Amnesia

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Aparqué el Honda en mi casa y de inmediato supe que algo no estaba bien. Maggie abrió la puerta pero se quedó quieta al advertir mi preocupación.

—¿Qué?

Le señalé la puerta del garaje. Estaba entreabierta.

—¿Estás seguro de que estaba cerrada?

—Bastante seguro. Quédate dentro.

Maggie me aferró el brazo antes de que yo pudiera abrir mi puerta.

—No. Llama a la policía. Larguémonos de aquí.

Lo pensé un segundo. Si hay algo que no quería era atraer la atención de la policía, especialmente de manera innecesaria. ¿Estaba realmente seguro de que la puerta había quedado bien cerrada? Maggie cerró la puerta con suavidad, instándome a tomar la decisión correcta.

—Déjame ir a echar un vistazo —dije, su mano todavía aferraba mi brazo—, si veo algo extraño no haré nada, doy media vuelta y regreso inmediatamente.

Maggie me miró con ojos horrorizados.

—No, Johnny, no quiero quedarme aquí sola.

Apoyé mi mano sobre la de ella y la dejé un momento. Asentí buscando inspirarle confianza.

—Será sólo un momento.

Abrí la puerta con cuidado. La tierra estaba mojada por la tormenta del día anterior, por lo que era casi imposible llegar al porche sin dejar huella, y a simple vista no vi ninguna. Caminé hacia el garaje, examinando las ventanas de la segunda planta. Si alguien estaba en la casa habría escuchado el coche, por lo que estaría perfectamente al corriente de nuestra llegada. No tenía mucho sentido esconderse.

Cuando llegué al garaje eché un vistazo rápido al interior. Estaba oscuro y no quería arriesgarme encendiendo la luz. No vi pisadas y la cerradura no evidenciaba signos de haber sido forzada. Escuché un ruido detrás de mí y al volverme vi que Maggie se acercaba. Sus labios formaron la palabra «perdón». La esperé y le dije que iba a dar la vuelta a la casa. Ella asintió y me siguió. Cuando llegamos a la ventana de la cocina nos asomamos justo a tiempo para ver a un hombre corpulento caminando a toda velocidad.

Nos ocultamos detrás del marco.

Maggie me aferró la camisa y se apoyó fuerte contra mi pecho.

—Mierda, Johnny, ¿tenía un arma? Era un arma, ¿verdad?

—Cálmate, no nos ha visto —le dije al oído.

Había visto el rostro del tipo apenas un segundo pero estaba seguro de que no lo conocía. A pesar de la gorra que llevaba puesta, la mala iluminación y el poco tiempo que había permanecido frente a nosotros, sus facciones parecían fácilmente reconocibles: nariz pequeña, frente prominente; también su andar era particular, con los hombros subiendo y bajando a cada paso.

Señalé en dirección al bosque.

—Vamos al promontorio.

Había un trecho en el que estaríamos desprotegidos, pero lo mismo daba.

Maggie seguía aferrada a mí. Temblaba.

—Tenemos que movernos ahora mismo —le insté—. No podemos esperar.

Ella asentía, pero era incapaz de moverse.

Si el intruso iba en dirección a las escaleras, era perfectamente posible que ya estuviera en la segunda planta. Era difícil saberlo sin conocer sus intenciones.

Finalmente Maggie recuperó parcialmente la compostura y se separó de mí. Le di la mano y corrí con ella en dirección al promontorio. En cuanto estuvimos bajo el amparo de los árboles nos detuvimos. Nadie nos seguía. Desde donde estábamos ya no era posible ver la casa.

—Llama a la policía.

Saqué mi móvil del bolsillo y marqué el 911.

Me respondió una operadora a la que le describí rápidamente la situación, le di mi dirección y el nombre. La mujer me preguntó si estaba a salvo donde me encontraba y si estaba solo. Le expliqué que estaba con otra persona y que sí, que estaba a salvo. Ella me dijo que me quedara donde estaba hasta que llegaran las autoridades.

Corté la comunicación y abracé a Maggie.

—Conozco a ese hombre —dijo ella, ahora que había recuperado algo de calma.

La aparté ligeramente.

—¿Quién es?

