Amnesia

Amnesia


Capítulo 4

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Capítulo 4

 

—iEh! —le gritó Max a Kristina, y corrió para alcanzarla.

Kristina no se detuvo. Y tampoco dio muestra alguna de haberlo oído. Si acaso, aceleró todavía más el paso.

Max soltó un juramento.

— ¡Eh! —volvió a gritar.

Cuando llegó al lado de Kristina, la agarró del brazo y la obligó a volverse. Incluso bajo la luz de la luna, pudo ver las nubes de tormenta que nublaban su rostro. Un rostro que podría haberle resultado muy atractivo si no fuera el de Kristina.

Pero lo era.

— ¿No sabes que es peligroso andar por aquí cuando no estás familiarizada con la playa? El oleaje es muy fuerte en esta época del año. Cualquiera de las olas podría arrastrarte hasta al mar.

Como si a él le importara, se dijo Kristina.

—Sé cuidar de mí misma. Y para tu información —lo tuteó también ella—, no pensaba meterme en el agua. Sé exactamente dónde estoy.

— ¿Pero a ti qué te pasa? —Max solo podía encontrar un motivo para su absurda actitud: que alguien le hubiera hecho mucho daño. Recordaba cómo se había sentido él después de lo de Alexis—. ¿Te ha abandonado alguien o algo parecido?

Kristina lo fulminó con la mirada ante aquella insinuación. Por supuesto que no. Había sido ella la que había dejado a David. Aunque en realidad David nunca la había querido. Solo quería su dinero, su posición.

Kristina entrecerró los ojos.

— ¿Por qué? ¿Crees que una mujer no puede estar enfadada a menos que haya un hombre de por medio?

—Bueno... —fingió considerar seriamente la pregunta. Era consciente de que la había hecho enfadar. Seguramente alguien la había abandonado. Y no culpaba a aquel pobre hombre. Había que estar loco para salir con una mujer como Kristina—. No.

—En este caso —admitió Kristina—, tienes razón, pero nadie me ha abandonado, como tú tan elocuentemente has dicho. Aunque sí hay un hombre de por medio: tú. Al venir a la playa, lo único que pretendía era alejarme de ti. Pero es evidente que no he tenido éxito.

Max no se iba a dejar arrastrar a otra discusión. Aunque no le resultaba nada fácil cuando lo único que le apetecía en ese momento era retorcerle el cuello.

Le tendió la mano e hizo un último sacrificio.

— ¿Aceptas una tregua?

Kristina miró su mano. Era una mano fuerte, callosa. La mano de un hombre que no temía al trabajo duro. Así que quizá no fuera perezoso. Seguramente solo era un cabezota.

Pero, de todas formas, ignoró el ofrecimiento y lo miró a los ojos.

— ¿Qué te parece si hablamos de las razones por las que habría que hacer una reforma? —levantó la voz por encima del sonido de las olas y alzó el dedo índice—. En primer lugar, el hostal no está obteniendo beneficios. En segundo lugar, es un establecimiento con grandes posibilidades. Y, en tercer lugar, tengo el dinero necesario para convertir este establecimiento en un lugar muy especial. Y cuarto...

Se interrumpió bruscamente cuando Max cerró la mano sobre la suya. Pero dijo entre dientes:

—Yo soy la propietaria de la mitad de este hostal.

—Y quinto, eres realmente insoportable —Max le soltó la mano, reprimiendo el deseo de apretársela.

Kristina flexionó los dedos muy lentamente. No iba a darle la satisfacción de hacer una mueca. Aquel hombre no solo era un cabezota, era un auténtico neanderthal.

Max permanecía frente a ella, en uno de los rincones más hermosos del estado. No era un lugar para discutir ni para enfadarse. ¿Por qué Kristina no podía cerrar la boca y dejar que el entorno obrara su magia? Volvió a intentarlo.

— ¿Por qué no intentas disfrutar un poco de este lugar antes de hacer ningún cambio?

Realmente no la comprendía, se dijo Kristina. Evidentemente, para él la palabra «progreso» estaba llena de connotaciones negativas. —No tengo por qué disfrutar de él para saber que este lugar tiene un potencial que no está siendo aprovechado —señaló frustrada hacia la playa, como si Max no la hubiera visto nunca.

