Amnesia

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Primera parte » Capítulo 3

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3. TELÉFONO

Se pasó varias horas revisando el pendrive, el técnico no había logrado salvar nada de la información personal, contactos o redes sociales, pero de alguna manera se habían salvaguardado los vídeos e imágenes de las últimas semanas. No era mucho para empezar, aunque abrigaba la esperanza de que la paciente pudiera reconocer a su familia. Aquel descubrimiento le preocupaba, si aquellas personas habían venido con ella hasta Estados Unidos, ¿dónde diablos se encontraban? ¿Se las había tragado la tierra?

Sharon miró los rostros de los dos adolescentes, la niña pequeña y el hombre. En las fotos parecían tan felices, que casi tuvo que morderse los labios para evitar el nudo en la garganta que se le estaba formando. No quería que el resto de sus compañeros la viera expresar sus emociones, se consideraba una profesional y los sentimientos debían quedar a un lado. Aunque después pensó que en las fotos todos parecemos felices, intentamos mostrar ante las cámaras una alegría que a veces no se corresponde con la realidad, como si pudiéramos engañar al espejo en el que nos vemos reflejados cada mañana.

Respiró hondo y cerró el programa. Antes de hablar con la paciente quería saber la opinión del doctor Sullivan, él era el verdadero experto y no deseaba que la mujer se bloqueara y tardase aún más en recordar, la vida de aquellas personas que había visto en las fotos podía depender de ello.

Quitó el pendrive del ordenador y se puso el sombrero, estaba dirigiéndose hacia la salida de la comisaria cuando el sheriff la llamó.

—Agente, ¿puede venir un momento?

Sharon se puso un poco nerviosa, a pesar de llevar un año en la oficina, aún le intimidaba el jefe. Todos le consideraban un buen hombre. Su aspecto bonachón, con aquella barba canosa y su incipiente barriga, le hacían aparentar una figura paterna, casi entrañable, pero eso no impedía que ella le tuviera un gran respeto.

Sheriff —dijo la mujer entrando en el despacho. El jefe siempre tenía la puerta abierta, no le gustaban los protocolos, cualquiera podía entrar y hablar con él en cualquier momento. Le quedaba menos de un par de años para jubilarse, pero en los últimos veinte años había sido uno de los pilares de la comunidad.

—¿Cómo va el asunto de la mujer?

—Avanzamos muy despacio. He recibido la información de su teléfono, pero lo único que hemos podido salvar son los vídeos y las imágenes. Es un comienzo que nos permitirá saber quién es, qué hace por aquí, con quién viajaba y qué les sucedió. Tengo miedo de que haya cuatro personas perdidas por los bosques del parque nacional y nosotros no estemos haciendo nada.

—Es posible que viajara sola. A veces algunas madres se toman algunos días de descanso para recuperar fuerzas —comentó el sheriff.

—Sí, pero no está registrada en nuestra base de datos, sus huellas no han dado ningún resultado. Seguramente no sea norteamericana, pero el inglés parece su idioma materno. En un par de días tendremos a un experto para que analice su acento, tal vez así podremos saber al menos de dónde viene.

—¿Han llegado ya las imágenes del Banco? De esa manera podríamos al menos ver el coche que alquilaron —dijo el sheriff.

—Llegan esta tarde —dijo la joven sin mucho ánimo.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó el jefe como si intuyera su frustración.

—No, por el momento.

—Está bien, pero si necesitas cualquier cosa me la pides. Sabes que estamos cortos de recursos, pero no quiero que le pase nada a una familia de turistas en nuestro territorio. En los últimos años se han cerrado las pocas fábricas que teníamos y el turismo es ahora nuestra mayor fuente de ingresos. El alcalde…

—Estaré atenta. Creo que las fotos refrescarán la mente de la mujer y lograremos superar su bloqueo.

