Amphitryon

Amphitryon


IV. Del nombre a la sombra — Daniel Sanderson: Londres, 1989

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Una brevísima llamada del coronel Campbell bastó para ponerme sobre aviso de que algo, finalmente, se había roto en la engañosa tranquilidad por la que hasta entonces habíamos navegado el pintor y yo. En un tono que recordaba vagamente los sudorosos tartamudeos del secretario que hacía meses nos había recibido en el despacho del albacea, mi antiguo jefe de comunicaciones me anunciaba haber resuelto al fin el criptograma del barón, por lo que me invitaba gustoso a visitarlo en Edimburgo para descifrar conmigo el resto del manuscrito. No hacía falta la intuición deslumbrante de Cossini para comprender que el viejo coronel no sólo seguía desconociendo las triquiñuelas del wolpuk, sino que junto a él, erguido y amenazante como la boca de un revólver, se balanceaba en ese momento el eterno cigarrillo rubio que tan bien conocíamos los herederos de Blok-Cissewsky. Mi respuesta, entonces, fue tanto o más breve que la invitación del viejo coronel: fingiendo malamente mi entusiasmo frente a la noticia del desciframiento del código, le dije que esa misma tarde tomaría el primer tren a Edimburgo, donde podríamos consagrar cuanto tiempo se requiriese para descifrar aquel manuscrito que, mentí, seguramente sólo arrojaría algunas consideraciones de interés histórico para una novela que pensaba escribir.

Siempre me he preguntado cómo se las arregló Bogart para trasladarse en ese mismo instante a Londres. Lo más lógico resulta pensar que el coronel Campbell, contra mis sospechas iniciales, me habría llamado desde su finca edimburguesa solo o en compañía de algún otro y no menos ominoso sicario de aquel oscuro jugador que tanto entusiasmaba a Cossini. Creo, sin embargo, que nunca podré darle a los miembros de aquel enigmático ejército un rostro que no sea el de Humphrey Bogart.

Todavía hoy, cuando la mala fortuna siembra en mi camino los afiches o las películas de ese actor, un estremecimiento me ciñe el cuerpo y siento como si cada una de esas imágenes correspondiese a un hombre distinto, una más de las infinitas clonaciones con que mi cerebro se esmera naturalmente en otorgar a las pluralidades del miedo un rostro preciso e irrepetible.

En cualquier caso, lo cierto es que esa tarde Bogart ya no estaba en Edimburgo sino en Londres y que, además, haciendo gala de una capacidad que el propio Cossini parecía haber menospreciado, intuyó fácilmente que la llamada del coronel Campbell no me conduciría a la capital escocesa, sino al aeropuerto de Heathrow, a cuyas puertas me recibió con la sonrisa del cazador que ve surgir de la espesura a una bestia desconcertada. Antes siquiera de que pagase yo el taxi que me había conducido hasta allí, Bogart me introdujo a empellones en el asiento trasero de otro automóvil cuyo conductor apenas se inmutó con el forcejeo. Luego, sin más instrucción que un guiño de Bogart al retrovisor, el auto se puso nuevamente en marcha hacia un lugar que no por incierto dejó de parecerme aciago.

—Veo que tiene usted mucha prisa por abandonarnos, amigo mío —musitó Bogart rebuscando algo en los bolsillos de su americana—. El pobre coronel Campbell se sentirá defraudado por su notable falta de interés —y se llevó a los labios uno de sus incontestables cigarrillos.

Toda aquella situación comenzó a parecerme más tediosa que aterradora, y quizás habría llegado a aburrirme si en ese momento Bogart no hubiese encendido al fin aquel cigarrillo que yo siempre consideré como parte incombustible de su personalidad de utilería. Ese gesto en apariencia nimio bastó para que me sacudiese un vago estremecimiento, no el de un miedo con el que había aprendido a convivir desde hacía meses, sino la convicción de que también Bogart pertenecía a una especie de milicia criminal adiestrada para defender a un rey negro y secreto, situado más allá de cualquier regla, inmune a la justicia o a la muerte como si fuese el dueño absoluto del mal. Quizá entonces el hombre que nos había amedrentado en un remoto despacho de Ginebra era sólo una de numerosas copias al carbón de Humphrey Bogart, un abstemio que se resistía a encender su cigarrillo como si con eso pudiese distinguirse, así fuera mínimamente, de otros más resignados que él a encarnar el terror de la ubicuidad. En algún archivo secreto del mundo existiría una serie de fichas absurdamente similares donde una mano incierta se habría visto obligada a numerar los historiales de una infinidad de Bogarts posibles, tratando sin éxito de unificar sus facciones, sus ademanes, sus vicios, su modo de andar, de hacer el amor o de asesinar. Y tal vez en ese mismo lugar, unos anaqueles más arriba, se encontraría también un expediente con mi nombre o el de Remigio Cossini esperando que alguien lo enviase al triturador del olvido.

