Amphitryon

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III. La sombra de un hombre — Alikoshka Goliadkin: Cruseilles (Francia), 1960

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III

LA SOMBRA DE UN HOMBRE

Alikoshka Goliadkin

Cruseilles (Francia), 1960

Desde lejos, la casa del general Thadeus Dreyer parecía un barracón de prisioneros que los años hubieran transformado en un castillo de bruma, soberbio y negro entre las calles de Ginebra. Sus muros contrastaban dramáticamente con el resplandor vespertino de la nieve, y la luz que salía de sus ventanas superiores creaba la impresión de un felino gigantesco sorprendido en la penumbra por las linternas de una patrulla de reconocimiento. Mientras pagaba el taxi que me había conducido hasta allí, sentí que aquel edificio me vigilaba desde un instante remoto en el tiempo pero inmediato en ese rincón de la memoria donde nuestros actos inconclusos martillean con una insistencia que creíamos exclusiva del presente. De pronto todo en aquella escena, la tapia derruida del jardín, la nieve a plomo sobre los tejados de la ciudad, ese ámbar del crepúsculo que tanto se asemeja al amanecer, me resultó dolorosamente familiar. Yo había visto una nevada semejante en Ucrania hacía más de cuarenta años y había traspuesto una cerca como aquélla con la agilidad que sólo conceden la juventud o el miedo. Al lado de una inmensa troje abandonada, dos hombres aguardaban ateridos a que yo disparase, no en la oscuridad ni contra un viejo que espera a su asesino junto a la ventana, sino a plena luz del día sobre el pecho de mi hermano Piotra, oficial de la guardia zarista. También esa madrugada, recordé, la inminente extinción de un hombre me había parecido un rito absurdo pero necesario, y también entonces sentí la urgencia de concluirlo todo antes de que un vuelco en el estómago me llevase a vaciar la entraña sobre un manto de nieve similar al que ahora ceñía mis botas como si quisiese aplazar lo inevitable.

No intenté usar mis llaves para entrar en el caserón. Sabía que Dreyer se habría ahorrado la molestia de echar los cerrojos, no por simple negligencia ante un afán de clausura que hacía tiempo se había vuelto innecesario, sino para indicar que me esperaba y que tal vez, en el fondo de su alma desastrada, había comenzado a intuir la fatalidad. Desde el instante en que empujé la puerta sentí que había algo de ofensivo en la previsible exactitud de mis movimientos, como si el sacrificio que estaba a punto de oficiar hubiese sido ensayado tantas veces en mis sueños, que había terminado por vaciarse de sentido. Una indiferencia casi festiva reinaba sobre cada uno de los objetos de la mansión. Los divanes donde recordábamos los tiempos de la guerra hasta adormecernos, la interminable mesa del comedor, los tableros de ajedrez y los blasones alineados en los pasillos me acogieron con la torva familiaridad de quien ha preparado largamente la visita de un amigo a quien apenas reconoce. Estuve a punto de gritar con el solo propósito de romper aquel silencio hospitalario, pero fue la propia casa quien entonces alteró el curso de una mascarada que hasta ese momento creí inmutable: de repente, a medida que me acercaba a la escalera, percibí en el aire un intenso olor a pólvora que en otras circunstancias habría reconocido de inmediato, pero que en ese momento, temiendo acaso que Dreyer se hubiese adelantado a mis planes, preferí atribuir al humo de una pipa o al recuerdo desbocado de aquella madrugada rusa, cuando mi hermano disparó su arma disimulando apenas una mueca de desprecio.

La tarde previa Piotra y yo habíamos acordado con los padrinos que el duelo tuviese lugar a una distancia de diez pasos, pero ese día el rostro de mi hermano, su pelliza y sus insignias de la guardia zarista me parecieron tan distantes como las siluetas que deseamos aferrar en un sueño que nos huye. Piotra había elegido sus mejores galas para la ocasión de matar a su hermano gemelo, y se había afeitado la barba como si al hacerlo quisiese acentuar las diferencias que habían regido nuestras vidas y que finalmente nos habían llevado hasta allí. Al verlo aparecer en la colina imaginé con fastidio que se habría preparado largas horas frente al espejo, no para morir o matarme, sino para que un fotógrafo hipotético, oculto entre los maderos de la troje, lo perpetuase en toda su gloria de ángel exterminador. Tal vez de esa forma, pensé mientras los padrinos revisaban nuestras armas con exasperante morosidad, Piotra esperaba que su hazaña no cayese en tierra infértil, y soñaba así que el instante detenido de mi muerte pasaría de mano en mano hasta que sus atamanes, profiriendo un grito unísono de aprobación, lo enviasen de vuelta a San Petersburgo para premiarle el gesto de haber lavado con sangre mis insultos de borracho contra los cosacos que, como él, aún se mantenían estúpidamente fieles a la Madre Rusia e insistían en negar que la nuestra era y había sido siempre una raza de apátridas y mercenarios.

Pero esa fotografía no existió nunca, como tampoco existió el instante fatal que yo mismo imaginé para ella cuando mi hermano apretó el gatillo. El quimérico fotógrafo de la troje habría tenido que destruir su placa unos minutos después, incrédulo frente al cadáver del sargento Piotra Goliadkin, reprimiendo maldiciones porque no alcanzaba a entender qué había salido mal en la lógica supuestamente inquebrantable del honor. El disparo de Piotra se había alojado en mi brazo derecho con un golpe de humo, carne y hueso que me derribó en la nieve más decepcionado que herido. Un palmoteo de alas salió entonces de la troje y se perdió en el cielo mientras los padrinos corrían en mi ayuda esperando que el duelo hubiese terminado de la mejor manera posible. Pero yo, que no estaba dispuesto a perdonar el yerro de mi hermano, reuní fuerzas para gritarles que se alejaran. Su imperfecto código del honor aún me autorizaba a disparar con la mano izquierda, y sólo Piotra sabía cuánto daño podía hacerle con ella. Anoche, titubeando un instante frente a las escaleras que me conducirían hasta la habitación de Thadeus Dreyer, reconstruí paso a paso mi propio gesto al disparar desde el suelo contra aquel soldado que para mí encarnaba el más aborrecible romanticismo, y comprendí que en esa mano, que pronto volvería a matar a otro hombre absurdamente aferrado a la poesía, se encerraban todo mi poder y todas mis diferencias con el mundo. Haber matado a Piotra con esa mano izquierda, y estar a punto de repetir la proeza sobre el cuerpo viejo del general Dreyer, se me antojaron cabos sueltos de una sola vida consagrada por entero a la anulación de cuanto hay de absurdamente heroico en el espíritu humano. Nadie, pensé, podría culparme nunca de haber querido unir los extremos de aquellas dos vidas para aniquilar definitivamente el espejismo de lo sagrado y dar rienda suelta al caos, ese mal inexcusable que pude olfatear en el aire cuando el eco montaraz de mi disparo se alejó despacio del cadáver de mi hermano con el respeto que sólo el ruido sabe guardar frente a la muerte.

