Amnesia

Amnesia


Capítulo 7

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Capítulo 7

 

Cuando al día siguiente por la mañana abrió los ojos, la memoria de Kristina era tan limitada como el día anterior.

El médico que había ido a verla había sido muy amable con ella. Él y Max la habían llevado al hospital a hacerse unas pruebas, pero allí habían llegado a la misma conclusión: no había nada que indicara la existencia de un daño físico de manera que, con toda probabilidad, la amnesia sería algo temporal.

Y lo único que podía hacer era esperar.

Y eso hizo.

Había soñado durante la noche, pero, al despertarse, no sabía en qué ni con quién.

La frustración la consumía. Se sentía tan indefensa, tan expuesta. ¿Tendría algún secreto? ¿Habría algo importante en su vida que necesitara saber? ¿Habría alguien que se preocuparía si no lo llamaba?

Pero nadie iba a decírselo.

Se obligó a soltar aire lentamente, intentando tranquilizarse. No se podía derrumbar cuando solo contaba con sus propias fuerzas. Kristina apartó las sábanas, estaba demasiado nerviosa para quedarse en la cama. Miró el reloj. Todavía era muy temprano. Se preguntó si estaría acostumbrada a levantarse pronto o era la ansiedad la que la había despertado. Aquello era lo peor, no saber nada de sí misma. Ni siquiera cómo se peinaba habitualmente.

Kristina miró su reflejo en el espejo y se toqueteó la melena. ¿Llevaría el pelo suelto o recogido? ¿Con la raya en medio o a un lado?

Probó con curiosidad varios peinados y decidió dejárselo suelto. Se sentía como un bebé dando sus primeros pasos sin saber si iba a llegar al final de la habitación o terminaría cayéndose mucho antes.

Estaba terminando de vestirse cuando llamaron a la puerta.

— ¿Si?

—Soy Max.

Max se quedó sorprendido cuando se abrió la puerta. Kristina parecía alegrarse sinceramente de verlo.

—He pensado que podrías empezar a trabajar esta mañana. A menos que no te encuentres bien.

—Oh, estoy bien —contestó al instante—. O al menos todo lo bien que puedo estar en estas circunstancias — bajó la mirada hacia la ropa que acababa de ponerse—. ¿Está bien esta ropa? ¿No tengo que llevar uniforme ni nada parecido?

Max se felicitó a sí mismo por su capacidad previsora. La tarde anterior, mientras Daniel y él se llevaban a Kristina al hospital, Sydney había colgado toda la ropa de Kristina en el armario. Si Kristina hubiera descubierto su maleta sin deshacer, podría haberse hecho preguntas que él todavía no estaba en condiciones de contestar.

Aquel día Kristina se había puesto una falda vaquera y una blusa de la misma tela. Un modelo aparentemente sencillo, pero que, sin duda alguna, llevaba la firma de un buen diseñador.

—Así estás muy bien. Y aquí nadie lleva uniforme. Nos gustan las cosas sencillas. Si ya estás lista, ¿por qué no bajas conmigo al comedor?

Kristina lo siguió hasta las escaleras.

—He soñado contigo —dijo de pronto—. O por lo menos creo que eras tú —pero ni siquiera eso podía recordar con nitidez—. Parece que no puedo recordar nada.

Max se detuvo al final de la escalera y deslizó el brazo por sus hombros con la benevolencia de un hermano mayor.

—Lo harás, Kris, terminarás recordando —lo único que esperaba era que no lo hiciera demasiado pronto.

Max la condujo hasta el comedor. Dada la hora que era, sabía que Sydney estaría allí, preparando las mesas para los huéspedes. De vez en cuando, también se acercaba al hostal gente de los alrededores, pero eso era sobre todo durante los fines de semana.

En aquel momento, no había nadie en el comedor, salvo Sydney. Esta alzó la mirada al oírlos entrar y su expresión amistosa desapareció al ver a Kristina.

—Buenos días —saludó con frialdad.