Poco a poco el taxi abandonó las inmediaciones del aeropuerto para ingresar en una ciudad hormigueante que, sin embargo, daba la clara impresión de estar a punto de apagarse, como si todas aquellas luces, bocinazos y murmullos fuesen conscientes de que en cualquier momento un manto de sombra y silencio les estrangularía el ánimo. En efecto, la ciudad no tardó mucho en aletargarse en un vaivén de arboledas y sombras cada vez más difusas. Sin darme yo cuenta, habíamos atravesado el centro y ahora nos aproximábamos a los suburbios, allí donde seguramente me esperaba esa solución definitiva que también Cossini habría esperado o temido mucho tiempo. En cierto momento pensé en preguntarle a Bogart cómo intuyó que Cossini y yo no habíamos renunciado a desentrañar el enigma, mas la remota esperanza de que el pintor estuviese todavía a salvo del asedio de aquel hombre me orilló a guardar silencio. Sin embargo, como si también él fuese capaz de leer mis reflexiones, Bogart volvió a esgrimir uno de esos ademanes de fatiga que lo caracterizaban y dijo: —Su amigo el pintor está bien, señor mío. Sólo ha sufrido otra de sus habituales crisis nerviosas. Digamos que nosotros sólo le hemos echado una pequeña mano para volver al sitio del que nunca debió salir.

Y diciendo esto extrajo de su americana una fotografía que me llenó de desconcierto: Remigio Cossini, o alguien que bien hubiera podido ser su contrahechura, se hallaba sentado a la mesa de lo que parecía ser un comedor de hospital.

—¿No lo sabía? —agregó Bogart con mal disimulado sarcasmo—. Es una pena. Debí advertirle desde un principio con qué tipo de hombre se estaba usted involucrando.

La fatiga del miedo y la confusa revelación de aquella fotografía me impidieron responderle. Tal vez lo mejor en esas circunstancias habría sido dudar una vez más de las palabras de mi verdugo, descreer de la fotografía y de la supuesta locura del único hombre verdaderamente lúcido que he conocido. Pero yo, a esas alturas, estaba francamente harto de dudar, y creí a pie juntillas que aquel despojo era efectivamente Cossini. En ese momento permanecí indemne ante la hiriente insinuación de que la historia de Blok-Cissewsky era sólo el invento de un psicópata. Lo único que entonces hizo mella en mi ánimo fue la certeza de que Bogart y los suyos habían arrojado a Cossini en la desesperación, en un desquiciamiento antiguo o flamante del que nada podría salvarle. La fotografía temblaba en mis manos como el telegrama que anuncia el deceso de un camarada caído en campaña, releído hasta el hartazgo con la desolación de quien busca los detalles de una tragedia en la frialdad de un documento oficial. El pintor vestía un ridículo batín que en mejores tiempos debió de ser blanco, pero que ahora se veía tan sucio y tan raído que acusaba de inmediato la precariedad de los servicios que prestaba aquella institución. Una leve porción de sombra en la parte inferior de su rostro sugería una incipiente barba que acentuaba la discordancia de la escena con su aspecto originario, tan pulcro, tan oriental. Frente a él, sobre la mesa, un ajedrez de piezas inusitadamente grandes aguardaba el próximo movimiento.

—Le toca jugar a él —aclaró Bogart recuperando la fotografía para devolverla a la siniestra cornucopia de sus bolsillos—, pero lleva así un par de días. Los médicos dicen que podría tomarle una eternidad mover la siguiente pieza.

Esto lo anunció como si allí, en el fondo de sus heladas maneras, hubiese estallado de pronto una carcajada cuya única manifestación externa fue el intenso enrojecimiento del ascua de su cigarrillo. Un inmenso cansancio comenzó a apoderarse de mí. La rabia me ahogaba la boca del estómago, si bien tampoco alcanzaba a exteriorizarse. La derrota de Cossini y la perspectiva de recordarlo así para siempre, desmadejado e inepto ante las reglas de un ajedrez demasiado humano como para ser resuelto con las herramientas de su mente, me dejaban a merced de nuestros perseguidores, resignado también a no comprender nunca si el barón Blok-Cissewsky habría planeado nuestra perdición o si, por el contrario, le habíamos defraudado.

