Amphitryon

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III. La sombra de un hombre — Alikoshka Goliadkin: Cruseilles (Francia), 1960

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Al principio debió de ser sólo eso, una idea, un dejo de escrúpulo traducido en un ánimo redentor que, desde luego, no dejó de resultarme preocupante. Desde su último encuentro con Eichmann nuestras horas transcurrieron en una constante lucha en la cual mis esfuerzos por volver a despeñarle en los abismos de la infamia se enfrentaban sin tregua a su remordimiento. Era como si el destino me hubiese condenado a disparar eternamente contra las insignias de mi hermano para verlo levantarse de nuevo, una y mil veces, dispuesto a demostrar que era yo quien había desangrado su alma sobre las nieves de Ucrania. Ahora que todo ha terminado de la peor manera posible, ahora que ya no importa lo que pueda pasar conmigo o lo que ocurrió anoche con Dreyer, reconozco que más de una vez, en esos días de pesadumbre, llegué a temer que, en efecto, mi compañero fuese una especie de santón destinado a restaurar el orden en un paisaje que yo deseaba tan fragmentario, tan miserable como nuestras almas. Insatisfecho e incapaz hasta entonces de dirigir sus propios pasos, de esa noche en adelante Dreyer se entregó a la tarea de corregir el curso de los destinos ajenos, y lo buscó de forma tan radical que llegué a temer que él mismo no pudiese tolerar las líneas de lo que él ahora creía su incontestable obligación para con los judíos, una raza cuya historia de exilios y quiméricas promesas, acaso demasiado similar a la de los cosacos, me llevó a considerarla siempre como una de las partes más despreciables de la creación.

* * *

Los primeros y apenas perceptibles signos de mi derrota comenzaron a surgir en forma soterrada pero cada vez más evidente. En vez de cumplir con sus obligaciones en la guerra y con el Reich, Dreyer se quedaba en cama argumentando inverosímiles jaquecas, entregado a una somnolencia extensa aunque sin duda accidentada.

Los senderos de Berlín, las reuniones con Goering y los discursos cada vez más encendidos del Führer dejaron de tener para él esa potestad con que antaño solía sentirse atraído hacia la gloria fácil del héroe de guerra que habíamos fabricado con la carne de sus hazañas en el frente de los Balcanes. Si bien no se atrevía a deslindarse por completo del espejismo que habíamos fraguado juntos, ahora aprovechaba cualquier ocasión para advertirme de que aquella guerra estaba perdida y que había sido un error creer en los nazis.

Así estaban las cosas cuando Dreyer tomó la resolución que había estado sopesando en silencio desde la noche en que jugó su partida definitiva contra Eichmann. Cierta mañana despertó de uno de sus interminables letargos y me anunció a boca jarro:

—Kretzschmar es la persona que necesitamos, Goliadkin.