Max hundió las manos en los bolsillos del vaquero y comenzó a caminar a lo largo de la orilla.

—Si tiene que haber cambios en el hostal —le advirtió—, quiero dejar una cosa completamente clara desde el principio: no quiero que ninguno de los trabajadores sea despedido.

—Pero si no hacen un buen trabajo...

Max se detuvo y clavó los ojos en el rostro de Krístina.

—Están haciendo un buen trabajo.

La dureza de su rostro era casi perversa, pensó Kristina, sorprendida. Pero no retrocedió en sus posiciones. Pensaba hacer todo lo que había planeado. No podía permitir que el sentimentalismo se interpusiera en su camino.

—Pero si...

—Eso no es negociable, Kristina —la informó con dureza—. Cuando me hice cargo del hostal les prometí a mis padres que no prescindiría de ningún empleado.

Aquel hombre no tenía que ver con el mundo de los negocios, pensó Kristina. Era sorprendente que todavía conservara el hostal. Y aunque su actitud pudiera parecer noble, en realidad era otra excusa para no asumir responsabilidades.

—Sí, claro —dijo con paciencia—. Pero seguramente tus padres no querrían que...

Pero Max no quería oír ni una palabra más.

—Les di mi palabra, Kristina —la interrumpió—. Mi palabra. ¿Sabes lo que eso significa? —la taladró con la mirada—. Eso significa que he hecho una promesa, y yo siempre cumplo mis promesas.

Max sintió que se le estaba agotando hasta la última gota de paciencia mientras bajaba la mirada hacia aquel obstinando rostro. ¿Cómo podía una mujer ser tan bella y tan condenadamente despiadada al mismo tiempo?

Le bastó acordarse de Alexis para comprenderlo.

—Jamás —insistió—.Y mucho menos por culpa de una niña mimada que se presenta aquí dispuesta a arrasar con todo. Es posible que en Minneapolis se hagan las cosas así, pero aquí no funcionamos de esa manera.

Kristina elevó los ojos al cielo.

—Oh, por favor, no sabía que California era la vanguardia de la sinceridad y la justicia.

—Quizá California no lo sea, pero yo sí —acercó la boca al oído de Kristina, para que el viento no se llevara sus palabras antes de que pudiera oírlas—.Y ahora, si te queda un mínimo de sentido común, cosa que dudo, deberías volver al hostal —posó la mano en su hombro y la hizo volverse para mirar hacia el cielo—. Se acerca una tormenta. Y no queremos arriesgarnos a que te parta un rayo, ¿verdad?

Por su tono de voz, parecía que era precisamente eso lo que quería.

Y sin más, Max se volvió y comenzó a caminar a grandes zancadas hacia el hostal, como si estuviera deseando alejarse de ella.

Frustrada y furiosa, Kristina miró a su alrededor, buscando algún objeto que arrojarle. Vio un pedazo de madera a varios metros de distancia. Sin pensar en lo que estaba haciendo, lo agarró y se lo lanzó a Max.

La madera le golpeó a Max en la espalda. Se volvió sorprendido, bajó la mirada hacia la madera y comenzó a caminar hacia donde estaba Kristina con expresión furibunda.

Kristina, aunque no sabía lo que la esperaba, se negaba a retroceder. Alzó la barbilla y lo miró desafiante.

En cuanto estuvo a su lado, Max la agarró por los hombros y la sacudió con fuerza.

— ¿Qué demonios te pasa?

—Eres tú —replicó Kristina, negándose a pedirle que la soltara, a pesar de que le estaba haciendo daño—. Nunca me habían hecho perder tan rápidamente la paciencia.

Max fue consciente de que la estaba agarrando con demasiada fuerza. Al soltarla, vio las marcas de sus dedos en sus brazos. Tan furioso consigo mismo como con ella, refunfuñó:

—Bueno, ya tenemos dos cosas en común. La carne y el mal genio. Una combinación infernal —sacudió la cabeza—.Va a ser imposible que esto funcione.

—No se trata de un matrimonio, es solo un negocio.

—Es algo más que eso —replicó—. Es el infierno en la tierra —y él estaba justo en el centro.

