Amphitryon

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IV. Del nombre a la sombra — Daniel Sanderson: Londres, 1989

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IV

DEL NOMBRE A LA SOMBRA

Daniel Sanderson

Londres, 1989

Supongo que hay muchas maneras de dar por concluida una historia, pero el asesinato del barón Blok-Cissewsky no es una de ellas. Tampoco es que pueda considerarse el principio de cuanto pienso relatar. Es otra cosa. Una curva violenta dentro de un inmenso efecto dominó donde él fue sin duda la pieza central, mas no la única ni la primera en caer. Su historia, como la de cualquier hombre notable, entraña otras menos estimulantes. La mía, por ejemplo. No pretendo con esto ponerme a la altura del barón. Creo simplemente que la propia memoria es la única certeza a la que algunos podemos aferrarnos para reconstruir el pasado. De ahí que haya decidido contar las cosas según discurrieron en mi existencia y en la de aquellos que, como yo, tuvieron el dudoso honor de contarse entre los herederos del viejo. Ojalá no ofenda a todos esos fantasmas mi poca destreza para enhebrar una historia que ellos, a buen seguro, habrían preferido escuchar en otro orden y de otros labios.

Como lo que voy a contar va estrechamente ligado a los caprichos ultramundanos del barón, no tengo más remedio que comenzar mi historia con las peculiaridades de su testamento, hallado al día siguiente del crimen en el interior de una botella de oporto. Con su inconfundible caligrafía de monja carmelita, el señor Woyzec Blok-Cissewsky, oficial retirado del ejército polaco, legaba una hucha repleta de monedas antiguas a su ordenanza Alikoshka Goliadkin, y disponía luego que el resto de sus escasas pertenencias en Suiza fuesen rematadas en favor de un asilo de ancianos situado en las inmediaciones de Francfort. Más adelante, con una postdata en letra de molde, el viejo hacía tres adiciones al legado: al maestro Remigio Cossini, pintor siciliano, al señor Deman Fraester, actor flamenco, y a mí, su tercer y más vapuleado contrincante de ajedrez por correspondencia, nos dejaba a cada uno la nada despreciable cantidad de cien mil francos suizos, los cuales sólo podríamos recibir en persona y durante sus exequias.

Años más tarde la prensa suiza, en su afán por revivir un suceso del que quizá no había sacado bastante provecho, insinuó la existencia de un primer testamento donde el barón cedía toda su fortuna al señor Goliadkin, mutilado de guerra y compañero de sus fatigas desde hacía por lo menos cuarenta años. Cierta o no, debo aclarar que la hipótesis de ese primer legado, tan sugerente, no altera la sustancia de mi relato. Poco importa a estas alturas si Goliadkin, llevado por la ambición de aquel quimérico testamento, pudo traicionar de forma tan brutal la amistad del barón Woyzec Blok-Cissewsky. En ciertos casos no basta saber quién cometió un crimen para entender por completo las razones que lo motivaron y descubrir los numerosos rostros que se ocultan detrás de un hecho sangriento. Debo advertir, entonces, que ésta no será propiamente la historia del barón ni tampoco la de Alikoshka Goliadkin, sino la de aquellos motivos inauditos que les llevaron a perderse y a arrastrarnos con ellos en su caída.

* * *

Una huelga de ferroviarios en Londres me impidió llegar a tiempo para el funeral del barón Blok-Cissewsky. Sé muy bien que nadie está obligado a lo imposible, especialmente cuando se trata de atravesar media Europa compitiendo contra la vertiginosa descomposición de un cadáver, pero eso no impidió que la ciudad suiza me recibiese con la nublada indiferencia con que el mundo suele acoger a quienes parecemos destinados a llegar siempre tarde a cualquier sitio. Esta vez, sin embargo, la habitual desolación con que me dispuse a enfrentar el rapapolvo de los albaceas de Blok-Cissewsky se disipó momentáneamente gracias a la aparición inesperada del maestro Remigio Cossini, quien me aguardaba en la estación central de Ginebra con la huérfana curiosidad de un pariente lejano.

El maestro Cossini era un hombre más bien breve que a primera vista parecía un samurái retirado. Por un momento, cuando lo vi aparecer entre una multitud de ejecutivos americanos y viajantes de mirada arisca, pensé que se trataba de un turista japonés a quien le hubiesen dicho que ése era el punto más fotogénico de la ciudad. No obstante, bastó tenerle cerca y mirarle a los ojos para intuir que aquél no podía ser un hombre ordinario. Cuando me di cuenta, su mano estrechaba firmemente la mía mientras que su voz pronunciaba nuestros nombres con la amigable autoridad de quien no puede perder tiempo en explicaciones innecesarias. Luego, sin darme tiempo para preguntarle nada, me condujo fuera de la estación y detuvo un taxi que nos llevó al hotel, donde Fraester nos aguardaba para acompañarnos al despacho del albacea.

Durante el trayecto, el pintor se dirigió a mí con respetuosa familiaridad, salpicando su discurso en inglés con expresiones tan italianas y brutales que discordaban con lo refinado de sus maneras. Después de tranquilizarme sobre las consecuencias que a mis bolsillos pudiera acarrear mi retraso, dedicó inexplicablemente todos sus esfuerzos a contarme que las investigaciones en torno al asesinato del barón Blok-Cissewsky habían tomado un giro inesperado y, al parecer, definitivo. Al día siguiente de las exequias del barón, dijo el pintor, la policía había hallado al señor Alikoshka Goliadkin, antiguo asistente de Blok-Cissewsky, agonizando en un hotelucho de Cruseilles merced a un disparo que él mismo se había alojado en la sien derecha. Esto, desde luego, permitía ahora a las autoridades locales cerrar definitivamente un caso tan vergonzoso, a mayor beneplácito de los atribulados vecinos de aquella ciudad.

—Evidentemente —concluyó mi improvisado guía con una naturalidad que entonces me resultó inescrutable—, le cuento esto para que comprenda de una vez que este asunto encierra más mierda de la que sospechamos.

