Amnesia

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Segunda parte » Capítulo 17

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17. TERROR

Una semana antes, en las proximidades de Fort Frances.

No lograron salir de la explanada. Escucharon un disparo y la rueda delantera comenzó a desinflarse. El casero frunció el ceño y salió furioso de la furgoneta. De entre los árboles aparecieron los dos hombres. No dejaban de apuntarle con sus rifles, aunque a él no parecía preocuparle.

—¡Maldita sea! ¿Se puede saber que tenéis en vuestras malditas cabezotas?

—Ya te advertimos. No queremos extraños por la zona. Tu negocio era la madera. ¿No? Pues vende los árboles, arrasa tus tierras, pero no traigas a más desconocidos. Esa gente nos vio en la isla. Aquí todos nos ayudamos y miramos para otro lado cuando alguien hace algo ilegal. Llevamos cientos de años viviendo de esta forma. Es nuestro estilo de vida —dijo el hombre más viejo.

—Será, vuestro estilo de vida. Yo me gano la vida honradamente. Mi familia nunca ha hecho nada ilegal —dijo el hombre pegando su cara a la del otro.

—¿De verdad? No me jodas. Tu abuelo introducía alcohol durante la Ley Seca y, antes que él, tu familia se especializó en introducir en el país tabaco y otras mercancías.

—Eso es agua pasada. Eran mercancías ilegales, pero lo que vosotros introducís mata a la gente. En esta área hay cada vez más droga y encima ahora tenéis el otro negocio…

—Eres un viejo estúpido. ¿Vas a hablar con el sheriff?

—Ya sabes que no, pero te pido que dejes a esta gente. No te ha hecho nada.

—Bueno, ya sabes lo aburrido que es esto. Mis hijos quieren divertirse un poco, después los soltaremos.

Samuel observaba la escena desde la furgoneta, justo al lado tenía la escopeta del casero. Cuando vio que el mayor comenzaba a zarandearle, tomó el rifle, bajó del vehículo y apuntó a los dos hombres.

—¡Déjenle en paz!

—Tú, maldito negro, no te metas. Son cosas de vecinos.

—Tranquilo… —comenzó a decir el casero, pero antes de que pudiera reaccionar, la escopeta se disparó y una bala pasó rozando la mejilla del hombre.

—¡Hijo de puta! —gritó levantando su arma y comenzando a dispararle. Samuel se ocultó detrás de la furgoneta. No sabía qué hacer, miró por encima del cristal y los tipos comenzaron a dispararle.

—¡Parar! —gritó el casero y corrió hacia la furgoneta, cuando se encontraba a poco más de dos metros sintió un disparo en la espalda, se giró sorprendido y, antes de que pudiera decir nada, otros dos disparos le atravesaron.

El casero se derrumbó en el suelo, Samuel sintió cómo el miedo comenzaba a paralizarle. Necesitaba pensar, escapar de allí y regresar a la cabaña, para ayudar a su familia.

“Tranquilo” —se dijo, mientras miraba a su alrededor. Los dos hombres se acercaban lentamente.

Tenía el bosque al otro lado. Unos ciento cincuenta metros le separaba de la espesura, debería correr en zigzag e intentar ocultarse. Aquellos tipos eran cazadores y tenían buena puntería.

Salió corriendo con el rifle en la mano, escuchó disparos a su espalda, estaba aterrorizado, pero sabía que no podía parar. Esos tipos habían matado al casero, él era un testigo y no le dejarían con vida. Ahora toda su familia se encontraba en peligro.

Estaba llegando a los primeros árboles cuando sintió un tiro en el hombro. El impacto le empujó hacia delante, se lanzó entre los helechos, se giró y les disparó antes de correr hacia el interior del bosque.

Corrió con todas sus fuerzas a pesar de que el dolor de la espalda era insoportable. Intentó no perder el equilibrio, ya que la colina estaba muy inclinada y no tardaría mucho en regresar a la cabaña. Sentía que la herida le sangraba copiosamente. No quería mirar atrás para asegurarse si le seguían.

Aquellos tipos sabían que le habían dado, también que regresaría a la cabaña para rescatar a su familia. No llevaba teléfono, la ciudad más cercana estaba muy lejos y ellos tenían las de ganar. Aquel era su maldito territorio y él un estúpido londinense que pasaba la mayor parte de su vida en el metro o el coche. ¿Qué posibilidades tenía de sobrevivir herido en mitad del bosque? Hasta ahora había tenido algo de suerte, pero la suerte no podría durarle para siempre.

Mientras corría montaña abajo, comenzó a llorar. Se sintió culpable por no haber cuidado de su familia, por no pasar más tiempo con sus hijos. Los mayores ya no tardarían mucho en comenzar sus propias vidas y él se había pasado la mayor parte del tiempo trabajando para escapar de la asfixiante atmósfera que en ocasiones creaba su esposa. Se dijo que si lograba sacar a todos con vida de esas malditas montañas todo iba a cambiar. Ya no sería el mismo. Muchas veces los seres humanos deciden regresar al sendero de la cordura cuando ya es demasiado tarde y la vida parece deshacerse entre las manos como una figura esculpida en la arena de una playa.

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