Amnesia

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Primera parte » Capítulo 9

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9. TIMOTHY

Una semana antes, en las proximidades de Fort Frances.

El dueño de la casa era un hombre de mediana edad llamado Timothy. Vestía con unos sencillos vaqueros, unas deportivas desgastadas y una camisa a cuadros que llevaba por fuera.

—Lamento mucho lo sucedido. Aquí, como en todas partes, hay mala gente, pero no es lo normal. Habitamos en una tierra dura y difícil, eso ha creado un fuerte espíritu de comunidad. La mayoría de nosotros vivimos desde hace doscientos años en la zona, nuestros padres fueron pioneros ingleses o franceses. ¿Han avisado a la policía?

—Bueno, el incidente fue en Minnesota, imagino que sería muy difícil poner una denuncia en esta parte —comentó el hombre. Su mujer le hizo un gesto negativo con la cabeza. Lo último que deseaba era pasar un día entero en la comisaría, para que luego la policía no hiciera nada.

—Será mejor que lo olviden, en un par de días todo será únicamente un mal recuerdo.

—Eso espero —dijo la mujer con los brazos cruzados. No sabía por qué su marido había tenido que contarle el incidente a aquel hombre. Al fin y al cabo, no les había sucedido nada grave, un simple incidente desagradable. El racismo y la xenofobia estaban al orden del día, no solo en los Estados Unidos, también en el Reino Unido se miraba con más desconfianza a los extranjeros y a las personas de otras razas. El terrorismo, la crisis económica y el ascenso de los partidos de extrema derecha estaban convirtiendo el mundo en un lugar peor.

—Bueno, yo vivo a unos cinco kilómetros por el camino. Cualquier cosa que necesiten solo tienen que llamarme y acudiré lo más rápido posible.

—No se preocupe. Hemos pensado pasar el día en el lago. Tomaremos una canoa e iremos a alguna de las islitas a almorzar —comentó el hombre.

—¿No están cansados del viaje? Vienen desde el otro extremo del mundo.

—Preferimos cansarnos un poco más. Los chicos necesitan hacer alguna actividad divertida y olvidarse de los móviles y las tabletas.

—Tienen razón, son la epidemia del siglo XXI —comentó el hombre mientras se dirigía a su furgoneta verde. Después arrancó, los saludó desde la ventanilla y se marchó levantando una espesa nube de polvo.

—Bueno, es hora de navegar. ¿Estáis preparados? —preguntó el hombre.

Todos fueron a cambiarse. A la chica se le quedó atascada la camiseta de manga corta y su padre la ayudó a colocársela. Cuando salieron los demás ya los esperaban fuera.

Los adolescentes no respondieron muy entusiasmados, pero la pequeña se colocó su pequeña mochila sobre los hombros y corrió hasta abrazar la pierna de su padre.

El grupo caminó hasta el lago, se encontraban muy cerca, a algo más de doscientos metros. El hombre abrió el candado del pequeño cobertizo y miraron las canoas, las bicicletas y todo lo que el dueño tenía guardado para disfrutar de las vacaciones.

—¡Mira las bicicletas! —gritó la pequeña entusiasmada.

—Hoy nos iremos en canoa —le recordó el padre. La niña frunció el ceño y se cruzó de brazos.

—¿Qué hará el pobre de capitán? —preguntó la niña señalando al perro. El animal comenzó a agitar el rabo y meterse en el agua.

—Venga, tenemos tiempo de sobra para hacerlo todo. El perro seguirá aquí cuando volvamos.

El hombre tomó a pulso la primera canoa, era bastante ligera; la madre sacó la segunda y los dos chicos la tercera.

—Creo que con dos es suficiente —comentó el padre.

—La niña está muy grande, viajaremos muy incómodos.

—Me pido con papá —dijo la niña abrazándose a su canoa.

—Está bien, yo tomaré la individual —comentó la madre.

Dejaron las embarcaciones en el agua y se colocaron los chalecos salvavidas. Los dos adolescentes parecían algo más animados. Al menos en el agua no haría el insoportable calor que hacía en tierra, pensaron mientras subían a la canoa.

—Yo iré el primero y mamá la última. No os alejéis de nosotros, las corrientes en estos lagos pueden alejaros rápidamente —comentó el padre, como si llevara toda la vida sobre una canoa.

La mujer no sabía usar los remos y todos se rieron hasta que logró hacerse con la embarcación y seguirlos.

Estuvieron remando casi una hora hasta llegar a una tranquila y bellísima isla. No se habían encontrado ni a un alma en todo aquel camino. Sin duda aquello era lo más parecido al paraíso que habían visto jamás.

Sacaron las barcas hasta la playita y se adentraron un poco en el bosque. Tenían mucha hambre, pero la madre quería buscar el claro de bosque ideal para almorzar. El padre al final subió a sus hombros a la niña y los cinco comenzaron a tararear una canción. La mujer le miró y por unos momentos se sintió la persona más feliz del mundo. Todos los momentos amargos, las discusiones y la enfermedad, que la había limitado tanto los últimos años, parecían cosas sin importancia.

Colocaron una mantita sobre el césped y la mujer sacó la comida y los refrescos. Mientras miraban el horizonte, con su hermosa playita, el cielo azul y los árboles cubriéndolo todo con su manto verde, se mantuvieron en silencio, absortos ante tanta belleza.

—¿Por qué no jugamos un poco con la pelota? —preguntó el hijo mayor que estaba deseando pasar un poco de tiempo con su padre. Bajaron hasta la arena y disfrutaron cayéndose y regateándose el uno al otro. Las chicas los miraban desde lejos mientras recogían flores entre los árboles.