La mujer salió del despacho, se dirigió a su coche y se quedó un rato sentada, mirando al infinito. Dejó la mente en blanco, necesitaba aclarar sus ideas y sobre todo tranquilizarse. Se tomaba el trabajo demasiado a pecho y sabía que eso era lo peor que podía hacer. Su padre se había dedicado a la medicina toda su vida, su madre había sido asistente social y los dos le habían enseñado que no podría ayudar a nadie, si no cuidaba sus sentimientos y separaba lo personal de lo profesional. Habían sido unos excelentes padres, pero sabía que los había decepcionado. Unos años antes, al perder a su hermana en el bosque, su vida se había truncado para siempre. No quiso estudiar en la universidad. Sus padres hubieran preferido que se marchara de allí, que buscara su futuro en un lugar mejor, pero no pudo alejarse de su hermana, para ella continuaba viva en aquellos interminables bosques y lagos.

No tardó más de diez minutos en llegar a la clínica, entró en el edificio que aquella hora del mediodía parecía más tranquilo y solitario que el día anterior. El sol había desaparecido tapado por las nubes que habían comenzado a llegar aquella mañana. Aún quedaba mucho verano, aunque, tan al norte, siempre era demasiado corto, ya a mediados de agosto el tiempo tormentoso y el frío presagiaban las terribles nieves del invierno.

Caminó hacia el despacho del director, pero no encontró a nadie. Se adentró sola en el ala de los pacientes y subió las escaleras en dirección a la habitación de la mujer. En el centro apenas había media docena de enfermos. A pesar de todo, el alcalde se había quejado de que les enviaban a todos los locos del condado, pero la mayoría no eran peligrosos, al menos para los demás, aunque sí para sí mismos.

Se acercó a la puerta y la vio entornada. La mujer estaba sentada en el escritorio. La agente se extrañó de que no estuviera bajo llave y sacó su arma reglamentaria, estaba empujando la hoja cuando notó una mano que se posaba en su hombro. Se dio la vuelta y apuntó a la cara de un hombre negro y alto que estaba a su espalda.

—¡Joder, Tom!

—Señorita Dirckx, guarde eso.

—¿Por qué está la puerta abierta?

—He ido un momento a por una jeringuilla, nuestra paciente se encuentra un poco nerviosa —le explicó el celador. Era un hombre grande y corpulento, aunque sus formas eran delicadas, casi femeninas.

—¿Dónde está el director?

—Almorzando, es la hora de la comida. Siempre toma algo en el café de enfrente. Es una forma de desconectar. El doctor Sullivan llega a las siete de la mañana y no se va nunca antes de la diez de la noche. Está completamente entregado a su trabajo.

—Está bien. Iré a buscarle, pero por Dios, no dejes la puerta abierta, la paciente podría desorientarse —dijo la agente guardando el arma.

—Es la mejor enferma del edificio. Nunca da problemas, siempre es amable y educada. La llamo la damita inglesa.

—¿La damita inglesa?

—¿No la ha escuchado hablar? Esa dicción es británica.

—Lo cierto es que hasta ahora no había hablado mucho —comentó Sharon.

—Habla mucho sola, a veces también canta. Viví un par de años en Londres y le aseguro que es británica, seguramente de Londres —dijo el hombre.

—Gracias —dijo la mujer mientras se dirigía hacia las escaleras.

—¿Por qué? —preguntó el bedel extrañado.

—Puede que nos hayas facilitado una pista.

Sharon salió a la calle y caminó hasta el local próximo a la clínica. Era una cafetería americana de platos combinados y café. Nada sofisticada y a la que acudían los empleados de la zona. Una verdadera fuente de colesterol y azúcares.

Entró y miró por las mesas hasta reconocer al doctor, estaba comiendo un poco de arroz y una ensalada. Se acercó a la mesa y se quitó el sombrero.

—Doctor Sullivan.

El hombre levantó la cabeza del plato y por unos segundos en su mirada pudo observar la tristeza que llevaba cargando los últimos años. A veces pensaba que aquel pueblo era un barco a la deriva cargado con náufragos que habían perdido el sentido de la vida.

—¿Qué sucede ayudante? —le preguntó con un gesto de fastidio. De alguna manera absurda aquel momento se había convertido en uno de los mejores dentro de su anodino día.

—Tengo algunas cosas del teléfono de la mujer, también he hablado con el celador y me ha comentado que la mujer tiene acento británico.

El doctor Sullivan dejó el tenedor a un lado y le dio un buen trago al zumo de naranja. Después se secó los labios y mirando fijamente a los ojos de la mujer le dijo:

—Ha recordado algo importante. Será mejor que se lo cuente ella misma.

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