Amnesia

Amnesia


Capítulo 8

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Capítulo 8

 

Hasta mucho después, Kristina no pudo volver a su dormitorio. Una vez allí, sacó el tubo de pegamento que June le había dado y extendió las piezas de la figurita rota sobre el escritorio.

No estaba tan mal como en un principio había pensado y se dijo que, si se lo tomaba con tranquilidad, quizá fuera tan entretenido como hacer un rompecabezas. Aquella idea le sugirió una pregunta, ¿le gustaba hacer rompecabezas cuando era niña?

Fijó la mirada en la televisión. ¿Cómo habría sido su infancia? ¿Habría sido una niña querida, o habría sido abandonada como Max?

—Como no dejes de hacerte preguntas, nunca vas a terminar de juntar todas esas piezas —musitó para sí.

Se sentó tras el escritorio y comenzó a trabajar. Al apretar el tubo, salió un chorro de pegamento blanco que cubrió por completo una de las piezas que pretendía unir. Fue un auténtico desastre.

Suspiró mientras limpiaba con un pañuelo de papel el pegamento sobrante. Pero una llamada a la puerta la sobresaltó en ese instante, haciéndole tirar el pegamento y la figura.

Abrió una rendija de la puerta y vio a Max esperando en el pasillo. En cualquier otra circunstancia, le habría encantado verlo, pero no en aquel momento, cuando tenía todas las piezas de la figurita extendidas sobre el escritorio.

— ¿Ha pasado algo malo? —le preguntó a Max.

Kristina se aferraba a la puerta corno si no quisiera dejarlo pasar. Evidentemente, había ocurrido algo.

—Yo venía a preguntarte lo mismo. June me ha dicho que le has pedido pegamento.

—Es cierto —contestó Kristina con expresión culpable.

— ¿Y para qué necesitas el pegamento?

Kristina pareció pensárselo un instante y a continuación abrió la puerta con desgana.

—Mientras limpiaba el polvo en un habitación, he roto una figura —algo más que añadir a la lista de errores.

Se acercó al escritorio y señaló su abortado intento de arreglar la figura.

—Pretendía pegarla antes de que nadie se diera cuenta.

Max tomó uno de los brazos rotos y fingió mirarlo con atención para disimular su sorpresa. La diferencia de actitud de Kristina era enorme. Kristina no había tenido ningún inconveniente en deshacerse del tapiz de Sylvia Murphy, pero Kris se sentía responsable por algo completamente intrascendente.

Kristina volvió a sentarse frente al escritorio e intentó unir las piezas. Max sacudió la cabeza.

—No te molestes. Puedo comprar otra, no es muy cara.

Quizá no fuera cara, pero ella la había roto y ella la iba a arreglar, pensó Kristina mientras se empeñaba con cabezonería en seguir aplicando el pegamento. .

—Lo sé, pero no debería haberla roto.

Max observó divertido cómo intentaba encajar los bordes de las piezas. Estaba tan seria que cualquiera habría dicho que se estaba ocupando de algo vital para la seguridad nacional.

—Eres muy concienzuda.

—No, soy muy torpe. No paro de tirar cosas. O de absorberlas. Esta mañana he estado a punto de tragarme una cortina con la aspiradora.

Max soltó una carcajada y levantó las manos. Quería evitarle la vergüenza de contarle todos los detalles.

—No me digas nada más. Puedo imaginarme perfectamente la escena.

— ¿Y todavía no has cambiado de opinión?

— ¿Sobre qué?

Kristina terminó de pegar otro trozo a la figurita antes de contestar.

—Sobre lo de permitirme conservar el puesto de trabajo.

Pero si había cambiado de opinión, si la despedía, ¿adonde iría? ¿Tendría suficiente dinero ahorrado para aguantar hasta que encontrara un trabajo nuevo? Y si así era, ¿sería capaz de localizar su cuenta bancaria? Eran muchas las preguntas que se amontonaban en su mente y no tenía respuesta para ellas.

De momento, hasta que organizara su vida, tendría que quedarse allí. Pero eso dependía de Max.

Sí, eso le gustaría, pensó Max. Le gustaría que se quedara con ellos, tal como estaba. Encontraba a aquella nueva Kristina infinitamente preferible a la que había conocido antes. Era una mujer dulce, voluntariosa y parecía decidida a hacer las cosas bien.

Kristina tuvo que hacer un esfuerzo para no apartar los ojos de Max. Aquel hombre tenía una manera de mirarla que abría en ella resortes que hasta ese momento parecían haber permanecido cerrados.