* * *

En diciembre de 1917, sólo unos meses después del duelo, no me fue difícil ingresar como brigada en los relevos de la infantería austríaca. A aquella sazón las tambaleantes tropas del imperio austrohúngaro se habían convertido ya en una suerte de escorial donde incluso los fugitivos de Rusia, cosacos o no, eran recibidos como héroes provisionales que, de cualquier manera, terminarían sus días en las trincheras. Es verdad que mi aspecto en cierto modo atrabiliario, mi pasaporte ruso y mi torpeza para hablar el alemán nunca dejaron de causar suspicacia entre mis superiores, pero en aquel entonces nadie podía determinar a ciencia cierta a qué bandera debía fidelidad un hombre nacido en las riberas del Don. Pocos años atrás cien mil cosacos se habían hecho matar en los Cárpatos contra los prusianos. Y ahora otros tantos luchaban por el Kaiser y el Emperador sobre la esperanza de que éstos sabrían arrebatar a Kerensky un pedazo de tierra rusa donde enterrar a sus muertos. El inútil y eterno peregrinar de los jinetes ucranianos, divididos siempre entre la lealtad a su raza y las promesas incumplidas de recibir un día, en pago a sus servicios, una nación por demás improbable, se repetía así con su acostumbrado saldo de traiciones, masacres y desengaños. Sólo en Ucrania, asolada ya por la revolución bolchevique, se destazaban sin piedad guardias blancas y rojas para quienes nuestros mercenarios actuaban una vez más, indistintamente, como carne de cañón. Muchos de ellos, sin embargo, seguían negando, como mi hermano, el hecho de que la suerte de un cosaco sólo puede ser la de un exiliado o un superviviente. Así pues, dudar entonces de la lealtad de un cosaco en la Primera Guerra Mundial habría sido un despropósito, un trámite tan innecesario como preguntarse si también los croatas o los ulanos que aún luchaban al lado de los austríacos se mantendrían fieles a un imperio que comenzaba a disolverse en la historia con la urgencia de un demonio frente a la misa de vísperas.

Ni que decir tiene que una guerra como aquella, desastre absoluto de todo aquello en lo que alguna vez creyeron mi padre y mi hermano, debía de ser para mí algo más que un simple refugio. Era más bien una suerte de paraíso invertido, idóneo para la confirmación de mi escepticismo, que no tardé en apropiarme como si hubiese sido fraguado sólo para darme la razón por haber asesinado a Piotra y todo lo que él representaba. Hacía tiempo que mis últimas reservas de lealtad y de poesía se habían desangrado sobre la nieve de Ucrania, y de ellas sólo me quedaba ahora el penoso recordatorio de mi brazo mutilado, un muñón reseco cuya sola existencia bastaba para recordarme los motivos del duelo y situarme en las lides del desprecio y la negación más radical de cuanto tuviese que ver con lo que mi padre, alguna vez, llamó el orden divino de las cosas. En ocasiones, sin embargo, aquel apéndice inservible, similar a la aleta de un pez ciego y repugnante, me llevaba a temer que la muerte de mi hermano no hubiese bastado para saldar mi asignatura pendiente con su aberrante idealismo, y me atormentaba recordar que, después de todo, al asesinar a Piotra yo no había conseguido exterminarle ni borrar la aborrecida figura de mi padre, sino que de alguna forma había conseguido eternizarles. Mi hermano había muerto sin darme tiempo siquiera para sacarle de su error y me había evitado el placer de contemplar su desengaño. Por eso, su ausencia me había arrojado en una realidad tan endeble, que por momentos yo mismo llegué a temer que en alguna parte de mi alma quedase aún cierta virtud teñida de remordimiento o incluso de compasión hacia los hombres. Poco podía hacer yo para arrancarme aquellas dudas, y si bien lograba a veces olvidarlas, éstas insistían en materializarse en forma de un sueño recurrente y nítido: estaba de vuelta en Ucrania y cabalgaba al lado de mi hermano en la ribera septentrional del Don. Un desordenado regimiento de cosacos nos observaba en silencio desde la otra orilla, como si envidiara la pueril serenidad con que Piotra y yo nos desplazábamos por aquel incierto territorio al que ellos no podían acceder. De repente oía a mis espaldas la voz de mi abuela, la única persona por quien creo haber sentido algo similar al afecto, burlándose también de la nación cosaca y recordando entre risas el entierro del poeta Lérmontov, el último y más torpe de los románticos. Hablaba sin resentimiento, más bien exhausta después de ochenta años de penurias a orillas del Caspio, y narraba el duelo del poeta como una mala broma, la postrer bufonada de un señorito carente de imaginación.

—Ese infeliz se dejó matar como Pushkin —murmuraba ella con una de esas sonrisas inmateriales que sólo pueden esbozarse en sueños—. Ni siquiera tuvo las agallas para inventarse su propia muerte —y volvía a relatarme el duelo de Lérmontov con la minucia de quien cuenta un chiste viejo que sólo a ella parecía gracioso.

Entonces Piotra, enfurecido, alzaba el fuste y azotaba mi caballo como si sólo éste fuese culpable de las burlas de mi abuela. Más que rabia, sus golpes me producían una súbita y arrolladora desolación, y yo entonces alzaba la mano izquierda para aferrar aquel látigo que de repente se convertía en mi brazo derecho, sangrante y frágil como un gazapo. Piotra, entre tanto, cabalgaba ya sobre las aguas del río y se unía a su regimiento de cosacos anunciando a gritos la derrota de un traidor.

