Amphitryon

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I. Una sombra sin nombre — Franz T. Kretzschmar: Buenos Aires, 1957

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I

UNA SOMBRA SIN NOMBRE

Franz T. Kretzschmar

Buenos Aires, 1957

Mi padre decía llamarse Viktor Kretzschmar, fue guardagujas en la línea Múnich-Salzburgo y no era hombre para decidir, así, sin más, que iba a cometer un crimen. Detrás de su aparente destemplanza ante la adversidad se encerraba un ser en extremo calculador, capaz de esperar durante años las circunstancias propicias para dar un golpe largamente acariciado. Taciturno en su trato ordinario, podía también entregarse a imprevisibles estallidos de rabia que, sólo en la intimidad, hacían de él un polvorín cuya mecha parecía estar siempre encendida. Los suyos no eran nunca arranques espontáneos, eran más bien producto del perpetuo soliloquio que solía sostener con su conciencia de hombre vencido, un hombre que, estoy seguro, habría horadado un túnel en basalto con la sola esperanza de recuperar un día la luz que le había sido arrebatada en la juventud. En cierta ocasión le vi ocultarse más de diez horas en la espesura aguardando a que reapareciese una liebre famélica que había sorteado los primeros disparos de su jornada. Era de noche cuando el animal finalmente sucumbió a la puntería del ofendido tirador, recibiendo por añadidura una andanada de puntapiés que pronto lo convirtieron en un incomible montón de sangre y nieve.

Años más tarde, mientras mi padre refutaba sin mucho afán las acusaciones del tribunal ferroviario, pregunté a mi madre si recordaba la historia de la liebre, pero ella no pudo o no quiso responderme. A raíz del accidente se había enclaustrado en un mutismo imbatible que al principio creí solidario con la desgracia de la familia. Más adelante, sin embargo, al escuchar la sentencia del juez mi madre emitió un hondo suspiro, hincó la cabeza entre los hombros y se entregó al llanto reparador de quien al fin se ha liberado de un fardo que emponzoñaba cada segundo de su existencia. Mis palabras de consuelo, dichas desde la más absoluta confusión, apenas ayudaron a serenarla un poco. Entonces, como si respondiese en código a mi pregunta sobre la liebre, señaló a mi padre y musitó:

—Ese hombre, hijo mío, se llama Thadeus Dreyer, y odia los trenes con toda su alma.

Al principio pensé que mi madre, en su delirio, se refería a otra persona. Fue como si detrás del guardagujas Viktor Kretzschmar se hubiese levantado de pronto una sombra perversa, causante de todos sus sinsabores y, sobre todo, del desastre por el que muy probablemente habría de pasar el resto de sus días en prisión. Pero la mirada de mi madre, detenida en la figura trémula de su marido, no daba lugar a este tipo de equívocos: pronto me quedó claro que, durante el juicio, ella había decidido desvelarme la auténtica naturaleza de los actos y los tormentos del guardagujas Viktor Kretzschmar. O quizás simplemente había resuelto poner en su justo sitio los pormenores de una antigua historia familiar que yo, hasta ese día, sopesé en mis quimeras infantiles con un romanticismo a toda prueba.

Que mi padre no se llamaba en realidad Viktor Kretzschmar lo supe desde niño, sin que ello mermase un punto la ciega admiración que le profesaba. Para mí, aquel fue siempre un inviolable secreto de familia que permeaba mi existencia con un pueril orgullo conspiracional. En cambio, su insospechado odio hacia los trenes adquirió, en la sentencia de mi madre, el cariz de las revelaciones que cortan el hilo entre la infancia y la madurez. Hasta donde alcanzaba mi memoria, siempre había pensado que mi padre adoraba los trenes desde el día que, en uno de ellos, apostó y ganó su destino a una partida de ajedrez. Que hubiera alguien capaz de poner en duda la importancia de un guardagujas o la grandeza de aquellas imponentes bestias de acero le arrojaba en depresiones interminables. En su eterna devoción hacia todo aquello que tuviese que ver con las vías férreas, había gastado cada instante de su vida, y hoy pienso que, en cierta forma, su existencia estuvo consagrada a demostrar que su curiosa manera de allegarse el puesto de guardagujas fue algo más que un anecdótico capricho del destino. Para él, aquel juego de ajedrez a bordo de un tren destinado al frente oriental en la guerra del catorce había sido la culminación de un plan urdido en su favor por un demiurgo compasivo que, hacía ya algunos años, le había eximido así de una muerte segura.

Durante mucho tiempo pensé que aquella partida histórica había tenido lugar en un suntuoso vagón de fumadores atestado de oficiales y damas de gran tono. Las manos enguantadas, las cimeras ondulantes, los peones de marfil y el humo perfumado de las pipas inundaron por años mis quimeras infantiles sin que mis padres se molestasen nunca en desmentirlas. Después del accidente, sin embargo, supe por boca de mi madre que las cosas habían ocurrido de otra forma.

Mi padre entonces debía de ser más joven de lo que yo solía imaginar, aunque no lo bastante para evadir la leva que en 1916 sacudió los confines del imperio austrohúngaro con el objetivo de reforzar su frente oriental. En alguna parte de mi equipaje conservo aún una fotografía donde mi abuelo, un campesino del Vorarlberg de quien apenas tengo noticia, despide en la estación del pueblo al último de sus vástagos uniformados. El viejo muestra ahí una sonrisa satisfecha, inconcebible en quien entrega a su hijo a una guerra que pronto sería una causa perdida. Por lo que toca al joven recluta, éste no parece compartir el entusiasmo aberrante de su propio padre: desvía la mirada, sonríe con dificultad, estrecha lívido a mi abuelo como si estuviese a punto de desvanecerse en mitad de la estación. Se diría que espera la oportunidad para correr fuera de la fotografía y perderse montaña arriba, allí donde no pueda alcanzarle el silbido de la locomotora que está a punto de conducirlo ante los cañones de la Entente. Calculo que tendrá escasos veinte años, no más, y su rostro acusa ya el miedo de quien va descubriendo, acaso demasiado tarde, el valor de su corta vida de pronto amenazada. Imagino que esa vez mi abuelo tuvo que ordenarle que sonriese ante la cámara, y acaso creyó necesario empujarle hacia el tren con el vigor inclemente de un anciano campesino cuya máxima satisfacción, según decía mi madre, era la de haber entregado ya a la patria la sangre de sus dos hijos mayores. Como quiera que haya sido, lo cierto es que mi padre no tuvo en ese momento el arrojo para fugarse a las montañas, y terminó apoltronado con sus miedos en un vagón viejo y desleído, por entero distinto al furgón de mis fantasías. Ahí debió de hundirse en su letargo de espectro prematuro, ahí debió de despedirse de los suyos asomando su mano cadavérica a través de un cristal roto que le devolvía un ventarrón henchido de presagios y mezclado con el humo ultramundano de la locomotora. Ahí, en fin, debió de quedarse mi joven padre, por lo menos cuatro horas, hasta que su contrincante, el verdadero Viktor Kretzschmar, entró en el vagón.