Por su mente pasó una ristra de juramentos mientras fijaba la mirada en el rostro de Kristina. Y sin darse realmente cuenta de lo que estaba haciendo, de pronto la abrazó.

Las emociones se agitaban en su interior como el mar en medio de un tifón. Max se sentía a punto de ceder al casi sobrecogedor magnetismo de la mirada de Kristina. Aquello no tenía ningún sentido, pero seguramente la atracción sexual nunca lo tenía. Y eso era lo que estaba sintiendo: un deseo puramente sexual.

Bajo la luz de la luna, viendo cómo el viento azotaba la melena de Kristina y sintiendo cómo lo envolvía su fragancia, tuvo una reacción que hacía mucho tiempo que no había vuelto a experimentar.

La deseaba.

No sabía qué le apetecía más: estrangularla o hacer el amor con ella. Pero la deseaba.

Kristina contuvo la respiración. No estaba tan segura de sí misma como segundos antes. Con las firmes manos de Max sobre ella y sus ojos clavados en los suyos, se sentía temblar de los pies a la cabeza.

No tenía la menor idea de lo que podía llegar a hacer Max. Ni de por qué el peligro que asomaba a sus ojos la fascinaba de tal manera. Pero sabía que no le gustaba el poder que Max tenía en aquel momento sobre ella.

Max inclinó la cabeza, dejando sus labios a solo unos milímetros de los de Kristina. Esta podía sentir su corazón latiendo violentamente en su pecho. Y, como un animal acorralado, reunió valor y se lanzó al ataque.

—Bésame —le advirtió—, y tendrás que pagar por ello.

Estaba seguro de que cumpliría su amenaza, pensó Max. Y la verdad era que no estaba seguro de que el precio mereciera la pena. Aunque quizá sí.

Max soltó una carcajada ante aquella amenaza, y aquello empeoró la situación.

—Estoy seguro, Kristina. Pero no te preocupes. No pienso arriesgarme —y sin más, la soltó—.Ahora camina delante de mí.

— ¿Por qué?

Max posó la mano en su espalda para instarla a caminar y ella se tambaleó torpemente. Max soltó una maldición y la agarró del brazo. Solo a aquella mujer se le podía ocurrir caminar con tacones por la playa.

En aquella ocasión, la soltó muy rápidamente. Porque comenzaba a apetecerle demasiado el contacto físico con ella.

—Porque no tengo ojos en la espalda y no quiero que me lances otro pedazo de madera, Kristina, por eso.

Musitando para sí sus propias maldiciones, Kristina comenzó a caminar a grandes zancadas. Por culpa de la arena, tropezó en varias ocasiones, pero eso no le hizo aminorar la velocidad.

Y no se detuvo hasta que estuvo en su habitación, con la puerta cerrada tras ella.

Solo cuando dejó de temblar, llamó al abogado de la familia. La frustración creció cuando saltó el contestador del abogado. Enfadada, colgó bruscamente el teléfono.

Tendría que esperar hasta la mañana siguiente para averiguar de qué manera podría llegar a comprarle a Cooper su parte. Porque, de una u otra forma, pretendía hacerlo. Y, después de lo que había pasado aquella noche, le iba a resultar imposible volver a negociar con aquel hombre.

Sin pensarlo, se pasó la lengua por los labios, donde minutos antes había sentido el aliento de Max.

Kristina fijó la mirada en la oscuridad de la ventana. Las nubes habían cubierto por completo la luna, y no vio nada, salvo su propio reflejo.

Su propio reflejo y la sombra del de Max, que parecía estar burlándose de ella.

Con un grito furioso, corrió la cortina.

Max abrió los ojos lentamente Cada párpado parecía pesarle una tonelada. El zumbido de la cabeza apareció un segundo después, recordándole todo lo que había bebido la noche anterior.

Enfocó la mirada y vio la botella de whisky que tenía en el dormitorio.

Gimió, se sentó en la cama y se pasó la mano por la cara mientras recordaba lo ocurrido la noche anterior. Había empezado a beber intentando borrar el sabor del deseo y sacarse de la cabeza su experiencia con Kristina.