Aquel sueño me acompañó durante meses por las sendas que la guerra me fue abriendo en el confín oriental de Europa. Bohemia, Bulgaria y, finalmente, Serbia, me vieron transitar por sus trincheras convertido en un espíritu manco a quien el fusil pesaba menos que la sensación de haber dejado una cuenta pendiente en el campo del honor. Por fortuna, la sangre y la creciente devastación que me rodeaban fueron disolviendo poco a poco esas visiones hasta que al fin, cuando mi regimiento fue enviado a los Balcanes, creí haberlo olvidado. Ni por un instante pensé entonces que, en realidad, el duelo contra los espectros de mi hermano o de mi padre no había hecho sino comenzar, y que el destino tenía guardada para mí su mejor carta, un revés inesperado que tardaría más de cuarenta años en resolver la partida que Thadeus Dreyer y yo estábamos a punto de emprender en un pueblo miserable y devastado a las orillas del Danubio.

* * *

Entre los pocos papeles que anoche pude rescatar del caserón tras la muerte de Thadeus Dreyer, casi todos relacionados con sus manías de senil ajedrecista y los largos años que pasó en Suiza desde 1943, hallé una docena de hojas sueltas donde el general intentó alguna vez describir los pormenores de nuestro encuentro en el frente de los Balcanes y los motivos que le llevaron a apropiarse de un nombre que no le pertenecía. El relato, dicho sea de paso, no tiene ni pies ni cabeza, abunda en contradicciones y remembranzas cuyo desorden mayúsculo refleja sin duda el estado en que su propia alma debió de hallarse en el discurso de las semanas que pasó en el pueblo de Karanschebesch, la última avanzada de Austria-Hungría frente al desastre danubiano. Me parece verlo el día que lo hallé en mi oficina con el rostro descompuesto, sin saber dónde ocultar sus manos de turbio adolescente y exigiendo de mí una afirmación que yo entonces no quise darle. Alto y delgado como una aguja catedralicia, Richard Schley tenía el aire de un asceta a quien las circunstancias han tenido que arrancar de una larga reclusión. Sus gestos traslucían a primera vista una seguridad inusitada para sus años, pero detrás de ellos era fácil distinguir la semilla de lo que pronto sería el descalabro de sus convicciones. Había llegado no hacía mucho a los Balcanes como diácono del capellán Ignatz Wagram, un cura fanático que pronto terminó sus días destrozado por las bombas del enemigo, y a partir de entonces el seminarista se había visto obligado a asumir las funciones de la capellanía a la espera de un relevo de la curia que parecía no llegar nunca. Antes, cuando ambos hombres pasaban frente a mi improvisada oficina de servicios en Karanschebesch, me daban la impresión de una familia cercenada que no acaba de acostumbrarse a compartir la viudez y la orfandad. En aquel tiempo el muchacho se dejaba guiar por la guerra con una sumisión muy parecida al asombro, y andaba siempre al lado del sacerdote aferrándose a una voluntad de heroísmo que me hizo aborrecerle de inmediato y recordar el torvo idealismo de mi hermano. Nunca, en los años que pasamos juntos, quiso él hablarme de su relación con el sacerdote, mas no era difícil comprender que debía a su extinción una parte considerable del caos espiritual en que se hallaba cuando le conocí. De la noche a la mañana la muerte del padre Wagram debió de vencer en él toda resistencia a las verdades del horror, y le arrojó en un yermo donde sólo veía crecer rastrojos, gestos adustos o medrosos que le enfrentaban con el hecho indiscutible de que en ese lugar no había espacio para el heroísmo, menos aún para la fe que muy probablemente le había conducido hasta allí. Cierta tarde le escuché decir con afectada firmeza:

—A veces, Goliadkin, me pregunto si el padre Wagram no habrá merecido, él también, un puesto en el infierno.

Debo reconocer que al principio este tipo de confesiones provocaba en mí la molesta sensación de quien se ve obligado a escuchar las intimidades de un extraño que no ha pedido nuestro aval para brindarnos su amistad. Más adelante, sin embargo, aprendí a escuchar el rumor de carcoma que transitaba por debajo de sus palabras, y me convencí de que aquel hombre representaba mi oportunidad para finalizar la misión destructora que había quedado inconclusa con la muerte de Piotra. Quizá mi suerte había llevado hasta mí a aquel joven seminarista para que yo, asistido por la guerra, allanase el camino de su ruina y acabase así de desgastar su alma para luego conservarlo a mi lado, no como un cadáver en el campo del honor, sino vivo, palpitante y pleno en su desencanto.

Pero el chico no iba a ceder tan fácilmente a mis propósitos de pisotear su alma y preservarle a mí lado como si se tratase de una reliquia, el ejemplo incuestionable de la mezquindad del mundo. Una noche, sin previo aviso, me anunció que al fin había llegado al campamento el relevo del padre Wagram, lo cual ahora le dejaba en libertad para atravesar el Danubio y rescatar de las trincheras a un antiguo camarada suyo que se hacía llamar Thadeus Dreyer. La noticia me sorprendió como si estuviesen a punto de arrebatarme una joya de valor incalculable. Como un amante que no se resigna al abandono, en vano intenté disuadirle de aquel viaje suicida, en vano quise convencerme de que su muerte en las trincheras debía ser el final lógico de una historia como la suya. Ahora las circunstancias parecían encaminadas a repetir en el seminarista el destino de mi hermano y a dejarme una vez más con la memoria de un muerto imberbe y heroico. Algo había en el afán de aquel chico por adentrarse en el frente que desentonaba con la ruina que yo había querido ver en él. Su rostro ahora reflejaba el ánimo de quien ha criado amorosamente una parvada de palomas y se niega a reconocer que éstas se han convertido al fin en una plaga intolerable. El gorjeo infinito que retumbaba en su cerebro impedía que obrase en él ese mínimo reconocimiento del mal que yo necesitaba para olvidar definitivamente el rostro de mi hermano. Por eso, cuando su insistencia llegó al extremo de lanzarle a las líneas enemigas en busca del regimiento del tal Dreyer, no tuve más remedio que verlo partir con la única esperanza de que muriese desencantado antes de encontrar esa unidad perdida, esa fe que el recluta Dreyer guardaba para él en algún profundo rincón de su pasado. En verdad, poco más podía yo hacer para prolongar su ruina y forjar eternamente en su rostro la agonía que yo habría querido para Piotra.