Aun hoy me resulta difícil saber por qué imaginé siempre a ese hombre como un exquisito caballero Victoriano, probablemente un oficial retirado cuya sola presencia habría impuesto al recluta una mezcla de pavor y respeto. Quizá alguna vez mi propio padre lo describió así en su afán por ocultarnos el verdadero patetismo de la escena y lo trágico de sus consecuencias. O tal vez fue simplemente el desbordado mecanismo de mi imaginación lo que me llevó a concebirlo de esa forma. Años más tarde mi madre supo poner también aquella imagen en su sitio. El hombre del tren, me confesó ella entre sollozos mientras abandonábamos el tribunal, no era más que eso: un hombre, otro joven de provincias que habría sabido aprovechar la influencia de un tío lejano para evadir la leva y obtener un puesto de guardagujas en la comarca salzburguesa. En sus propias ficciones de mujer herida por la desgracia de su esposo, mi madre describió al enigmático jugador como un alcohólico, un oportunista enloquecido que encontraba una enfermiza satisfacción en embaucar viajeros ociosos, o bien adolescentes lo bastante hechos al fracaso de la guerra como para jugarse con un extraño sus pocas pertenencias. Aquella, desde luego, era sólo la versión abigarrada de mi madre, e ignoro cuánto habrían ayudado a levantarla las confesiones que mi propio padre le hizo a lo largo de más de quince años de accidentada intimidad matrimonial. Con todo, no sé por qué motivo, cuando tuvo lugar el accidente y los jueces sugirieron que el descuido del guardagujas Kretzschmar bien podía haber sido premeditado, la descripción materna de aquel extraño viajero adquirió una consistencia tal en mi mente, que el gentilhombre Victoriano terminó por transformarse en una sombra aterradora. De pronto, la imagen gloriosa del verdadero Viktor Kretzschmar se diluyó por completo en mi memoria ante la nitidez con que comencé a evocar a mi joven padre sobresaltado en mitad del miedo frente a aquella especie de Mefistófeles ebrio que no tardó en distraer a mi padre las coronas con las que pensaba regalar sus últimos días en Belgrado.

Mi padre, debo insistir, no fue nunca un modelo de templanza. Y tampoco debió de serlo aquella noche, cuando se vio despojado de todo su haber en unos cuantos minutos. No creo que ese primer saqueo, como quería mi madre, haya ocurrido en una partida de ajedrez, pues resulta más verosímil pensar en un trivial póquer de naipes marcados o ejercido con artimañas aprendidas en un bar de mala muerte. Por otra parte, dudo asimismo que a mi padre le importase gran cosa la pérdida de una cantidad de dinero que de cualquier forma habría malgastado muy pronto en cigarrillos turcos o prostitutas húngaras. Lo que, en cambio, debió de moverle a continuar la partida hasta el fin y llevarla al terreno ajedrecístico, donde se movía con mayor destreza, fue seguramente la imperiosa necesidad de vencer por lo menos una vez antes de que la artillería enemiga concluyese el camino de su derrota. Su contrincante debió de intuir aquel deseo de triunfo en los ojos del recluta, y quizá él mismo llegó a sentir que le había llegado la hora de jugárselo todo, ya no a las cartas, sino al juego que él también debía conocer a fondo y que, claro está, consideraba más digno de la tremebunda apuesta que ambos viajeros estaban a punto de girar sobre la mesilla de aquel infausto vagón.

Un ajedrecista cabal, decía mi padre cada vez que me explicaba una jugada maestra, es capaz de reconocer a sus pares de inmediato y en las circunstancias más extrañas, pero sólo emprende una partida cuando está seguro de haber medido las fuerzas de su oponente, y nunca, en verdad nunca, apuesta al divino juego nada que no sea tan importante como su propia vida. Ignoro quién de los dos hizo entonces la propuesta inicial, o en qué mal momento salió finalmente a relucir el tablero. Lo cierto es que los términos de la partida quedaron pronto delineados con una claridad tal, que disuena con la atmósfera neblinosa que impregna toda la historia: si mi padre vencía, aquel hombre tomaría su lugar en el frente oriental y le cedería su puesto de guardagujas en la garita novena de la línea Múnich-Salzburgo. Si, por el contrario, mi padre era derrotado, se obligaba entonces a pegarse un tiro antes de que el tren llegase a su destino.

Aunque absurdas en apariencia, ese tipo de apuestas suicidas eran moneda de uso corriente en aquellos tiempos atribulados donde las vidas, las razones y los destinos eran particularmente endebles, como lo eran también las componendas laborales en las que poco podía importar a las autoridades del imperio la identidad de un recluta o de un guardagujas siempre y cuando alguno de ellos ocupase un puesto vacante en el frente oriental. En esa guerra que parecía prolongarse hasta el infinito, tarde o temprano todos los hombres terminarían desangrándose en la misma trinchera. Y sus nombres, como sus vidas, se igualarían al fin en el más rotundo de los anonimatos. A veces pienso que la apuesta en cuestión no incluyó nunca, como insinuaba mi madre en su afán por ocultar los pecaminosos ímpetus suicidas del joven Kretzschmar, una hucha quimérica y repleta de monedas de oro que mi abuela habría dado en despedida al último de sus hijos. Me parece más verosímil que ese dinero, si existió, se habría perdido ya en las partidas precedentes. En cambio, la idea de que el hombre del tren estaba dispuesto a jugarse la vida con tal de ver morir a su contrincante de juego, me resulta más coherente con la importancia casi sagrada que mi padre concedía al ajedrez, así como con el estado de ánimo que debió de imponerle aquel viajero luciferino empeñado en entablar pactos donde el jugador tenía siempre las de perder aun cuando, venciendo en la partida, prolongase para sí una existencia a todas luces baldía.

