Amnesia

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Prácticamente no conocía el bosque más allá del triángulo de las bermudas. Era una zona escarpada, con lagos pequeños y cursos menores, y resultaba lógico que el padre de Maggie hubiese llegado hasta allí en furgoneta; mi Honda no hubiese tenido la más mínima oportunidad.

Durante el trayecto, Maggie me contó un poco más sobre Raymond Marrel. Trabajaba en una compañía de seguros, un detalle que ella recordaba específicamente porque al escucharlo en los vídeos que habían grabado para encontrar a su hija le había parecido un tipo transparente y bien intencionado, casi una cualidad incompatible con un empleado de una aseguradora. No era el tipo que uno imaginaría vagando con un arma en propiedad ajena. Y sin embargo, allí estábamos nosotros, huyendo de él.

Mi móvil dejó de tener cobertura y el de Maggie marcaba apenas una línea. Antes de seguir adentrándonos le envió a Ross otra nota de voz:

—Johnny y yo estamos a punto de entrar en el triángulo de las bermudas. Te enviaré las coordenadas del sitio al que nos dirigimos. Es una historia larga y todo ha sido un poco vertiginoso; creemos que está relacionado con lo que ya sabes. No hace falta que vengas, sólo queremos que estés al tanto; volveremos a ponernos en contacto por la noche. No hables con mi padre ni con nadie del club B, puede que ellos sepan algo que nosotros no. Y una cosa más: vimos a Raymond Marrel en casa de Johnny y hemos llamado a la policía. Estamos bien, Ross. No corremos peligro.

Maggie esperó.

—Mierda…, la señal es malísima. La nota no sale. Quizás si regresamos un poco… Preferí no decirle a Ross que Marrel estaba armado.

—Me parece bien. Inténtalo de nuevo.

Maggie sostuvo el móvil en alto durante unos segundos. Cuando volvió a mirar la pantalla celebró con el puño cerrado.

En unos minutos estábamos ingresando en el triángulo de las bermudas. No era la primera vez que lo hacíamos, desde luego, aunque sí como adultos, y lo cierto es que, como sucedía siempre, había algo allí que era diferente al resto del bosque, como si el peligro fuera más palpable. Más allá de la falta de cobertura celular no había nada diferente; pero aun así era inquietante.

—Mi móvil está oficialmente muerto —dijo Maggie.

—De vuelta a los noventa —anuncié.

Dos veces nos detuvimos al escuchar ruidos extraños, y las dos veces los atribuimos a animales u otras cuestiones que nada tenían que ver con nuestro perseguidor. La primera vez simplemente nos quedamos quietos a la espera de que el sonido se repitiera, sin poder identificarlo realmente; la segunda, en cambio, fue algo mucho más sobrecogedor: la succión que produce un objeto al entrar y salir del agua. Habíamos cruzado un canal estrecho hacía apenas un minuto y eso hizo que nos pusiéramos alerta. Lo cierto es que no creíamos que Raymond Marrel pudiera habernos seguido todo ese tiempo sin ser visto, por lo que asumimos que tenía que ser algún animal o, en el peor de los casos, otra persona o grupo de personas. Una cosa que habíamos aprendido de niños era que si corrías algún riesgo en el bosque, lo peor que podías hacer era huir y arriesgarte a perder el sentido de la orientación. Con el advenimiento del GPS esto último había dejado de ser un problema, siempre y cuando contaras con batería suficiente. De todas formas, Maggie y yo conservábamos ese aprendizaje adquirido en nuestra niñez. Si corres peligro: escóndete. Escóndete bien.

Nos ocultamos en unos arbustos.

—¿Qué hacemos aquí, Johnny? —dijo Maggie—. Ya no tenemos doce años.

—No lo sé.

Esperamos veinte minutos y lo único que conseguimos fue que nos dolieran las rodillas. No vimos ni escuchamos a nadie en las inmediaciones. Salimos de nuestro escondite sintiéndonos un poco estúpidos.

El GPS nos indicaba que estábamos a cuatro kilómetros en línea recta de nuestro objetivo, pero cualquiera sabía que la distancia por recorrer era bastante más que eso. También que el tiempo estimado para llegar a pie era totalmente engañoso.

—Vamos a tener que hacer una parada técnica —anunció Maggie cuando retomamos la marcha.

—Podrías haber aprovechado… —Señalé hacia los arbustos.

—Ja ja…, muy gracioso. No sabía de esto cuando ordené esa cerveza.

Habíamos llegado a un desfiladero que discurría en dirección norte sur. Nos dirigíamos hacia el este, de modo que debíamos desviarnos un poco y rodear esa meseta, o escalar la pendiente.

—No hay forma de que pueda subir por allí ahora mismo.