* * *

A veces, decía mi abuela, no bastan una barba o una cicatriz para determinar el contraste entre un hombre y su gemelo. Son otras las distinciones con las que la propia naturaleza pretende enmendar la falta de haberse repetido. Las suyas suelen ser diferencias tan sutiles como un lunar impúdico, una variante mínima en la coloración de las pupilas o el dominio poco usual de una mano que el resto de los mortales prefieren mirar como atributo del demonio. Recuerdo aún con claridad la tarde de mi infancia en que mi abuelo cargó en la mula del tendero un galón de aguardiente, una soga y un fuste de roble con el que esperaba exorcizar mi zurdera. De nada sirvieron los insultos que mi abuela profirió ese día contra su marido, su yerno y todos aquellos que siguieron creyendo hasta el fin que la simetría era la única forma cristiana y honorable de transitar por la vida. Mi propia madre se había extinguido años atrás ante la ira de aquel soberbio atamán que confiaba ciegamente a los rigores de su brazo y del alcohol la enmienda de cualquier falta, cualquier perturbación de lo que él consideró siempre el orden divino de las cosas. Ignoro hasta qué punto mi abuelo creyó haber alcanzado sus propósitos de corregir a golpes mi siniestra inclinación, pero estoy seguro de que allí, en algún oscuro lugar de su conciencia, supo siempre que la naturaleza terminaría por imponer la diferencia entre sus nietos. Yo mismo, con el tiempo, he llegado a pensar que sus temores, su encono hacia mí y su notable preferencia por mi hermano, eran hasta cierto punto justificados, pues mi zurdera ha terminado por parecerme efectivamente un regalo luciferino, uno de esos privilegios mínimos y transgresores con los cuales un gemelo puede sobrellevar la ironía de ver siempre su propio envejecimiento, su propia irremediable humanidad instalada en un rostro que le imita con macabra precisión y encarna arteramente lo más aborrecible de uno mismo.

Poco antes de que mi regimiento fuese movilizado a Karanschebesch volví a casa para asistir al entierro de mi abuela, y descubrí en el sótano de mi casa paterna el fuste que había servido en otros tiempos para desangrarme la zurdera. Alguien me dijo entonces que mi padre había llevado consigo aquella arma nefasta hasta el último día de su vida, cuando los fusiles turcos lo aniquilaron en una de las muchas guerras que lidiaron vanamente los cosacos en aras de la patria rusa. Pensar que aquel héroe grotesco se habría aferrado a tal objeto como a un símbolo de su fe en lo intransigible, me produjo una repugnancia similar a la que antes había sentido frente a las insignias de Piotra o a la que experimentaría meses después cuando viese surcar el Danubio a mi joven seminarista. Que un cosaco muriese por los rusos mendigando así el espejismo de una patria escurridiza e improbable, o que cualquier otro creyese que es legítimo arriesgar su vida por sus semejantes, me parecieron empeños tan burdos como querer enmendar a golpes la zurdera de un niño. No son ni pueden ser de ese tenor las reglas que gobiernan este mundo. A nosotros ahora sólo nos toca allanar el sendero que conduce irremediablemente a la destrucción de lo sagrado y hacernos a la idea de que no hay lugar para la poesía en la triste zona del universo en la que hemos sido recluidos. Desde la muerte de Piotra he consagrado cada instante de mi existencia a demostrar que los ritos del honor y la lealtad son privilegio de los débiles, y quiero creer que al menos Dreyer acabó por entenderlo así durante los tres días que pasó en las trincheras balcánicas en busca de aquel recluta cuya vida terminó por ser menos importante que su nombre.

Los días que siguieron a la partida del seminarista recorrí el campamento procurando reunir todo el dinero y toda la información que pudiera servirme para sobrevivir de la mejor manera posible en un futuro que ya para entonces se antojaba caótico. Así pude enterarme de muchas de las actividades del tal Dreyer mientras éste estuvo en el campamento, casi todas fuera de los márgenes de la normativa militar, que debieron de allegarle cantidades sustanciosas de dinero, amén de un envidiable ascendente sobre sus superiores. Quienes le conocieron y aún vivían para contarlo, hablaban de él con admiración y resentimiento, y no fueron pocos los que me ayudaron a confirmar mis sospechas de que aquel hombre no era quien decía ser. De rasgos inequívocamente judíos y acento marcadamente vienés, Thadeus Dreyer era a todas luces un nombre falso, y así me lo había hecho saber con antelación mi joven seminarista. No obstante, corría el rumor por el campamento de que el recluta llevaba sobre su conciencia no una, sino innumerables suplantaciones cuya naturaleza, sin embargo, nadie acababa de explicarse. Que alguien hurtase una identidad era asunto por demás común en esos tiempos, y debo reconocer que también esas suplantaciones me parecieron siempre signo inequívoco de que los hombres, después de todo, eran capaces de cualquier cosa con tal de sobrevivir en el frente. No obstante, el recluta que había obsesionado a mi joven seminarista, y al que él había llamado alguna vez Jacobo Efrussi, no acababa de encajar en la idea que yo mismo tenía de la suplantación como un recurso invaluable para la supervivencia. Por más que lo intentaba no podía comprender por qué un judío habría renunciado no una, sino varias veces a su nombre cuando éste, en esa guerra al menos, le habría evitado llegar al frente. Es verdad que los judíos nunca fueron bien vistos en el imperio austrohúngaro, pero la gran mayoría supo aprovechar su condición, su fortuna y el recelo que solían provocar entre los gentiles para evitar el reclutamiento. A veces, por tanto, me preguntaba si el tal Dreyer no estaría también iluminado por el desencanto y que, como yo, habría sabido encontrar en la guerra y en el engaño una trinchera invaluable para la supervivencia. ¿No había sido también el bíblico Jacob el señor de los suplantadores? La idea no dejaba de resultar atractiva cuando recordaba el gusto con el que mi propia abuela solía burlarse de aquel pasaje de las Escrituras donde un par de gemelos se habían prestado al engaño y al más oprobioso intercambio de identidades. Así y todo, ante Dreyer la imagen de esa especie de místico defraudador se derrumbaba una y otra vez frente al hecho indiscutible de que aquel hombre no había usado su poder para embaucar a los otros, sino para terminar con una inescrutable multitud que se encontraba dentro de sí mismo y de los muchos nombres que habría ido robando a lo largo de su vida.