Por desgracia, mi padre no lo comprendió así aquella noche, y prefirió echar mano de sus mejores estrategias con la desbordada avaricia de quien por primera vez tiene al alcance un tesoro con el que nunca se atrevió siquiera a soñar. Los años, hoy lo sé, le demostrarían lo inútil de su victoria, pero en ese momento no cabe duda de que consideró su apuesta contra el guardagujas como una promesa de inmortalidad, no así como el anuncio de la lentísima agonía que le aguardaba en la garita novena de la línea Múnich-Salzburgo.

La partida no debió de durar mucho tiempo, pues el tren se aproximaba ya a Viena cuando mi padre intercambió documentos de identidad con su oponente. En premio a su destreza ajedrecística, recibió además el uniforme ferroviario del auténtico Viktor Kretzschmar junto con el pequeño tablero donde se había jugado el destino y que mantuvo oculto en un arcón hasta el día de su condena. Ahora todo eso le pertenecía, como era suya también la existencia que esa noche había cambiado por su muerte segura ante el enemigo. Una muerte que él, por su propio bien, prefirió considerar como un hecho consumado hasta unos días antes del desastre.

* * *

Mi padre desempeñó fielmente el puesto de guardagujas durante más de quince años. Al principio, nadie percibió en él el más ligero signo de inquietud, un mínimo indicio de remordimiento que pudiera denunciar su impostura o el escrúpulo con que aquella vida ajena le fue envenenando cuerpo y alma hasta convertirlo en una sombra. Su entusiasmo desmedido por las ferrovías fue la máscara con la que consiguió engañarnos casi a todos, excepto a mi madre, dotada como nadie de una notable y dolorosa intuición para las verdades menos evidentes.

Desde el primer día mi padre se esmeró por asumir de lleno su nueva identidad. La garita novena se hallaba en el confín occidental de la región salzburguesa, un punto extremadamente transitado incluso en tiempos de guerra. Dada su importancia, el puesto contaba con una cabaña de proporciones descomunales para quien, como él, había crecido en la proverbial indigencia del Vorarlberg. Aquella construcción se convirtió de inmediato en la casa del espurio Viktor Kretzschmar, originario de Galitzia y eximido del servicio militar por una supuesta afección respiratoria que en un principio él procuró ostentar, pero que a la postre terminó brillando por su ausencia. Muy pronto, los habitantes de la región se acostumbraron a su presencia, comenzaron a llamarlo Viktor Kretzschmar, y él mismo acabó por convencerse de que ese nombre le pertenecía. Su puesto no le exigía otra cosa que una puntualidad a toda prueba para realizar oportunamente el cambio de vías en la garita y enviar de vez en cuando a sus superiores informes sin variantes de mayor relevancia. De esta suerte ocioso, de esta suerte inserto en la rutina, no tardó en consagrar su tiempo a buscar por los pueblos vecinos a la garita una mujer que le ayudase a poblar su cabaña con una familia que él deseaba numerosa.

Creo que mis abuelos nunca comprendieron del todo cómo su hijo, que para ellos seguía llamándose Thadeus Dreyer, había trocado su destino de manera tan inopinada. Estoy seguro, no obstante, de que el viejo campesino de la fotografía, que antes lo había entregado a la guerra convencido de que pronto recibiría a cambio su tercera medalla luctuosa, nunca le perdonó haber renunciado así al sacrificio en aras de la patria. Mi abuela, por su lado, le escribió todavía una docena de cartas donde, a pesar de la insistencia de su hijo ausente, siguió llamándole Thadeus. Un día, al fin, mi padre interrumpió aquella correspondencia, pues ahora había asumido por completo; la identidad del guardagujas Viktor Kretzschmar, y no estaba dispuesto a renunciar a ella. Acaso temía que la necedad de las misivas maternas le delatasen como desertor, o quizá le preocupaba que esas líneas le recordasen eternamente su impostura. Por eso no tuvo reparo alguno en cortar de tajo aquel intercambio epistolar, asesinando así, en la memoria de quienes le habían engendrado, al hijo que aquellos dos ancianos insistían en revivir, ignorantes de que a aquella sazón, quien ahora ostentaba el nombre Thadeus Dreyer seguramente se hacía matar en un frente oriental del que se recibían noticias cada vez más desalentadoras.

Ni la total renuncia de mi padre a su nombre y su pasado, ni la bonanza de sus primeros años en la garita, bastaron para que cierto día se dejase inundar por una desazón que al principio debió de parecerle nimia, pero que al cabo se enquistó entre sus peores pesadillas. Mientras duró la guerra no hubo día en que el guardagujas no bajase a la ciudad buscando la confirmación definitiva de su propia muerte. Entre viudas potenciales y ancianos desolados, esperaba desde la madrugada a que la oficina de correos publicase el recuento de caídos en el frente. Todas las últimas trincheras de la gran conflagración desfilaron diariamente ante él sin que en las listas figurase nunca el nombre de Thadeus Dreyer, aquel nombre arcano e irrespirable que mi padre no alcanzaba a destruir por completo. Tal vez más tarde, de vuelta a su cabaña, imaginaba encontrar una carta donde sus padres, confundidos acaso por una notificación del deceso del recluta Thadeus Dreyer, le escribían a su nuevo hogar en la comarca salzburguesa para exigirle explicaciones. Quizá también se consolaba pensando que no había sido él quien suspendiera la comunicación con mis abuelos, sino que éstos, tras recibir un aviso mortuorio que bien podría no haber llegado a nuestra oficina de correos, habrían llorado al fin su muerte pensando en un cadáver remoto cuyos rasgos ahora serían definitivamente borrados por las esquirlas francesas o los gusanos balcánicos.