Quizá estuviera especialmente vulnerable. O quizá fuera porque era la primera persona que había visto al abrir los ojos. Fuera cual fuera la razón, había algo en Max que le hacía desear descubrir hasta qué punto podría estar unida a él.

Al cabo de unos segundos, tapó el tubo de pegamento y estudió el resultado de su trabajo. Desgraciadamente, se notaban excesivamente las grietas.

— ¿Podría ir contigo?

— ¿Adonde?

—A la ciudad. Para comprar otra figura. Quiero pagarla de mi propio bolsillo —añadió rápidamente—.Y también me gustaría pagar los vasos que he roto...

Estaba siendo demasiado dura consigo misma. Max apenas se lo podía creer.

—De acuerdo, la próxima vez, vendrás conmigo a la ciudad —le gustaba la idea de salir con ella—. Incluso dejaré que me invites a una cerveza.

—Una cerveza —Kristina podía imaginarse a Max sentado en algún lugar cargado de humo, meciendo una cerveza entre las manos mientras sonaba de fondo una canción de amor—. ¿A mí me gusta la cerveza?

Max hundió las manos en los bolsillos y estudió el rostro de Kristina. Dudaba seriamente que Kristina Fortune fuera aficionada a la cerveza. Pero quizá a Kristina Valente sí le gustara.

—La verdad es que no lo sé.

Impulsada por una necesidad repentina, Kristina se acercó a él y le preguntó:

— ¿Qué sabes de mí, Max? ¿Alguna ves te he hablado de mi familia?

—No, nunca —eso era cierto—, pero daba la Impresión de que si tenías familia, estabas muy distanciada de ella.

Kristina miró a su alrededor.

—No tengo ninguna fotografía en mi habitación.

—No —reconoció Max con recelo, preguntándose adonde podría llevarlos aquello.

—De modo que supongo que tienes razón. Si estuviera más unida a mi familia, tendría fotografías suyas —alzó la mirada hacia él—. Es como si mi vida anterior no hubiera existido antes de venir aquí.

Al oírla, Max no pudo menos que identificarse con la sensación que estaba expresando.

—Sí, eso es lo que siempre he sentido yo. Que de mi vida solo cuenta lo que ocurrió a partir del momento en el que llegué al hostal.

Kristina deseaba que Max lo abrazara. Que la estrechara entre sus brazos y la hiciera sentirse a salvo, como había hecho el día anterior, cuando ella se había despertado con la mente completamente en blanco. Alzó la barbilla, lo miró a los ojos y dijo con voz grave y sedosa:

—Ya tenemos una cosa en común.

Max casi podía sentir la piel de Kristina deslizándose contra la suya. La boca se le hacía agua.

—Supongo que sí.

Pero no tenía ningún sentido intimar con una persona que en realidad no existía.

Max se volvió bruscamente y caminó hacia la puerta.

—Será mejor que duermas, Kris. Mañana tienes que levantarte pronto.

Kristina asintió y lo siguió hasta la puerta. Deslizó la mirada por sus hombros y reparó después en cómo se estrechaba su torso hasta llegar a las caderas. Sintió que el estómago le daba un vuelco.

— ¿Max?

Max sabía que aquello era un error. Que debería salir inmediatamente de allí. Pero se volvió hacia ella.

— ¿Sí?

En un impulso, Kristina apoyó la mano en su pecho y se puso de puntillas para darle un fugaz beso en los labios.

Tanto el beso como la dulzura que detectó tras sus labios fueron completamente inesperados para Max. La miró más estupefacto que cuando le había lanzado el pedazo de madera en la playa.

— ¿Y esto por qué?

Kristina esbozó una lenta sonrisa que dio un nuevo resplandor a sus ojos.

—Solo para darte las gracias. Por ser tan bueno. Por ser tú.

Kristina lo miró a los ojos, buscando en ellos un lugar para ella. La vulnerabilidad que Max reconoció en su mirada fue más de lo que pudo resistir. De modo que la abrazó con fuerza y la besó. La besó de verdad. La besó con una pasión que fue desplegándose y envolviéndolos a ambos.

Y Kristina se sintió viva por primera vez desde que había abierto los ojos en la habitación y se había encontrado completamente perdida. Inclinó la cabeza hacia atrás, deleitándose en la variedad de sabores de su boca como si fuera un gorrión bebiendo el agua que la lluvia dejaba sobre las hojas.