—Buenos días, Sydney. Kris dice que hoy se encuentra mejor.

—Qué bien —musitó Sydney sin alzar la mirada.

Max posó la mano en la espalda de Kristina y detectó la tensión de sus hombros. Casi la compadecía. Pero solo casi.

—Me temo que vas a tener que enseñarle a Kris a hacer sus tareas otra vez.

Sydney cuadró los hombros y asintió.

—Claro Max, si es eso lo que quieres.

Kris no tenía memoria y tampoco ninguna experiencia que la ayudara a juzgarlo, pero habría jurado que había condenados a muerte que habían recibido invitaciones más sinceras.

Se quedó completamente paralizada. ¿De dónde había surgido aquella idea? ¿Conocería a alguien que hubiera sido acusado de asesinato? Le bastó pensarlo para que el corazón comenzara a latirle violentamente, pero no recordó nada.

Seguramente, aquella reacción había sido provocada por los nervios y la inseguridad, se dijo a sí misma. Su mente continuaba en blanco y por eso tenía tendencia a amplificar cualquier pensamiento.

Max advirtió su cambio de expresión.

— ¿Qué te pasa? —le preguntó.

—Nada. Creía que iba a poder recordar algo —suspiró—, pero ha sido imposible.

—No te fuerces. Recordarás cuando menos te lo esperes —sintió los ojos de Sydney fijos en él y al alzar la mirada descubrió en sus labios la sombra de una sonrisa—.Te veré esta noche —le prometió a Kristina.

Kristina lo miró aterrada.

— ¿Te vas?

Max comenzó a acercarse a la puerta. Tenía la sensación de que, si no se iba en ese momento, no sería capaz de marcharse. Y no podía permitirse el lujo de abandonar su empresa.

—Tengo que irme. Tengo una compañía constructora que dirigir.

Kristina cada vez estaba más confundida. Miró a Sydney y después a Max.

—Pero yo creía que habías dicho que eras el director del hostal.

—Y lo es —intervino Sydney, y la agarró del brazo—, pero la empresa constructora es algo que ha levantado por sí mismo —Sydney le dirigió a Max una última mirada, acompañada en aquella ocasión con una cariñosa sonrisa que contrastaba notablemente con la frialdad con la que miraba a Kristina.

—Os veré esta noche —repitió Max.

Sydney apenas sonrió en respuesta. Y la sonrisa desapareció completamente de sus labios cuando Max se marchó.

—Vamos —le dijo a Kristina—.Tenemos que limpiar dieciséis habitaciones antes de la hora del almuerzo.

— ¿Dieciséis? —Kristina siguió a Sydney mientras esta salía del comedor—. ¿Y están todas ocupadas?

—Ahora mismo solo hay cuatro parejas alojadas, pero no deja de haber polvo en las habitaciones porque no haya gente en ellas. Las limpiamos todos los días.

Sydney tenía la sensación de que aquel iba a ser un día muy largo. Con gesto de resignación, condujo a Kristina hacia la pequeña habitación en la que guardaban los productos de limpieza.

Kristina no tardó mucho en comprender que aquel no era uno de sus mejores días. La sensación de frustración e ineptitud fue creciendo a lo largo del todo el día, al mismo ritmo con el que parecía agotarse la paciencia de todo el mundo.

Empezó trabajando bajo la tutela de Sydney. Y cuando esta la envió a la habitación número cuatro y le pidió que hiciera la cama, no fue capaz de hacer un trabajo aceptable.

—Has dejado el embozo de la sábana muy corto —señaló Sydney exasperada—. Déjame a mí —le dio un codazo a Kristina para apartarla de su camino—.Veamos si puedes quitar el polvo. Es imposible que nadie pueda hacer eso mal.

También Kristina lo pensaba.

Hasta que rompió una figurita de una de las habitaciones.

— ¡Oh, Dios mío! —recogió los restos y salió al pasillo para ver si Sydney estaba por los alrededores.