Poco consuelo debieron de dar a mi padre aquellos hipotéticos asesinatos perpetrados cotidianamente contra sí mismo, pues pronto se entregó en cuerpo y alma a buscar la legitimación de su nueva vida por todos los medios posibles. Acaso le habría gustado concebir de golpe un centenar de hijos que pudiesen propagar su nuevo nombre por todos los confines de la tierra, pero la mujer que había elegido para ello no supo darle más que uno. Un hijo que, por otro lado, llegó demasiado tarde a su existencia, pues nací en las postrimerías de la guerra y tras una retahíla de embarazos fallidos con los que la naturaleza parecía recordarle a mi padre la aborrecida falsedad no sólo de su apellido, sino de su propio cuerpo. Antes de mi nacimiento, los pobladores de la región se habían acostumbrado a ver encinta y sin hijos a la esposa del guardagujas Kretzschmar. Por eso, cuando el último de aquellos embarazos concluyó felizmente, no faltaron motivos a los murmuradores para dudar de la legitimidad de aquel niño.

Derrotado así por los obstáculos que incluso la naturaleza imponía a su nueva identidad, mi padre dedicó sus últimos esfuerzos a demostrar al mundo que su destino fue siempre el de un intachable funcionario de ferrocarriles. Su empeño, no obstante, derivó en una monomanía ferroviaria digna de mejores causas. Bajo la cuestionable premisa de que un hombre no es sino su oficio, Viktor Kretzschmar se convirtió en el guardagujas más celoso y mejor preparado de la incipiente industria ferroviaria que la guerra nos había dejado en herencia. Amén del cambio de vías, que realizaba todas las tardes con ritual precisión, mi padre recubrió los muros de su cabaña con infinidad de diplomas que la compañía le otorgó año tras año en reconocimiento por su labor. Nada se decía en esos papeles que no estuviera impreso antes en los diplomas de sus predecesores, pero él los ostentaba como si se tratase de reiterativas actas de bautismo, incuestionables documentos de identidad en los cuales sus patrones le acreditaban ante el mundo entero como una especie de ungido de los trenes. Por si eso no bastase, reunió pacientemente en la garita un auténtico archivo ferroviario que vino a complementar su enciclopédico saber de cuanto estuviese relacionado con su oficio: diagramas de maquinarias antiguas y modernas, sellos postales, daguerrotipos, grabados acuciosos, extensos planos de líneas férreas en países con nombres impronunciables, y hasta una caterva de novelas de trasunto total o parcialmente ferroviario, leídas por mi padre con una morosidad de analfabeto que nunca pudo sacudirse del todo. Todas estas cosas fueron el principal mobiliario de mi casa de infancia. Y aquéllos fueron también mis compañeros de juegos, mis libros de texto, los fantasmas metálicos o documentales que pronto redujeron significativamente el espacio de nuestra cabaña como si, con ellos, Viktor Kretzschmar hubiese conseguido al fin suplir a los hermanos que no tuve.

Ignoro en qué momento nuestra casa se volvió insuficiente para albergar la materialización de los delirios de mi padre. Cuanto tenía y conocía de los ferrocarriles le habría bastado ya para graduarse en Viena como un intachable ingeniero ferroviario, pero tuvo que conformarse un día con la construcción de un pequeño anexo al lado de nuestra cabaña. Fue allí donde mi padre levantó su propia maqueta del mundo, un mundo de trenes raquíticos cuyos habitantes estarían siempre muy lejos de sospechar siquiera que su creador era un demiurgo impostado y sin nombre. La más clara imagen que conservo de mi padre en aquellos años es la de sus ojos trastornados ante pequeñas locomotoras traídas de Londres o Berlín, sus pueblos apacibles labrados en madera de pino, su milimétrica garita de utilería pintada con los colores de las líneas férreas austríacas y habitada por un húsar de plomo disfrazado de guardagujas. Tarde tras tarde, mi padre manipulaba ufano aquel muñeco ensayando innumerables cambios de vía hasta alcanzar una perfección que nada tenía de pueril. Yo, por mi parte, lo miraba fascinado procurando olvidar que en esos momentos mi madre viajaba a Salzburgo en busca de un trabajo, no siempre dentro de los límites del honor o la legalidad, que le permitiese suplir los huecos que en nuestro presupuesto habían comenzado a dejar las manías ferroviarias de Viktor Kretzschmar.

* * *

El accidente tuvo lugar en 1933, poco después de que Hitler se erigiera como canciller de Alemania. Ninguno de nosotros pudo ver ni escuchar el choque de los trenes, pues éste ocurrió muchos kilómetros más arriba de la garita, en un valle cercano ya a la ciudad de Salzburgo. Quienes luego fueron llamados para atestiguar ante el tribunal ferroviario, describieron sin embargo los hechos con una minucia tal, que todo terminó por adquirir para mí un dejo de inverosimilitud, como si la precisa descripción de las llamas, los vagones destrozados, los cadáveres presos entre hierros candentes y los heridos clamando auxilio en mitad de la llanura hubiesen existido más bien en la desbordada imaginación de los testigos. Durante el juicio, mi padre tuvo que escuchar una a una aquellas descripciones sentado en un banquillo que lo hacía parecer más pequeño de lo que era, como si él mismo hubiese comenzado a metamorfosearse en el guardagujas de plomo que hasta ese día veló por el correcto tránsito de sus trenes de juguete. Había envejecido de la noche a la mañana, pero en lo firme de su mirada y en el oído que prestaba atento a las diatribas de sus acusadores no se proyectaba culpa alguna. Algo más parecía preocuparlo. Se diría que el desastre, supuestamente provocado por su negligencia, le importaba mucho menos que los secretos motivos que le habían dado origen.