Kristina se sintió renacer. O quizá nacer por primera vez.

Aquella era la primera vez que Max la había besado. Lo sabría si no hubiera sido así. Lo habría recordado Con amnesia o no, lo habría sabido de alguna manera. Algo así no podía borrarse completamente de la cabeza.

Y tampoco del corazón.

Le rodeó el cuello con las manos y se presionó contra él, regodeándose en el calor que había surgido entre ellos. Podría haberse entregado a las sensaciones que corrían por su cuerpo sin pensar en nada.

La protesta que escapó de sus labios se convirtió en un gemido cuando Max le tomó las manos para apartarla de él.

Confundida, alzó la mirada hacia Max, buscando una explicación.

—Creo que será mejor que nos detengamos ahora —le dijo Max. Sabía que si volvía a tocarla, su lado más noble perdería la batalla que llevaba minutos librando consigo mismo.

Absolutamente desconsolada, Kristina llegó a la única conclusión posible: había cometido un error. Un error terrible.

—Max, ¿hay alguien más?

Sí, pensó Max, había otra mujer. Pero que también era ella. La otra Kristina, aquella que había desaparecido junto a su memoria pero que, no tenía ninguna duda, no tardaría en regresar. Y hasta que lo hiciera, no podía aprovecharse de la mujer en la que se había convertido Kristina.

No contestó a su pregunta. En cambio, le soltó las manos y dio media vuelta.

—Vete a dormir, Kris.

Y salió, dejándola con la mirada fija en la puerta cerrada.

Y sintiéndose cada vez más perdida.

Sydney miró a Kristina con recelo. Aquella mañana, Kristina había ido a buscarla directamente. Y tenía una chispa en la mirada que no estaba allí el día anterior. Estaba vibrante, lista para hacer cualquier cosa. Se la veía más confiada. ¿Habría recuperado la memoria durante la noche?

Pero si así fuera, habría bajado dando órdenes o buscando venganza. Y no como si estuviera encantada de tener que empezar a limpiar habitaciones.

— ¿Lista para otro día de trabajo? —le preguntó Sydney con recelo.

—Sí —contestó Kristina con vehemencia. Si el día anterior se había sentido perdida, aquella mañana se sentía como una auténtica exploradora, decidida a forjar un nuevo camino.

Besar a Max le había hecho ver el mundo de forma diferente. Quizá hasta entonces no hubiera habido nada entre ellos, pero lo habría. No podría explicar por qué, pero era la sensación que tenía.

Algo había ocurrido. Tenía que haber alguna razón para aquel cambio, pensó Sydney.

— ¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Me encuentro perfectamente.

Tomó el delantal que Sydney le ofrecía y se lo ató a la cintura. Dios, se sentía maravillosamente. Estaba feliz. Y se preguntaba si aquello sería una nueva experiencia para ella.

Sydney estaba mirándola fijamente.

— Siento lo de ayer —se disculpó—. No quería generarte más trabajo. Dime lo que tengo que hacer e intentaré hacer las cosas lo mejor que pueda.

Si Kristina estaba dispuesta a hacer aquel esfuerzo, lo menos que podía hacer Sydney era ayudarla. La joven intentó apartar todos sus malos sentimientos. Al fin y al cabo, esos sentimientos tenían que ver con la esnob que había llegado al hostal y no con la mujer que estaba en aquel momento a su lado.

—De acuerdo. Hoy puedes empezar por la habitación número cinco. June quiere que esté preparada para las once. Hoy llegan los Hennessey. Y vienen con su hija. Dios mío —Sydney suspiró desolada.

—No pareces muy contenta con su llegada.

—Y no lo estoy Tienen una hija de cinco años que es una auténtica salvaje, se llama Heather. Sus padres no creen en la disciplina. Y ellos son tan insoportables como... suelen ser casi todos los ricos —se corrigió en el último segundo. Había estado a punto de comparar a los Hennessey con Kristina.

Kristina descubrió que el segundo día de trabajo fue mucho mejor que el primero. Limpió la habitación rápidamente, y en aquella ocasión sin romper nada. Y solo pasó la aspiradora por donde se suponía que tenía que pasarla. Kristina estaba muy complacida consigo misma.

Y también estaba contenta Sydney, que descubrió que Kristina era una agradable compañía. Trabajaron codo a codo y Sydney no tardó en abrirse a Kristina. Era muy agradable poder hablar con una mujer de su edad. Incluso le confesó que estaba enamorada de Antonio. Mientras la escuchaba, Kristina pensó en Max.

