Amnesia

Amnesia


Capítulo 2

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Capítulo 2

 

Tenía posibilidades.

En cuanto se había bajado del taxi que la había llevado hasta allí desde el aeropuerto, Kristina había caminado lentamente hacia el hostal. No tenía ningún estilo definido. Las fotografías que aparecían en el folleto mostraban su mejor cara. Aun así, era un edificio rústico y, a su manera, con cierto encanto. Pero tenía aspecto de abandono.

Sin embargo, haciendo un sólido esfuerzo y contratando a un buen contratista, capaz de comprender lo que tema en mente, aquel hostal podría ser transformado en un lugar muy rentable.

Sería el primero de otros muchos hostales.

Kristina había comenzado a desarrollar aquella idea nada más ocurrírsele. Su mente corría a toda velocidad, haciendo planes y empezando a construir la casa por el tejado cuando todavía no tenía un terreno estable en el que edificar.

Pero el terreno tendría que conseguirlo, había pensado con una sonrisa mientras subía las escaleras del porche.

Sí, le gustaba la idea. ¿Por qué conformarse con un solo establecimiento? ¿Por qué no una cadena? Una cadena que ofreciera lugares románticos para todo el mundo. Si conseguía hacer rentable aquel hostal, podría continuar comprando pequeños hostales como aquel en todo el país y transformarlos en los lugares ideales para una luna de miel.

Su humor se había transformado bruscamente al tropezar. El tacón del zapato había quedado atrapado en uno de los tablones del suelo. Kristina había fruncido el ceño mientras liberaba el tacón. Alguien debería encargarse de arreglarlo.

Arreglar era la palabra clave, volvió a decirse mientras regresaba a recepción después de haber examinado el resto del hostal. La mujer que se había presentado a sí misma como June había permanecido a su lado prácticamente todo el tiempo, intentando señalar los encantos del lugar. Y al parecer, en aquel hostal, la palabra negligencia era sinónimo de encanto.

Posó sus ojos en la enorme chimenea de ladrillo. En aquel momento estaba apagada, pero podía imaginársela perfectamente con un fuego ardiendo en su interior.

—Chimeneas.

— ¿Perdón? —le preguntó June vacilante.

Kristina se volvió entonces hacia ella.

—Chimeneas —repitió—.Todas las habitaciones tendrán chimeneas. Voy a convertir este hostal en un lugar en el que los recién casados puedan pasar los primeros y más románticos días de su vida en común.

Ignoró la mirada dubitativa de su interlocutora, tomó nota mentalmente de aquella idea y continuó escrutando la habitación con la mirada.

Pero June señaló algo evidente.

—Pero en las habitaciones no hay espacio suficiente para poner chimeneas.

—Lo habrá en cuanto tiremos algunos tabiques —respondió Kristina y miró hacia la mujer que había detrás del mostrador.

Antes de salir de viaje, le había pedido a una de sus ayudantes información sobre el personal del hostal. Sabía, por tanto, que June llevaba veinte años trabajando en aquel lugar. Y parecía muy cómoda en su puesto. Demasiado cómoda. Por lo que había manifestado hasta entonces, seguramente June se resistiría al cambio, y eso significaba que tendría que marcharse. Sería preferible tener a personas jóvenes y enérgicas trabajando en el hostal. Jóvenes, como la idea del amor eterno.

El éxito que comenzaba a vislumbrar consiguió emocionarla.

—Necesito una guía de teléfono —dijo de repente. June ya había comenzado a recelar con todo aquello. Kristina Fortune había anunciado su presencia con la sutilidad de un huracán. Y cada una de las preguntas que había hecho hasta entonces indicaba que el hostal corría un serio peligro de desaparecer, ladrillo a ladrillo, empleado tras empleado. A June le gustaba su trabajo, y también la gente que trabajaba con ella, personas que habían llegado a ser como una enorme familia, igual que Max.

Se preguntó entonces qué lo estaría reteniendo. Hacía más de una hora que lo había llamado.

Kristina advirtió que June le dirigía una larga y penetrante mirada antes de agacharse tras el mostrador de recepción para sacar la guía telefónica. Y eso la reafirmó en su intención de reemplazarla. June era más lenta que una tortuga en invierno.