La mujer escuchó un motor y de repente se sobresaltó. Les pidió a las chicas que se quedaran unos pasos por detrás y se dirigió al otro lado de la isla. Miró entre los arbustos y vio una lancha descargando unos fardos. Aunque lo que más le inquietó fue observar que los hombres que descendían de la barca eran los mismos que los habían arrollado en la carretera. Se tapó la boca ahogando un pequeño gemido y volvió sobre sus pasos con cuidado, no quería que aquellos tipos la descubrieran.

—¿Qué sucede mamá? —preguntó la mayor al ver el rostro demudado de su madre.

—Nada, tenemos que irnos de aquí inmediatamente.

—¿Por qué? —refunfuñó la pequeña. Se lo estaba pasando muy bien cogiendo flores y disfrutando de aquel día excepcional.

—Vamos —dijo cogiéndola nerviosa de la mano. Bajaron hasta la otra playa y la mujer le hizo un gesto al hombre.

Su marido se acercó extrañado, esperaba que no se tratase de uno de los enfados de su mujer.

—He visto a esos hombres: los del supermercado que nos sacaron de la carretera. Están descargando unos fardos en la playa del otro lado del islote.

—¿Estás segura? —preguntó el hombre incrédulo.

—Sí, no creo que pueda olvidar esas caras con facilidad —dijo la mujer nerviosa. Los niños comenzaron a jugar en la arena y a meterse en el agua, a pesar de que estaba muy fría, casi congelada.

—Pues será mejor que nos marchemos. Esto está muy solitario y esa gente no parece de fiar. Pueden ser peligrosos —dijo el hombre mientras se ponía las deportivas.

La mujer recogió la manta y metió los restos de comida en la mochila. En un par de minutos ya estaban dirigiéndose hasta donde habían guardado las canoas. Se montaron precipitadamente y comenzaron a remar en dirección a tierra firme. La mujer miraba atrás constantemente, pero avanzaron sin aparentes problemas hasta unos doscientos metros de la costa. Estaban ya algo más tranquilos cuando vieron que una onda movía el agua. La mujer miró horrorizada a su espalda y vio la lancha aproximándose.

—¡Más rápido! —gritó a su familia, mientras comenzaba a avanzar con fuerza hacia la orilla.

La caseta estaba a muy corta distancia. Escucharon voces a su espalda y saltaron al agua en la zona que hacían pie. Sacaron rápidamente las canoas del agua y al darse la vuelta no vieron a nadie.

Caminaron nerviosos hasta la cabaña, parecía que por el momento se habían librado de aquellos tipos. El hombre empujó la puerta, que se habían dejado abierta, se quitó la mochila y miró por la ventana. Los chicos subieron a la segunda planta y la mujer llevó la comida a la cocina.

Su esposa apareció con un martini, quería que su esposo se relajase un poco. El hombre estaba sentado en el sillón, jugueteando nervioso con la gorra.

—¿Crees que nos habrán visto?

—No, para ellos éramos unos simples excursionistas —dijo la mujer para tranquilizarle.

—Tal vez deberíamos denunciarlos o llamar al casero.

—Ha sido una casualidad, será mejor que no le demos más vueltas —dijo la mujer dando un sorbo a su copa.

El perro comenzó a ponerse nervioso y a mirar hacia la puerta. Después gruñó y comenzó a ladrar. Escucharon que alguien pisaba una rama en el exterior. El hombre se asomó a la ventana y vio a dos tipos caminando hacia el bosque. Estaban de espaldas y no pudo ver sus caras.

—¿Eran ellos? —preguntó la mujer nerviosa, asomándose desde su espalda.

—No he podido verlos bien —dijo el hombre, pero antes de cerrar el visillo, una cara apareció al otro lado del cristal a pocos centímetros de la suya.

—¡Joder! —dijo el hombre dando un salto hacia atrás. Su esposa comenzó a gritar y corrió hacia la puerta principal para bloquearla, el hombre corrió hacia la de la cocina y puso el pestillo.

Escucharon cómo alguien intentaba abrir la puerta del salón. El hombre se apoyó sobre ella y observó lo que ocurría por la mirilla.

—¡Qué casualidad! ¡Tenemos de vecinos a la parejita del supermercado! ¡Creo que nos lo vamos a pasar en grande! —vociferó uno de los hombres.

—¡Será mejor que se marchen o llamaremos a la policía! —gritó el hombre mientras miraba a su esposa. Parecía aterrorizada.

En ese momento bajaron sus hijos a tropel, para ver lo que sucedía, su padre les hizo un gesto para que se callaran. El perro gruñía y ladraba nervioso.

—¡Adiós familia! Nos vemos pronto.

Los desconocidos se marcharon por el sendero. Al menos vieron a dos, aunque en el supermercado los habían acosado cuatro.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la mujer en voz baja.

—Nada. No creo que vuelvan. Únicamente querían atemorizarnos un poco. Si no les hacemos caso se cansarán y nos dejarán en paz.

—¿Estás seguro? Si avisamos a la policía al menos sabrán lo que está sucediendo.

—Dentro de un rato visitaré al casero. Él nos dirá qué podemos hacer. Si hace falta nos iremos a otro lugar. No me importa perder el dinero del alquiler —comentó el hombre.

La mujer se abrazó a sus hijos e intentó tranquilizarlos. Se los llevó a la cocina mientras su marido continuaba observando por la mirilla. No entendía por qué la felicidad había durado tan poco, pensó la mujer mientras se alejaba, era como si una maldición se cerniera sobre ellos y les impidiera ser felices.

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