La tarde la sorprendió en la cocina. El lavavajillas se había estropeado y Sam había dejado una montaña de platos y cazuelas de las dos comidas. Kristina se ofreció a lavarlos, para sorpresa de Sydney, que había evitado hacer ella el trabajo.

A Sam también lo sorprendió que a Kristina no le importara ponerse de grasa hasta los codos.

— ¿Sam?

— ¿Hum? —Sam inclinó la cabeza en su dirección, pero no se molestó en apartar la mirada del guiso del que se estaba ocupando.

— ¿Sabes si Max... está solo?

— ¿Te refieres a si está soltero? Sí.

Se hizo un paréntesis en la conversación mientras Kristina se enfrentaba a una parrilla y Sam se debatía entre dos especias antes de añadirlas al guiso.

Kristina volvió a intentarlo.

— ¿Hay alguien especial en su vida?

Sam rió para sí al pensar en la antigua Kristina y en Max.

—Hay tantas mujeres especiales que ya hemos perdido la cuenta .A Max le gustan las relaciones cortas.

No era eso lo que Kristina quería oír. Con un suspiro, bajó la mirada hacia la sartén que estaba fregando.

-Oh.

Su respuesta casi se perdió entre el ruido de la cocina, pero Max la oyó.

— ¿Por qué? ¿Te gusta?

Kristina tuvo la sensación de que Sam era un hombre que no aceptaba las evasivas. O se confiaba en él, o no. Y ella necesitaba confiar en alguien.

—Creo que sí. Cuando me besó...

El cocinero arqueó de tal forma las cejas que parecían a punto de salírsele de la frente.

— ¿Que te besó?

—Bueno, en realidad lo besé yo primero, solo para darle las gracias por todo. Y entonces... —sonrió y se sonrojó suavemente—. Bueno...

—Sí, bueno.

Así que a Max le gustaba. Y a ella le gustaba Max .Aquello tenía todos los indicios de llegar a convertirse en una situación interesante. Sam se interrumpió un momento, pensando en su total lealtad hacia Max. Pero, en realidad, aquella no era Kristina Fortune. Y la mujer que había surgido después del accidente le gustaba. De modo que quizá no estuviera de más hacerle alguna que otra advertencia.

—Max es un buen hombre, pero es muy inconstante en las relaciones. Quizá sea porque no tuvo una infancia estable. O quizá piense que hay muchas mujeres hermosas y la vida es demasiado corta.

Definitivamente, aquello no era lo que quería oír. Kristina comenzó a fregar furiosa la sartén.

Kristina y Sydney permanecían tras el mostrador de recepción mientras June recibía a la pareja que acababa de llegar con la tan temida Heather. Su madre sostenía a la pequeña pelirroja de la mano y ninguna de las dos parecía muy contenta con aquella unión.

Heather miró a su alrededor. En cuanto la vio, Kristina comprendió que estaba a punto de ocurrir un accidente. En décimas de segundo, Heather consiguió tirar la lámpara que estaba al final de una de las mesas.

June no perdió la sonrisa mientras la lámpara se hacía añicos en el suelo.

—No pasa nada, ahora mismo la recogeremos.

—Por supuesto que la recogerán —dijo la señora Hennessey crispada—. No quiero que Heather se haga daño.

A Kristina la irritó que los padres de Heather no tuvieran al menos la decencia de disculparse por lo que acababa de hacer su hija.

—Sydney —dijo June—, ¿podrías enseñarles a los Hennessey su habitación, por favor? Les corresponde la habitación número cinco.

Elaine Hennessey miró la llave de la habitación como si contaminara.

—Yo pensaba que íbamos a alojarnos en la de siempre. Pedí específicamente la habitación número cuatro...

—Estamos renovándola —le explicó Kristina rápidamente, antes de que June pudiera ofrecer alguna excusa.

June no cambió de expresión, pero había agradecimiento en su mirada.

Heather se liberó de la mano de su madre en cuanto sus padres se dispusieron a seguir a Sydney a la habitación.

—No, yo quiero ver el mar.

La señora Hennessey suspiró, con evidentes síntomas de agotamiento.

—Más tarde, cariño —dijo entre dientes.

Heather pateó el suelo y miró a su madre con los ojos entrecerrados.

—Ahora. Dijiste que podría. Dijiste que iría al mar en cuanto llegara —insistió.

Al final, la mujer intentó agarrar de nuevo la mano de su hija.

—Sí, pero ahora estoy diciéndote que iremos más tarde.

Heather alzó las manos, alejándolas del alcance de su madre.

—Heather —le advirtió la señora Hennessey—, compórtate.

Kristina se interpuso entre madre e hija antes de que aquella discusión derivara en una escena.

—Señora Hennessey, estaría encantada de llevar a Heather a dar un paseo por la playa mientras usted y su marido se instalan en la habitación.

La niña miró a Kristina con recelo. Y no fue la única. June y Sydney también se miraron extrañadas por aquel ofrecimiento.

La señora Hennessey no vaciló. De hecho, su expresión se suavizó considerablemente.

—Sería maravilloso.

Kristina se agachó para ponerse a la altura de la niña. Había algo en su actitud beligerante que le recordaba a algo. Intuitivamente, comprendía que Heather sentía que aquella era la única manera que tenía de llamar la atención.

—Heather, me llamo Kris. Y me encantaría llevarte a dar un paseo por la playa, si a ti te apetece.

Heather pareció sopesar sus opciones. Y al final ganó el mar. Le dio la mano a Kristina.

Aunque no podría haber explicado por qué, Kristina sintió una profunda satisfacción. Caminaron juntas hasta la puerta principal.

—Volveremos dentro de una hora —le prometió a la señora Hennessey.

Por primera vez desde que habían llegado, el señor Hennessey pareció relajarse.

—Gracias —dijo. Y le dirigió a su esposa una mirada inconfundible.

Kristina sonrió mientras salían.

—O quizá de dos —añadió.

—Está fuera, en la parte de atrás —le dijo June a Max cuando este llegó por la noche al hostal.

— ¿Tan mal ha ido el día?

—No —contestó June alegremente—. Hoy todo ha ido muy bien. Puedes comprobarlo por ti mismo.

Max no tenía tiempo para misterios. Había estado haciendo números la noche anterior y había descubierto que, para poder mantener a todos los empleados del hostal, este tendría que comenzar a ampliar su margen de beneficios. En caso contrario, no podría pagar todos los salarios.

Algo que no le hacía en absoluto feliz.

Preparándose mentalmente para encontrarse con cualquier cosa, Max salió del hostal y rodeó el edificio.

Oyó a Kristina antes de verla. Estaba leyendo algo sobre la hija de un molinero que tenía un don especial para convertir la paja en oro. Tenía un libro enorme en el regazo y a su lado una niña de unos cinco años que la miraba absolutamente fascinada. Seducido por aquella imagen, Max se detuvo y escuchó con atención.

Kristina hacía las voces de los diferentes personajes, advirtió, y se entregaba a la historia como si estuviera leyendo a Shakespeare.

Aunque estaba de espaldas a él, Kristina sintió la llegada de Max. Un cosquilleo en la piel y una felicidad desbordante la advirtieron de su presencia. Interrumpió el cuento y se volvió hacia él.

—Hola.

Heather fulminó al intruso con la mirada.

—Hola —contestó Max, y se sentó en la hierba, al lado de Kristina—. ¿Qué estás haciendo?

—Me está leyendo un cuento —contestó Heather.

—Esta es Heather —la presentó Kristina—.Y este es el Enano Saltarín —añadió, señalando el libro que tenía en el regazo.

—No me sé ese cuento.

Prácticamente lo habían terminado ya, así que Kristina estaba dispuesta a leer otro más.

— ¿Y cuál te sabes? En este libro parecen estar casi todos.

Después del paseo por la playa, Heather había ido a la habitación de sus padres y había salido minutos después con un libro bajo el brazo y una orden en los labios: «léemelo».

Max fijó la mirada en el horizonte. El sol estaba empezando a ocultarse. Todavía quedaban varios minutos de luz.

—Ninguno.

Kristina inclinó la cabeza.

— ¿No te leían cuentos cuando eras pequeño?

Lo hacía parecer tan triste, pensó Max. Sin embargo, aquella no era una de las cosas que él echara de menos en la vida.

—No.

— ¿Y por qué no te quedas con nosotras y os leo un cuento a los dos? —sin esperar respuesta, Kristina comenzó a leer.

Era una propuesta ridícula. Pero tenía una voz tan cargada de lirismo que las palabras parecían cobrar vida en sus labios. Y él estaba cansado.

De modo que, ¿qué daño podía hacerle quedarse con ellas unos minutos más?

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