Si bien tardé unos segundos en reconocer el peso específico de mis palabras, comprendí muy pronto y con terror a qué se refería. Sabía que Dreyer llevaba algunas semanas acariciando la idea de suplantar a Adolf Eichmann, pero hasta ese momento él mismo no había querido reconocer que siempre había contado con la persona idónea para ello. Desde la entrevista de Dreyer con el mariscal Goering, su pequeño escuadrón de suplantadores había sabido cumplir maravillosamente su trabajo, y en más de una ocasión los buenos oficios de alguno de ellos evitaron notables contratiempos a hombres como Himmler o Goebbels. Es verdad que algunos altos oficiales comenzaban ya a mirar con temor y suspicacia el eficaz desempeño de aquellos dobles que, a fin de cuentas, debían sus lealtades a Goering. Ninguno de ellos, sin embargo, llegó nunca a enunciar con todas sus letras la posibilidad de una suplantación definitiva, aquella que ahora Dreyer pretendía llevar a cabo no entre los altos jerarcas del Reich, sino en la persona del más discreto pero acaso más peligroso coronel Eichmann. Poco importa ahora preguntarse si Dreyer pensó alguna vez que esa suplantación podía ser la primera de muchas, pues creo que, para él, el responsable directo del exterminio nazi era el único enemigo a quien vencer. Por eso, cuando me anunció que el tal Kretzschmar era el impostor que necesitaba, sentí como si alguien hubiese invertido frente a mí un reloj de arena cuya cuenta regresiva sería demasiado breve. No tuve que preguntarle las razones que le habían llevado a semejante decisión. El joven Kretzschmar, a quien le vinculaban lazos mucho más estrechos que la simple relación de un superior con un subordinado, era sin duda el mejor de sus hombres, aquel quien le debía mayor lealtad y el único que parecía verdaderamente dispuesto a cualquier cosa por él. Dreyer siempre había profesado hacia Kretzschmar un afecto desmedido, y más de una vez, intrigado por el dinero y los secretos cuidados que le dispensó durante varios años, llegué a pensar que aquella mutua afición no se debía exclusivamente a lo que el general llamaba una antigua deuda de amistad para con el padre de aquel infortunado muchacho. Como quiera que fuese, ahora no cabía duda de que Kretzschmar era la persona ideal para sus planes. Amén de tener más o menos la edad de Eichmann, era uno de los mejores ajedrecistas de Berlín. En cuanto a su aspecto físico, su complexión coincidía perfectamente con la del oficial de las SS, y era fácil adelantar que sus facciones no presentarían resistencia alguna al trabajo de los magníficos cirujanos que el mariscal Goering había puesto a nuestra disposición. Desgastado por interminables orgías en el seno de las juventudes nazis, el chico tenía esa cualidad fantasmal característica de quienes han vivido sólo para la incertidumbre, la venganza y el odio, pero que al mismo tiempo han conseguido crear en torno suyo un aura de indiferencia que ha terminado por volverles casi imperceptibles. Tengo que reconocer que muchas veces, durante los años en que fui siguiéndole los pasos por instrucciones expresas de Dreyer, su aspecto indefinido me hizo pensar en la decadente ambigüedad del Adolf Eichmann que habíamos conocido en Praga. Una calvicie mal disimulada asomaba ya por debajo de su gorra militar y se precipitaba sobre su semblante como si quisiera anularlo por completo. Su nariz y sus ojos eran accidentes mínimos en la topografía de un rostro sin matices, y el resto de su cuerpo, levemente vencido, como si siempre se encontrase ante el tablero de ajedrez, evocaba la inconsistencia de un traje sin dueño al que sólo el vaivén caprichoso del viento consigue dar una efímera impresión de vitalidad. Nadie al verle le habría creído capaz de cometer un crimen, pero ante Dreyer se comportaba con la avasallante disciplina de un príncipe bastardo. Charlaba, estudiaba, obedecía órdenes y jugaba al ajedrez sin perder jamás de vista el objetivo de sus fatigas. El muchacho, en suma, lo tenía todo para vindicar a Dreyer, y tanto, que yo mismo habría apostado en su favor el brazo que me quedaba sano si al menos hubiese conseguido ponerle de mi parte. Dreyer había sabido cultivar y ganarse su lealtad derrotándole en el ajedrez, y casi podía decirse que su alma le pertenecía como si él mismo la hubiese creado. Por eso, cuando le pregunté si en verdad creía que su campeón tendría la presencia de ánimo necesaria para suplantar a Eichmann en los términos que Dreyer quisiera imponerle, el general asintió casi con enfado, como si mi pregunta fuese un trámite demasiado obvio o demasiado personal para ser pronunciado por alguien que, como yo, apenas conocía los entresijos del ajedrez y el inmutable código de honor que éste debía imponer entre sus leales vasallos.

* * *

Mi relación con Dreyer volvió a estrecharse durante las semanas que vinieron después de su iluminación. A medida que sus planes de suplantar a Adolf Eichmann se hicieron tan viables como imperiosos, su confianza en mis buenos oficios recuperó el cauce de antaño, y trazó conmigo hasta el último detalle del camino que debía situar a Kretzschmar al mando del Departamento de Investigaciones Judías de las SS. Por ese lado, todo fue cumpliéndose sin tropiezos, tal como Dreyer lo había planeado. El muchacho se mostró dispuesto desde un principio a obedecerle y someterse al riguroso sistema que el general usaba para borrar el espíritu de sus discípulos y prepararlos así para asumir una nueva identidad. Pronto, ayudado por el milagroso trabajo de los cirujanos de Goering, Kretzschmar estuvo listo para suplantar a Eichmann, y Dreyer pensó que la ocasión para hacerlo se presentaría en cualquier momento.

A medida que progresaba la guerra, el poder de Eichmann en las líneas del Reich se había incrementado en forma dramática, y si bien el exterminio de judíos se conservaba en secreto, corrían serios rumores de que en sus trenes de muerte se hacinaban a diario miles de seres de los que nunca volvía a saberse nada. La disciplina del coronel Eichmann, su profundo conocimiento del transporte terrestre y su odio hacia los judíos le habían convertido en una perfecta maquinaria de destrucción, lo cual hacía cada vez más difícil concebir la idea de que su obsesión por el ajedrez sería tan grande como para apostar en una partida el poder que probablemente había ambicionado desde la adolescencia. Dreyer, no obstante, jamás dudó de que Eichmann estuviese dispuesto a darle la revancha y apostar su propia vida cuando él le presentase a su campeón. Nunca, por otro lado, apenas sopesó la posibilidad de que Kretzschmar fuese vencido por el oficial de las SS. Si aquella partida llegaba a verificarse, sería porque él mismo había demostrado antes su superioridad sobre el muchacho, y estaba tan seguro de su propia capacidad en el juego como en la de Kretzschmar para vencer a Eichmann. En cierta forma, Kretzschmar se había convertido para él en algo así como la armazón impenetrable que en otros tiempos le había hecho falta para vencer al coronel. Bastaría entonces convencer a Eichmann de que apostase su identidad contra él para que sus planes comenzaran a tomar la forma que él quería darles. Y si Eichmann, en un momento dado, vencía o se negaba a aceptar su derrota, Dreyer se encargaría de eliminarle en el acto, aun cuando esto hiciese más difícil, o quizá imposible, la suplantación.

* * *

Pero Thadeus Dreyer y su joven campeón del ajedrez habían elaborado sus planes desde la lógica impecable de los ajedrecistas, una lógica ajena a la realidad que dependía en gran medida de un concepto de honor que no puede esperarse en ciertos hombres. Nunca, ni por un instante, pensaron que alguien pudiese delatarles antes siquiera de que Dreyer tuviese la oportunidad de proponer a Eichmann la partida definitiva. Me bastó dirigir a Himmler una carta anónima para que éste ordenase de inmediato nuestra detención y orquestase el brutal desmembramiento del equipo de suplantadores que Dreyer había ido preparando bajo los auspicios del general Goering. Acusados de colaborar con una conspiración semítica descubierta pocas semanas atrás, los hijos adoptivos de Dreyer fueron desapareciendo uno a uno de sus casas y sus cuarteles. Por lo que hace al joven Kretzschmar, no tuvimos tiempo de saber qué suerte había corrido, mas no era aventurado sospechar que habría acabado sus días en los sótanos de la Gestapo. Antes de enviar la carta a Himmler, consciente de lo importante que era para mí poder conservar a Dreyer con vida, yo había establecido un providencial contacto con el Servicio Secreto Británico y las autoridades suizas para facilitar nuestra huida. Casi tuve que secuestrar a Dreyer cuando comenzó la persecución. Empeñado en conocer la suerte que correrían Kretzschmar y los demás impostores, hizo cuanto pudo por permanecer en Berlín para ayudarles. Sin embargo, cuando comprendió que era demasiado tarde para hacer nada, accedió a escapar con una resignación y una cobardía que, sin duda, habían de emponzoñar los días o los años que le restasen de vida.

* * *

A partir de ese momento ya no me cupo la menor duda de que el orden natural de las cosas está de parte de hombres como yo. Mis esperanzas de obtener un día el privilegio de contemplar a placer la absoluta devastación de un hombre se verificaron con abrumadora puntualidad. Habría sido un auténtico milagro que Dreyer consiguiese levantar la cabeza después del golpe que yo acababa de propinar a su último intento por rescatarse del oprobio. Oculto ahora bajo el nombre de Woyzec Blok-Cissewsky, un extinto barón polaco, Dreyer buscó en Ginebra su refugio de animal herido. Y cuando la nieve, el anonimato o la distancia no le parecieron suficientes para olvidar su fracaso, buscó en los pasadizos del ajedrez ese reino único y clandestino donde acaso podía esperar que un oponente sabría cumplir con aquellas reglas que no operaban ya en el mundo de verdad. Para él, la guerra y la existencia habían terminado al mismo tiempo que sus planes de salvar a los judíos, y supongo que es por eso por lo que apenas se inmutó cuando, en 1945, supo que los rusos habían irrumpido en Berlín y que el nombre de Eichmann no figuraba entre los acusados de Núremberg. La justicia divina había tenido antes la oportunidad de detener la infamia, y la había dejado pasar como si también Eichmann fuese parte del donoso equilibrio de fuerzas que sostiene la historia de los hombres. Poco importaba entonces que el responsable de tantas muertes hubiese escapado. Para Dreyer, ésta era y debía ser ahora la ley inquebrantable de la realidad, y nada podía hacer él para remediarlo.

Siempre pensé que la ruina final de Thadeus Dreyer sería tan grata de contemplar que habría podido convivir con ella durante años interminables. El tiempo, sin embargo, me demostró que incluso ese tipo de placer puede llegar a convertirse en tedio. Igual que un hombre acaba por despreciar a la mujer que ha deseado y perseguido durante años, el despojo en que se había convertido Thadeus Dreyer después de nuestra huida comenzó a aburrirme. Hermético y senil, obsesionado por las partidas de ajedrez que jugaba por correspondencia o por aquellas que se publicaban cotidianamente en pequeños fascículos que él coleccionaba con enfermizo rigor, el viejo consiguió llevarme hasta ese extremo peligroso donde el desprecio puede transformarse en compasión. Alarmado ante aquella deslealtad que estaba a punto de perpetrar contra mí mismo, la única que nunca estuve dispuesto a permitirme, procuré entonces alejarme de él como quien debe renunciar a un vicio deleitoso que puede llegar a matarle, y una mañana, hace sólo un par de años, le abandoné en Ginebra con el firme propósito de no volver a verle.

Pero aquel fantasma, como el de mi hermano, no iba a dejarme partir tan fácilmente. Hace unas dos semanas, casi al mismo tiempo en que anunciaron el arresto de Adolf Eichmann en Argentina, Dreyer me llamó a deshora para pedirme que fuese a verle sin dilación.

—Usted es mi único amigo, Goliadkin —explicó—. Debo decirle algo muy importante sobre Eichmann.

De repente su voz, que yo habría esperado exultante a raíz del arresto de Eichmann, me pareció en extremo atribulada. Tiempo atrás, cuando Dreyer dio rienda suelta a su enervante manía ajedrecística, yo había llegado a temer que el general estuviese buscando, sin demasiada esperanza, el paradero de Eichmann detrás de las incontables partidas que se dio a descifrar en periódicos y fascículos de los más insospechados clubes de ajedrez. Con todo, en ningún momento llegué a creer que Dreyer se saliese con la suya por medios de tan dudosa factura. ¿Le habría encontrado al fin? ¿Habría sido él la voz que denunciara a Eichmann ante la justicia israelí? A juzgar por el tono quebradizo de su voz, no era precisamente eso lo que había ocurrido. Su llamada indicaba más bien el ánimo desorbitado de quien ha hallado una verdad poco agradable o perdido la razón. En verdad, pensé más tarde, poco me importaba ya que el viejo tuviese algo que decirme sobre Adolf Eichmann. Lo que más me inquietaba era su absoluta confianza en mi lealtad y, peor aún, el leve pero revelador estremecimiento de alegría que yo había sentido al escucharle mientras apelaba a nuestra amistad. Dreyer, me dije entonces con el esfuerzo de quien espanta de sí un mal pensamiento, podía irse al infierno con sus culpas, su amistad y su poesía senil. Pero lo haría cuando yo así lo determinase, antes de que los judíos le concedieran el consuelo de ejecutar a Eichmann. Al colgar el teléfono entendí que había llegado el momento de matarle, no sin antes haberle confesado mi traición. Si Dreyer me consideraba su único amigo, entonces era hora de despojarle de ese último reducto de poesía y espantar así el espectro de bondad que incluso a mí me amenazaba desde algún rincón de la conciencia.

Una mezcla de entusiasmo y alarma invadió mi cuerpo y me acompañó anoche mientras me dirigía a casa de Dreyer. Al fin, la sombra de mi hermano estaba lista para desaparecer de mi vida, de mi culpa y de mis pesadillas. Bien podían la nieve, el crepúsculo o las tapias de un jardín cualquiera remitirme una vez más a su memoria o a la madrugada ucraniana en que lo maté. Mi infierno, pensé mientras ascendía la escalera tratando aún de espantar de mí aquel picante olor a pólvora, terminaría pronto con mi misión en la vida. Después de todo también yo merecía un poco de justicia luego de tantos años de luchar por la aniquilación de Dreyer. Pronto, sin embargo, pude comprobar que también esa felicidad me sería negada: mis ojos no se habían acostumbrado a la penumbra de la habitación cuando oí la puerta de la calle cerrarse con un estruendo de iglesia, como si alguien, oculto en la planta baja, hubiese esperado a que yo ascendiese la escalera para escapar de la casa. Entonces entré en la habitación y vi el cuerpo de Dreyer derrumbado sobre un tablero de ajedrez, desangrando entera su verdad y su tristeza por el disparo que alguien más le había encajado en la nuca, con un mechón de pelo blanco cubriéndole los ojos y la mano derecha extendida hacia adelante como si quisiera detener para siempre el eco de una detonación que se alejaba de él con el respeto que sólo el ruido sabe guardar frente al silencio de los muertos.

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