Amnesia

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La siguiente semana constituyó un verdadero aprendizaje. Sabía que debía prepararme para despedir el cuerpo de Mark; en este sentido la autopsia fue una bendición, porque realmente no sé hasta qué punto estaba listo para ver un ataúd con mi hermano dentro desaparecer en un agujero en la tierra. Fui criado en un hogar cristiano moderado; mi madre nos llevó a la iglesia mientras pudo, y mi padre tenía lo que él denominaba una visión constructiva frente a la religión, algo que ciertamente nunca terminé de comprender, pero que en términos prácticos significaba que aceptaba aquello que le convenía y rechazaba aquello que no.

En lo personal siempre miré la religión con recelo, incluso antes de la enfermedad de mi madre. Desde luego, lo que sucedió después no hizo más que hacerme entrar en una fuerte contradicción. Tuve periodos donde la fe resurgía de un modo inexplicable, y otros en donde era el blanco de toda mi frustración e impotencia. Era apenas un chico, así que no me culpo demasiado. Paradójicamente, fue mi alcoholismo el que me permitió un acercamiento con Dios. No éramos buenos amigos —no todavía—, pero íbamos camino de ello.

Por esos días Jennie se convirtió en mi bastión. Al principio pensé que sería mejor esperar un poco antes de hablarle de la muerte de su tío, pero ella lo intuyó de todos modos con ese sexto sentido que poseen los niños. Un día me preguntó si estaba triste y me dijo que ella ya sabía que el tío Mark se había ido al cielo. Asumí en ese momento que Tricia había intentado facilitarme esa parte hablando con Jennie, pero mi ex me confirmó más tarde que no lo había hecho. Debo reconocer que Tricia fue de gran ayuda, e incluso Morgan dejó de lado sus comportamientos imbéciles, al menos por un rato. Pasé tres días completos con mi hija —Maggie nos acompañó casi todo el tiempo—, y supe que, si había una fuente de energía inagotable que me mantendría a flote, provenía de ese ser diminuto que arrastraba a sus Barbies del cabello como un cavernícola.

La breve ceremonia tuvo lugar en la iglesia de Saint James. El reverendo Pigram, que conocía a Mark personalmente, dirigió unas sentidas palabras. La postura de la iglesia frente al suicidio ha cambiado mucho en los últimos años, y Michael Pigram siempre fue un adelantado, y lo seguía siendo, incluso a sus setenta años. Escucharlo fue para mí lo único rescatable de una nefasta jornada lluviosa y gris.

Todos se acercaron y me dijeron cuánto lo sentían, y a todos ellos les agradecí con la misma frase mecánica. Las ceremonias en torno a la inhumación son las mierdas más grandes que hemos heredado de nuestros antepasados.

Cuando salimos de la iglesia me aparté del grupo, porque si un desconocido más se me acercaba con el rostro acongojado iba a golpearlo en la nariz hasta hacerlo sangrar.

La iglesia de Saint James se encuentra emplazada en una colina, aislada de otras edificaciones. Me fui hasta la parte de atrás donde había un pequeño cementerio abandonado, poblado de lápidas torcidas, estatuas grises y cruces de todos los tamaños. Me senté en un banco de piedra sin importarme que estuviera totalmente mojado. Necesitaba estar solo, aunque fuera un rato.

Cuando escuché pasos acercándose por la pequeña acera lateral levanté la cabeza y vi a Maggie. Abrió un paraguas negro y se quedó a mi lado, apoyada en un monumento de piedra.

—No voy a preguntarte cómo te sientes, no te preocupes.

Sonreí.

—No lo soportaría.

Nos quedamos en silencio un rato. La llovizna no había cesado, aunque seguía siendo leve y hacía que unos dedos invisibles golpearan la tela del paraguas.

—Estaba pensando en la furgoneta que vi esa noche, Maggs.

—La de los coreanos.

Ni siquiera ella estaba del todo convencida de su afirmación.

—El tipo que vi en Lindon Hill no era coreano. Tenía la fotografía de Paula…, la debió de cambiar en el último momento.

—¿Crees que podrías reconocerlo?

—Supongo. Llevaba una boina y la barba no sé si era verdadera, pero sus ojos eran bastante distintivos.

Con suavidad agarré el mango del paraguas y Maggie lo soltó. Lo sostuve un poco más alto. El campanario de la iglesia era un dedo tosco y acusador.

¿Qué secretos te has llevado, Mark?

—Sé que dije que iba a dejarlo estar, Maggs, y voy a cumplirlo. No sé si ése era el propósito de Mark con la carta, como dice Ross, pero aun así voy a dejarlo estar.

—Mira, Johnny, si Mark hubiese querido decirte algo más, algo inequívoco, lo hubiese hecho de un modo más claro. Hay muchas formas.

—Con una nota junto a las píldoras del ESH que me envió por correo, por ejemplo.

—Por ejemplo.

—De todas formas —dije—, Ross no está equivocado, y hay algo en esa carta que se nos escapa. Lo presiento.

—Hoy no pienses en eso.

Con la mano libre abracé a Maggie.

—Gracias.

—Sé lo doloroso que es todo esto para ti.

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