Como si se regocijara con el atribulado silencio de mis reflexiones, también Bogart calló largo rato mientras el taxi circulaba por un paisaje que se volvía cada vez más irreal al otro lado de la ventanilla. En algún momento desvié la mirada hacia el retrovisor y percibí las pupilas del conductor detenidas fijamente en mí, lejanas al sádico deleite de Bogart, más bien como si reconociese en mí una vaga afirmación, una remota posibilidad que su compañero, distraído en el acto de agotar cigarrillos y encenderlos uno tras otro, no había sido capaz de distinguir. De repente, detenidos frente a la luz roja de un semáforo, el conductor interrumpió el silencio, llamó en alemán la atención de Bogart y le ordenó algo con la inapelable decisión de un viejo militar que se dirige a un subordinado.

Mientras Bogart asentía a las instrucciones del conductor yo veía desfilar las calles brumosas de Londres con la actitud de un niño cansado de asistir a las trifulcas cotidianas de sus padres. Parques extensos como cementerios militares, recodos y pedestales invadidos de malvivientes que voceaban periódicos de desempleo, avenidas cada vez más amplias y suburbanas que anunciaban gradualmente la proximidad de un territorio marginal. De repente se adensó la niebla y descubrí con sorpresa que era más bien el vaho de mi respiración en la ventanilla lo que había trastocado aquella ciudad en escenario de una mala película expresionista. Sentí que el miedo así manifestado por mi aliento ya no me pertenecía, como si también yo estuviese a punto de transmigrar a otro cuerpo abandonando uno que ya no me importaba gran cosa. Cuando los edificios comenzaron a repetirse con monótona insistencia, quise creer que el taxi daba vueltas innecesarias para confundirme, pero también aquella idea pasó muy pronto al recuento de fantasías necias con que mi imaginación literaria se empeñaba en darme esperanzas vanas. A esas alturas podía darme por muerto, reducido a la condición de un fantasma que, de cualquier manera, más de una vez había probado la inconsistencia de quienes van de paso por la vida como extras contratados por una gran productora para engrosar breves escenas multitudinarias.

El taxi se adentró al fin en una zona de lotes baldíos y edificios precarios. Si bien la noche se había cerrado sobre nosotros, por un instante me sentí devuelto a la tarde suiza en que Remigio Cossini, en otra ciudad y otro trayecto, me anunció que la suerte nos había arrojado en una historia cuya escatológica turbiedad sólo ahora adquiría su auténtica proporción. Tal vez el propio Bogart, o alguna de sus infinitas clonaciones, nos había seguido aquel día desde la estación en un auto similar al que ahora nos conducía por las afueras de Londres, recibiendo órdenes del mismo falso conductor, seguros ambos de que tarde o temprano aquellos dos viajeros cuyos rostros apenas conocían por señas o fotografías quedarían pronto a su disposición como si el tiempo para aniquilarnos jamás hubiese transcurrido de verdad, como si nuestra inútil resistencia a sus proyectos no hubiese sido más que un brevísimo y engorroso moscardón que se persigue por una casa cuyas ventanas sabemos herméticamente cerradas.

El coche y la conversación de mis acompañantes se detuvieron al fin a un lado de la carretera. La noche había engullido el crepúsculo con la voracidad de un invierno ruso, y la imagen de Cossini se perdió en mi memoria bajo un manto de tinieblas que envolvía su cuerpo frente al ventanal del psiquiátrico. Bogart esperó aún un poco para dirigirse a mí. Se diría que algo en su conversación con el conductor había trastornado unos milímetros la representación de certeza y hartazgo que, supongo, venía preparando para mí desde hacía meses. Durante unos segundos me observó como si de pronto alguien le hubiese dicho que yo no era el hombre que minutos atrás había entrado en el estrecho territorio de su poder. En su mirada pude percibir esa mezcla de interés y conmoción que reflejan los espectadores de una ópera a quienes acaban de anunciar que su diva favorita se halla indispuesta y que una desconocida aunque prometedora soprano tomará su lugar en la función que está a punto de dar comienzo. Aquella duda, sin embargo, apenas permaneció en sus pupilas.

—Quiero imaginar —dijo aniquilando su cigarrillo en el cenicero del coche— que su parte del manuscrito se encuentra en su maleta. De cualquier forma, usted sabe que daríamos con él tarde o temprano.

Me pareció que al apagar su cigarrillo Bogart había ahuyentado asimismo las dudas que antes habían comenzado a abrumarle en su charla con el conductor. Ahora hablaba de nuevo con la autoridad que hacía meses había empleado para humillarnos a los tres herederos del barón Blok-Cissewsky. No había espacio en él para la duda. En cambio, la desgana con que extrajo un revólver de su bolsillo encajaba perfectamente con su papel. No tuvo que indicarme que descendiese del coche. Ese acto tan banal lo había repetido yo infinidad de veces en mi imaginación desbocada desde el momento en que mi verdugo apareció en el aeropuerto. O tal vez desde mucho antes, cuando el propio Bogart irrumpió en mi existencia como en respuesta a la lógica de una mala novela, de esas que terminan siempre de la misma manera, de noche y con frío, en la muda complicidad de un terraplén donde nadie escucharía la detonación, menos aún el golpe seco de un cuerpo que cae al suelo y se desangra por la nuca. Sin saber cuándo ni cómo, había entrado en el escenario de mi propia ejecución con una familiaridad irritante, casi agradecido de que las cosas no pudiesen ya ocurrir de otra manera. Tal vez por eso apenas me inquietó el ventarrón que esa noche me golpeó el rostro mientras abría la puerta del auto. Por un momento creí que el conductor del coche volvía a musitar algo parecido a una orden, pero era demasiado tarde para escucharle: arrodillado en el suelo, mis ojos se habían cerrado ya ante el sonido inconfundible de la mano experta que amartilla un revólver.