En una de las pocas entrevistas que sostuve con él durante el juicio, mi padre me pidió que le hiciese llegar cuanto antes la lista de quienes habían perecido en el descarrilamiento. No fue fácil obtenerla, y cuando al fin pude entregársela, casi me arrepentí de haberlo hecho: mientras leía el recuento de las víctimas, su rostro adquirió una palidez de muerte que a partir de ese día no dejó de acompañarle, sus labios murmuraron para el mundo imprecaciones para mí hasta entonces desconocidas, y sus ojos recorrieron la lista cientos de veces con una rabia ciega, seguramente superior a aquella con la cual, años atrás, había buscado el nombre de Thadeus Dreyer en los recuentos de caídos en campaña. Al final, mi padre redujo la lista a papeles tan diminutos como su maqueta ferroviaria, y me despidió en silencio aguardando sin mucha esperanza el fallo de los tribunales.

Días después el guardagujas Viktor Kretzschmar era condenado a prisión por negligencia criminal. En ese momento me pareció que se cometía la más grave injusticia de la historia, pero algo en mi interior me anunció de pronto que, en realidad, mi padre pagaba así su último y fallido intento por saldar una antigua deuda con sus fantasmas. Ya para entonces mi madre me había confesado al detalle el verdadero origen de su nombre y de su puesto, y no cabía duda de que en aquel intercambio de identidades perpetrado hacía años en un tren rumbo al frente oriental, debían hallarse los motivos del accidente y la justificación de una condena judicial que podía haber sido aún más dura.

Mientras escuchaba el relato desencantado de mi madre, recordé que la tarde previa al accidente mi padre, que había ido a la ciudad con el pretexto de adquirir un catálogo de locomotoras, había regresado a la garita inesperadamente ebrio y se había encerrado toda la noche en el anexo donde guardaba sus maquetas ferroviarias. A la mañana siguiente, después de echar la llave al cobertizo, había vuelto a su trabajo procurando disimular una pesadumbre que se prolongó hasta el momento de cambiar las vías. Durante su calvario en los tribunales mi padre aseguró una y otra vez que un inopinado ataque de asma, secuela de una afección respiratoria que se hallaba oportunamente registrada en sus documentos de identidad, le había impedido llegar a tiempo hasta la aguja para efectuar el cambio de vías. Su argumento, no obstante, había servido de muy poco a la hora de determinar su responsabilidad en la catástrofe, y confieso que tampoco había resultado muy convincente para mí o para mi madre.

Azuzado por las sospechas que habían sembrado en mí tanto las confesiones de mi madre como el fallo de los tribunales, esa misma tarde regresé a la garita, forcé la cerradura del anexo y hallé en su interior la confirmación de mis presagios: en su pequeño universo ferroviario, mi padre había ensayado la catástrofe que le costaría la libertad y el sueño. La locomotora y sus vagones yacían ahora en mitad de la maqueta, sin llamas y sin muertos, pero invocando en su ruina silenciosa el desastre que, por primera y única vez en su vida, Viktor Kretzschmar había logrado reflejar en el mundo real. En el suelo, envolviendo el pequeño húsar de plomo uniformado de guardagujas, hallé una hoja de periódico donde se anunciaba que el teniente coronel Thadeus Dreyer, condecorado con la Cruz de Hierro por sus acciones heroicas en el frente oriental durante la guerra del catorce, viajaría al día siguiente a Salzburgo como invitado especial a un mitin del sector austríaco del Partido Nacional Socialista. Mi padre, al fin, había encontrado al hombre que buscara durante tantos años, un hombre que ahora gozaba de un destino que no le pertenecía y que sólo con la muerte, comprendí, habría podido reintegrarse a su dueño primero.

* * *

No habían transcurrido dos horas de mi descubrimiento en el anexo, cuando mi madre regresó a casa acompañada por quien había de marcar mi vida para siempre. Ese mismo día, por la mañana, aquel personaje amplio e inquietante se había mezclado entre los espectadores del juicio, y allí había permanecido hasta el último momento, aguardando el fallo del tribunal ferroviario con la magnificencia propia de un juez ultraterreno. También mi madre había reparado en él esa mañana, mas no con el recelo con que miramos al extraño que de pronto se inmiscuye en nuestras íntimas tragedias, sino con el gesto inequívoco de quien distingue a un viejo conocido en medio de la multitud. A juzgar por las miradas que entonces le dirigió mi madre, el hombre estaba ahí por derecho propio, casi como si formase parte de la estrambótica escenografía que los hombres habían levantado para juzgar el crimen de Viktor Kretzschmar.

Por mi parte, debo confesar que la providencial irrupción de aquel hombre en el juicio jamás bastó para despojarme por entero de la suspicacia que en mí provocaban su aspecto, sus palabras atildadas y el afán que, a partir de ese día, mostró siempre por dirigir mis pasos de huérfano carcelario.

—El señor Goliadkin es un viejo amigo de la familia —mintió mi madre en cuanto abrí la puerta de la cabaña—. Él nos ayudará a salir adelante ahora que tu padre ha caído en desgracia.

Atribulado aún por mi reciente inspección del anexo, apenas alcancé a musitar algún gemido de bienvenida, menos aún a disimular mi sorpresa cuando el visitante extendió la mano izquierda para saludarme.

—Perdí el brazo en Verdún —me explicó con una sonrisa cenagosa, entre mecánico y divertido, ante la torpeza con que respondí a su saludo.

Mi madre, mientras tanto, se afanaba en preparar una taza de café. Por el momento no parecía dispuesta a darme más explicaciones sobre su invitado ni a comentar el fallo del tribunal. Acaso pensaba que la intromisión del señor Goliadkin en nuestro pequeño mundo de ignominia y desamparo recién estrenados bastaría para clausurar de golpe nuestra vida junto al guardagujas e inaugurarnos una nueva existencia. Y, en cierta forma, no se equivocaba: bajo y regordete como un duende, el señor Goliadkin había tomado asiento y ahora apilaba sobre la mesa una cantidad nada despreciable de billetes.

—Me parece —dijo al fin— que el tribunal ferroviario ha cometido hoy una enorme injusticia con el señor Kretzschmar. Le ruego, muchacho, que acepte esta pequeña muestra de solidaridad.