Maggie regresó unos metros y se perdió entre los arbustos. Yo escalé la pendiente unos metros y elegí un árbol para hacer lo mío. Regresé y no vi a Maggie.

Unos minutos después empecé a preocuparme.

—¡Maggie!

¿Por qué se alejaría tanto?

A unos diez metros había unos arbustos muy similares a los que nos habían servido como escondite un rato antes: bayas y helechos. Me acerqué a toda velocidad. En cuanto los rodeara vería a Maggie en cuclillas, mirándome con expresión entre indignada y divertida:

¿Justo ahora? ¿En serio?

Me detuve en seco al encontrarme de frente con Raymond Marrel.

El hombre, que debía de medir al menos un metro noventa, tenía el arma a pocos centímetros del rostro de Maggie.

—Quédate donde estás, Brenner.

Hice lo que me ordenaba. Superada la sorpresa inicial vi que el hombre también estaba nervioso, descargando el peso de una pierna a la otra, su rostro enrojecido y contrariado.

—Mataste a mi hija, así que yo mataré a tu novia —dijo con voz temblorosa.

El arma era un revólver; el cañón temblaba ostensiblemente.

Extendí los brazos hacia los costados, no hacia adelante, porque sabía que Marrel lo podría considerar como un ataque. Procuré no transmitir temor ni adoptar una postura amenazante. Me comporté como si aquel hombre fuera un oso negro y no un vengativo empleado de una aseguradora que había perdido a su hija.

—Cálmate, Raymond —dije avanzando muy lentamente.

¿Era buena idea usar su nombre de pila?

—¡No te muevas o disparo!

Claramente no fue una buena idea. Me detuve.

El cañón del revólver ya no apuntaba al aire sino a la frente de Maggie.

—¡Baja el revólver! —grité. Al diablo la teoría del oso negro.

—Quédate donde estás —dijo Raymond, ahora con calma—, o la mato aquí mismo.

—Se llama Maggie y no tiene nada que ver con esto, ni contigo. Déjala ir. Resolvamos esto tú y yo.

—¡Mi hija tampoco tenía nada que ver! ¡Y tú la mataste!

—Vale, Raymond —dije—, voy a sentarme en esa roca que está allí. No sé quién te ha dicho eso, pero no es así. Yo no le hice daño a tu hija. Quien sea que te haya dicho eso, te ha mentido.

Su rostro mostraba cierta confusión.

—Me sentaré allí —continué mientras me acercaba a las rocas—, y entonces tú y yo podremos hablar. Pero tienes que dejar de apuntar a Maggie con el arma.

—¿Crees que soy estúpido?

—No, Raymond, no creo eso. Creo que quieres saber qué le sucedió a Paula. No sé quién te ha dicho que yo la maté, pero eso no es verdad. ¿Quién te lo ha dicho, Raymond?

Me senté.

El hombretón no tenía una respuesta, lo vi en sus ojos. Seguía cambiando el peso de una pierna a la otra. Cada minuto que pasaba su nerviosismo iba en aumento.

Maggie, por su parte, había conseguido mantener la calma bastante bien dadas las circunstancias. En un momento intercambiamos miradas y me hizo un suave gesto de asentimiento.

—Tú mataste a Paula… —dijo Raymond—, tú y tu hermano.

—Raymond, quiero hablar contigo, de verdad que lo deseo. Estás equivocado y quiero aclararte las cosas. Pero no podemos hablar de este modo. Siéntate aquí conmigo y deja ir a Maggie.

—Yo soy quien dice lo que vamos a hacer. ¡Dime lo que le habéis hecho!

Ya no habla de asesinato…, hemos avanzado.

Raymond Marrel era presa de la desesperación, no un lunático. Lo había juzgado erróneamente desde el principio. Aquél era un hombre destrozado que no soportaba un minuto más la ausencia de su hija. Que no soportaba no saber.

—Tengo una hija —dije bajando el tono de voz—, se llama Jennie y tiene cuatro años. Si algo llegara a sucederle, haría lo mismo que tú…, buscaría la respuesta de cualquier forma. Soy un padre y trabajo ilustrando libros para niños, no soy un asesino y no maté a Paula. Si te sientas aquí conmigo, podemos hablar.

Raymond bajó el arma, pero no la guardia.

—Ella se queda con nosotros.

Mi silencio fue una señal de consentimiento.

Raymond seguía agarrando a Maggie por el pecho y avanzaba con ella como si fuera un escudo.

—Permite que ella se siente aquí conmigo —proseguí—, así hablaremos mejor. No intentaremos huir, tienes mi palabra. Si intentamos hacerlo, será un disparo sencillo.