* * *

No niego que los años han afinado algunos rincones de mi conciencia, pero también la han expuesto a ese poder devastador del tiempo que hiela nuestros recuerdos y nos vuelve inmunes a cualquier estímulo que provenga del exterior. En los años que han transcurrido desde la última vez que hablé con Remigio Cossini, he intentado recuperar una cierta sensibilidad para las artes que, sin embargo, insiste en evadirme con la destreza de un pez abisal. A menudo los periodistas reclaman mi opinión sobre alguno de los muchos cuadros o sinfonías de las que hago mención en mis novelas. Entonces yo respondo cualquier cosa e intento aparentar que en verdad me importa lo que estoy diciendo. Nada digo de las interminables tardes que gasto en escuchar, arias que me aburren sobremanera o en recorrer galerías que me estremecen tanto como un beso sobre la piel de una langosta. Desde luego, tampoco menciono el lienzo que Remigio Cossini, previendo quizá el peligro que le amenazaba merced a mi imprudencia con el coronel Campbell, dispuso me fuese entregado a su muerte, la cual ocurrió en 1964, tres años después de los sucesos que ahora he querido relatar. El cuadro, claro está, es una falsificación, aunque su modelo es a su vez una suerte de impostura. Se trata de una copia fiel del célebre Hombre sentado en una habitación, atribuido a un imitador de Rembrandt, y creo que está de más explicar por qué Cossini guardó a ese cuadro un afecto lo bastante grande como para conservarlo mientras le duró la vida.

También en esta herencia del pintor, como en el manuscrito del barón Blok-Cissewsky, se encierra una intuición casi macabra. Su inexplicable convicción de que yo, pese a todo, sobreviviría al fatal destino que él no consiguió evitar. Si imaginó los términos en que habría de prolongarse mi existencia más allá de la suya, o si luego, en su locura, llegó a enterarse de que Eichmann fue finalmente condenado y ahorcado en Tel Aviv dos años después de su arresto en Argentina, son cosas que aún no he podido discernir. Así y todo, cualesquiera que hayan sido sus motivos para adivinar mi salvación, supe al recibir el cuadro que mi desdichado amigo no lo pensó dos veces antes de decidir que fuese yo quien lo recibiese en su memoria. Al principio, cuando pude contemplar esa figura oleaginosa que reflexiona aprisionada en el más dramático de los claroscuros, pensé que ese singular legado era también una suerte de criptograma póstumo, una de esas pistas esquivas y al parecer infundadas con las que el pintor solía desplazarse por la vida con la magnificencia de un transatlántico a punto del naufragio. Luego pensé en él, en el sitio adonde le había remitido la tortura de Bogart, quizá aterido al fondo de un sinfín de pasillos numerados, eterno y mudo frente a su tablero de ajedrez, envuelto en aquel sucio batín que yo recordaría tres años más tarde, cuando recibiese su obra y me supiese indigno de una cama blanda y un lujoso apartamento en Notting Hill que en otra situación me habrían parecido confortables, pero que en ese momento se presentaron ante mí como obstáculos insalvables para comprender aquella pintura donde tal vez se hallaba la pieza faltante de mi historia.

Esa vez, contra mi costumbre, me equivoqué sólo a medias. Nada había en aquel cuadro que no fuese una velada alusión al dilema mayúsculo que hacía años nos había dejado en herencia el barón Blok-Cissewsky. No obstante, tal y como era de esperarse en una mente como la suya, Cossini había sido muy cuidadoso al jugar su última carta, acaso sobre la esperanza de que yo, al menos por una vez, supiese comportarme a la altura de sus maquinaciones. Ningún texto en clave, ninguna frase oculta bajo el lienzo habrían sido lo bastante seguros o lo bastante dignos del pintor como para que yo me molestase en buscarlos. El lienzo debía de ser más bien una evocación fantasmal del propio Cossini invitándome a repensar paso a paso cuanto me había dicho hacía tiempo. Fue como si supiese que, en algún momento y sin notarlo, él mismo me había dado un cabo suelto al cual asirme cuando él faltase.

