcanzaban a disimular del todo la reciedumbre propia de su ser. Incluso sus facciones, ahusadas y angulosas, parecían hartas de la eterna mutación a la que Efrussi insistía en someterlas. El macilento pero armonioso perfil de sus antepasados volvía irremisiblemente a la superficie, como si tantos siglos de diásporas y migraciones hubiesen cavado en él una cicatriz similar a la que labra el viento sobre las rocas más sólidas. Efrussi, en suma, no podía engañarme con su barba pretendidamente prusiana, nunca lo bastante cuidada para evitar que a veces le traicionasen aquellos rizos que seguramente le robaban largas horas ante el espejo.

Llevado por una cierta curiosidad solidaria, o acaso por el afán de sacar algún provecho de ello cuando la ocasión se presentase, el brigada Goliadkin se había ofrecido a ayudarme en mi persecución de Efrussi. Fue él quien comprobó que, al menos en sus documentos de identidad, aquel hombre se llamaba efectivamente Thadeus Dreyer, se decía natural de un pueblo del Vorarlberg y pronto se había dado a conocer en Karanschebesch como un invencible maestro en los juegos de azar, así como en el ajedrez, juego este último cuyo ancestral código de honor mancillaba apostando a sus contrincantes cantidades abrumadoras de dinero. Más de una vez, me hizo saber Goliadkin, los oficiales y suboficiales de su regimiento habían llamado la atención a mi antiguo camarada en estricto apego a las órdenes que aún imperaban en el campo, pero Dreyer había salido indemne de aquellos rapapolvos. Su dinero, mentía él en su descargo, lo enviaba a sus padres en el Vorarlberg. Y puesto que el ajedrez, a diferencia de los naipes o los dados, no estaba prohibido en el ejército, nada podían reprocharle las autoridades. A todo esto, el recluta Efrussi añadía que era capaz de vencer a quien quisiese retarlo en cualquier circunstancia, y corría incluso el rumor de que algunos oficiales afectos al diabólico juego estaban tan endeudados con él, que no hubieran podido ya aplicarle sanción alguna.

Toda esta información, vertida por Goliadkin en largas charlas de alcohol que corrieron por mi cuenta, me llevó a pensar que Efrussi sabría usar sus influencias para mantenerse a salvo en la retaguardia. Pronto, sin embargo, comprobé con sorpresa que me había equivocado: en octubre de aquel mismo año sus compañeros de regimiento fueron emplazados a las trincheras, y Efrussi, para mi consternación, iba con ellos. Incluso Goliadkin se sintió traicionado por aquel gesto, como si el hecho de que Efrussi no hubiese querido aprovechar su poder para salvarse en esos tiempos sin heroísmo fuese una ofensa grave contra las leyes más elementales de lo que él, dentro de su muy particular código de deshonor, consideraba prudente. Como quiera que haya sido, lo cierto es que ambos vimos a Efrussi atravesar el puente de Karanschebesch irradiando una satisfacción discordante con la pesadumbre que abrumaba a los demás soldados. Cualquiera diría que aquel recluta había esperado ese momento toda la vida, como si la sangría que lo aguardaba al otro lado del Danubio fuese más bien un deleitoso torneo cuya máxima y fatal presa le correspondía por propio derecho.

La caballería francesa destrozó el regimiento de Efrussi casi de inmediato, y su contingente se desperdigó por las montañas serbias sin que nadie pudiese declarar a ciencia cierta cuántos soldados habían caído en aquella trampa y cuántos más habían desertado para refugiarse en las tropas del enemigo. Días más tarde el brigada Goliadkin me anunció que, si deseaba noticias más ciertas de Dreyer, yo mismo podía solicitarlas a un sargento que aquella mañana había llegado de esa parte de las trincheras. Por un instante, a juzgar por la mirada desapacible de aquel pobre diablo, pensé que tampoco él reconocería el nombre de Dreyer y que, una vez más, Efrussi había cambiado de identidad para evadir mis últimos esfuerzos por reconocerle. El sargento, sin embargo, no tardó mucho en desengañarme:

—Esa sabandija de Thadeus Dreyer —musitó— tiene que haber muerto en el valle de Beljanica. O, por lo menos, debe de haber enloquecido por completo allá arriba.

Quizá mi amigo, añadió el sargento, se encontraba entre un grupo de soldados que se negaban a abandonar las trincheras en un alarde de bizarría que en otras circunstancias habría parecido temerario, pero que en el diezmado frente de los Balcanes resultaba francamente estúpido. Como pude colegir por la voz entrecortada de mi interlocutor, el regimiento de Efrussi habría emprendido la retirada desde el instante justo en que el último de sus superiores pereciera en el combate cuerpo a cuerpo. Nadie, en ese caso, podía acusarles de deserción, pero el recluta Dreyer y sus compañeros se habían quedado en algún sitio de las montañas afirmando que no se moverían de allí en tanto no recibiesen la orden expresa de abandonar el combate. Seguramente, concluyó el sargento, nuestro compañero de armas estaría ahora en manos de los franceses o, en el mejor de los casos, desangrando su necedad al lado de los demás miembros de su regimiento suicida.

Cuando relaté aquella historia al brigada Goliadkin, éste coincidió con el sargento en lo patético del gesto de Efrussi y sus compañeros. A aquella sazón nos llegaban de todas partes noticias desalentadoras: Guillermo II había huido a Holanda, nuestras tropas eran desmembradas sin piedad, y los franceses se aproximaban tempestuosamente a Belgrado. Para colmo de males, se decía que en cualquier momento el contingente ulano, ucraniano y polaco de nuestras tropas acantonadas en las poblaciones de Karanschebesch y Eormenberg se alzarían en rebelión negándose a cruzar el puente del Danubio. Los ánimos, en suma, estaban más tensos que nunca, y ya no era posible saber si el peligro que nos acechaba vendría de las tropas del mariscal D’Esperey o de nuestros mismos soldados. Si Efrussi en verdad prefería seguir sirviendo a lo que restaba del imperio austrohúngaro, debía abandonar las trincheras para reincorporarse a un nuevo e improbable ejército que le permitiese entregar su vida de manera más gloriosa. Yo, sin embargo, intuí que esa actitud aparentemente insensata no se debía al heroísmo ni al afán por servir al imperio en sujeción a un código de honor que ahora se había vuelto tan absurdo como la guerra. Que Efrussi había enloquecido era evidente desde un principio, y tal vez ésa era la única vía sensata para explicar sus actos.

Pero ni siquiera ese argumento acababa por convencerme. Debía existir otro motivo para que Efrussi decidiese permanecer allá arriba. Tal vez, pensé, las palabras que me había dirigido el sargento eran ese mensaje celestial que en un principio atribuí a la fantasmal presencia de mi amigo en Belgrado, y con esa idea resolví aprovechar la primera oportunidad para hallarle. Quizás, dije una tarde al brigada Goliadkin, yo también estaba llamado a cometer una insensatez, y nada me pareció entonces más natural que lanzarme a buscar a Efrussi o alcanzar la muerte en lo que ya para entonces parecía ser el último lugar del mundo.

Las circunstancias que luego se añadieron al relato del sargento vinieron a corroborar mi decisión. Mientras crecían los temores de un amotinamiento en Karanschebesch, y cuando pensaba que la curia de Viena se habría resignado a tener en campaña a un párroco investido exclusivamente por la desgracia divina, recibí la notificación de que un nuevo y legítimo sacerdote llegaría en el próximo tren que parase en Belgrado. Goliadkin recibió la noticia con preocupación, y apenas se sorprendió cuando le dije que no me sentaría a esperar el relevo: nada más recibir la noticia me dirigí a mis superiores y obtuve de ellos la autorización para llevar la orden de retirada a los soldados de la montaña. Mientras firmaba el documento, el oficial a quien me había dirigido me miró con los ojos de quien ha visto demasiados sinsentidos transcurrir ante él en un lapso de tiempo excesivamente estrecho. Yo le sostuve la mirada: la notificación de la curia me había devuelto no la identidad sino el anonimato necesario para que a nadie, menos aún a mí, le importase un comino si me marchaba del campamento o me empeñaba por salvar a una banda de soldados enloquecidos como pretexto para encontrar la muerte. A finales de aquel octubre el frente oriental había adquirido al fin las dimensiones del caos más absoluto, el imperio se desmoronaba en la retaguardia y la deserción se mezclaba con el heroísmo más osado.

—Vaya usted, Schley —me dijo el oficial sin dar muestras de recordar mis altas funciones parroquiales—. Haga lo que quiera, y si encuentra alguno de esos hombres con vida, dígales de mi parte que son todos unos imbéciles.

Y diciendo esto me despidió de la tienda con el ademán de quien acaba de firmar la sentencia de un desconocido.

El trayecto para llegar hasta Jacobo Efrussi estuvo plagado de tantos sinsabores que por mucho tiempo preferí olvidarlos. Apenas recuerdo ahora, vagamente, la enorme dificultad que tuve primero para convencer a Goliadkin de que me ayudase a adentrarme en el lado serbio del Danubio. Junto con la circular llevaba conmigo un salvoconducto que el brigada, a cambio de una provisión de vino sin consagrar, me había facilitado para salvar los retenes que pudieran atravesarse en mi camino. Nunca tuve que usarlo: unos tras otros, los puestos de control surgieron ante mí sin vigilancia, desolados como un mar nocturno y tempestuoso. Una peste a efluvios de gas mostaza, fango y excrementos fue carcomiendo mi ánimo de tal manera, que aún hoy me resulta difícil deshacerme de él. Es como si a partir de entonces el mundo entero se hubiese detenido en ese olor definitivo y áspero, como si mi olfato estuviese irremisiblemente condenado a percibirlo todo con esa pestilencia de muerte.

En las inmediaciones de Nich, la mula que Goliadkin me había conseguido en el mercado negro cayó presa del cansancio. Así, abandonado por completo en el campo, con frecuencia tuve que evitar las zonas de combate. El viento arreciaba a medida que me adentraba en el frente. Cuando empecé a transitar las estrechas sendas que llevaban hacia el sudeste, el vendaval azotaba con furia sostenida. Comenzaban a verse ya los primeros estragos de la retirada, las trincheras plagadas de cadáveres de ambos frentes, vertidos todos en una hinchazón descomunal, yaciendo en el fondo de aquellas heridas de tierra a merced de un fango que, otra vez, se antojaba hediondo y estigio. Hacía tiempo que había entrado en la zona de combate, un paisaje al que no me enfrentaba desde la muerte del padre Wagram. En algún punto de mi descenso al valle de Beljanica, donde esperaba encontrar a Efrussi, crucé algunas palabras con dos o tres reclutas que se habían rezagado no sé si por lealtad o a la espera del momento para saquear los despojos de sus compañeros. Alguna vez también di de bruces con una cuadrilla de gitanos que arrebataban cuanto podían a las aves carroñeras. En sus miradas contemplé la severa frialdad de los hambrientos, de los seres hechos a sobrevivir no con la cínica astucia del brigada Goliadkin, sino mediante su propia reducción a la más grosera animalidad. En ese momento tuve miedo de que me alcanzara un obús o que, simplemente, mi cuerpo exhausto desmayase para que aquellos gitanos, ineptos para distinguirme entre los cadáveres, me despojasen de cuanto llevaba conmigo. En Viena no me esperaba nadie, nunca me habían esperado, y las cosas que llevaba en mi cartuchera apenas podía decirse que fuesen de valor. Sin embargo, eran lo único que tenía para desearme vivo. En mi pecho, la circular para Efrussi se abrazaba a mi pasaporte con la misma fuerza que me llevaba a seguir adelante. Perder entonces aquellos documentos en manos de los gitanos o de la misma muerte me habría exiliado y sin remedio a un mundo de cenizas.

Me tomó un par de días aquel oblicuo trayecto que, en otras circunstancias, me habría llevado apenas media jornada. Cierta parte del camino pude realizarla en una furgoneta de los servicios médicos, donde pude conversar con uno de los enfermeros que ahora, como en reflejo de mi propia suplantación, desempeñaba las funciones del más acreditado cirujano.