No le extrañaba que aquel lugar estuviera a punto de caerse. Todo el mundo se movía lentamente. El jardinero con el que se había cruzado al llegar parecía haberse quedado dormido contra un enebro.

Y aunque se suponía que debía haber camareras que atendieran las dieciséis habitaciones, Kristina todavía no había visto a ninguna.

June colocó las páginas amarillas en el mostrador.

— ¿Quiere llamar a un taxi? —preguntó esperanzada.

A Kristina no le pasó desapercibido su tono. «Ni lo sueñes», pensó. No sería la primera vez que le caía mal a una empleada. Si pretendiera hacerse amiga de todo el mundo, la preocuparía. Pero Kristina había aprendido hacía mucho tiempo que la mayor parte de la gente envidiaba su posición. Así que ignoraba las opiniones que tan abiertamente reflejaban sus rostros y hacía lo que tenía que hacer.

Frunció el ceño mientras pasaba las páginas de la guía buscando la sección indicada, pero no había muchas empresas entre las que elegir.

—No, estoy buscando un contratista —dirigió a June una fría mirada—. Este lugar necesita una rehabilitación.

—Antonio es nuestro albañil. Y trabaja también como camarero.

Indudablemente, aquello explicaba el estado en el que se encontraba el hostal.

—Hará falta algo más que un albañil para arreglar este lugar.

June pensó entonces en decirle que Max era contratista, pero al final optó por no hacerlo. Max podría decírselo personalmente cuando llegara.

Kristina miró a su alrededor. Pero no vio el teléfono por ninguna parte.

— ¿Dónde está el teléfono?

La impaciencia la devoraba mientras marcaba con un bolígrafo uno de los anuncios de la guía. La empresa Jessup e Hijo prometía calidad y rapidez en el trabajo. Era un anuncio tan bueno como cualquier otro para empezar.

Pero el teléfono no llegó suficientemente rápido. Kristina hizo un gesto de desdén. Si aquella era una muestra de la eficacia del servicio, no la extrañaba que no hubiera nadie alojado en el hostal.

—No importa, utilizaré el mío. Kristina abrió uno de los compartimentos del bolso, sacó un teléfono móvil y marcó el número del anuncio. Al oír un suspiro de evidente alivio, alzó la mirada hacia June, a la que vio salir corriendo hacia la puerta de la entrada.

Teléfono en mano, Kristina se volvió y descubrió a la persona que había conseguido imprimir a los movimientos de June tal velocidad.

—El hombre ha vuelto al hogar —musitó.

June, por su parte, agarró a Max del brazo y lo empujó hacia un lado.

—Max, está llamando a un contratista. Haz algo.

Así que aquel era el otro propietario del hostal. Kristina cerró el teléfono. La llamada podría esperar.

Deslizó la mirada sobre el recién llegado lentamente, midiéndolo de la cabeza a los pies. Y era mucho lo que había que medir. Max Cooper era un hombre considerablemente alto, parecía un vaquero larguirucho que acabara de regresar de un torneo. Llevaba unos vaqueros que parecían haber formado parte de su guardarropa desde que estaba en el instituto y se adherían a su cuerpo con la familiaridad reservada para los amantes.

Incluso desde aquella distancia, Kristina advirtió que tenía los ojos de un color azul intenso. Aquel tono de azul que siempre había imaginado propio de un dios griego.

Por lo que podía distinguir, el pelo que asomaba bajo el sombrero vaquero era castaño oscuro y rizado.

Sí, el aspecto de aquel hombre podría haber impresionado a muchas de sus amigas, pero no a ella.

A ella, lo que realmente la impresionaba era la capacidad para los negocios, y aquel hombre parecía no tener ninguna.

De modo que aquel era el torbellino por el que lo había llamado June, pensó Max. Había conocido a Kate Fortune años atrás, cuando había ido a firmar unos documentos con sus padres. La recordaba sentada en la terraza, con el sol directamente a su espalda. Incluso siendo un adolescente, había reconocido su elegancia y su clase.

Pero lo que tenía en aquel momento frente a él era una niña mimada. Una niña preciosa, con un rostro bonito y unas piernas magníficas, pero una mocosa mimada. Y no tenía nada que hacer allí.

Supo desde el primer momento que había interpretado correctamente su expresión. Kristina Fortune parecía decidida a alcanzar su objetivo, sin importarle a quién se llevara por delante en el proceso. Pues bien, la mitad de aquel lugar era suyo y él pretendía que las cosas siguieran como estaban. Consciente de la importancia de llevarse bien con el enemigo, June, todavía agarrada del brazo de Max, dio un paso hacia Kristina.

—Max, esta es la copropietaria —Kristina advirtió que la recepcionista enfatizaba la sílaba «co»—. Kristina...

Sin esperar a ser presentada, Kristina se cambió el teléfono móvil de mano y dio un paso adelante, tendiéndole la mano a Max.

—Kristina Fortune, soy una de las nietas de Kate.

Y mientras lo decía, se le ocurrió que debería colocar un retrato de su abuela sobre la chimenea.

Sí, eso le daría el toque ideal a aquel lugar. Además, ya sabía qué retrato utilizaría: uno que le habían hecho a Kate por su treinta cumpleaños. Su abuela todavía conservaba en él el rubor de la juventud. Llevaba el pelo hacia atrás y un vestido de noche de color verde menta...

—Me alegro de conocerla —respondió Max, pero no obtuvo respuesta.

Cuando dejó caer la mano, Kristina lo miró con extrañeza.

Max tuvo entonces la sensación de que aquella mujer solo estaba parcialmente allí. Lo que era indiscutiblemente mejor para él. Porque si por Max fuera, no estaría allí en absoluto. June y los demás estaban haciendo un trabajo estupendo para mantener aquel viejo hostal y él creía firmemente en el refrán que decía que lo que no estaba roto, no tenía por qué ser arreglado.

—Parece como si estuviera a kilómetros de distancia.

Kristina se aclaró la garganta avergonzada.

—Lo siento. Solo estaba pensando en algo que me gustaría colgar encima de la chimenea.

En aquel momento, había un colorido tapiz sobre la chimenea. La madre adoptiva de Max se había pasado horas y horas tejiéndolo. Max se recordaba observándola mientras lo hacía. Su madre llevaba sangre cherokee en las venas y aquel tapiz representaba una historia que le había sido transmitida a Sylvia Murphy a través de su abuela materna.

Max miró a Kristina con los ojos entrecerrados.

— ¿Qué tiene de malo ese tapiz?

Era natural que intentara desafiarla. Kristina ya había supuesto que se resistiría al cambio. Las personas sin imaginación siempre lo hacían.

—Ese tapiz no encaja con el motivo del hostal.

¿Pero de qué demonios estaba hablando?

— ¿Motivo? ¿Qué motivo?

—El motivo que se me ha ocurrido para este lugar. Vamos a convertir nuestro establecimiento en un rincón en el que los recién casados pasen la luna de miel —observó la expresión de Max, intentando adivinar si le gustaba la idea.

No le gustaba.

Kristina se interrumpió y soltó una bocanada de aire. Puesto que Max era el otro propietario, suponía que sería mejor que intentara explicárselo, por mucho que ella odiara tener que dar explicaciones.

—Supongo que me estoy adelantando un poco.

—Yo diría que se está adelantando mucho. ¿Qué le hace pensar que necesitamos un «motivo» para este lugar?

Pronunció cada una de las palabras como si tuviera un sabor amargo en la boca.

—Bueno, es evidente que se necesita algún cambio.

A Max no le hizo ninguna gracia el tono condescendiente de su voz.

—El hostal está perfectamente.

—Perfectamente —repitió Kristina suavemente. Y lo miró como si acabara de descubrir que era un retrasado mental. Max estaba furioso—. Debo suponer que no se ha molestado en revisar los libros de contabilidad.

—Es June la que se encarga de la contabilidad —señaló hacia la recepcionista, que permanecía refugiada tras el mostrador—.Y, obviamente, yo los reviso de vez en cuando.

—No suficientemente a menudo.

Max ya estaba harto. Tenía trabajo que hacer, no podía perder el tiempo con el hostal. El hostal podía continuar funcionando como hasta entonces, sin que aquella mujer tuviera que interferir en nada...

— ¿Qué demonios le da derecho a entrar aquí con toda la frescura del mundo y...?

Kristina tenía que interrumpirlo antes de que estallara y les hiciera perder el tiempo a los dos.