Confieso que tardé varios días en reajustar mi menté a la frecuencia que Cossini me exigía desde el reino de los muertos. Casi con placer me deslindé cuanto pude de mis compromisos editoriales y recuperé por instantes aquella soledad de hombre gris que en otros tiempos había llegado a parecerme insostenible. Poco a poco conseguí borrar el lujo tumultuoso de mi apartamento para enfrentarme al cuadro de Cossini con el vigor de quien se niega a abandonar un sueño en el que alguien está a punto de revelarle un enigma que le ha atormentado desde niño. Una mañana, al fin, descubrí que mi cerebro trabajaba con un vértigo que nunca había experimentado, y no tuve que transitar mucho en mis recuerdos para toparme con la sentencia que Cossini había querido que yo recordase. En nuestra última conversación telefónica, el pintor había hablado de un viaje engorroso que le habría ahorrado mi desciframiento del manuscrito del barón. Tal vez aquella tarde, temiendo la inminente decepción de Cossini, yo no había podido retener aquella frase, y más tarde la recluí en ese ambiguo espacio de la consciencia donde cualquier alusión al viaje nos parece sólo una premonitoria metáfora de la muerte.

Pero Cossini, bien lo sabía yo, no tenía alma de poeta. Y su viaje, por tanto, debía ser un viaje auténtico. ¿Hacia dónde? ¿En qué lugar se hallaba esa parte de la verdad del barón que él, alguna vez, creyó o supo cifrada en nuestro manuscrito? Seguramente, como consecuencia de nuestra última charla y de la traición del coronel Campbell, también el pintor había sido capturado en una estación de tren o en un aeropuerto, si bien Cossini no habría emprendido aquel viaje para huir de un destino que, como Bogart había tenido el cuidado de advertirme, le habría alcanzado tarde o temprano. No. Su propósito debió de ser el deseo de conocer la verdad antes de que otros le arrojasen en esa eterna incertidumbre que para él fue la locura.

Ginebra, Londres, Viena. Todos los escaques posibles de nuestra cartografía privada fueron visitados miles de veces desde mi soledad en Notting Hill. Más de una vez, en el transcurso de los últimos tres años, la suerte me había devuelto a aquellos lugares sin que el reciente giro de mi fortuna obrase en nada para ahuyentar la memoria amarga del pintor. Cada ciudad, cada rostro y cada palabra pronunciada en un idioma desconocido tenían para mí esa frialdad portuaria que nos hace sentir expatriados incluso de nosotros mismos. Con todo, ni entonces ni ahora, mientras invocaba aquellos sitios como si nunca los hubiese visto, me delataron éstos la más remota señal de encerrar el minotauro al que habría ido a buscar Cossini. Finalmente un día, cuando estaba a punto de renunciar a mis esfuerzos, un evento casual me condujo hasta ese lugar que había escapado por entero a mi entendimiento. La luz no vino cifrada en los códigos maltrechos de mi memoria, sino en uno de esos detestables telegramas con los que mis editores acostumbran a notificarme un nuevo e insufrible viaje para promover mis libros. Por costumbre, casi por desprecio, necesito embriagarme antes de conocer el nuevo destino a donde me remiten deberes literarios cada vez menos placenteros. Pero ahora algo en mi intuición me dijo que aquel sobre, idéntico a tantos otros, tendría que ser distinto. Así, sin pensarlo más, rompí el sobre y vi surgir ante mí, con la fuerza de una explosión solar, el nombre ansiado: Francfort. El nombre de aquella ciudad se encajó en mi mente y me remitió de inmediato a mi recuerdo del testamento del barón. Cegado acaso por su rutinario desprecio hacia las obviedades, el pintor debió de asumir en un principio que las jugadas ultramundanas del barón se limitaban a los tres nombres de su enigmática postdata, y sólo más tarde habría entrevisto la posibilidad de que nuestro trío de herederos fuese más bien un cuadrángulo cuyo último vértice debía de hallarse en Francfort, en el asilo a favor del cual el barón había pedido que fuesen subastada sus pertenencias. ¿Sería ése el viaje que alguna vez pretendió realizar el pintor antes de nuestra última charla? ¿Lo habría inventado yo mismo infestado por su sombra? Nada ni nadie podían responder a estas preguntas, pero eso no impidió que me aferrase a aquel único y quebradizo hilo de Ariadna para continuar mi propio trayecto hacia la verdad.

Cinco días después aterrizaba yo en el aeropuerto de Francfort dispuesto a visitar todos los asilos de la ciudad hasta dar con las huellas del testamento del barón Blok-Cissewsky. La empresa se antojaba tan absurda que habría movido a cualquier otro a desistir, pero yo estaba seguro de que mis intuiciones irían tomando forma a medida que me aproximase a aquel lugar que, en cierto modo, me estaba destinado desde el principio de mi grotesca odisea.