Sus palabras impregnaron el aire de la cabaña con un relente más parecido a la resignación que a la benevolencia. Era como si su visita, su dádiva y hasta su compasión para con mi padre fuesen parte de un rito asumido a regañadientes, el solemne pago de una antiquísima deuda de juego por parte de un deudor moroso. Mi madre debió de percibir estas dudas cuando vio que yo, petrificado junto a la puerta, no me avenía a aceptar la oferta del señor Goliadkin.

—Tómalos —me ordenó con inusitada autoridad; señalando los billetes que nuestro visitante había dispuesto sobre la mesa—. Ese dinero nos pertenece.

Y diciendo esto puso con violencia una taza de café frente a la mano viuda del señor Goliadkin.

Nunca había visto a mi madre tan ofuscada y, al mismo tiempo, tan segura de lo que decía. Habituado desde niño a sus silencios de mujer sumisa y abandonada por las manías de su marido, sentí que ella no sólo quería dar por cancelada su vida al lado del guardagujas Viktor Kretzschmar, sino que, por alguna extraña razón, estaba efectivamente convencida de que el dinero de nuestro visitante nos pertenecía. Ni entonces ni nunca se preocupó ella por explicarme el motivo de esta seguridad, y creo que hizo bien en no hacerlo. Después de todo, aquella era una parte de su historia que sólo a mí me tocaba desovillar, una historia que, de no haber sido por su discreción, seguramente habría caído en el olvido en el instante mismo en que el señor Goliadkin, musitando con torpeza su invitación a que lo buscase en Viena si algún día pasaba por allí, cerró tras de sí la puerta de nuestra cabaña sin haber probado siquiera un sorbo de café.

Muchas veces, a partir de aquella noche, volví a aceptar los favores del señor Goliadkin, pero en raras ocasiones conseguí estrechar el vínculo que, supongo, debe existir entre un joven de provincias y su generoso benefactor. Aquel hombre adquirió muy pronto la turbadora condición de entrar y salir de mi vida en el instante justo, siempre con la acre brevedad de quien cumple una misión no del todo placentera. En individuos como él persiste infaliblemente cierta torpeza para el disimulo, una flagrante incapacidad para ocultar por completo el carácter artero de sus acciones, aun cuando éstas parezcan benévolas, incluso heroicas. Desde un principio tuve claro que el señor Goliadkin no había puesto aquellos billetes ante mí llevado por la filantropía, mucho menos por la supuesta amistad que le unía a mis desventurados padres. No obstante, la certeza de que mis propias razones para salir del paso, acuñadas poco a poco desde mi fatal inspección del cobertizo de mi padre, tampoco podían considerarse dentro de los fueros de la moralidad, me llevó no sólo a aceptar la ayuda de aquel ángel desconcertante, sino a creer que, cualquiera que fuese el origen de su misericordia, la justicia divina lo había puesto en mi camino para que yo pudiese vindicar un día el honor perdido del guardagujas Viktor Kretzschmar.

* * *

Lo primero que pude confirmar tras la visita de Goliadkin y el encarcelamiento de mi padre, fue que el teniente coronel Thadeus Dreyer había cancelado su viaje a Salzburgo en el último minuto. Nada decían los diarios sobre los motivos que ese día le llevaron a aplazar su encuentro con la fatalidad, pero yo estaba seguro de que él, más tarde, debió de considerar esas razones casi como una señal divina. ¿Quién podría culparle por ello? Al fin y al cabo, aquella evasión fortuita de la muerte no podía ser sino el signo inequívoco de que Dios le consideraba digno de un gran destino, una misión inapelable que mi padre, el verdadero Dreyer, jamás habría llevado a buen término.

En un principio, pensar que éste habría sido el razonamiento del teniente coronel Dreyer al recibir la noticia del descarrilamiento y la ulterior condena de un tal Viktor Kretzschmar, me causó un ataque de rabia incontenible. Más tarde, sin embargo, yo mismo comencé a temer que el fracaso rotundo de mi padre fuese efectivamente la confirmación de que, en contadas ocasiones, la fortuna se aviene a corregir sus propios errores y termina por reasignar a sus criaturas el nombre o la suerte que debieron pertenecerles desde el primer día de la creación.

Supongo que también mi padre interpretó su derrota como la divina confirmación de su propia e irrecusable mediocridad, pues desde entonces renunció para siempre a cualquier intento por congraciarse con la vida que le había tocado en turno. Para él, la prisión local terminó por convertirse tan sólo en la fachada del cuerpo al que ahora se sentía definitivamente encadenado. Si antes del accidente su rostro delataba al menos una chispa de ira ilusionada por la venganza, al paso de los años no quedó en él ni la más remota posibilidad de que el pasado o el futuro pudiesen ser revertidos por su mano. Abandonado por mi madre, y acaso un tanto vencido por los fantasmas de quienes había hecho perecer entre los hierros, se hundió paulatinamente en un silencio lerdo y tan pesado, que le encorvó la espalda casi hasta la cintura. De esta forma aislado y deshecho, ni siquiera se inmutó cuando años después le anuncié que, merced a los buenos oficios de su amigo el señor Goliadkin, su nombre había aparecido en una lista de presos políticos amnistiados por el gobierno nazi.

Esto ocurrió a mediados de 1937, sólo cuatro años después del accidente y del triunfo de los nazis en la vecina Alemania. Goliadkin me anunció el excarcelamiento de mi padre a través de un festivo telegrama donde, además, aprovechaba la oportunidad para reiterarme su invitación a que lo visitase en la ciudad, esta vez Berlín, donde me auguraba una carrera venturosa al lado de ciertas personas que se mostraban muy interesadas por conocerme. A aquella sazón, yo había ahuyentado casi por completo la idea acomodaticia de que la suerte de mi padre podía ser un merecido castigo a su mediocridad y, en consecuencia, había comenzado a alimentar de nueva cuenta mi sorda intención de cobrar a Thadeus Dreyer el crimen de haber sobrevivido. La ruina física y mental del guardagujas Viktor Kretzschmar, olvidado hasta de sí mismo en la oscuridad de su celda, había excavado en mi ánimo un gigantesco pozo que ahora imantaba todas mis razones, toda mi energía vital. Por eso, antes que debilitarlos, el telegrama del señor Goliadkin vino justo a tiempo para reafirmar mis propósitos, pues incluso la liberación providencial de aquella ruina humana en la que se había convertido mi padre me pareció entonces una burla, una provocación por parte de aquellos seres opulentos que, como Goliadkin o el propio Dreyer, se sentían aún con derecho a manipular arbitrariamente el destino de los humillados. Bien podía mi oscuro benefactor servirse de mi padre para satisfacer sus delirios de grandeza, mas yo no estaba dispuesto a someter también mis decisiones a su afán justiciero. Allá él si se empeñaba en ayudarnos. Yo me ocuparía muy bien de que su ayuda obrase solamente para llevar a buen término la rebelión que alguna vez mi padre había comenzado contra hombres como Thadeus Dreyer.