* * *

Tres días tardó el muchacho en regresar a Karanschebesch, y en todos ellos, igual que la primera vez, Piotra volvió a atormentarme en sueños. Pero, en esta ocasión, vino a sumarse al sueño un elemento que me inquietó sobremanera: ahora no era Piotra quien fustigaba mi caballo ni era yo quien lo montaba.

El recluta Thadeus Dreyer y el seminarista se alternaban esta vez los papeles de mi pesadilla como si se tratase de una mala comedia. Los cosacos al otro lado del Don habían desaparecido, y en su lugar se hallaba una multitud sin nombre y sin rostro cuyos uniformes parecían surgidos de un reino imaginario y esperpéntico.

Una tarde me despertó de aquel sueño un ruido de cascos sobre los adoquines de Karanschebesch. Alguien gritó afuera que el enemigo había comenzado a cruzar el Danubio. La voz de alarma retumbó en los muros de mi oficina y acabó por devolverme a la vigilia. De inmediato me puse de pie y comencé a rebuscar entre mis cosas el dinero y los documentos que había ido reservando para mejor sobrevivir en mi huida. En ello estaba cuando irrumpió en la oficina una sombra de dos cabezas que parecía arrancada de una pesadilla ajena que de pronto hubiese invadido la mía. Quise llevar mi mano a la cartuchera, pero descubrí de improviso que bajo aquel manchón de sangre y fango se ocultaba mi joven seminarista. Ahora su rostro era firme y seguro. Se diría que su estancia en las líneas enemigas le había hecho madurar hasta casi envejecerle. Sin decir nada, había entrado en el desastre de mi oficina con un cuerpo sobre las espaldas, y lo depositó amorosamente en el suelo con el suspiro de quien se despoja de una armadura muy pesada e inservible. Entonces me pareció que llevaba finalmente inscrito en algún lugar de su alma el signo indeleble de los supervivientes. Este hombre, pensé, ha perdido el alma, y ahora yo cuidaré de que jamás vuelva a tenerla. El seminarista, entre tanto, se había erguido ante mí con toda la magnificencia de su propia ruina.

—Mi nombre es Thadeus Dreyer —dijo de golpe vaciando sobre mi escritorio una hucha tintineante y un atado de sangrientos pasaportes en los que al fin creí reconocer su resignación a someterse a las leyes del oprobio, mis leyes.

Recuerdo que tuve deseos de abrazarle como si sólo a mí correspondiese darle la bienvenida al mundo, pero él se mantuvo firme unos segundos ante el cuerpo de su compañero como si esperara que el alma de éste abandonase definitivamente la habitación para adueñarse al fin y por completo de su nombre. Afuera, los cascos de la caballería enemiga retumbaban ya sobre el puente del Danubio, adensando en torno a nosotros la crepitante atmósfera de muerte y huida que se abatía ya sobre los tejados de Karanschebesch. Por un instante, confundido por el gesto melancólico del nuevo Thadeus Dreyer, temí que su flamante impostura no se debiese a la resignación, sino que tal vez respondía a motivos distintos de los que yo mismo quería atribuirle. No obstante, me consolé pensando que, como quiera que fuese, la impostura que el chico acababa de realizar había de hermanarnos indisolublemente. Después de todo, la identidad que él acababa de apropiarse procedía seguramente de otros hombres, y ésta ya no pertenecía a nadie, sino que vagaba en la noche de los tiempos como si sólo aludiese a una masa fantasmal a la que yo me encargaría de dar forma aunque en ello se me fuese la vida.

* * *

Viena nos recibió en diciembre de 1918 con el espectáculo de su derrota. Más que una guerra, parecía que el universo entero había terminado en nuestra ausencia. En el frente nos habíamos acostumbrado a creer que cada día sería el último del mundo, de ahí que el retorno a casa nos sorprendiese con la vaga sensación de haber caído en el delirio de un soldado agonizante. Cada rostro, cada objeto se movía allí al compás de una maquinaria triste y amortiguada, como si los vencedores nos hubiesen regalado un motor de juguete para impulsar la inmensa chatarra del imperio. Las columnas de Schönbrunn sostenían ahora un palacio absurdamente grande en cuyos corredores reinaban pellizas y uniformes sin cuerpo, petos oxidados y estandartes que sólo habrían servido para sacudir el polvo de las estanterías saqueadas. Frente a sus muros transitaba sin prisa una multitud espectral que miraba amargamente los parques desiertos, las cafeterías clausuradas o sus propios rostros reflejados en las vitrinas de una tienda que exhibía maniquíes desnudos y remataba sombreros que nadie volvería a usar. El tiempo en la ciudad se había dilatado de manera tan brutal, que por momentos se antojaba inexistente.

Durante varias semanas recorrimos aquellas avenidas sobre un carretón que Dreyer, ante mi insistencia, había confiscado a una familia de polacos que tuvo la desgracia de cruzarse en nuestro camino. Lo hizo a regañadientes, amagando a los viajeros con el pesar de quien suprime a un perro enfermo que lo ha acompañado desde niño. Ahora, no obstante, parecía decidido a asumir con plenitud las consecuencias de su decepción y su impostura. En cuanto volvimos a Austria se entregó a mis designios con la sumisión de quien no tiene ya otro propósito que la supervivencia ni más ideales que el poder desnudo, expoliado por completo del más elemental sentido de las endebles reglas que separan al bien del mal. Huraño pero complaciente, dejó que fuese yo quien nos condujese por los vericuetos de aquel grato desorden plagado de prostitutas, soldados ebrios, mercaderes de muerte y multitudes hambrientas no de paz, sino de aquellos ideales torvos que, al cabo de unos cuantos años, nos conducirían una vez más a la guerra. Yo mismo llegué a asombrarme con la capacidad de Dreyer para alternar en esos tiempos las máscaras del engaño. Era como si se hubiese propuesto exponer frente a sí mismo el abanico de todas sus miserias, de todos los errores posibles, y lo logró en forma tan completa y desoladora que casi llegó a despojarse por entero del ingenuo espíritu que lo había acompañado antes de robar el nombre de Thadeus Dreyer. Poco a poco, durante los años de sangrías, revoluciones y atropellos que sacudieron a Austria después de la Primera Guerra Mundial, Dreyer avanzó en su tarea de trasponer cualquier obstáculo que pudiera poner en riesgo nuestra supervivencia, y cuando finalmente vio disolverse la memoria del hombre que había sido en su juventud quedó sólo aquel que realizaba el trabajo sucio de prevalecer a cualquier costa. Un personaje ambiguo y transgresor había cobrado forma en el centro de su ser, y éste comenzó a tomar parte en los episodios de nuestra vida sin que nada pareciese lo bastante poderoso para contenerlo.