Sería inútil entrar en los detalles de mi largo peregrinar por los asilos de Francfort preguntando si alguno de ellos tenía que ver con el barón Blok-Cissewsky o con el general Thadeus Dreyer, distribuyendo dinero y consultando extensas listas de internos sin saber exactamente qué nombre estaba buscando. Baste decir que aquellas semanas transcurrieron para mí fuera del tiempo, como si ahora mi obsesión por continuar los pasos truncados del pintor me hubiesen conducido a un punto extremo del mundo donde el único compás posible era el vértigo de mi propia ansiedad. Cuando finalmente di con el lugar que había estado buscando, tuve la sensación de haberme transformado en el último grano de arena del inmenso reloj que mi vida y la de Cossini habían ocupado desde la muerte del barón Blok-Cissewsky.

Más que un asilo, el lugar al que me condujeron mis pesquisas era una de esas casas sucias y malparadas donde van a caer más vagabundos que ancianos, edificios sin nombre cuyos administradores abrevan del presupuesto social más dinero del que realmente invierten en sus internos. Prácticamente inmune a ese o cualquier tipo de sorpresas en la historia del barón, apenas experimenté asombro al constatar que, en efecto, el barón no sólo había donado a aquel lugar el valor de sus pertenencias ginebrinas, sino que era considerado desde hacía muchos años como su más generoso benefactor. El responsable del asilo era casi tan viejo como la mayoría de sus huéspedes, y aunque afirmó desde un principio que tenía problemas de memoria, algunos marcos fueron suficientes para refrescársela. Haber seguido hasta allí los pasos del barón, agotando mi vida con una vehemencia que yo mismo no acababa de justificar, me acreditaba en cierta forma para conocer por cualquier medio la verdad de aquel asunto. Gracias al espectro de Cossini que ahora me ocupaba, los engranajes del actuar y el morir de mi viejo contrincante de ajedrez estaban ya ensamblados en mi mente. El administrador sólo tendría que darles un impulso mínimo para que éstos se echasen a andar. Poco se me daba ya que esa verdad última dependiese ahora de un médico viejo y deshonesto que seguramente sabía menos de lo que quería aparentar. Sin duda el hombre dejaría aflorar sus recuerdos con lentitud, esperando que mi ansiedad me llevase a aumentar el monto de mis dádivas. Pero yo ahora no tenía prisa por escucharle, de modo que esperé pacientemente a que él se decidiese a relatarme su versión de nuestra historia.

—Ésta será la última vez que hablo con extraños sobre las cosas del difunto señor Blok-Cissewsky —me advirtió el viejo aquella tarde—. Él siempre pidió que fuésemos discretos con sus asuntos. Además, no creo que sea correcto hablar de ellos con tanta gente.

Había hablado con rencor, casi con la soberbia de una amante despechada y con el acento melodramático de quien se ha instruido en la lectura de demasiadas novelas de folletín. Su historia fue acaso tan ambigua como todo lo relacionado con el barón Blok-Cissewsky, pero al cabo pude percibir en ella una sinceridad que, hasta entonces, había brillado por su ausencia durante mi investigación. Nada hubo en esas palabras que hoy pueda ser considerado como una revelación imbatible. Sin embargo, creo que al menos esta vez la historia del administrador me permitió sentir que al fin se desvelaban si no todos, algunos de los pasajes que habían quedado en la oscuridad durante los últimos años.

El barón Blok-Cissewsky, comenzó a decirme el viejo, le había escrito poco después de la guerra preguntándole por el estado en que se hallaba uno de sus internos, un tal Viktor Kretzschmar, que habría llegado al asilo en febrero de 1937 tras una reclusión de cuatro años en las cárceles vienesas por haber causado un accidente de tren en el que murieron docenas de personas.

Blok-Cissewsky suplicaba entera discreción a su corresponsal, y prometía encargarse con generosidad de los gastos en que pudiera incurrir aquel interno, siempre y cuando le mantuviesen puntualmente informado de las condiciones en que éste se hallaba. A aquella sazón, siguió explicando el administrador, el viejo Kretzschmar era un guiñapo, un despojo humano que alternaba momentos de lucidez cada vez más breves con prolongados arranques de rabia. Desde luego, el asilo aceptó con entusiasmo la oferta del barón, y a partir de entonces intercambió puntualmente sus informes sobre el interno Kretzschmar por significativas cantidades de dinero que supuestamente fueron consagradas a la manutención y el tratamiento del viejo. Mucho tiempo después, en junio de 1960, el barón se presentó finalmente en el asilo sin más equipaje que un viejo tablero de ajedrez y exigió hablar con el interno. Fueron inútiles sus ruegos, sus palabras, la cólera torpemente reprimida con que el barón intentó devolver a Kretzschmar a la cordura. Fue tal su desesperación por conseguir que el viejo jugase con él una partida de ajedrez, que el propio administrador no habría sabido decir cuál de los dos ancianos merecía quedarse en el asilo. Blok-Cissewsky permaneció allí varias semanas y persistió inútilmente en su empeño hasta el día en que la prensa anunció el arresto de Adolf Eichmann en la ciudad de Buenos Aires. Habituado al temperamento flemático del barón, el administrador no acababa aún de explicarse el estallido de ira y angustia desmedida que aquella noticia provocó en el ánimo de su benefactor.