Me hablaba como si nos conociésemos desde hacía años y hubiésemos pasado juntos las últimas semanas analizando paso a paso las circunstancias de la muerte del barón. Sólo con el tiempo alcanzaría yo a comprender la extraña y petulante asertividad de Cossini. Para él, las historias más intrincadas se presentaban con pasmosa claridad, mientras que las verdades oficialmente más obvias eran asimismo las más dignas de sospecha. En el cosmos alternativo y atropellado desde el cual su cerebro procesaba la totalidad de la existencia, Cossini no podía sentarse a esperar a que el resto de los mortales alcanzaran sin más sus propias deducciones, lo cual hacía que sus gestos y sus afirmaciones sin apelación resultasen con frecuencia intolerables. Solía haber en sus palabras un toque de soberbia intelectual, pero creo más bien que una cierta ingenuidad, rayana a veces en la franca estulticia, le llevaba a asumir que cualquier individuo podía ver las cosas como él las veía y comprender cualquier cosa, por intrincada que ésta fuera. Esto sólo pude entenderlo durante el breve tiempo que conviví con él a partir de aquella mañana en Ginebra. Y debo añadir que le estoy inmensamente agradecido por ello.

Por inopinada que parezca, la advertencia de Remigio Cossini sobre la turbiedad de las circunstancias que nos congregaban en Suiza comenzó a tomar fuerza en cuanto llegamos al hotel. En la última parte del trayecto, el pintor había llevado arbitrariamente nuestra conversación hacia el terreno común del ajedrez, anunciándome que el señor Fraester había podido corroborar su hipótesis de que, hacia el final de sus días, nuestro desventurado benefactor o bien había perdido el juicio, o bien había querido ponernos sobre aviso respecto de lo que estaba a punto de ocurrirle. Al menos esta vez no me resultó difícil comprender a qué se refería mi interlocutor: en efecto, también en mi caso las últimas partidas epistolares del barón Blok-Cissewsky, quien usualmente sometía su juego a un canon riguroso, habían derivado en la más desconcertante de las heterodoxias. Impasible ante cada uno de mis embates, de pronto el viejo se había dado a componer pirotécnicos finales y estrategias donde todo iba encaminado a coronar sus peones sin que ninguna otra cosa en el tablero pareciese importar un bledo.

—Fraester afirma que se trata de un típico caso de demencia senil —murmuró Cossini sonriendo por primera vez desde nuestro encuentro—. Pero yo no estaría tan seguro.

Cómo relacionaba el pintor aquellos desvaríos ajedrecísticos con la desventura del barón o con nuestra propia responsabilidad en ella era algo que sólo él parecía entender en su intrincado mundo personal. Acaso porque comenzaba ya a habituarme a lo críptico de sus comentarios, yo no quise entonces preguntarle el origen de sus reflexiones, como tampoco, estoy seguro, lo habría hecho Fraester en su oportunidad.

A diferencia de Remigio Cossini, el actor flamenco resultó ser un típico ejemplar de su raza, aunque en una versión más que nada decadente, casi diría que caricaturesca. Estruendoso y fanfarrón hasta el escándalo, Fraester encarnaba la antítesis exacta del elegante laconismo del pintor. Cuando lo vi acercarse al taxi, alto y macizo como una secuoya, noté en su andar un nervioso balanceo del torso que al principio atribuí a una convivencia demasiado estrecha con las anfetaminas. Más tarde comprendí que aquel péndulo humano cojeaba severamente de la pierna izquierda como consecuencia lógica de su profesión de doble cinematográfico. Por sus ropas y por sus gestos, estaba claro que el hombre había visto pasar mejores tiempos, y que ahora sólo le restaba atenerse a la providencia para saldar acaso innumerables deudas de juego, cuando no otras de origen más turbio. A mi entender, resultaba francamente aventurado relacionar a aquel antropoide ya no sólo con el juego del ajedrez, sino con cualquier actividad que exigiese un mínimo de sentido común. Pronto, sin embargo, me quedó claro que Fraester formaba parte de ese pequeño escuadrón de subnormales que, por caprichos de la naturaleza, se comportan frente al tablero como auténticos prodigios. También Cossini habría notado esto desde su primera conversación con el actor y por eso, como pude deducir en nuestro breve trayecto hacia el despacho del albacea, se había resignado a intercambiar con Fraester reflexiones exclusivamente ajedrecísticas que terminaban siempre en el más incómodo de los silencios.

—Perdone la pregunta, amigo mío —me susurró el pintor con aire extenuado mientras el actor nos anunciaba al secretario del albacea—, pero me encantaría saber qué diablos pudo ver el barón en este redomado imbécil.

La respuesta del secretario del albacea me eximió de improvisar una explicación a las dudas de Cossini. Con notable nerviosismo, aquel hombre nos dijo que el albacea del barón había tenido que salir urgentemente del país, pero allá dentro, añadió, en el despacho de su jefe, nos esperaba alguien que con toda seguridad podría atender nuestras solicitudes.

—No venimos a hacer solicitudes —exclamó Fraester con festivo sarcasmo—, sino a cobrar nuestro dinero.

El ujier del albacea se disculpó asegurando que él no tenía nada que ver con tan penoso asunto, y luego se limitó a conducirnos a través de un intrincado laberinto de cubículos, archiveros y escribanos de pinta más que sospechosa.

En el despacho del albacea nos recibió con forzada cordialidad un hombre de edad imprecisa cuya única característica notable era su grotesca semejanza con el actor Humphrey Bogart. Hablaba inglés con una inflexión tan neutra como su aspecto, y hacía auténticos prodigios por conservar enhiesto entre los labios un cigarrillo rubio que no encendió en toda la sesión. Se presentó con un nombre imposible de retener en la memoria y de inmediato nos hizo notar que sabía casi todo acerca de nosotros. Sin previo aviso fue desvelando uno a uno los secretos más vergonzosos de nuestras biografías con la delectación de un miniaturista. Comenzó por afirmar que no hacía falta ser un genio para saber que Remigio Cossini era ostensiblemente un nombre inventado, aunque por otra parte, agregó, un falsificador de obras de arte podía llamarse como le viniese en gana, pues la verdadera fortaleza de aquel oficio se apoyaba en el más cobarde de los anonimatos. De Fraester no quiso aclarar si aquél era o no su nombre artístico, pero reiteró su desprecio hacia los dobles cinematográficos, sobre todo si éstos, como parecía ser el caso del señor Fraester, habían perdido incluso la capacidad física para merecer impostar al más mediocre de los actores secundarios. En cuanto a mí, concluyó nuestro anfitrión con desenfado, era una pena que mis mejores libros circulasen ahora en establecimientos de segunda mano, firmados por caballeros y damas supuestamente ilustres cuya celebridad, a pesar de todo, no había podido opacar la torpeza estilística de su negro literario. En una palabra, esa tarde el sustituto de nuestro albacea nos humilló de golpe y sin justificación aparente, poniendo en evidencia nuestra calidad de usurpadores, lo cual, puesto en boca de quien parecía ser también el remedo de otra persona, resultó aún más ofensivo para quienes lo escuchábamos entre aturdidos y furiosos.

Cuando recuerdo aquella escena, pienso que algo debió de haber en ella que nos impidió reaccionar con dignidad frente a la andanada del falso Bogart. Quizás fue sólo que la verdad de sus denuncias era demasiado flagrante para merecer una apelación. O tal vez nuestra pasividad se debió al vago temor de que una confrontación con aquel individuo, tan enigmático y seguro de sí mismo, pudiese poner en serio riesgo el afortunado giro del destino que nos había llevado hasta allí. En cualquier caso, ninguno de nosotros nos atrevimos entonces a replicarle, si bien nuestra cobardía o nuestra prudencia excesiva sirvieron luego de muy poco para evitar que, en efecto, la fácil herencia del barón Blok-Cissewsky se alejase repentinamente de nuestras manos. Casi de inmediato supimos que el ofensivo discurso de Bogart era sólo el preámbulo de una declaración aún más inquietante que su conocimiento de nuestras vidas, algo así como la confirmación de que ninguno de nosotros merecía extender la mano para allegarse la jugosa fortuna del barón. Con un gesto de cansancio, Bogart cerró al fin la puerta del despacho y nos invitó a sentarnos.

—Lamento de verdad que hayan hecho un viaje tan largo —musitó mientras abanicaba su cigarrillo con una carpeta que llevaba en la mano—. Por el bien de la humanidad, individuos como ustedes deberían desplazarse lo menos posible. Si quieren saber qué me ha traído hasta aquí, les diré en una palabra que el testamento del barón Blok-Cissewsky es tan ilegítimo como cada uno de ustedes.

El hombre parecía francamente harto de aquella escena, casi se diría que todo allí le causaba una tremenda repugnancia. Como si esperase algo más que nuestras miradas de asombro, guardó un largo silencio antes de seguir explicándose. El asunto, aclaró al fin, era extremadamente sencillo: lo mismo que nosotros, el extinto barón Woyzec Blok-Cissewsky era un impostor, tan diestro en su arte que, verdad sea dicha, era prácticamente imposible saber cuál era su verdadero nombre.

—Tenemos —musitó en un plural que tenía más dé misterioso que de mayestático— una lista de por lo menos siete nombres e identidades distintas entre las muchas que debió de usurpar este hombre a lo largo de su vida: Schley, Dreyer y algunos más, hasta llegar al de Blok-Cissewsky. Me temo entonces, señores, que les resultará extremadamente difícil hacer valer un testamento firmado con seudónimo cuyos beneficiarios, por otra parte, son ellos mismos seres de, digamos, dudosa autenticidad.

Al escuchar esta sentencia los beneficiarios del barón emitimos un grito de disgusto que tampoco inquietó demasiado a nuestro interlocutor. Creo que fue Fraester quien entonces reunió el ánimo necesario para manifestar abiertamente su disconformidad, pero bastó un gesto de la mano de Bogart para que el actor volviese al orden.

—Aún no he terminado, señor Fraester —dijo él con la seguridad de un domador de leones—. Sepan ustedes que, de estas identidades del barón, sólo nos interesa la de Thadeus Dreyer, colaborador de Hermann Goering desde comienzos de la segunda guerra.

Con estas palabras, el hombre exponía al fin la auténtica naturaleza de nuestra entrevista. Seguramente, él y quienquiera que lo hubiese enviado consideraban al barón uno de tantos criminales de guerra que habían conseguido burlar la justicia aliada para terminar impunemente sus días embozados en una identidad falsa. ¿Pero qué teníamos que ver nosotros con el pasado del barón? ¿Por qué remover su tumba, ahora que una mano asesina o justiciera parecía haberse adelantado a las infatigables pesquisas de Bogart y sus secuaces? Las mismas preguntas debieron de abrumar en ese instante las mentes de Fraester y Cossini, si bien las palabras que este último dirigió entonces a nuestro improvisado inquisidor parecieron surgir, otra vez, varios pasos más adelante de aquellas reflexiones.

—Me importa poco, señor mío, si el barón fue en el pasado un asesino o un santo —dijo el pintor acercando su rostro al del supuesto Bogart por encima del escritorio—. Y tampoco me interesa saber si es usted un cazador de nazis. Sólo díganos de una vez por todas qué diablos quiere de nosotros.

Como si también esas palabras hubiesen estado escritas en su libreto personal, Bogart recibió la pregunta de Cossini sin apenas inmutarse. El eterno cigarrillo rubio se irguió triunfante entre sus comisuras en tanto que sus manos se mantenían ocultas como es debido en la hondura de su gabardina.

—Creo que usted y yo vamos a entendernos, maestro —espetó sosteniendo la mirada del pintor.

Y dijo a continuación que sería sencillo obviar los antedichos inconvenientes legales del testamento del señor Blok-Cissewsky, y aun duplicar el monto de su herencia, si teníamos la amabilidad de entregarle, con la mayor brevedad, cierto manuscrito que el barón nos había hecho llegar algunas semanas antes de su muerte.

Los tres beneficiarios del testamento intercambiamos un gesto de asombro tan forzado como inútil. De nada habría servido negar que, efectivamente, Blok-Cissewsky nos había remitido hacía tiempo un documento que, al menos por lo que hacía a las páginas que yo había recibido junto con sus últimas instrucciones, no era sino los apuntes en polaco para un manual de ajedrez. En ese momento yo no podía asegurar que Cossini y Fraester fuesen también depositarios de manuscritos similares, si bien las circunstancias en las que nos encontrábamos y las palabras tajantes de Bogart así parecían demostrarlo.

—Pero si no es más que un manual de ajedrez —me adelanté a declarar antes de que mis compañeros cometiesen la estupidez de negar una verdad tan evidente. A lo que Bogart, dirigiéndome una mirada casi compasiva, replicó:

—Un criptograma, señor mío. Tenemos serios motivos para creer que ese manual encierra pruebas determinantes para llevar a la horca al general Adolf Eichmann, a quien arrestamos hace unas semanas en la ciudad de Buenos Aires.

Esto lo dijo como si ahora él mismo pidiera clemencia a un juez invisible, con una dulzura tan contrastante con su actitud inicial, que nos llevó a desconfiar aún más de sus intenciones. Es verdad que sus razonamientos resultaban en cierta forma convincentes y que, por otro lado, lo más natural en esas circunstancias hubiera sido intercambiar un atado de hojas amarillentas por una cantidad de dinero lo bastante sustanciosa como para transformar radicalmente nuestras vidas y condenar además a un criminal de guerra. No obstante, la humillación de un principio, el doloroso recordatorio de nuestras propias miserias en boca de un individuo de tan dudosa legitimidad, debió de obrar en nosotros, siquiera por unas horas, una transformación dramática de nuestra escala de valores. De pronto el último gesto de confianza del barón Blok-Cissewsky, quien seguía pareciéndonos incapaz de la más pequeña falta, nos invistió de una atroz consciencia de nuestra propia dignidad y acentuó la desconfianza que Bogart había alimentado en nuestro ánimo. Fue como si el viejo nos hubiese elegido con cuidado para depositar en nosotros la esperanza de que, precisamente debido a nuestras eternas mezquindades y usurpaciones, seríamos los únicos capaces de mantenernos firmes ante una tentación que resultaba demasiado obvia y sospechosa, conservando así un secreto que le había envenenado la vida entera.

También Bogart debió de notar este traspié en su interrogatorio, consecuencia lógica de la prematura sub-valoración de sus contrincantes. De un momento a otro pareció haber cambiado de estrategia, y se abstuvo de preguntarnos si estábamos de acuerdo con su propuesta. Ahora tendría que buscarnos por otro camino, en privado y con mejores armas. La oferta, anunció finalmente antes de abandonar la estancia, estaba aún sobre la mesa, y él quedaba a nuestra disposición en la prefectura de policía si, como esperaba, decidíamos atender a nuestra consciencia de hombres probos para entregarle, no sin ventajas más que morales, aquello que la justicia israelí necesitaba para hacerse oír de una vez por todas sobre la faz de nuestro lastimado planeta.

* * *

Una vez que Bogart nos hubo dejado solos, Cossini se aproximó a la ventana del despacho y meditó unos segundos con las manos puestas sobre el escritorio del albacea. Finalmente esbozó una sonrisa evocadora y musitó:

—Si ese hombre es efectivamente un defensor de la humanidad, yo soy Rembrandt reencarnado. Creer en sus buenas intenciones sería tan estúpido como pensar que Goliadkin, lisiado de la mano derecha, pudo alojarse él mismo una bala precisamente en la sien derecha.

Esto lo dijo desde el remoto y tenebroso lugar al cual, como he dicho, solían remitirlo minuciosas reflexiones en las que confluían su singular intuición sobre la auténtica naturaleza de los individuos y su profundo conocimiento de los más insospechados vericuetos del cosmos. Ni Fraester ni yo nos preocupamos entonces por desentrañar los motivos que lo habían llevado a semejante conclusión. Sus palabras encerraban la autoridad incuestionable de quien sabe demasiado bien a qué atenerse frente a los reveses del destino. En realidad, no era difícil tolerar sus crípticas afirmaciones, pues éstas nos ofrecían al menos la sensación de un puerto seguro en mitad de la más borrascosa de las noches.

Fue esa misma seguridad con la cual, un par de horas más tarde, el pintor me llamó a la habitación del hotel para anunciarme, como si tal cosa, que según sus cálculos Fraester cedería de un momento a otro a la oferta del falso Humphrey Bogart. Esta vez la confianza del pintor me pareció francamente excesiva, y no pude menos que preguntarle qué lo hacía pensar que el actor quebrantaría tan fácil y tan pronto lo que yo, a aquella sazón, consideraba ya un pacto de sangre entre nosotros.

—No lo tome a mal —respondió Cossini—, pero créame si le digo que sé reconocer a un pobre diablo cuando lo veo.

Y colgó el auricular como si prefiriese darme algún tiempo para pensar en lo que me había dicho.

Las cosas ocurrieron tal como él las había previsto. A la mañana siguiente Cossini y yo recibimos sendas tarjetas de presentación en las que una mano sobrentendida nos anunciaba la anuencia del actor a ceder su manuscrito y nos invitaba, por otro lado, a seguir tan sabio ejemplo. Si bien Cossini había tenido la precaución de advertírmelo, la noticia me golpeó como si mi mejor amigo hubiese cometido la mayor de las traiciones. El pintor, en cambio, lo tomó todo con una parsimonia casi ofensiva que sólo pude tolerar cuando éste, con la inflexión de un profesor de parvulario, me dijo:

—Ya le he dicho que Fraester es un desgraciado. Ni siquiera tiene el temple necesario para enfrentarse a quienes, claro está, pueden hacernos más daño que provecho. Como sea, me temo que ahora nuestro pobre campesino flamenco corre un peligro mayúsculo.