No estaba. Rápidamente, llevó los pedazos rotos a su habitación. Con un poco de suerte, podría restaurar la figura antes de que notaran su desaparición.

Con un poco de suerte, pensó con pesar. Pero hasta ese momento, no parecía que fuera una mujer afortunada.

Sydney encontraba fallos a todo lo que hacía. Kristina era consciente de que estaba haciendo un pobre trabajo, pero la verdad era que se sentía completamente fuera de lugar. Mientras estaba pasando la aspiradora por las habitaciones, tenía la sensación de no haber hecho nada parecido en todo su vida y estuvo a punto de tragarse con la aspiradora toda una cortina.

Sydney, harta de sus torpezas, le quitó la aspiradora de las manos y la envió a trabajar con Jimmy, el jardinero.

Jimmy estaba de rodillas en la parte trasera de la casa, cuidando unas preciosas margaritas.

Kristina se aclaró la garganta, pero él continuó ignorando su presencia. Al final, la joven dijo:

—Sydney me ha dicho que venga a ayudarte.

Jimmy alzó entonces la cabeza y entrecerró los ojos, intentando enfocar la mirada en su rostro. En realidad, no veía prácticamente nada que estuviera a más de un metro de distancia. No veía ninguna necesidad de utilizar gafas, puesto que todo su trabajo consistía en acercarse a las plantas.

—Recuérdame que le dé las gracias a Sydney por su consideración —ni sonrió ni frunció el ceño. En cambio, la miró con gesto de resignación y le señaló un guante de jardinería.

—Bueno, supongo que podrás hacer algo útil. Puedes quitar las malas hierbas. Y procura tener mucho cuidado con ella.

— ¿Con ella? —pensó que estaba intentando advertirle sobre Sydney y lo encontró extraño.

—El jardín. Trátalo como si fuera una dama —le advirtió—. Lo notará si no lo haces.

El jardinero señaló hacia el lugar en el que quería que comenzara a trabajar. Estaba a una considerable distancia de él y Kristina se preguntó si lo estaría haciendo a propósito.

El sol brillaba con fuerza mientras ella iba quitando las malas hierbas y sacrificando todas sus uñas. No tenía la menor idea de que hubiera tantas clases diferentes de malas hierbas. Algunas tenían pinchos, unas se arrancaban fácilmente y otras parecían resistirse con todas sus fuerzas. Kristina creyó estar haciendo bien su trabajo hasta que oyó un grito de protesta tras ella.

Alzó la mirada y vio a Jimmy fulminándola con la mirada mientras señalaba las malas hierbas que había ido amontonando.

— ¿Pero qué estás haciendo muchacha? ¿Es que no sabes distinguir las malas hierbas de la cubierta vegetal del jardín?

Aparentemente no. Kristina se levantó.

—Lo siento.

Jimmy no pareció oírla. Se agachó, levantó una planta y la sostuvo frente a Kristina, obligándola a enfrentarse a su crimen.

— ¿Tienes la menor idea de cuánto me costó hacer crecer esta planta?

—No —susurró Kristina.

Jimmy recordó el desprecio con el que Kristina había mirado sus adoradas flores cuando llegó.

—No, estoy seguro de que no tienes la menor idea. Vete dentro, a lo mejor consigues que a Antonio le salga alguna cana. Su corazón todavía es más fuerte que el mío.

Kristina intentó disculparse otra vez, pero Jimmy no la oía, continuaba refunfuñando algo sobre su ineptitud y los asesinos de plantas. Con los ojos llenos de lágrimas, Kristina se dirigió al interior del hostal. No tenía la menor idea de dónde encontrar a Antonio. Ni siquiera sabía qué aspecto tenía.

En cualquier caso, no tuvo que buscarlo. Porque tropezó con él, literalmente. Antonio era un hombre alto y fuerte como una pared de ladrillo. Pero la caja de herramientas que llevaba entre las manos no. La caja terminó en el suelo después de aquel encontronazo y las herramientas salieron lanzadas en todas direcciones.