—Yo no he entrado aquí con toda la frescura del mundo —lo corrigió con dureza—. De hecho, he estado a punto de romperme el cuello por culpa de uno de los tablones de la entrada.

—Qué pena.

Kristina tuvo la sensación de que lo que lamentaba era que no se hubiera roto el cuello. Pero decidió ignorarlo.

—Y he tenido una hora para examinar el estado del hostal.

Una hora, y le había bastado para juzgar el trabajo que a sus padres les había llevado toda una vida.

—Supongo que eso la convierte en una experta.

—No, ya lo era antes de llegar.

—En hostales, supongo.

Kristina decidió ignorar su obvio sarcasmo.

—En obtener beneficios y en vender productos.

Max se tomó su tiempo en contestar, sabiendo instintivamente que iba a irritarla.

— ¿Y qué es exactamente lo que vende?

Kristina podría haberlo abofeteado en ese momento por lo que obviamente estaba insinuando, pero eso no los habría llevado a ninguna parte. Al fin y al cabo, ella había ido allí a trabajar.

—Soy publicista. Y la responsable de la campaña de Pecado Oculto, por ejemplo.

Max era vagamente consciente de que se estaba refiriendo a un perfume. El último número de una revista a la que estaba suscrito había llegado oliendo a auténtica gloria porque una de sus páginas había sido impregnada con ese perfume.

—Felicidades, pero no sé de qué me está hablando.

Si pensaba que iba a conseguir irritarla, estaba confundido.

—No lo dudo. Todavía no hemos encontrado la forma de hacer llegar nuestra publicidad a personas que se pasan la vida durmiendo.

— ¿Está insinuando que soy perezoso?

Kristina se cruzó de brazos.

—El hostal está destrozado, los libros de contabilidad son un desastre. Está en números rojos...

Max la interrumpió al instante.

—Estamos en temporada baja —por el rabillo del ojo, advirtió que June sacudía la cabeza con gesto de desaprobación.

¿Pero qué se suponía que tenía que hacer? ¿Seguirle la corriente a aquella loca?

—En el sur de California no debería haber temporada baja.

Max la miró, completamente desconcertado por su razonamiento.

— ¿Eso es algo que se le acaba de ocurrir?

Kristina suspiró. Estaba intentando controlar su impaciencia, pero no se lo estaban poniendo nada fácil.

—Si va a cuestionar todo lo que diga, no vamos a llegar a ninguna parte, Cooper.

— ¿Y qué le hace suponer que quiero llegar a alguna parte con usted, señorita Fortune? A mí me gusta el hostal tal y como está.

—No es suficiente. Yo soy la copropietaria de este hostal. Max comprendió perfectamente sus intenciones. —Pero es imposible que haga nada sin contar con mi aprobación.

«Imposible» era una palabra que no formaba parte del vocabulario de Kristina.

—Puedo comprarle su parte del hostal.

Qué ironía. Eran muchas las veces que Max había deseado vender su parte del hostal para poder entregarse únicamente a su negocio. Acababa de surgirle la oportunidad perfecta para hacerlo y, sin embargo, no iba a aprovecharla.

No, no iba a venderle su parte porque eso significaría abandonar a gente a la que conocía desde hacía mucho, mucho tiempo. Y estaba convencido de que a los diez minutos de firmar la escritura, Kristina los echaría a todos para sustituirlos por clones de plástico.

Y por nada del mundo permitiría que aquella mujer despidiera a personas a las que conocía y quería desde hacía años.

—No, no puede, si yo no quiero venderla.

Aquel hombre no quería entrar en razón. Era evidente que no tenía ningún interés en el hostal. Si lo tuviera, no habría dejado que se deteriorara hasta ese punto.

—No lo comprendo. ¿Por qué quiere desaprovechar este lugar?

Desde la parte posterior del hostal se disfrutaba de una magnífica vista del mar. Mucha gente pagaría por tener la oportunidad de despertarse frente al mar. Y, sin embargo, en aquel momento el hostal estaba vacío.

La gente como Kristina Fortune solo tenía una visión de las cosas, su propia visión. Y Max había tenido suficiente experiencia con personas de esa clase. Alexis había sido una gran maestra.

— ¿Qué le hace pensar que quiero desaprovechar este lugar?

Oh, Dios. Aquel hombre era idiota. Atractivo, pero idiota. Kristina volvió a fijarse en él, apreciando las duras líneas de su rostro y la sensualidad de sus pestañas. La estructura de su rostro recordaba a la de los indios que en otros

tiempos habían habitado aquellas tierras. Probablemente, Max Cooper estaba acostumbrado a conseguir lo que quería gracias a su aspecto. Pero eso no iba a servirle con ella.

—Cualquiera con dos dedos de frente sabría que... — empezó a decir irritada.

June salió en aquel momento de detrás del mostrador, decidida a interponerse entre los dos. Aquella discusión no iba a llevarlos a ninguna parte.Ambos necesitaban tranquilizarse y comenzar de nuevo. Lo último que a June le importaba era lo que Kristina quisiera o dejara de querer, pero Max y el hostal sí le importaban.

—Señorita Fortune, ¿qué le parece si le pido a Sydney que la acompañe a su habitación? —sugirió alegremente, como si Kristina acabara de llegar—. Supongo que estará cansada después de haber viajado hasta aquí desde... —se interrumpió y arqueó la ceja con gesto interrogante.

—Minneapolis —contestó Kristina, sin apartar la mirada de Max.

June asintió, como si tuviera el nombre de la ciudad en la punta de la lengua.

—Después de cinco horas de vuelo, tiene que estar muy cansada. ¡Sydney! —alzó la voz mientras se dirigía hacia la parte trasera del hostal.

Kristina no estaba cansada, pero apreciaba el valor de una retirada a tiempo. Gritarle a aquel cabeza hueca no iba a servirle de nada y necesitaba tiempo para refrescarse.

Y para dominar su mal genio. Kristina rara vez perdía la paciencia, pero aquel hombre parecía tener la capacidad de sacarla de sus casillas a una velocidad pasmosa.

—De acuerdo —contestó—.Así podré deshacer el equipaje. Después volveremos a comenzar. Tengo un montón de notas y bosquejos que me gustaría enseñarle.

—Estoy deseando verlos —musitó Max con desgana.

Kristina se reprimió la respuesta. Aquello iba a ser más difícil de lo que pensaba. Pero no imposible. Nada lo era si se estaba suficientemente decidido a llevarlo a cabo. Y ella lo estaba.

En ese momento apareció Sydney, moviéndose con aquella lentitud que Kristina estaba empezando a considerar propia del lugar.

June advirtió la expresión de curiosidad con la que Sydney miró a Kristina.

—Sydney, esta es la nieta de Kate Fortune, se llama Kristina. Esta es Sydney Burnham, la más pequeña del grupo.

Durante los últimos cuatro años, Sydney había trabajado en el hostal durante los veranos, y en cuanto se había graduado en la universidad, había pasado a formar parte de la plantilla fija del mismo, prefiriendo la tranquila vida en La Jolla a la frenética vida de una agente de bolsa.

Sydney miró a su alrededor y se fijó en las dos maletas que había al lado del mostrador. Tomó una en cada mano y miró a la nueva huésped.

—Encantada de conocerte, Kristina.

A Kristina le pareció un saludo demasiado informal. Tenía que haber cierta distancia entre el jefe y los empleados para que las cosas funcionaran correctamente.

—Señorita Fortune —la corrigió.

Max elevó los ojos al cielo mientras se volvía hacia Kristina. Y June esperó a que las dos mujeres desaparecieran escaleras arriba antes de volverse hacia Max.

—He pensado que debería darte un poco de tiempo.

—Tengo la sensación de que con esa mujer no bastaría ni con un siglo. Es una niña mimada, egoísta y cabezota.

—Y esas son sus cualidades. Pero estoy segura de que encontrarás la forma de solucionar todo esto, Max.

—Me temo que yo no soy como mi padre June.

A June siempre le había gustado la modestia de Max.

—No, pero él te educó muy bien. Seguro que encontrarás la manera de llevarte bien con ella y hacerle olvidarse de sus planes.

—A veces creo que me concedes demasiados méritos.

—Y yo a veces creo que no te quieres tanto como deberías —June miró estremecida hacia las escaleras—.Tienes que hacer algo, Max. Porque tengo la sensación de que quiere dejarnos sin trabajo.

—Yo también June, yo también.

Tenía que haber alguna manera de hacer entrar a Kris-tina en razón. La pregunta del millón era, ¿cuál?

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