No pasó mucho tiempo antes de que mi testimonio sobre el desempeño de Thadeus Dreyer en el frente de los Balcanes, amén de algunas monedas sabiamente distribuidas en un país ávido de héroes y desgastado por sucesivas revoluciones, le consagrasen como un héroe de guerra. Un falso historial de demenciales hazañas bélicas, donde el rescate fallido de su compañero de infancia era sin duda el capítulo más elocuente, le hicieron merecer muy pronto la Cruz de Hierro, y le transformaron así en uno de tantos veteranos que transitaban por las calles de Viena o de Berlín despidiendo a su paso ese aire entre macabro y respetable que, hacia 1932, requería el boyante Partido Nacional Socialista Austríaco para imponerse sobre los restos de la raza germana. En ese tiempo Dreyer supo defender con ahínco una admirable capacidad mimética que resultaba casi contagiosa y lo hacía aparecer ante el mundo como un hombre de las más firmes convicciones, capaz de arrastrar multitudes a inmolarse por los ideales del partido y por el propio Hitler. Los jóvenes austríacos y alemanes que entonces desfilaron por su casa atraídos por el decadente esplendor de sus orgías, sus encendidos artículos en el Sturmer o sus promesas de un futuro regio y colectivo al lado del Führer, veían en él la encarnación misma del espíritu pangermánico, y tanto, que los propios oficiales del partido no tardaron en apreciar su destreza para moldear los espíritus más reacios y los rostros más refractarios a disolverse en la amorfa multitud de marchas y banderas con las que esperaban dar un nuevo cariz a los despojos de Austria y Alemania. Así, pocos días después de que Hitler se erigiese como canciller del Reich, Dreyer propuso al mariscal Hermann Goering un proyecto que había de convertirse en epítome de su existencia. Dreyer no fue muy prolijo al relatarme los pormenores de aquella entrevista ni los mecanismos precisos con los cuales pensaba llevar a cabo su cometido, pero el objetivo de su misión quedó muy pronto delineado con una claridad abrumadora. En una palabra, lo que Dreyer había propuesto a Goering era que le apoyase para entrenar a una pequeña legión de impostores que tomarían ocasionalmente el lugar de los jerarcas del partido en apariciones públicas consideradas de alto riesgo. El proyecto, desde luego, era en sí mismo bastante aventurado, y es incluso verosímil que el propio Goering, al aceptarlo con especial entusiasmo aunque exigiendo una absoluta discreción, estuviese acariciando desde entonces la posibilidad de dar a aquellos suplantadores un uso mucho más lucrativo que la mera seguridad de sus colegas y superiores.

Como quiera que sea, a partir de ese día Dreyer asumió aquel trabajo sin detenerse a pensar demasiado en lo irónico o lo comprometido de su situación, y comenzó a buscar por todos los confines del imperio hombres grises e inconsistentes, soldados maduros de medio pelo, adolescentes desconcertados y, sobre todo, inquietos jugadores de ajedrez que él, más adelante, se encargaría de transformar en auténticos peones del poder, no sólo amoldando su aspecto físico a las efigies vivientes del partido nazi, sino borrando sus vidas y sus mentes para luego inscribir en ellas lo que él o sus superiores creyesen oportuno inculcarles. En realidad, dudo mucho de que Dreyer haya creído nunca en sus propios argumentos para consagrar sus esfuerzos a la creación de una hueste de suplantadores, pues a esas alturas le importaba muy poco lo que hiciesen o dejasen de hacer los nazis. Sólo buscaba hallar los medios que en un futuro pudiesen acercarle a los poderosos, cualesquiera que fuesen sus ideales o sus motivaciones. Su existencia, en fin, había caído en un remolino del cual ni él mismo tenía esperanzas de librarse. Su verdadera misión, la única, consistía en dejar que le arrastrase el curso desorbitado de su existencia. Otras serían sus preocupaciones, otro su destino. Y sólo el tiempo, encarnado en la figura de un joven y oscuro oficial de las SS llamado Adolf Eichmann, le ayudaría a conocer de una vez y para siempre la forma de abandonar la corriente salvaje de su suerte.

* * *

Desde que le arrestaron en la ciudad de Buenos Aires, hace apenas unas semanas, el nombre de Adolf Eichmann ha comenzado a invocarse en todas partes con rencor y desprecio. Antes de la guerra, sin embargo, nadie podía prever que aquel nombre, su historia y los crímenes que ahora le atribuyen se convertirían en el signo inequívoco de esos años. Sus camaradas le conocieron siempre como el Rabino, y al verle no era difícil entender de dónde procedía tal sobrenombre. Incluso entre los jerarcas del ejército nazi se imponía con frecuencia un cierto escepticismo racial hacia aquellos oficiales cuyo aspecto no se ajustaba a los rigores de la frenología aria. En cualquier caso, Eichmann nunca se dio por enterado del infamante epíteto. Había nacido en Solingen ocho años antes de comenzar la Primera Guerra Mundial y era evidente que su aspecto de hombre ordinario, sazonado aquí y allá por facciones de una sospechosa prosapia semita, le habría valido más de un contratiempo en los albores de su carrera militar. Quizá por eso alimentaba ahora un enconado desprecio hacia los judíos y se esmeraba en conocerlo todo acerca de ellos. Desde la adolescencia había aprendido a hablar hebreo con una fluidez desconcertante, y era capaz de recitar íntegras las incontables plegarias del sabbath. En cambio, casi nunca decía nada de sí mismo ni del modo en que había llegado a ganarse la confianza del general Heydrich a una edad y en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes germanos apenas sopesaban la posibilidad de alistarse en las fuerzas del Reich. Era como si todo lo relacionado con su vida anterior y su discreto aunque vertiginoso ascenso por los peldaños del poder le pareciese aún muy poca cosa comparado con el futuro que él mismo pensaba fraguarse en el ejército nazi. Caminaba siempre con el vaivén nervioso de una pequeña locomotora desbocada, agobiante y agobiado por una inercia insostenible que sólo conseguía olvidar frente a un tablero de ajedrez. Sólo entonces su cuerpo adquiría una inmovilidad de esfinge con la que hacía perder el sosiego a sus contrincantes. En muchas ocasiones conté los minutos que se tomaba para mover sus piezas en partidas particularmente difíciles, y nunca, en verdad nunca, le vi pestañear dos veces entre un movimiento y otro.

Lo habíamos conocido en Praga en 1926, cuando errábamos por los vestigios del imperio durante los años inciertos de la República de Weimar. Los sábados Dreyer y yo asistíamos a un café de aspecto malparado que ostentaba el cuestionable honor de albergar al único círculo ajedrecístico en tierras bohemias. Cada semana, con religiosa fidelidad, jugaba ahí una veintena de individuos alarmantemente parecidos entre sí. Viajantes, burócratas, inspectores de pesos y medidas, escribientes de despachos jurídicos que aguardaban ansiosos el fin de semana para disputarse aquellos mundos blanquinegros con napoleónica avidez. Dreyer se impuso sobre ellos en unas cuantas sesiones, y quizá las cosas no habrían pasado de un simple alarde de aficionados si Eichmann no hubiese irrumpido una tarde en el café dispuesto a defender aquel reducto ajedrecístico como si fuera suyo. Eichmann pidió licencia para jugar con las negras, a lo que Dreyer accedió sin demasiada convicción, más bien sumiso, como si entre ellos se hubiese impuesto desde hacía años un alternativo código de juego donde ciertas reglas habían pasado al ámbito de lo incuestionable. Esa vez, tras una suspensión de horas digna de un daguerrotipo, la partida terminó en tablas. Era de madrugada cuando Eichmann, con impositiva caballerosidad, pidió a su oponente que le acompañase a su hotel para emprender un nuevo combate. Pero Dreyer, para mi sorpresa, rechazó la invitación argumentando en falso que debíamos partir de inmediato hacia Berlín. Cuando salimos del café, me dijo con la inapelable palidez de quien se siente obligado a dar una explicación no pedida:

—Créame, Goliadkin. Ese muchacho está enfermo, muy enfermo.

Pero fue él quien esa noche cayó fulminado por una fiebre terciana que le duró por lo menos un mes, y llegó a estar tan mal que por momentos creí que aquel encuentro le hubiese arrancado de raíz su gusto por el ajedrez y por la vida.

Varias veces a partir de entonces volvimos a encontrarnos con el joven Adolf Eichmann, pero Dreyer hizo cuanto estuvo en sus manos por posponer la partida que ambos habían dejado pendiente en aquel café praguense. El propio Eichmann comprendió muy pronto que hay ciertas cosas que un hombre debe evitar para mantenerse en la cordura, y tuvo así que conformarse con la oferta de una estrecha convivencia que, sin ahondar nunca en las lides del afecto, estableció entre ellos una vaga complicidad que nunca acabó de agradarme. Es verdad que Eichmann, detrás de su aparente mediocridad, detentaba una envidiable capacidad para manipular y destruir a sus semejantes, pero lo hacía siempre convencido de que la aniquilación de ciertos individuos se justificaba en la medida en que sus restos mortales servirían sólo para reordenar el mundo. En hombres como él o como mi padre, el mal, la muerte y la violencia no existen por sí mismos, son meros instrumentos de transición hacia un orden mítico y moralmente correcto que, no obstante, lleva en sus orígenes la simiente de su propia ruina, la señal inaplazable del caos al que estamos condenados. Si bien es cierto que también mis andanzas al lado de Thadeus Dreyer discurrieron siempre sobre los recios términos de la devastación, jamás me sentí tentado a admirar el arrasador espíritu de Eichmann. Antes habría preferido creer en la bondad intransigente de mi hermano o el hiriente escrúpulo del casi olvidado seminarista de Karanschebesch, que someterme a la maldad utilitaria de Adolf Eichmann, pues ésta me parecía aún más burda y, por lo tanto, menos tolerable que el más ciego acto de filantropía.

Mucho se ha especulado en estas últimas semanas sobre la medida en que Eichmann contribuyó al diseño de la gran hecatombe de judíos que había de llevarse a cabo durante la segunda guerra. Puedo asegurar, sin embargo, que aquel oscuro vendedor de gasolina ascendido en unos cuantos años a capitán de Himmler carecía en el fondo del valor mínimo indispensable para acatar la auténtica dimensión de los males que él mismo estaba dispuesto a desencadenar:

Cierta noche, a mediados de 1942, Eichmann se presentó en nuestro pequeño apartamento berlinés para anunciarnos que el general Reiynhard Heydrich le había encomendado en Wansee hacerse cargo del exterminio de los judíos que aún quedaban en el Reich. Hasta ese momento el problema de los judíos había llegado hasta nosotros como un asunto vago y minimizado con insistencia en un mar de elipsis legales o políticas donde al menos era posible autoengañarse con palabras tales como movilización o deportación. Pero ahora las palabras de Eichmann no daban lugar a ningún tipo de equívocos. Semejante indiscreción en un oficial del Reich habría asombrado a cualquiera en esos tiempos, más aún viniendo de un hombre como él. Sin embargo, pronto supimos que Eichmann, abrumado acaso por el peso de la misión que estaba a punto de asumir, había ido a buscar a Dreyer para suplicarle, casi ordenarle que emprendiesen la partida tantas veces aplazada. En cuanto le vimos entrar, serio y descompuesto como un reo de muerte, comprendimos que algo bestial y definitivo estaba a punto de liberarse en el interior de aquel hombre, y que ahora éste necesitaba vencer a Dreyer para apaciguar una sombra de escrúpulo que le espoleaba las entrañas. Esa noche, abrumado él mismo por la confesión de Eichmann, Dreyer apenas opuso resistencia. Perdió o se dejó ganar en tres partidas sucesivas mientras Eichmann, incapaz por otro lado de concentrarse en el juego, pontificaba contra los judíos y enunciaba cada una de las razones por las que el régimen había decidido encomendarle su exterminio. Dreyer, por su parte, lo dejó hablar sin tregua ni sentido hasta el amanecer, y por momentos me dio la impresión de que el suyo era justamente ese silencio cómplice y afirmativo que su contrincante había ido a buscar en él. Al día siguiente, sin embargo, Dreyer me exigió que le acompañase de inmediato a Viena. El complaciente silencio de la noche anterior había desaparecido por entero de su rostro y ahora éste reflejaba la presencia de ánimo de quien al fin ha descubierto el verdadero sentido de sus días en la tierra. Cuando llegamos a Viena caía sobre la ciudad una llovizna helada y fatigosa. Sugerí a Dreyer que nos refugiásemos en una modesta pensión de las afueras, pero él insistió en que fuésemos de inmediato al gueto de la ciudad. Llovía a torrentes cuando al fin nos detuvimos entre los restos de lo que en otros tiempos había sido la joyería de un tal Isaac Efrussi. Aquí y allá el agua arrastraba aún montones de ceniza y afilados trozos de vidrio. Nadie estuvo ahí para decirnos cuándo o cómo había ocurrido el saqueo. Entonces, frente a la escalinata de la joyería, la infinita tristeza de los mártires que ahora amoldaba los pensamientos de Dreyer emergió en forma de un llanto desconsolado por la memoria de aquel viejo joyero de cuya suerte nunca volvimos a saber nada.

* * *

A partir de esa noche los encuentros de Dreyer con el coronel Eichmann se multiplicaron de manera alarmante. Unidos por su común pasión al ajedrez, se enfrascaban durante horas en conversaciones que indefectiblemente terminaban en lo que Eichmann llamaba el problema judío. Mientras conversaban, Dreyer se ceñía a la mansedumbre de un discípulo que espera recibir instrucciones precisas para dinamitar un puente o disparar contra un personaje ilustre. Pero al marcharse Eichmann, mi compañero se dejaba caer en un diván, bebía hasta embriagarse, y con frecuencia emprendía febriles monólogos de los que me era imposible arrancar una sola frase coherente. Tal fue el estado de su abatimiento, que llegué a temer por su vida. No que ésta, en sí misma, me importase gran cosa. Desde nuestro encuentro en los Balcanes había aprendido a ahuyentar de mí cualquier posible lazo de afecto que pudiese estorbar a mis propósitos de destruir el alma de Dreyer. Si deseaba mantenerlo con vida, era para gozarme de su ruina y prolongarla el mayor tiempo posible. Quería a toda costa evitar que muriese como había muerto mi hermano: aferrado al heroísmo. De ahí que de pronto, a raíz de la visita de Eichmann y nuestro viaje a Viena, me invadiese el temor de que la aniquilación de un Thadeus Dreyer súbitamente abrumado por las dudas podía ocurrir por manos que no fuesen las mías y antes de que él mismo asumiese en plenitud el desencanto que yo siempre había deseado para él. Temía, en suma, que en cualquier momento Dreyer, trastornado ahora por su reciente recuerdo de Jacobo Efrussi, cometiese la estupidez mayúscula de asesinar a Eichmann o morir en el trance convencido de que así, de alguna forma, pagaba su propia cuenta pendiente con la vida y con los hombres.

En ese tiempo comprendí que aquella jornada en que habíamos visitado el gueto de Viena sólo había servido para que Dreyer iniciara un tortuoso examen de conciencia donde sus miserias, sus lealtades y sus pasiones serían objeto de un singular reacomodo. El hombre a quien yo había llegado a considerar como ejemplo de la victoria de las miserias del mundo comenzó de pronto a recuperar el alma. De la noche a la mañana resurgió en él un escrúpulo desmedido que le hacía titubear cada vez que se encontraba en los bordes de la arbitrariedad o del deshonor. La ética se había convertido para Dreyer en una sustancia escurridiza que él ahora se esmeraba a toda costa en mantener bajo control. De repente se dio a inventar extrañas justificaciones morales para cada uno de sus actos, por infames que éstos pudieran parecer, y transitaba por la existencia esgrimiendo un inaplicable código de valores que sólo ayudaba a hacer más dolorosa su convicción de que la realidad sería siempre más fuerte que las miríficas promesas de redención que en otros tiempos lo habían llevado al frente de los Balcanes. Ciertamente mi compañero de fatigas había adquirido su nuevo nombre con la envidiable espontaneidad de una crisálida, pero ahora él mismo no acababa de creer en las razones que hasta entonces había esgrimido para ello. Igual que el imperio que otrora se había desmoronado ante nuestros ojos para volver luego a la guerra con implacables bríos, algo en su interior se resistía a reconocer que su nuevo nombre se hallaba inscrito en el atroz recuento de los desencantados. A despecho de mi entusiasmo inicial, muy pronto tuve que reconocer que su idea de lo sagrado no había desaparecido por completo de su alma aquella tarde en Karanschebesch, sino que había quedado reducida nuevamente a una potencia mínima pero suficiente para lacerar su conciencia degradada como un pequeño punzón clavado en las partes más sensibles de su cuerpo. En esos días mi relación con él adquirió la forma de un matrimonio largo y malavenido, donde cada uno se encerró en un excluyente soliloquio para hallar alguna luz en mitad del incierto laberinto en el que Eichmann nos había arrojado como a un par de ingenuas princesas cretenses.

Supongo que fue entonces cuando Dreyer comenzó a acariciar la peregrina idea de que su impostura le obligaba en cierta forma a resarcir las faltas del mundo contra todos los hombres, contra todos aquellos muertos que había heredado junto con el nombre de Thadeus Dreyer, o mejor dicho, contra ese único hombre cuya vida él había asumido en la guerra del catorce: el judío Efrussi.

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