—Un movimiento fuera de lugar y disparo. No tengo nada que perder.

Maggie se sentó a mi lado y Raymond lo hizo enfrente, esta vez apuntándome a mí con su revólver.

—Baja el arma, Raymond. Esas cosas son peligrosas.

Sabía que quizás era forzar demasiado las cosas, pero no podía pensar con claridad con un arma a menos de cincuenta centímetros.

Él observó el revólver como si no terminara de creer que lo estaba empuñando. Finalmente lo bajó, pero sólo un poco. Si se le escapaba un disparo me volaría la rodilla, o algo peor.

—¿Por qué crees que yo tengo algo que ver, Raymond?

—¡No! Ahora te toca a ti hablar, no hacer preguntas. Quiero saberlo todo.

—Está bien…, me parece justo —dije en tono conciliador—. Mi hermano Mark, como imagino que ya sabes, era el dueño del laboratorio donde trabajaba tu hija. Lamentablemente, mi hermano se quitó la vida hace unos pocos días.

Raymond Marrel se movió, incómodo. El cañón del revólver bajó un poco más.

—Durante la recepción se me acercó el agente Frost, al que estoy seguro de que también conoces, y me hizo una serie de preguntas. Ayer regresó y me mostró unas fotografías de Paula aquí en Carnival Falls, cerca de mi casa. Me dijo que son las últimas fotografías de ella. No sé si ella vino aquí en busca de mi hermano, pero supongo que es posible.

Raymond había dejado de moverse. Me observaba como debía hacer con los clientes de la aseguradora cuando intentaba determinar si le decían la verdad.

—Frost también me dijo —continué— que tu hija tenía mis libros en su casa, los libros de Busy Lucy, y entiendo que eso lo haya hecho pensar que quizás había una relación.

—Ella tenía esos libros —confirmó Raymond.

—Mucha gente tiene esos libros —expliqué—, y por supuesto yo no los conozco a todos. Frost lo entendió. Tú lo entiendes, ¿verdad Raymond?

No dijo nada.

—No conozco a tu hija, Raymond.

Aunque aquélla no era técnicamente una mentira, me avergonzó profundamente. Estaba progresando, podía ver la duda y la desesperación en el rostro de aquel hombre. Reforcé la idea:

—Frost se convenció de que esos libros no significan que yo le haya hecho daño a tu hija. De ser así, estaría detenido, ¿no te parece?

—Frost me ha dicho que eres sospechoso.

—¿Y ésa es razón suficiente para presentarse con un arma en la casa de un desconocido? —dijo Maggie con indignación—. ¿Porque Frost te ha dicho que tiene sospechas?

Raymond no contestó.

—¡Me has apuntado con un arma! —estalló Maggie.

Súbitamente Marrel había cambiado su actitud por completo. La desesperación se apoderó de él.

—Lo siento.

—Escúchame, entiendo que se trate de tu hija, pero no puedes actuar así. Simplemente no puedes. Me has dado un susto de muerte.

Raymond bajó la vista. El revólver era un trozo de metal lánguido colgando de su mano.

—Ese tipo, Frost, es un impresentable —siguió Maggie—, no me fiaría de él ni un segundo.

La indignación de Maggie parecía genuina, y ciertamente tenía razones para sentirse así. Era posible que estuviera exagerando un poco para desarmar a Raymond, y lo estaba consiguiendo.

—¿Entonces tú no le ayudaste? —Raymond levantó apenas la vista.

—¿A quién?

—A Mark Brenner. A tu hermano.

—No creo que Mark…

Raymond me detuvo levantando la mano izquierda.

—No sigas. Es tu hermano, y se ha quitado la vida. Sólo quiero que me jures por tu hija que tú no le ayudaste a matar a Paula. Que no sabes dónde está ella.

—Lo juro por mi hija Jennie —dije mirándolo a los ojos.

Raymond Marrel se tomó casi un minuto completo. Durante ese tiempo le sostuve la mirada.

—A ti te creo —dijo por fin apuntándome con un dedo regordete—, me lo has jurado por tu hija y eso para mí es suficiente. Mi intuición a veces falla, pero por lo general es bastante fiable. Y esa misma intuición es la que me dice que tu hermano es el responsable de la desaparición de mi hija. Le pido a Dios que no le haya hecho daño, y que si lo hizo, el paradero de mi hija no se haya ido con él.

Raymond se puso de pie. Tenía los ojos húmedos. Se guardó el revólver en el bolsillo del pantalón. Nos observó largamente, la mirada desencajada.

—Tengo otra hija —dijo más para sí que para nosotros—. Paula era especial. Si la hubierais conocido, quizás me entenderías un poco más.

Dio media vuelta y se perdió en el bosque.

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