—Oh, lo siento —Kristina se arrodilló y comenzó a guardar las herramientas en la caja.

—No pasa nada —Antonio levantó la caja y se disponía a escapar cuando Kristina le preguntó:

— ¿Tú eres Antonio?

Antonio se volvió incómodo hacia ella.

—Sí, ¿por qué?

—Jimmy me ha dicho que debería ayudarte.

—Oh, ¿eso te ha dicho? —al cabo de un momento, apareció una sonrisa en sus labios—. De acuerdo, vamos. Supongo que no me hará ningún daño tener delante una cara bonita mientras trabajo.

Pero pronto descubrió lo equivocado que estaba. Kristina no supo entender sus instrucciones cuando estaba arreglando la ducha de una de las habitaciones y abrió el grifo del agua. En cuestión de segundos, Antonio quedó completamente empapado y terminó enviando a Kristina a la cocina.

Sam no se mostró muy entusiasmado al verla llegar. Su reacción, añadida a la de los demás, terminó de minar la poca confianza que Kristina tenía en sí misma. No podía comprender por qué había decidido quedarse trabajando con todas esas personas a las que, evidentemente, no les gustaba.

¿Pero por qué no les gustaba? ¿Les habría hecho algo? Se lo preguntaría a Max en cuanto tuviera oportunidad.

Decidida a hacer las cosas de la mejor manera, se aplicó con entusiasmo a la tarea que Sam le encargó.

Pero pelar patatas tampoco era lo suyo, descubrió. No tenía la menor idea de cómo agarrar el cuchillo y se llevaba por delante casi toda la patata Al cabo de unos minutos, Sam soltó un juramento en un idioma que Kristina no entendió y le quitó el cuchillo. Con la otra mano, señaló las patatas que Kristina había dejado en un cuenco

— ¡Mira lo que has hecho! ¡Las has dejado del tamaño de una canica! Dios mío, vete al comedor a poner las mesas y déjame en paz mientras intento solucionar esto. ¡Sydney! —gritó—. ¡Llévatela de aquí!

Resignada, Sydney volvió a asumir su tutela.

Max llegó al hostal alrededor de las siete, completamente agotado. Había estado a punto de ir de la obra directamente a casa, pero la mala conciencia y la curiosidad no se lo habían permitido. Quería saber cómo había ido el primer día de trabajo de Kristina en el hostal.

Y esa fue la primera pregunta que salió de su boca cuando llegó al hostal aquella noche.

June estaba sentada detrás del mostrador, leyendo. Parecía tranquila, y eso le hizo albergar a Max la esperanza de que las cosas hubieran transcurrido sin problemas. No había recibido ninguna llamada de emergencia. Y eso indicaba al menos que Kristina todavía no se acordaba de quién era.

—Hola, June, ¿qué tal le ha ido a Kristina?

Antes de que June hubiera podido contestar, se oyó un estruendo procedente del comedor.

—Debe haber sido ella —comentó June.

—Genial —Max comprendió por su tono de voz que aquella era una indicación de cómo había transcurrido el día. Suspiró—. Estaré en mi despacho si me necesitas.

Una vez en su despacho, Max se permitió entregarse al cansancio que había estado persiguiéndolo durante todo el día. Estiró las piernas y cerró los ojos. Quizá no hubiera sido una buena idea poner a trabajar a Kristina, pensó.

De hecho, en ese momento, no le parecía en absoluto una buena idea. Aquel había sido un día muy largo para él. Dos de los albañiles no habían podido acudir al trabajo y otros dos contratados habían resultado ser ineptos para labores que decían ser capaces de realizar con los ojos cerrados.

Estaba pensando en ello cuando oyó entrar a alguien en su despacho. Se volvió, esperando encontrar a cualquiera de los empleados con las espadas en alto, pero era Kristina. A Max le recordó a una niña abandonada. