Amphitryon

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II. De la sombra al nombre — Richard Schley: Ginebra, 1948

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Y terminó un segundo suspiro con un espasmo semejante al que le provocaba la falta de morfina. Esperanzado por ese gesto mínimo de cordura, le expliqué que, si necesitaba morfina, antes que otra cosa debíamos regresar al campamento de Karanschebesch. Mi amigo no recibió la idea con mucho entusiasmo, casi se mostró ofendido por lo ramplón de mi razonamiento. La morfina, comentó, sólo la necesitaba cuando ciertas ideas, ciertos recuerdos amalgamados de todos los hombres que había sido, se le atropellaban en la mente provocándole una infernal jaqueca.

Por el momento, agregó, sentía que aquellos recuerdos estaban más o menos en orden. A punto estuve de pedirle que me hablase de ello, pero él me suplicó que no le preguntase nada. Simplemente no pensaba regresar, había dedicado su vida entera a buscar ese sitio y esa muerte.

—He sido todos y nadie —siguió diciendo con la tristeza de un criminal arrepentido—.

He robado tantos nombres y tantas vidas que usted mismo no acabaría nunca de contarlas. La última que robé fue la de un pobre recluta del Vorarlberg llamado Thadeus Dreyer. Le cambié mi muerte por el nombre de Viktor Kretzschmar y un miserable destino de guardagujas. Ya ve, padre, qué bajo precio puede hoy tener esta alma que usted se empeña en salvar.

A pesar de estas palabras y de la seguridad con que Efrussi manifestaba su decisión de extinguirse, todavía pensé en convencerlo diciéndole que, en adelante, no tendría por qué robar vidas, pues ambos volveríamos juntos a Austria, donde nos encargaríamos de olvidar aquella guerra. Él me dio las gracias con una sonrisa que quería ser calurosa a pesar del temblor que comenzaba a asomarle nuevamente bajo la barba. Sin embargo, de inmediato comprendí que su resistencia a volver sería un bastión difícil de franquear. En el fondo, yo mismo había empezado a descubrir sus motivos para estar ahí: Efrussi no estaba loco, más bien pensaba con la lógica apabullante de los derrotados, con la resignación última de un hombre expuesto a huir continuamente de una identidad que siempre le había parecido demasiado onerosa y precisa como para poder soportarla. De alguna manera, ambos habíamos querido escapar en el pasado a nuestra condición, nuestra raza y la fe de nuestros padres, y ahora, por tanto, debíamos resignarnos y enfrentar la inutilidad de aquella fuga.

Efrussi no era el tipo de hombres que anuncian su muerte sin reparos, aunque en cierta forma la había ido sugiriendo desde el primer momento. Pero yo no estaba dispuesto a permitir que se perdiese sin más aquello que representaba mi única posibilidad de redención. Antes, al verle en Belgrado, apenas pude intuir aquella verdad, pero ahora me quedaba muy claro que había decidido depositar todo mi ser en la única persona que yo, desde niño, habría querido ser. Poco me importaba que Efrussi fuese hoy un crisol de almas, una integridad conformada de nombres sin carne. Quizá él no necesitaba de mí, mas yo le enseñaría a hacerlo.

Esa noche se me ocurrió que la única forma de conseguir que Efrussi se prestase a un propósito que sólo era importante para mí tendría que hallarse en una última partida de ajedrez. Seguramente aquel hombre, reducido a la espera de una circular liberadora que nunca llegaría para él, había ido apostando su vida contra cada uno de sus compañeros de regimiento, de modo que ahora no tendría empacho en cruzar conmigo su última apuesta. La idea habría resultado extravagante en cualquier otra circunstancia, pero entonces me pareció congruente con el paisaje que se presentaba a mis ojos, así como con el esperpéntico cerbero que lo vigilaba. Si Efrussi me había esperado hasta entonces, sería porque él también ansiaba la conclusión de la partida que mi padre había interrumpido en nuestra infancia. Pero ahora los términos del juego debían ser otros: si Efrussi me derrotaba, yo le regalaría mi cadáver y mi pasaporte para que le acompañasen en su paraíso de fantasmas hasta que una bala perdida terminase con su sufrimiento. En cambio, si la partida se resolvía en mi favor, Jacobo Efrussi tendría que volver conmigo a Karanschebesch y someterse a mi afán por conservarle la vida para recuperar la mía. Aunque a regañadientes, él estuvo de acuerdo con mis términos, de modo que esa noche reemprendimos la partida sobre el tablero de nuestra infancia.

* * *

Años más tarde, en un viaje fugaz por los Balcanes, descubrí que esa vez había recorrido por lo menos diez kilómetros con el cuerpo de Efrussi sobre los hombros. Para mí, sin embargo, parecieron muchos más. Recuerdo que la bóveda celeste, abierta ya sin los ambages de la niebla, se dilataba sobre nosotros con toda su gloria, como si alardeando de su grandeza quisiese acentuar mi fatiga, la horrible sensación de estar cargando no uno, sino los cuerpos moribundos y las almas de todos los hombres que había sido o podido ser Efrussi. A aquella sazón las tropas de la Entente habían cerrado ya el camino real a Karanschebesch, así que me adentré en el bosque aun a riesgo de hallarme allí con una bayoneta clavada en el bajovientre. El cuerpo de Efrussi pesaba sobremanera, y a veces parecía que había dejado de respirar. Entonces yo me detenía un instante, lo llamaba por su nombre y recibía en respuesta un gemido que me recordaba la culpa de haberle arrancado de la muerte.