—Parecía un endemoniado —aseguró—. Cuando vio el rostro del criminal nazi en el televisor, comenzó a gritar que aquel hombre no era Eichmann, y juró que él se encargaría de decirle al mundo entero la verdad.

El administrador no supo decirme a ciencia cierta a qué verdad se refería el barón con tanto brío, pero agregó que le oyó asegurar a los oídos de Kretzschmar que él sabía dónde se hallaba el verdadero Eichmann, y que iba a impedir que se cometiese una injusticia.

—Sólo él puede jugar así —le decía el barón a aquel espantajo esgrimiendo ante él un puñado de recortes de periódico y gastados fascículos de ajedrez.

Kretzschmar, claro está, ni siquiera se inmutó ante las promesas del barón, quien no tuvo más remedio que abandonar el asilo no sin antes advertirle al administrador como si en realidad hablase consigo mismo:

—Yo di la vida a ese hombre, señor mío, pero le robé el alma. En verdad, hoy daría cualquier cosa para devolvérsela.

Si el barón se refería a Adolf Eichmann o a alguien más, es algo que ni el administrador ni yo pudimos nunca entender. Al día siguiente Blok-Cissewsky había desaparecido de la ciudad, y sólo unos días más tarde, coincidiendo con la noticia de la muerte de Blok-Cissewsky, el administrador recibió la visita de un desconocido que le impuso una cantidad considerable de dinero a cambio de que no volviese a hablar con nadie de lo ocurrido entre Kretzschmar y el barón. Caso de no aceptar, añadió el visitante, bien se ocuparían de que él también desapareciera de manera aún más contundente que Blok-Cissewsky.

Al escuchar esta parte de la historia, extraje de mis bolsillos una vieja fotografía de Humphrey Bogart y pregunté a mi interlocutor si era ése el hombre que le había amenazado de aquella manera.

—Era él —murmuró sin inmutarse, y luego, más bajo—: Él lo mató, ¿verdad?

Yo no quise entonces verificar sus sospechas. A esas alturas era inútil buscar al asesino material del barón, como lo era también esperar nada más del administrador. El viejo Kretzschmar, al parecer, había muerto poco tiempo después de la ejecución de Adolf Eichmann, y era de imaginar que a esas alturas nadie quedaría ya en el mundo para ahondar en aquella historia. En ciertos casos, pensé con resignación, las claves y los laberintos sólo nos conducen a espacios reducidos e iluminados exclusivamente por verdades mínimas, personales. Quizá nosotros estemos siempre condenados a seguir buscando una verdad absoluta sin conformarnos nunca con esos pequeños motivos con los que a veces nos apacigua el agrio arquitecto que rige este laberinto sin fin.

Como si el rumor sombrío de mis pensamientos lo hubiesen despertado, el administrador abandonó de pronto el soporífero silencio en que había caído en las postrimerías de su relato. Su rostro traslució una tristeza desasosegada y, en señal de despedida, se puso de pie, extrajo un libro descolorido del interior de una vieja cómoda y me lo ofreció diciendo:

—Se lo vendo, señor. El barón lo dejó aquí antes de partir. Es el último recuerdo que nos queda de él.

Y con esto me condujo a la salida y me pidió con sequedad que no volviese a buscarle.

* * *

Nada hay más ingrato que indagar en los motivos por los que un asesino decide en un momento dado perdonarnos la vida. Uno siempre quisiera encontrar para ello justificaciones heroicas o aun divinas, pero la lógica nos conduce sin remedio a la más humillante de todas: el desprecio. ¿En verdad creyeron Bogart y el hombre que conducía el automóvil, aquella noche en Londres, que mi vida no valía siquiera una ojiva y unos cuantos gramos de pólvora? A veces me pregunto si aquella no fue también una rebelión mínima de esos dos hombres por apropiarse de la muerte y rebelarse así contra Dios, ese jugador ubicuo y omnipotente que insistía en reducirlos, también a ellos, a la condición de miserables piezas de ajedrez. Como sea, sin duda no fue ésa la primera ni la última vez en que ellos decidieron enviar a otros a un círculo infernal cuyos suplicios acaso les eran demasiado familiares e insufribles como para eximirme de ellos con la fácil salida de la muerte.

