Amnesia

Amnesia


22

Página 24 de 89

22

Del Blog de SpeedRacer95

Entrada del día 16 de diciembre

Siempre he tenido facilidad para el dibujo. Mi madre fue la principal impulsora, la que me inscribió en los cursos y la que celebró con orgullo cada una de mis obras de arte. Cuando ella murió dejé de dibujar, sin embargo, no hice la obvia conexión entre los dos sucesos hasta muchos años después.

La visión de la chica del vestido azul fue tan poderosa que prácticamente me vi forzado a desempolvar mis viejas técnicas con el carboncillo y a componer un retrato. También dibujé la gargantilla. Hubo algo que comprendí desde el principio y fue que la chica no podía ser una invención. Hubiese sido arrogante por mi parte pensar que aquel rostro hermoso podía ser fruto de mi pobre imaginación; tenía que conocer a la chica de alguna parte. Le mostré el retrato a un puñado de personas con la esperanza de que alguien la reconociera. Nadie lo hizo.

Ayer volví a soñar con la chica. Y otra vez al despertar no fue necesario echar mano a la libreta en la mesa de luz; era todo tan claro como el más nítido de los recuerdos.

Nuevamente estoy en mi habitación de niño, antes del accidente de mi madre. Salgo de la cama de un salto y esta vez no estoy desnudo sino que visto mi pijama de algodón. Sé que mi madre comenzará a llamarme de un momento a otro, así que me adelanto y bajo las escaleras a toda velocidad. Voy directo a la cocina, y allí está de nuevo la chica del vestido azul. Otra vez me la quedo mirando; es inevitable no hacerlo, tiene esa belleza cinematográfica que uno no está acostumbrado a ver en la vida real. Sus ojos son particularmente bellos, hay en ellos cierta tristeza nostálgica. Cuando abre la boca comprendo que voy a escuchar su voz por primera vez y durante un instante me embarga un profundo terror. Con voz tranquila me dice que tenemos que salir. ¿Salir de la casa? Le hago la pregunta y ella asiente con la cabeza y de un salto se baja de la encimera. Es bastante más alta que yo, por supuesto, y me toma de la mano.

Nos dirigimos al garaje; ella conoce el camino. Al entrar por la puerta interna nos encontramos con un espacio mucho más grande que el del garaje para dos coches que yo conozco. Hay varias filas de tragaperras que chillan y emiten luces de todo tipo de colores. La chica me dice al oído «Vamos a buscarlo», y yo francamente no sé a ciencia cierta a qué se refiere, aunque lo sospecho. Caminamos durante un rato como dos gigantes en esa ciudad de edificios con letreros de neón. Cada tanto alguna máquina emite un sonido particular para llamarnos la atención pero preferimos seguir.

En el extremo opuesto de uno de aquellos callejones nos encontramos con mi padre, que presiona el botón de una de las máquinas y espera. La chica del vestido azul me suelta la mano, pero no es una actitud desdeñosa, me insta a ir a verlo. Mi padre viste unos vaqueros y una camisa mal planchada, tiene la barba crecida y el aspecto de alguien que no ha dormido en días, los ojos ojerosos, la piel cetrina. Me acerco despacio y él no parece advertir mi presencia. Los tambores giran y las formas que aparecen no son las convencionales: hay una pierna, un Mustang rojo, un animal. Mi padre chista y vuelve a oprimir el botón. Los tambores se ponen en movimiento, obedientes. Dos Mustangs rojos y otra vez el animal; parece una rata de dientes filosos. Esta vez se escuchan dos tañidos cuando un par de monedas caen sobre el metal. Mi padre asiente y esboza una tenue sonrisa. En determinado momento advierte mi presencia pero no parece reconocerme. «Esta máquina es la elegida. La he estado estudiando durante mucho tiempo.» Me vuelvo y veo a la chica en el mismo lugar. Me encojo de hombros porque no sé qué debo hacer a continuación. Mi padre opera la máquina como un autómata.

Sigo observando las imágenes en los tambores. Ahora se suma una nueva: un peón de ajedrez. Las combinaciones se suceden unas tras otras pero en ningún caso se produce el tañido del metal. Mi padre se pone cada vez más impaciente. Se frota el rostro y levanta el dedo como si buscara darle a la máquina una advertencia. Es ahora o nunca. Se frota el índice y el pulgar antes de presionar el botón. Se humedece los labios…

Los tambores empiezan a girar. La rata de los dientes filosos hace su aparición en el primer tambor, luego en el segundo…, y finalmente en el tercero. Una sirena penetrante anuncia el premio mayor. Mi padre grita de felicidad, saltando y vitoreando como nunca lo he visto, ni siquiera con una victoria de campeonato de los Yankees. Si antes no parecía haber advertido mi presencia, ahora su enajenación es completa. Grita y va de un lado para el otro como si yo no existiera. La máquina no deja de aullar y decido regresar con la chica. Camino con calma, jugando a esquivar las formas de la alfombra, mientras mi padre sigue festejando. «¡Lo sabía!», vocifera una y otra vez.

La chica me ofrece su mano y con ella me siento seguro. Hay algo en ella que me resulta extrañamente familiar…

Ir a la siguiente página

Report Page