—¿Qué busca usted por allá? —me preguntó el hombre cuando supo mi destino—. En ese lugar sólo quedan cadáveres.

Cuando le expliqué que traía una orden para relevar de sus funciones a un grupo de soldados del desaparecido Cuarto Regimiento, el enfermero me miró atónito.

—Si busca usted la muerte, podría habernos ahorrado tanta molestia.

Y me abandonó al lado del camino como si no estuviese ya dispuesto a quemar combustible en tan mirífica empresa. No lo culpo. Su interpretación de mi travesía era hasta cierto punto acertada, y yo mismo comenzaba a darme cuenta de que la orden de retirada me importaba mucho menos que encontrarme con Efrussi o con su espectro. El mío era un viaje sin retorno hacia el único punto de coincidencia con mi pasado al que ahora podía aferrarme. Sólo ansiaba ser reconocido, aceptado por mi antiguo compañero. Lo demás me parecía accesorio. Quería gritar por última vez el nombre de Efrussi y que él gritase el mío. Eso y sólo eso me llevaba a desear que estuviese vivo y a mantenerme yo mismo con vida.

Cuando lo pienso y recuerdo el paisaje devastado en los Balcanes, me convenzo de que sólo una deidad compasiva pudo disponer las cosas para que llegase hasta Efrussi. Las probabilidades de semejante portento me parecerían hoy prácticamente nulas, y siento como si hubiese llegado hasta aquel llano maldito recubierto por una coraza que impidió que un proyectil enemigo me atajase en cualquier punto del trayecto. Años más tarde supe que, a esas alturas, el valle donde había desaparecido el regimiento de Efrussi llevaba algún tiempo inscrito entre los territorios conquistados por el enemigo. En ese momento, sin embargo, aquella inmensa laguna de hierba me pareció un territorio de nadie, una especie de intocable valle de Josafat. Si mis instrucciones eran correctas, Efrussi y sus compañeros debían de estar cerca, en alguna de aquellas trincheras donde los cadáveres aún no habían sido arrasados por los gitanos. El combate cuerpo a cuerpo debía de haber sido extremadamente cruento, pues no había un solo lugar donde los cuerpos de los nuestros no alternasen con aquellos que portaban insignias enemigas. El panorama era tan desolador, que por instantes me movió a pensar que había llegado demasiado tarde. Con todo, una especie de terror antiguo, como un vago tatuaje, siguió impulsándome trinchera tras trinchera hasta que, con la última luz de la tarde, divisé sobre una colina una cabaña que parecía abandonada. La construcción parecía a primera vista desierta, pero algo había en ella que anunciaba la presencia de una mano viva. Al principio no supe de qué se trataba, pero al acercarme descubrí que aquella señal consistía en una ristra de cadáveres que parecían haberse enfilado hacia allí para yacer en paz sobre un montón de carne agobiada por las moscas. El espectáculo era espantoso, pero acusaba un orden oculto, como si aquellos cuerpos aliados y enemigos, esa pluralidad sin distingo que sólo da la muerte y que ahora acordaba a la perfección con mi imagen del imperio en llamas, hubiesen sido dispuestos así para que yo mismo los identificase o, dado el caso, me sumase a ellos. Así, a medida que me aproximaba a la cabaña, los cadáveres fueron perdiendo su aterradora consistencia para erigirse ante mí como guijarros que conducen a un niño de vuelta a casa.

* * *

La cabaña estaba abierta. Busqué un sitio cualquiera donde golpear con los nudillos y una voz apenas audible me respondió:

—Adelante, padre.

Allí estaba Jacobo Efrussi, de espaldas a mí, sentado frente a una mesa tapizada de papeles cuya naturaleza en ese momento no alcancé a adivinar. El hombre temblaba sensiblemente, abismado en una actividad minuciosa que le impedía ponerme atención. El pelo le había crecido hasta casi cubrirle el cuello, y añadía a su aspecto un aire de licántropo. Las paredes de la cabaña, en las que no faltaba el estrago inconfundible de los disparos, dejaban pasar un olor a podredumbre que acentuaba lo lastimoso de la escena. Sin mirarme, Efrussi me indicó con un gesto apresurado de la mano que me sentara en una silla que había al otro lado del cuarto. Yo la acerqué a la mesa y tomé asiento frente a él, rescatando sus ojos desencajados entre su barba de ermitaño.