¿A quién debo agradecer o recriminar mi supervivencia? Cualquiera que sea la respuesta, soy yo quien sale perdiendo. El eterno segundo que tuve aquel revólver de Bogart a mis espaldas no sólo fue el encuentro con la precariedad de mi vida, sino el instante de una claridad que sólo años más tarde, cuando hablase con el administrador del asilo en Francfort, tomaría su auténtica dimensión. Aquella noche, mientras era conducido por los arrabales londinenses, aun cuando desconocía los motivos precisos que llevaron al barón Blok-Cissewsky a buscar la muerte para salvar a un hombre similar a Adolf Eichmann, comencé a experimentar sus razones más íntimas, aquellas que compartimos todos los hombres desde el principio de los tiempos. Hoy sé que a veces son los simples mortales quienes acumulan la rabia suficiente para rebelarse contra los dioses, pero en ocasiones son los dioses quienes nos dejan volver a casa tras haber usurpado nuestro lecho y amado a nuestras mujeres.

Allí estaba, pues, un peón del oscuro jugador al que tanto admiraba Remigio Cossini, dispuesto a aniquilarme con el mismo desenfado con el que su jefe, el conductor del auto, acaso el verdadero Adolf Eichmann, habría ordenado años atrás la ejecución de millones de seres. Pero esa noche Bogart, ante la insistencia del otro, permitió que las piezas se moviesen en otro sentido. Ignoro a ciencia cierta qué ideas pasaron entonces por su mente. Sólo sé decir que de pronto, en vez del disparo, escuché uno de sus característicos suspiros de hartazgo y noté que devolvía su revólver al bolsillo de la gabardina. Luego, mientras Bogart cerraba tras de sí la puerta del coche, el conductor me sugirió con sorna sin disimular un marcado acento alemán:

—Háganos un favor, amigo mío, escriba esta historia. Será un cuento por demás divertido.

Y con esto dejó que el motor del automóvil apagase una risotada que aún me pesa en el ánimo.

Si bien no he seguido en rigor aquella invitación, de alguna forma he acabado por convertirme en lo que ellos esperaban. Aunque ahora firmo mis libros con mi propio nombre, en cierto modo sigo escribiendo lo que otros quieren que escriba, diciéndome que una tarde tendré las agallas para rebelarme y buscar el disparo que Bogart interrumpió en Londres. Poco a poco he comenzado a transitar por las calles ocultando mi rostro bajo unas ridículas gafas de sol que igual me salvarán de los asedios de la prensa, mas no de ese rumor de pasos que me sigue a todas partes, sin permitirme jamás un instante de reposo, esa sensación de lejanía que necesitamos cuando el mundo está tan cerca que parece ahogarnos. Entro en algún bar y bebo hasta embriagarme o hasta que, en mi delirio, aparece una figura que dirige una mirada amenazante al camarero para que éste se niegue a seguir sirviéndome. Sin ira, sin desdén, miro entonces a mi guardián imaginario y descubro los ojos de Bogart en la penumbra del bar, amables y esquivos, como si no fuera él quien me perdonó la vida, sino uno más de mis infinitos reflejos. Con frecuencia, cuando los viajes incesantes me dejan agotado un par de días en mi apartamento, pienso en el barón Blok-Cissewsky, le maldigo e intento escribir su desquiciante historia en páginas que puntualmente alimentan mi chimenea. Entre mis recuerdos de aquellos tiempos malhadados, conservo el libro que hace años me entregó el administrador del asilo tras revelarme en qué circunstancias precisas había tenido lugar la ruina del barón Blok-Cissewsky. Se trata sólo de un viejo anuario militar entre cuyas páginas se encuentra la fotografía de un grupo de oficiales del Reich durante la inauguración del campo de prisioneros de Treblinka. En el centro, según reza el pie de foto, se encuentra el sonriente general Thadeus Dreyer, flanqueado a su izquierda por el brigada Alikoshka Goliadkin, y a su derecha por un tal Franz T. Kretzschmar, teniente del Noveno Cuerpo de Ingenieros. ¿Sería aquel hombre hijo del anciano de Francfort a quien Blok-Cissewsky protegió desde la guerra? ¿Qué tendría que ver ese ingeniero con el proyecto Amphitryon o con el coronel Adolf Eichmann? Por desgracia, mi intuición dista mucho de asemejarse a la del infortunado Remigio Cossini, y por eso, como quiso alguna vez el hombre que me perdonó la vida, no tengo más remedio que buscar una respuesta en el reino falaz de mi propia imaginación, allí donde cada historia y cada palabra conducen irremisiblemente a la mentira.

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