Al principio no entendí por qué Efrussi me había traicionado de aquella forma. Menos aún por qué era yo quien ahora se sentía como un traidor. Yo había hecho hasta lo imposible por salvarle, lo había arriesgado todo por devolverle al mundo. Sólo el deseo de que no se extinguiese mi última atadura con el pasado me empujaba todavía a seguir adelante. Sin embargo, a medida que flaqueaban mis esperanzas de llegar pronto hasta algún puesto de socorro, empecé a comprender que Efrussi, después de todo, no me había engañado. Debí sospechar que mi compañero había tomado la determinación de no volver a casa desde mucho antes de nuestro encuentro en la cabaña de Beljanica. Cuando aceptó jugarse la suerte en una partida de ajedrez, no lo hizo en señal de sumisión a mi egoísta afán de rescatarnos, sino para indicarme que algo había estallado dentro de él, algo que le había permitido mantenerse vivo hasta ese día y de lo cual se había liberado definitivamente al encontrarme.

Cuanto había ocurrido horas atrás me regresó a la memoria mientras surcaba el bosque a punto de desfallecer. Efrussi, pensé, debió de odiarme en verdad por haberle impedido matarse, extinguirse en paz para que su memoria, su nombre y la infatigable conciencia de su raza me acompañasen siempre. Para ello, sin embargo, yo debía derrotarle en el ajedrez. Fue poco antes del alba. En ningún momento Efrussi dio muestras de flaqueza o de renuncia, antes se defendió en el ajedrez como si en verdad deseara mi derrota. La partida se prolongó varias horas sin que mediase entre nosotros más que un distante cañoneo y el silencioso testimonio de sus muertos. Ninguna voz furibunda, ninguna mano ebria vino a arrancarnos del juego. Se diría por momentos que ambos buscábamos prolongar el juego hasta el infinito, como si sólo en ese camino hacia el inevitable desenlace fuésemos capaces de hallar un deleite largamente buscado. Mis temores de que la falta de morfina alterasen el ánimo de mi contrincante se disiparon casi de inmediato: Efrussi jugaba con una atención sostenida, propia de los maestros que arriesgan el destino en cada partida, incluso en las que entablan contra sí mismos.

Casi había amanecido cuando supimos que el rey de Efrussi estaba ya amenazado de muerte. Él contempló el tablero unos segundos, venció su rey y me felicitó llamándome Richard por primera vez. Luego, como si nada hubiese ocurrido, me sugirió que durmiésemos un rato, pues nos esperaba un viaje más arduo que el que yo había tenido que realizar para encontrarle. Quiero creer que había ya en sus palabras un dejo de renuncia que yo, obnubilado por mi victoria, no quise reconocer de inmediato. Ese aliento, sin embargo, se adentró en mis sueños un par de horas más tarde y, convertido en una vaga intuición, me llevó a abrir los ojos. Entonces pude ver a Efrussi, otra vez de espaldas, llevándose una pistola a la sien. Nunca, en mi vida, creo haberme sentido tan plenamente lúcido, tan lleno de esa habilidad de reacción que sólo tienen quienes se ven amenazados de muerte. En el instante mismo en que Efrussi accionaba el gatillo, alcancé a desviar el disparo de un manotazo, mas no tanto como para evitar que la bala le reventase una buena parte del temporal derecho. Efrussi me miró azorado unos segundos y luego cayó al suelo musitando:

—No era necesario, Richard.

Y se entregó a la inconsciencia ensangrentada con la cual había de acompañarme de vuelta a Karanschebesch.

No muy lejos del Danubio tropecé y dejé caer el cuerpo de Efrussi, quien siguió respirando como si esa caída fuese sólo parte de un calvario ensayado durante años. Su cabeza sangraba aún profusamente y estaba claro que no viviría mucho más. En ese instante habría querido odiarlo, verificar si podía escucharme desde aquella agonía que no encajaba con un hombre como él. Todos mis presagios me vinieron a la memoria mientras volvía a ponerlo sobre mis hombros. Una brutal metamorfosis había comenzado a insinuarse en un rincón de mi consciencia. Efrussi, comprendí al fin, sólo estaba dilatando su existencia a la espera de que yo adoptase sus más íntimas razones y aceptase no sólo su muerte, sino el peso abrumador de su raza, la responsabilidad en esa lucha infinita que él no había querido o no había sido capaz de lidiar, pero que yo, llevado más por amor a su fantasma que por mera filantropía, estaba obligado a asumir en su nombre.

Cuando llegué al campamento, Efrussi había renunciado a la vida. Podía sentirlo en el creciente peso de su cuerpo, en la respiración antes profunda que ahora había terminado por reducirse a un soplo ligerísimo, casi una súplica de que lo dejase partir. Creo que fue entonces cuando me avine a aceptar su herencia y su condena. Al llegar a Karanschebesch, donde los cascos de la caballería enemiga alternaban ya con los vítores de una legión de desertores, me dirigí de inmediato a la Oficina de Servicios. Tal como lo suponía, el brigada Goliadkin seguía ahí, rebuscando entre sus innumerables carpetas toda aquella información que pudiera valer de algo en el caótico futuro del mundo. Así inmerso en su desolador océano de papeles, me pareció una caricatura del propio Efrussi ante los pasaportes de sus muertos. Al verme, el brigada se puso de pie asustado y apenas se tranquilizó un poco cuando coloqué el cuerpo de Efrussi en el suelo y él pudo intuir mis rasgos bajo el manto de sangre que me cubría el rostro.

—¿Es usted, páter? —me preguntó meciendo aún su mano viuda sobre la cartuchera.

—Mi nombre es Thadeus Dreyer —respondí con énfasis mientras vaciaba ante él una hucha repleta de dinero que había hallado entre las pertenencias de Efrussi.

Entonces, sólo entonces, noté que el cuerpo de mi amigo se relajaba para siempre, como si al fin, liberado de una legión de demonios, se hubiese adentrado en el reparador anonimato de la muerte.

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