Pero había fracasado en las dos cosas.

Y aquello no era ninguna pesadilla. Había ocurrido de verdad.

Kristina Fortune se había entrometido con toda su maléfica gloria en el hostal y en su vida. Y él iba a tener que encontrar una forma de tratar con ella que contara con la aprobación del departamento de policía de La Jolla.

Suspirando, Max alargó la mano hacia los vaqueros que descansaban a los pies de la cama. Se los puso y se levantó. A continuación, se puso la camisa, pero no se molestó en abrocharla. Como una concesión al lugar en el que estaba, decidió ponerse las botas y no caminar descalzo.

Con un poco de suerte, Kristina estaría todavía durmiendo y él podría desayunar sin tener que volver a verle la cara. Imaginaba que tenía muchas probabilidades a su favor .Al fin y al cabo, los vampiros procuraban evitar la luz del día.

Había pasado la noche en el hostal, en vez de ir al apartamento que tenía en Newport Beach. En aquel momento, pensaba intentar arreglar las cosas con Kristina por la mañana, pensando que quizá tuviera más suerte.

Entonces le había parecido una idea razonable. Pero ya no estaba tan seguro. Eso significaría tener que volver a hablar con ella, una perspectiva que no le resultaba en absoluto apetecible, por atractiva que fuera aquella mujer.

Max salió al pasillo y cerró las puerta tras él. Había pasado la noche en la habitación que ocupaba cuando era niño. Estaba en el primer piso, justo al lado de la oficina. Para poder acceder al comedor, tenía que pasar por delante del mostrador de recepción y del salón principal. Cosa que hizo.

Y se quedó paralizado al ver a Kristina subida a una escalera, intentando quitar el tapiz que colgaba encima de la chimenea.

Un tapiz que él le había dicho específicamente que no quería quitar de allí.

Maldita fuera. Aquella bruja hacía caso omiso de todo lo que le decía. Así que, le gritó indignado:

—iEh! ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

Aquel grito furioso la sobresaltó. Kristina soltó un grito y perdió el equilibrio Max vio que se tambaleaba la escalera. En cuestión de segundos terminaría en el suelo.

Max corrió hasta allí, a tiempo de agarrar a Kristina. Consiguió sujetarla por la cintura y evitar la caída. Pero Kristina se golpeó la cabeza con la esquina de la chimenea.

La joven gritó y, para absoluto horror de Max, se derrumbó inconsciente en sus brazos.

— ¿Kristina?

Kristina no contestó. Y Max sabía que no estaba fingiendo. Cada vez más preocupado, le tomó el pulso. Lo tenía muy acelerado, pero su respiración era regular.

—Maldita mujer. ¡No has hecho otra cosa que causarme problemas desde el momento en el que pusiste un pie en el hostal!

En ese momento se acercó June corriendo. Afortunadamente, el resto de los huéspedes no parecía haber oído nada.

—He oído un grito —al ver la escalera y a Kristina en los brazos de Max, se mordió nerviosa el labio inferior—. ¿La has matado?

Max sacudió la cabeza. Aquel no era momento para bromas.

—No, se ha caído de la escalera y se ha dado un golpe en la chimenea —con Kristina en brazos, se dirigió hacia las escaleras—. Llama a Daniel Valente, June. Si te das prisa, lo localizarás antes de que haya salido hacia el hospital — tenía ya un pie en el primer escalón cuando se volvió de nuevo hacia June, que estaba tras el mostrador, buscando en la guía—. Dile que es una emergencia y lo necesito.

—Déjame eso a mí —la calma que la voz de June transmitía consiguió aliviar los afilados nervios de Max.

Max llevó a Kristina a su dormitorio y la dejó delicadamente en la cama. Parecía tan pequeña e indefensa allí tumbada... Sacudió la cabeza, negándose a dejarse llevar por el pánico. Al fin y al cabo, sabía mejor que nadie que bajo aquella pálida piel y la melena rubia se escondía una auténtica anaconda.

Como no tenía nada que hacer, salvo esperar a Daniel, Max acercó una silla a la cama. Antes de sentarte, examinó el golpe que comenzaba a hincharse en la frente de Kristina No le gustaba su aspecto, pero era Daniel el que tenía que decir si tenía motivos para preocuparse.