—Es Raymond Marrel, el padre de Paula.

Apenas terminó la frase escuchamos cómo la puerta de atrás se abría violentamente y a continuación un grito furioso.

—¡Alto!

No hubo tiempo ni necesidad de discutir lo que haríamos a continuación. Corrimos en dirección noroeste, rodeando el promontorio. Maggie tenía un buen estado atlético y yo conocía el bosque como nadie, y además teníamos una ventaja de unos cincuenta metros, quizás más. Evidentemente el tipo nos había visto desde una de las ventanas de la segunda planta, de otra manera no se explicaba que hubiese salido tan rápido y gritara en nuestra dirección.

Raymond Marrel.

Yo iba adelante; necesitaba evaluar cuál era la mejor opción y no podíamos darnos el lujo de retroceder. Cada tanto me volvía para ver si Maggie estaba bien y ella me devolvía un pulgar en alto. No sé si era el susto o que efectivamente se había mantenido en forma todos esos años, pero no parecía sentir el esfuerzo. Avanzamos al máximo de nuestra capacidad durante unos tres o cuatro minutos. Entonces extendí la mano derecha para indicarle a Maggie que abandonaríamos aquella senda; nuestras pisadas eran perfectamente distinguibles en el lodo. Necesitábamos despistar a nuestro perseguidor.

Si mis cálculos eran correctos, y estaba seguro de que lo eran, podríamos internarnos y avanzar hacia el norte medio kilómetro y después hacia el este hasta la planta abandonada. Era una zona con mucha vegetación y, lo más importante, no había senderos peatonales.

Maggie hizo una mueca cuando debió introducir sus sandalias en las plantas rastreras que nos llegaban hasta las rodillas. Aunque yo no llevaba botas, mi calzado era mucho más apropiado que el de ella. Maggie tenía una aprehensión especial por las serpientes, y si había un sitio donde podíamos encontrarlas era entre aquellas plantas. Cuando éramos chicos, Maggie solía decir que prefería toparse con un oso negro enfurecido antes que con una serpiente.

Llegar hasta la planta abandonada desde mi casa era sencillo si uno seguía el camino directo. Lo que nosotros habíamos hecho era un rodeo para acceder desde el norte. Si nuestro perseguidor era tenaz estaría en ese momento avanzando en la dirección incorrecta. No habíamos vuelto a escucharlo, y ésa desde luego era una buena noticia.

Nos detuvimos en la parte de atrás del edificio abandonado. Unos años antes había sido posible entrar y recorrer la deteriorada estructura, incluso lo que había sido la sala de máquinas. En 2001 un niño murió en extrañas circunstancias y las autoridades clausuraron todos los accesos al edificio. La medida, lejos de desanimar a adolescentes intrépidos, lo volvió un desafío mucho más interesante. Maggie y yo lo sabíamos perfectamente porque habíamos formado parte de esos grupos en busca de lo prohibido.

Maggie buscaba algo en el móvil.

—¿Qué haces?

—Voy a mandarle una nota de audio a Ross. Alguien tiene que saber que estamos aquí.

La policía estaría por llegar a mi casa. Si Marrel había regresado, en el mejor de los casos se asustaría y huiría.

—¿Cómo conoces a Marrel?

Maggie guardó el móvil.

—Vamos al bosque, no estamos seguros aquí. Menos con esa camiseta multicolor que traes.

Caminamos hasta el bosque, recuperando el aliento. Maggie me sorprendió una vez más:

—A Marrel lo he visto en internet. El Facebook de Paula se ha convertido en un sitio de oraciones y sus padres son bastante activos. De alguna forma han tomado el control y lo han utilizado para llegar a todos los contactos. Raymond Marrel incluso ha publicado un par de vídeos pidiendo por su hija, por cualquier información que pudiera conducirlos a ella. Parece un hombre tranquilo y honesto.

La miré con tristeza. Y ella desde luego lo advirtió.

—Lo siento, Johnny. Ross y yo decidimos que no tenía sentido contártelo. Son dos padres desesperados por encontrar a su hija, no creo que sean mala gente.

Asentí.

—Vamos a esa cabaña —dije.

Maggie se mostró sorprendida.

—¿Ahora?

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