Esperé a que Efrussi terminase su labor con la pequeña hipodérmica que descubrí en sus manos y que habría estado preparando en el momento de mi llegada. La tomó con la mano izquierda y se la encajó de golpe en el brazo. Su cuerpo se sacudía de tal forma que pensé que nunca conseguiría encontrarse las venas. La morfina tardó unos segundos en hacer efecto. El primer rictus cedió paulatinamente hasta convertirse en una sonrisa beatífica. Cuando Efrussi al fin pudo hablar, su voz había adquirido un tono benévolo y aterciopelado: —La morfina, padre, es la única forma sensata de mantenerse entero en este lugar. Por desgracia no nos queda mucha, y parece que usted no ha venido hasta aquí para traernos un nuevo cargamento.

Mientras hablaba, Efrussi iba añadiendo a sus palabras un guiño de desamparo, como si en el fondo esperase que yo le desmintiera. El tiempo, el hambre o la misma morfina lo habían reducido a un despojo, pero en esa ruina humana quedaba aún, quizá incluso a pesar suyo, cierta irrenunciable vitalidad. Dejé pasar unos minutos antes de responder, no porque me faltasen deseos de hacerlo, sino porque no sabía cómo llamarle. Había esperado tanto tiempo ese encuentro, que ahora, ante esta imagen animalizada de mi amigo de infancia, me parecía que yo mismo había perdido una considerable porción de mi humanidad. Efrussi, mientras tanto, se había sumergido en la contemplación alucinada de los papeles que cubrían la mesa. Sonreía, hablaba para sí como si recitase una arcana oración aprendida en el mundo delirante de sus manías y sus terrores. Cuando al fin me acerqué hasta casi rozarle el rostro, descubrí que esa letanía estaba hecha de nombres, cientos de nombres que Efrussi iba leyendo de los pasaportes, casi todos ensangrentados, que tenía frente a sí. Cuando me resultó imposible soportar más el silencio susurrante de mi amigo, extraje la circular que guardaba en la cartuchera y se la entregué diciendo:

—Puedes volver a casa, Jacobo Efrussi. Te he traído la orden de retirada.

Efrussi había interrumpido su recitación y observaba el documento con autista indiferencia, como si mirase a través de él.

—¿Efrussi? —preguntó luego rebuscando ansioso entre los pasaportes—. No conocemos a ningún Jacobo Efrussi.

Y arrojó la circular al suelo. Una oleada de rabia me inundó en ese momento, no porque esperase que Efrussi en verdad estuviese en condiciones de reconocer el valor de mi circular, sino porque negaba una vez más su propio nombre y, al hacerlo, me negaba a mí arrastrándome al anonimato de su locura, hacia un punto del cual ni él ni yo podríamos nunca regresar. De un salto me puse de pie, estreché su rostro entre mis manos y lo obligué a mirarme.

—¿Quién eres? ¿Cuál de éstos es tu nombre? —grité señalando los pasaportes.

Pero Efrussi sólo respondió:

—Mi nombre es Legión, porque somos muchos.

Horas después cayó la noche sobre la caseta y el campo. Un resplandor lunar se filtró entre los maderos y nos sorprendió aún sentados en torno a la mesa. Afuera, el vendaval de oriente entrechocaba con un ruido de explosiones secas, sin gritos. Cualquiera habría pensado que se trataba de relámpagos vagarosos, resignados a nunca tocar tierra. Efrussi había recuperado un poco de lucidez y musitaba ahora una explicación que no iba dirigida a mí, sino a un ilusorio fiscal que sin duda conocía su drama perfectamente, pero que necesitaba su confesión para cumplir con un trámite obtuso y ultramundano. De pronto el viento volvió a traer hasta nosotros una vaharada de podredumbre que devolvió a Efrussi a la realidad.

—Uno se acostumbra a esto, padre —dijo aspirando aquel olor como si se tratara de brisa marina—. Éste es el perfume que nos iguala a todos en la muerte.

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