—Solo problemas —repitió para sí mientras se sentaba a horcajadas en la silla dispuesto a esperar a que se despertara Kristina o a que llegara Daniel.

Y si no ocurría pronto ninguna de las dos cosas, tendría que llevarla al hospital.

Max y Daniel Valente habían compartido muchos de sus juegos de infancia en los jardines del hostal y su amistad se había conservado intacta cuando Daniel se había ido a la Costa Este a estudiar. Daniel se había licenciado en medicina, satisfaciendo así las ambiciones de su familia. Y, en el proceso, había descubierto que tenía una aptitud natural para ser médico, y que además le gustaba.

Max y él solían verse una vez al mes. A veces menos. Pero por mucho tiempo que pasaran sin verse, su amistad permanecía como si hubieran estado juntos la tarde anterior

Daniel llegó diez minutos después de que June lo hubiera llamado, justo cuando Max estaba pensando en llevar a Kristina al hospital.

Mientras el médico examinaba a Kristina, Max permaneció en silencio. Pero como pasaban los minutos y su amigo continuaba sin decir nada, terminó preguntándole:

— ¿Y?

— Se ha dado un golpe terrible en la cabeza.

—No necesitaba a un médico para que me dijera eso.

—No, pero sí necesitas un médico para que te diga que no parece tener una conmoción cerebral —Daniel guardó el estetoscopio en su estuche y se levantó—. Lo que te aconsejo es que la observes —sonrió— Y, teniendo en cuenta su aspecto, supongo que no te resultará muy duro.

—Créeme, Daniel, cambiarías de opinión si la vieras cuando tiene los ojos abiertos.

—Creo que no me gustaría correr el riesgo —cerró el maletín—. Es posible que se sienta un poco desorientada cuando se despierte. Si surge algún problema, llámame. Y si dentro, digamos por ejemplo, una hora, no se ha despertado, llévala al hospital y pide que me localicen. No creo que sea nada serio, pero nunca se sabe.

—No, nunca se sabe —contestó Max cuando su amigo abandonó la habitación.

Otro día enviado al infierno, pensó. Porque no podía dejar a Kristina en aquella situación. Con un suspiro, alargó la mano hacia el teléfono de la mesilla de noche y llamó a Paul a la obra.

Le explico rápidamente a su amigo lo que había ocurrido. Paul lo escuchó con atención y le dijo a Max que no tenía por qué preocuparse. Por una vez al menos, parecía que todo estaba saliendo bien y todos los pedidos de material estaban llegando a tiempo.

Se alegraba de saberlo, pensó Max mientras colgaba el teléfono. Pero le habría gustado poder decir lo mismo del hostal. De pronto, un ronco gemido lo hizo levantarse de un salto. Dios, Kristina estaba muy pálida, pensó. Y prácticamente se abalanzó sobre ella cuando la vio abrir los ojos.

Le sonrió.

—Hola, por fin has decidido volver.

—Hola —musitó Kristina. Se llevó la mano a la frente y ahogó un gemido. El dolor continuaba, pero ya no era tan intenso. Intentó levantarse, pero no lo consiguió—. ¿En dónde he estado?

—Fuera —Daniel había comentado que al principio estaría un poco desorientada. Y, desde luego, lo parecía—. Te has dado un golpe en la cabeza.

— ¿Sí? ¿Cuándo?

—Cuando te has caído de la escalera.

Kristina permaneció en silencio, pensando. El doloroso latido de su cabeza se hizo más intenso cuando hizo una mueca.

— ¿Y qué estaba haciendo en esa escalera?

— ¿No te acuerdas? —le preguntó Max, con los ojos entrecerrados.

—No

Estaba diferente. Había algo en su actitud que había cambiado. Sinceramente preocupado, Max se inclinó hacia delante.

— ¿Y qué es lo que recuerdas?

Kristina intentó encontrar una respuesta. Abrió los ojos como platos y se volvió hacia Max. Donde debería haber habido pensamientos, impresiones, ideas, no había absolutamente nada. Solo un enorme vacío.

—De nada —susurró—. No me acuerdo de nada.

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