Las dilatadas elipsis de mi interlocutor comenzaban a cansarme. Habituado tal vez a las numerosas novelas policíacas que he escrito o leído a lo largo de mi vida, me parecía injusto que este improvisado detective jamás se tomase el trabajo de explicarme sus intrincadas deducciones. Nunca entendí, por ejemplo, cómo supo que Alikoshka Goliadkin era manco ni qué le había llevado a cuestionar con tanto énfasis, desde un principio, la filantropía de Bogart. Por lo que hace al peligro que supuestamente amenazaba a Fraester por haber cedido su parte del manuscrito, aquella tarde Cossini se mostró un poco más paciente, casi resignado a lidiar con un cómplice más torpe de lo tolerable. En cuanto me atreví a exigirle que fuese más claro, el pintor emitió un suspiro y se avino a explicar lo que, a su entender, era más que obvio: al ceder su sección del manual, Fraester había dispuesto todo para que nosotros finalmente supiésemos en verdad cuánta importancia le concedían Bogart y quienquiera que estuviese detrás de él.

De hecho, añadió, sólo podía haber dos razones por las que un grupo determinado de individuos, cualquiera que fuese su filiación, podría estar interesado en el palimpsesto: o bien deseaban efectivamente conocer su contenido, o bien sabían de qué trataba y querían a toda costa evitar que dicha información se divulgase. Al preguntarle yo qué tenía que ver todo eso con la renuncia de Fraester, la respuesta de Cossini fue tan horrenda como inapelable:

—Si nuestro amigo Fraester sufre un accidente fatal en los días por venir, sabremos que el mayor interés de estos individuos por el escrito del barón es impedir que éste se dé a conocer, y temo que, además, no tendrán empacho en eliminar a cualquiera que lo haya tenido en sus manos.

Luego, como quien escucha el eco de sus propias palabras descender a plomo sobre su cabeza, concluyó:

—Lo sé, señor mío. Es tan claro como que usted y yo somos también piezas de la misma partida.

* * *

Un par de semanas más tarde Cossini me llamó a Londres para anunciarme, con el entusiasmo de un jugador que se enfrenta a una nueva y compleja partida, que Fraester había muerto en el desierto de Arizona durante la filmación de la primera y única película en cuyo reparto habría figurado con su propio nombre. Ni que decir tiene que la noticia me dejó helado. Casi me enfadó que el pintor la hubiese previsto con tanta exactitud, como si él mismo estuviese también al otro lado de la cortina que ahora nos separaba del resto del mundo. ¿Qué podríamos hacer ahora? Al menos Fraester había podido gozar durante un tiempo del dinero del barón, mientras que nosotros veíamos ahora amenazada nuestra existencia por culpa de un manuscrito cuya posesión me quemaba las manos como si se tratase de una bomba recibida por correo.

—Perdonará usted mi entusiasmo —me dijo Cossini como si hubiese leído mi mente—, pero a estas alturas no puedo menos que sentirme admirado por la destreza del barón.

Y agregó para aclararse que, en el transcurso de aquellos días, había reflexionado largamente sobre el papel de Fraester en la postdata de Blok-Cissewsky, y había concluido que este último, previendo acaso su propia ejecución, habría elegido al inepto actor precisamente a sabiendas de que éste entregaría a Bogart su parte del manual ajedrecístico sin pensárselo dos veces. Ahora, en suma, debíamos considerarnos protagonistas de una genial partida de ajedrez donde el asesinato de Fraester debía ser interpretado como un sacrificio calculado por el propio Blok-Cissewsky, un gambito con el cual el barón habría querido advertirnos sobre la auténtica naturaleza de nuestros competidores y la importancia que éstos concedían al manuscrito que teníamos en nuestro poder. Por otra parte, añadió Cossini, si el barón efectivamente había planeado todo aquello antes de morir, entonces podíamos estar más o menos tranquilos, pues el manual con el que ahora contaba nuestro querido Bogart no delataría nada realmente comprometedor, lo cual le haría creer que tampoco nuestros textos pasaban de ser lo que aparentaban. Todo eso, aseguró Cossini, nos daba ahora un tiempo precioso para movernos hacia cualquier dirección, pues ahora Bogart y sus amigos se lo pensarían mejor antes de recurrir a sus métodos, nada ortodoxos por cierto, para hacerse con nuestros manuscritos y evitar nuestra indiscreción.

Una mezcla de admiración y espanto me invadió a medida que el pintor entretejía sus versiones en torno a la muerte de Fraester. Todo su razonamiento parecía extremadamente lógico, como si estuviese yo leyendo una de esas disquisiciones infalibles con que los detectives literarios señalan al asesino tras asegurarse de que su barco no hace agua por ningún sitio. No obstante, conforme Cossini se dejaba arrastrar por el entusiasmo respecto de la fantasmal genialidad del barón, caí en la cuenta de que sus ideas giraban en torno a meras especulaciones. Sus hipótesis se basaban en hechos tan difíciles de verificar como la inverosímil malicia del barón Blok-Cissewsky para vaticinar que Fraester entregaría a Bogart su parte del manuscrito o en su convicción de que Cossini y yo sabríamos mantenernos leales a su memoria incluso a despecho de nuestros bolsillos. A esto había que añadir profecías aún menos creíbles por exactas, tales como la oferta misma de Bogart, el puntual asesinato del actor o, simplemente, el inquietante hecho de que Cossini y yo siguiésemos con vida cuando nuestros perseguidores podrían habernos asesinado desde un principio para hacerse con aquel manuscrito que tanto les interesaba. Es cierto, pensé entonces, que el barón fue un magnífico ajedrecista, pero en la vida real nadie puede anticipar los movimientos de un hombre con la misma precisión que rige a veces sobre el ajedrez. Por su parte, Remigio Cossini debía de ser también un jugador harto ingenioso, pero me pareció que su pasión por el ajedrez le llevaba a confundir las ambiguas leyes de nuestra existencia con aquellas que imperaban sobre el inmenso tablero que probablemente llevaba impreso en su cerebro.

—Todo eso suena muy bien, señor Cossini —dije al fin con la confianza de haberle sorprendido en falta—. Pero, ¿se ha preguntado usted qué pasaría si el barón Blok-Cissewsky no hubiese previsto la traición ni la muerte de Fraester? ¿Por qué se habría tomado tanta molestia el barón cuando habría sido más fácil entregar él mismo su información a las autoridades? Creo que sería mejor dejarlo todo en manos de la policía y olvidarnos para siempre del asunto.