* * *

Siempre supe que no me sería fácil llegar hasta Thadeus Dreyer, pero nunca imaginé que su suerte sería tal como para que la historia misma del siglo acabara por protegerle. Ese año, amén de los trastornos mayúsculos que le había acarreado el triunfo inesperado de los nazis, Berlín me recibió con la noticia de que el antiguo contrincante de mi padre había obtenido el grado de general y que, para colmo, se contaba entre los más cercanos colaboradores del mariscal Goering. Nadie supo decirme con certeza cuál era su papel en el alto mando del Reich, pero a juzgar por lo errátil de sus apariciones en público y lo ambiguo de sus nombramientos, estaría al mando de alguno de esos proyectos de alta seguridad con que Goering desquitaba la confianza del Führer. Algunos oficiales, a quienes pude conocer en seguida por mediación del señor Goliadkin, hablaban de Dreyer con evasivas, como si se tratara de un superior al mismo tiempo poderoso e incómodo, un austríaco advenedizo cuyo ascendente sobre los designios del mariscal Goering y aun del propio Führer era, también para ellos, inexplicable. Goliadkin, por su parte, alegaba en su defensa que su propia relación con los nazis se limitaba, como la de muchos hombres de negocios en aquella época, a unos cuantos vínculos más económicos que políticos. Por eso, dijo, lamentaba no poder ayudarme en una pesquisa que, por lo demás, le parecía tan extraña como injustificada.

—Si tanto le interesa la milicia —me sugirió sin afán en una de las pocas entrevistas que pude sostener con él—, le sugiero que se aliste usted de inmediato en el ejército y se afilie cuanto antes al partido.

La propuesta no era del todo insensata, y era evidente que mi benefactor contaba con los medios necesarios para hacer que mi carrera militar comenzase de manera más que conveniente. Su despacho estaba siempre repleto de jóvenes provincianos que, como yo, seguramente aguardaban la señal de aquel mecenas de la juventud germana para vestirse con sus mejores galas y presentarse de inmediato en la guarida de algún oficial con demasiadas deudas como para negarle nada a los recomendados del poderoso señor Goliadkin. Curiosamente, nunca volví a toparme con aquellos jóvenes ansiosos, pero estaba seguro de que nuestro benefactor habría sabido colocarlos en el seno del Reich con la omnipotencia propia de quienes controlan a placer los hilos de la humanidad.

Así y todo, en un principio procuré seguir sólo en cierta parte el consejo del señor Goliadkin. La milicia en ese momento me resultaba poco menos que despreciable. Además, aquél era un ambiente en cierta forma hostil para un ciudadano de Austria y, quizás, demasiado lento en su escalafón como para permitirme algún día acceder por esa ruta al general Dreyer. De modo que me limité a afiliarme a las juventudes del Partido Nacional Socialista a la espera de que pronto, por algún otro camino, se me presentase la oportunidad que tanto ansiaba.

Años después comprendí que en realidad hubiera dado exactamente lo mismo emprender desde un comienzo mi carrera en el ejército del Reich. Esto lo digo no sólo por el hecho evidente de que, a la postre, cualquier carrera en aquella nación terminó por convertirse en una carrera militar, sino porque el general Thadeus Dreyer, transformándose de perseguido en perseguidor, me habría encontrado más temprano que tarde. Mi enfrentamiento con él no era cuestión de tiempo ni dependía de las decisiones que yo creyese tomar en ejercicio de una libertad que siempre tuvo algo de espejismo. Sin yo saberlo, mi papel en esos años se limitó a recorrer un laberinto cuyas compuertas se abrían o se cerraban ante mí para conducirme exactamente hacia donde otros querían llevarme. En suma, durante esos años gocé de tanta libertad como puede tenerla un roedor que, embrutecido, recorre una desquiciante maqueta del cosmos.

Mis días en el Reich, alternados con una fulgurante trayectoria en el Colegio de Ingenieros Ferroviarios, discurrieron para mí con el vértigo característico de aquellos tiempos. Es verdad que nunca dejó de apretarme el ansia de llegar hasta el general Dreyer cuando se presentase la oportunidad, mas confieso que en ciertos momentos llegué incluso a olvidar los términos precisos con que debía regir cada uno de mis actos. Nada había entonces en Berlín tan fútil como un motivo personal, cualquiera que éste fuese. Incluso la memoria de los individuos concretos terminaba por fundirse en el bloque inmenso de un futuro común y grandilocuente donde hombres como mi padre ya no tendrían que preocuparse por sus mezquindades, menos aún por la legitimidad de un nombre que se disolvería en el entusiasmo de multitudes anónimas y felices. Semejante perspectiva podía deslumbrar a cualquiera, pero a veces, cuando me descubría obnubilado en mitad de un mitin o un desfile, el clandestino resorte de mis motivos para estar ahí, ajenos y aun contrarios a las del partido que me abrigaba, me exigía un retorno desgarrador a la cordura o al recuerdo concreto y desastrado de mi padre. Entonces volvía a casa con un nudo en la boca del estómago o simplemente me sumergía en interminables borracheras que ayudaban muy poco a reparar el daño que en mí, como en tantos otros, infligía aquella lucha sin tregua entre la masa exultante y el alma irrepetible de cada hombre.