Lejos de mostrarse ofendido por mi suspicacia, Remigio Cossini respondió a mi cobarde propuesta con una carcajada cáustica:

—Comprendo perfectamente sus dudas de escritor, amigo. No niego que hay en mis ideas más imaginación que certidumbre, pero es lo único que tenemos. Por ahora sólo puedo asegurarle que Bogart no trabaja para la justicia israelí, pues Adolf Eichmann es hombre muerto desde que le arrestaron y, por lo mismo, nadie en su sano juicio se tomaría tanta molestia en reunir pruebas de cargo para un tribunal que, evidentemente, no las necesita. Todo esto nos permite suponer que Bogart no es un cazador de nazis, sino todo lo contrario. De ser ése el caso, dudo mucho que la policía pueda hacer nada al respecto. Antes me parece que este manuscrito significaba para el barón algo personal, una suerte de defensa para que alguien más pudiera utilizarla cuando él faltase.

Poco obró para tranquilizarme saber que Cossini tenía al menos algunas certezas, pues tanto éstas como sus hipótesis conducían irremisiblemente nuestros pasos hacia un abismo en cuyo fondo nos aguardaba abierta la monstruosa boca de Humphrey Bogart. Repetirme que la muerte de Fraester había sido accidental no alcanzaba a disminuir mis temores de que algo o alguien nos amenazaba a la vuelta de la esquina. Después de todo, Cossini tenía razón: en estas circunstancias más valía pecar de suspicacia y aferrarse a las teorías más ominosas. Sólo así podríamos conservar alguna esperanza de que el fantasma del barón Woyzec Blok-Cissewsky, artífice de nuestros descalabros, podía también habernos dejado en herencia algunas armas para nuestra defensa.

—Ahora, amigo mío, ya sabemos a qué atenernos —me atajó el pintor hacia el final de nuestra conversación—. Estos apuntes en polaco son nuestro seguro de vida. Le sugiero que los ponga a buen recaudo y no dé señales claras de querer descifrarlos. Le recomiendo asimismo que se tome unas vacaciones en el fin del mundo. Más adelante, si el destino nos exime de correr la misma suerte de Fraester, volveremos a encontrarnos.

Y diciendo esto esgrimió su despedida con la indolencia de quien concluye la más trivial de las conversaciones.

* * *

Tardé varios días en digerir por completo la avalancha de información que Remigio Cossini me había proporcionado a raíz de la muerte de Deman Fraester. Vuelvo a decir que me resultaba particularmente difícil creer que, en efecto, el barón habría decidido inmolar al actor para darnos algún tipo de seguridad, un lapso de tiempo para huir o decidir qué haríamos con nuestras vidas. Por lo que a mí respecta, el manuscrito seguía en mis manos, los cien mil francos suizos que me tocaban en herencia permanecían quizá en la cuenta bancaria de un hombre muerto, y el recuerdo de Bogart insistía en amedrentar cada uno de mis pasos. Por otra parte, el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén transcurría efectivamente sin problemas ni necesidad de mayores pruebas de cargo, y era difícil pensar que nada ni nadie obrarían entonces para salvarle de la horca o para precipitar su condena. En muchas ocasiones, convencido de que la muerte de Fraester había sido accidental y que las sospechas de Cossini eran infundadas, pensé en buscar a Bogart para entregarle el manuscrito del barón, pero un resquicio de duda, similar al que a veces determina el destino de una partida de ajedrez, me llevó a postergar indefinidamente aquella renuncia. A juzgar por el silencio sepulcral del mundo después de mi última conversación con el pintor, tal vez Cossini estaba en lo cierto y aquel asunto había caído en un planeado remanso de calma que, con todo, seguía pareciéndome tan frágil como un esquife en mitad del océano. En mi opinión, quedaban aún demasiados cabos sueltos por enhebrar, y Cossini lo sabía. Con frecuencia me indignaba creer que el pintor, sabihondo y autosuficiente, no hubiese solicitado mi ayuda para desentrañar un juego que él, estaba claro, no tenía intención alguna de abandonar. Si lo había hecho por despreciarme o para protegerme, era algo que me importaba muy poco. Yo le demostraría que también conmigo el barón Blok-Cissewsky había tomado la decisión correcta, para lo cual bastaría que fuese yo quien descifrase el manuscrito.

Debo aclarar aquí que, al menos en este orden, llevaba yo a Cossini cierta ventaja. Cuando decidí asumir su fantástica idea de que el barón nos habría elegido tras analizar cuidadosamente nuestra movilidad por el tablero de la vida, emprendí un tortuoso análisis de mis propias aptitudes y limitaciones para entender qué pudo ver él en mi mediocre existencia que pudiese servir a sus propósitos. No me extrañaba ya que el viejo hubiese adoptado a Fraester por su torpeza o al pintor por su inusual sagacidad. En cuanto a mí, pensé al fin, sus motivos debían reducirse a algo tan concreto como mi antigua y no muy estrecha relación con el campo de la criptografía. Durante los últimos meses de la guerra, y acaso como en vaticinio de mi futuro papel de impostor literario, trabajé en la Oficina de Comunicaciones de la RAF, donde algunos de mis colegas se encargaban de hurgar en toda suerte de correspondencia continental en busca de criptogramas favorables o adversos para los aliados. Por novelesco que pueda parecer, aquel trabajo era en realidad de una aridez asombrosa. No sé aún si Cossini conocía para entonces ese aspecto de mi pasado y si él también, como el barón, esperaba veladamente que ejerciese tales virtudes en nuestro favor. Con todo, lo que resultaba en verdad inquietante era la sensación, casi la certeza, de que Blok-Cissewsky me habría incluido en su postdata por mi probable capacidad para manipular ciertos códigos secretos como el que debía hallarse en su manual. Fue así como pronto comencé a creer que la mano de mi viejo contrincante de ajedrez tiraba de los hilos de mi vida aun desde el ultramundo, como si los más hondos rincones de mi existencia hubiesen estado siempre a su merced, desplegados ante sus ojos como piezas raquíticas sobre un tablero de alabastro.

Cualesquiera que hayan sido en realidad las razones del barón para nombrarme su heredero, a partir de entonces consagré todas mis energías a descifrar el manuscrito. Y el asunto, lo confieso, no fue nada fácil. Para comenzar, la mayor parte del texto estaba escrita en polaco, de modo que fue necesario recurrir a los buenos oficios de alguien más versado que yo en aquellas lides para saber si encontraba en él alguna irregularidad intencionada. Una amiga de la editorial me hizo saber que lo único notable del manuscrito era la pésima ortografía de su autor, quien, por lo demás, mostraba un conocimiento asombroso del ajedrez. Era de esperarse que un germano tuviese faltas en un idioma que no era el suyo. Sin embargo, mi escaso conocimiento de las manías y las virtudes del Blok-Cissewsky, así como mi paulatina convicción de que en esa historia las obviedades no me conducirían a ninguna parte, me llevaron a desechar la posibilidad de que las faltas del barón fuesen sólo errores ortográficos. Fue así como más tarde, no sin antes haber agotado los recursos conocidos para descifrar un criptograma, volví a la editorial y solicité a la traductora que me ayudase a encontrar un patrón en los errores ortográficos del texto. Tal como esperaba, el resultado fue una vieja constante numérica que, si mi memoria no me engañaba, era una de las herencias que la Primera Guerra Mundial había dejado a los miembros del legendario Servicio Secreto Británico.

Por desgracia, aquella información no bastaba para descifrar el manuscrito de Blok-Cissewsky. Una clave, solían explicarme mis compañeros de la RAF, ejerce por sí misma las funciones de un laberinto cuyas trampas y compuertas, numerosas o no, guardan cada una a su propio minotauro, protegiéndole del héroe incauto que no posea un hilo de Ariadna. Como los laberintos, ninguna clave es inexpugnable, pero las hay que exigen un pensamiento tridimensional, un saber casi iniciático que, en este caso, se limitaba a mi capacidad para llegar sólo hasta ese punto del enigma. En adelante, la aplicación de aquel código numérico arrojaba exclusivamente un galimatías que, en más de una ocasión, me hizo pensar que ni siquiera aquel primer desciframiento era en verdad la puerta que me conduciría al corazón de las tinieblas.

En semejantes circunstancias no tuve más remedio que recurrir a la ayuda de mi antiguo jefe en la Oficina de Comunicaciones. El coronel Ewan Campbell, que a aquella sazón malgastaba su vejez en las aulas de egiptología en la Universidad de Edimburgo, acudió en mi ayuda con un entusiasmo desmedido. No bien echó un vistazo a los jeroglíficos que había arrojado mi último desciframiento del manuscrito, exclamó con la satisfacción del filatelista que se ha topado con un sello postal del siglo XVIII:

—Diablos, sargento. Hace unos años esto le habría valido un ascenso.

Acto seguido, Campbell procedió a explicarme que el texto del barón estaba escrito en wolpuk, un hermético código medieval.

—Usted no tiene por qué saberlo —añadió Campbell—, pero en la guerra el wolpuk fue utilizado ampliamente por los responsables del Proyecto Amphitryon.

Por un segundo temí que el viejo académico estuviese a punto de incurrir en los mismos sobrentendidos con que solía expresarse Remigio Cossini. Por fortuna, el coronel Campbell no esperaba que yo conociese sin más los entresijos del espionaje en una guerra que para mí había transcurrido entre alteros de carpetas y desgarradoras epístolas de amor. El Proyecto Amphitryon, siguió diciéndome el criptógrafo como si de pronto hubiésemos vuelto a las oficinas de la RAF, había sido uno de los múltiples y fallidos intentos de algunos oficiales nazis que, inconformes con la política de Hitler, intentaron aniquilar desde dentro al régimen. Irónicamente, aclaró Campbell entre dientes, la idea original para dicho proyecto se debía al propio Goering, no que éste, que se sepa, hubiera pensado nunca en traicionar a Hitler, sino porque fue él quien en un principio acuñó la idea de crear para el Führer y sus generales una pequeña legión de suplantadores que sirviesen de señuelo en caso de una desbandada general. Hacia el final de la guerra, sin embargo, los responsables del Proyecto Amphitryon resolvieron utilizar a sus impostores para suplantar a algunos generales del Reich. Pero algo salió mal en el seno de aquella maquinaria prodigiosa, y el general que había orquestado la conspiración, así como la mayor parte de sus impostores, fueron acusados de conspirar con los judíos para el asesinato del Führer y desaparecieron del mapa hacia 1943.

Recuerdo que en ese momento estuve a punto de preguntar al coronel Campbell si conocía el nombre del responsable del Proyecto Amphitryon, mas comprendí a tiempo que aquella pregunta estaba de sobra. No que temiese una decepción. Para mí no cabía duda de que ese nombre sólo podía ser el de Thadeus Dreyer, y tal vez no quise prolongar una conversación que difícilmente podía llevarme más lejos. Mientras tanto el coronel Campbell se había encerrado en un silencio, no sé si expuesto a sus recuerdos o simplemente a la espera de que yo le invitase a seguir adelante por un camino que prometía arrancarle de su rutina universitaria. Estaba claro que ese texto en wolpuk acabaría por obsesionarle con la misma hondura por la cual un jugador de ajedrez compone miles de figuras aéreas para dar con aquella que le conducirá hacia un mate exquisito. ¿Qué podía haber de malo en conceder a un pobre y acabado criptógrafo la inapreciable oportunidad de desentrañar un código que, por otro lado, yo jamás descifraría por mis propios medios? Probablemente le bastaría para conseguirlo un fragmento mínimo del manual, y yo entonces me encargaría del resto para jactarme ante Cossini de haber hallado el hilo que nos conduciría fuera de aquel magno laberinto que había costado la vida a Fraester y al barón Blok-Cissewsky.

* * *

—Amphitryon —aventuré con suficiencia en cuanto reconocí la voz de Remigio Cossini al otro lado de la línea.

Pero él, debí imaginarlo, no mostró al responderme ni el más ligero signo de desconcierto. Una vez más tuve la impresión de que el pintor había estado aguardando mi llamada con parsimonia cronométrica. Casi temí haber tardado más de lo oportuno en comunicarme con él. Confieso que mi propósito inicial había sido sorprenderle, demostrarle que yo también era capaz de seguir con éxito mis propios derroteros, mis propios movimientos en la partida que habíamos iniciado hacía tiempo contra ese siniestro jugador del que él hablaba con absoluta certeza a partir de meras intuiciones. Pero Cossini recibió mi anuncio con tranquilidad, se diría que con ofensiva indulgencia. Como si el nombre de Amphitryon hubiese sido la pregunta de un alumno intrigado antes que la afirmación de un maestro, el pintor replicó:

—Amphitryon. Delicioso personaje, sin duda. Existen por lo menos treinta comedias basadas en la historia de este patético individuo. La de Moliere me parece en extremo grosera. Si le interesa mi opinión, prefiero la de Plauto.

Inútil decir que, poco antes de llamar a Cossini, me había tomado el tiempo de investigar quién era el tal Amphitryon, y estaba preparado para explicarle con lujo de detalles la historia de aquel pobre guerrero suplantado en el lecho conyugal ni más ni menos que por Zeus. Pero ahora era Cossini quien me impartía su lección con desquiciante pedantería. Entonces, harto ya de sus juegos y su autosuficiencia, me dispuse a fulminarle con mi historia del wolpuk y la conspiración encabezada hacía años por el general Dreyer. Demasiado tarde. Cuando me di cuenta, el pintor había vuelto a interrumpirme con una de sus frases desarmantes:

—Por lo que hace a nuestro amigo Blok-Cissewsky, o como quiera usted llamarlo, temo que su Amphitryon no se cuente entre los más afortunados—. Y agregó que, en su nada humilde opinión, él habría preferido el nombre de Hércules para el proyecto de Dreyer, pues en su caso no habían sido los dioses quienes pretendieron suplantar a los mortales, sino justamente lo contrario.

De modo, pensé desde la más rotunda consternación, que el maestro Remigio Cossini estaba al tanto del pasado de Blok-Cissewsky y se atrevía incluso a hacerle acotaciones al margen. En ese instante estuve a punto de mandarlo al diablo, mas fue el propio Cossini quien me detuvo al confesar, con humildad en él inusitada, que no había sido capaz de descifrar la clave del barón. Agregó, no obstante, que siempre había sospechado que todo aquel embrollo tendría que ver con el pasado del barón cuando éste ostentaba aún el nombre de Thadeus Dreyer, si bien nunca llegó a creer que su muerte, casi veinte años después de la guerra, fuese sólo una venganza por parte de alguna asociación neo-nazi. Cualquiera con un poco de malicia habría debido intuir que el manuscrito tendría algo más que información histórica sobre los crímenes de Adolf Eichmann, sino datos precisos, direcciones y nombres para localizar a quien se ocultaba detrás del nuestro falso Humphrey Bogart.

—Me alegra que haya usted descifrado el manuscrito —murmuró finalmente Cossini como si hablara para sí—. Me ha ahorrado usted un viaje largo y seguramente engorroso. Por otro lado, quizá aún estemos a tiempo para salvar de la horca a un hombre inocente.

Tras esto, Cossini se hundió en un silencio expectante que me hizo olvidar por completo mi indignación inicial para situarme de nuevo en una condición atribulada y sanchopancesca. De golpe, las últimas palabras de Cossini me hundieron en el más dramático de los abatimientos, pues era evidente que el pintor daba por descontado que, a esas alturas, yo conocía perfectamente el contenido del manuscrito del barón, y que fundaba en mi destreza de descifrador no sólo nuestras esperanzas de sobrevivir, sino las de un individuo para mí incierto cuya suerte dependía también de mí. Ahora, en suma, por primera vez desde que nos conocimos, el maestro esperaba que fuese yo quien arrojase la luz definitiva sobre nuestro dilema.

—Para serle franco, señor Cossini —tuve que confesar—, aún no he terminado de traducir el manuscrito. Hasta ahora sólo he podido saber que el barón empleó para cifrarlo un antiguo código militar denominado wolpuk.

Esperaba que, ante esta confesión, el pintor emitiría un suspiro resignado y se abocaría a darme nuevas instrucciones con la paciencia de quien vuelve a asumir la bestialidad de su aprendiz. Pero mis palabras, por el contrario, provocaron en él una inusitada explosión de ira y estupor.

—Si no ha descifrado usted la clave —exclamó—, ¿cómo diablos tiene usted noticia del Proyecto Amphitryon?

Remigio Cossini me había cogido en falta. No sé por qué no me atreví en ese instante a preguntarle cuáles eran sus propias fuentes, y cómo era posible que él también estuviese al tanto del Proyecto Amphitryon si tampoco conocía la respuesta para descifrar el código wolpuk. Cualquiera que fuese el caso, estaba claro para él que yo había recurrido a la ayuda de un tercero para descifrar el manuscrito y que eso era una flagrante infracción del tácito código de prudencia que nos habíamos impuesto desde un principio.

—Pensé que era a Fraester a quien correspondía desempeñar el papel de imbécil en esta historia —dijo al fin Cossini olvidándose en definitiva de su habitual frialdad—. Espero sinceramente que no tenga usted que arrepentirse de su torpeza. El problema de jugar al ajedrez con piezas humanas es que éstas no suelen respetar las reglas más elementales.

Y así concluyó para siempre la extraña comunicación que hasta ese día habíamos mantenido.

* * *

Días más tarde, en estricta verificación de los temores de Remigio Cossini, supe que el falso Bogart había llegado a Gran Bretaña para concluir el asunto que en otros tiempos creímos saldado con la sangre de Fraester. Y esta vez, sobra decirlo, sus maneras fueron aún mucho menos sutiles que en nuestro encuentro ginebrino.

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