Quiero pensar que fue el ajedrez lo que en cierta medida me salvó de disolverme en la locura o de abreviar con un disparo en la sien la larga espera de mis días berlineses. Ciertamente habían pasado muchos años desde la última lección ajedrecística de mi padre, pero pronto descubrí que no sólo me quedaban aún los recursos necesarios para integrar una defensa digna sobre el tablero, sino que ahora podía encontrar en el juego un placer que hasta ese momento me resultó por entero desconocido. De la noche a la mañana, comprendí que mi inicial torpeza en el ajedrez se debía más bien a la violencia con que éste me había sido enseñado. Las manías y el encono del guardagujas Viktor Kretzschmar se habían filtrado en sus lecciones hasta hacerme creer que los secretos de aquel juego, al que él concedía tanta importancia, me estaban vedados desde el nacimiento. Ahora, en cambio, el ajedrez me ofrecía la invaluable posibilidad de ejercitar mi razón maltrecha y reintegrar con ella el ser que, día tras día, amenazaba con fragmentarse en medio de la multitud enardecida. Frente al tablero, incluso el espectro de Dreyer me parecía inofensivo, y el mundo entero desfilaba para mí como si, por un instante al menos, hubiese yo dejado de existir entre los hombres para dármelas de un dios solitario cuya libertad era tan amplia como infinitas eran las posibilidades de perpetrar un jaque al rey.

Curiosamente, nadie como Goliadkin se mostró más entusiasta con mi vuelta a los arcanos territorios del ajedrez. Mis otras decisiones y tumbos por la vida solían dejarle indiferente, casi como si se tratara de predecibles acotaciones en un drama cuyo desarrollo conocía de memoria. Con el ajedrez, en cambio, su interés fue en tal forma desmedido, que llegó a resultarme incómodo. En cuanto comencé a desplazarme entre clubes y justas ajedrecísticas, el señor Goliadkin tuvo a bien convertirse en testigo riguroso de mis triunfos y mis derrotas frente al tablero. Se presentaba infaliblemente en los salones a la hora de iniciar la partida y allí permanecía, mudo y atento, como en el juicio de mi padre, anotando con su eterna mano izquierda cada una de mis jugadas, aprobando con la cabeza el anuncio de mis jaques o disimulando una mueca de disgusto cuando atestiguaba la pérdida de mi reina. Estaba claro que mi benefactor conocía escasamente los secretos del ajedrez, y aun algunas de sus reglas más rudimentarias. Sin embargo, seguía mis progresos con entusiasmo de diletante. Y si bien solía marcharse antes de que yo pudiese saludarle, me dejaba siempre con la sensación de que la partida había sido escenificada exclusivamente para él.

Al cabo de unos cuantos meses había hecho enormes progresos en mi juego, y llegué a jactarme de que no había entonces en Berlín un solo maestro ajedrecista que, siquiera una vez, no hubiese sucumbido a mis embates.

—Todos menos uno —me provocó cierto día el señor Goliadkin en cuanto tuvo noticia de mis alardes, y añadió a esto que, si ése era mi deseo, lo arreglaría todo para incorporarme al club ajedrecístico de Reiynhard Heydrich, cuyo más diestro y asiduo comensal era el propio Thadeus Dreyer.

Aquello bastó para devolverme súbitamente a la realidad. Hasta ese día, Goliadkin no había dado muestras de conocer los secretos motivos que, en otros tiempos, me habían movido a preguntarle por Dreyer. Pero ahora no cabía duda de que los había conocido siempre y que, además, los había favorecido con paciencia como si él también, por una razón que estaba más allá de los nexos que pudieran unirle a mis padres, hubiese estado esperando el momento justo para favorecer un encuentro que no podía terminar, como quisiera el guardagujas Viktor Kretzschmar, con un burdo asesinato, sino precisamente ante un tablero de ajedrez.

Ese día experimenté hacia el abstruso señor Goliadkin un respeto y una admiración rayanos en la amistad. De pronto me sentí vinculado a él por el propósito común de despeñar en la ignominia al general Thadeus Dreyer. Cualesquiera que fuesen sus razones para humillarlo, ahora él contaba conmigo para conseguir sus propósitos. No me molestó entonces pensar que aquel hombre había dirigido mis pasos llevado por algo más que la benevolencia. Con variantes para mí desconocidas, su objetivo era el mismo que el mío, y él había comprendido antes que yo que mi venganza no se habría cumplido a cabalidad con un magnicidio, sino con la aniquilación total de mi enemigo mediante su pública humillación en una partida de ajedrez similar a la que, en otros tiempos, le había servido a él para usurpar la suerte de mi padre.

* * *

Poco duró mi entusiasmo respecto de las supuestas intenciones de Goliadkin, pues cierta noche descubrí que ni siquiera él había sido el legítimo detentador de mi destino. Esta iluminación surgió de un encuentro casual, de esos que tachonan la existencia de los hombres que, como mi padre y yo mismo, parecen destinados a no ser quienes rijan el ariete de sus vidas.

En un pequeño suburbio de Berlín, donde había ido a parar durante una de mis tumultuosas francachelas con las juventudes hitlerianas, me encontré de pronto abandonado por mis compañeros en un café de mala muerte donde reinaba un aire en verdad lúgubre. Afuera caía a plomo una lluvia fangosa e intransigente, y decidí que sería mejor esperar a que los vapores del alcohol tomasen asiento para no arriesgarme a desaparecer en la borrasca como uno de tantos viejos bebedores que recibían la alborada berlinesa congelados junto al arroyo. Recuerdo vagamente que el lugar donde me hallaba parecía una descomunal caja de fósforos, una casa como cualquier otra de las que antaño solía visitar en mis escapadas universitarias. Reinaba ahí un olor a cerveza y maquillaje, como un tapiz de soledades indispuestas sobre un mostrador donde, a aquellas horas, sólo servían una especie de aguardiente rebajado. Me encontraba ahí como se encuentra un náufrago que horas antes se creía levantado en la cofa de un bergantín sin saber por qué ni en qué momento tuvo lugar la ruina de su embarcación.

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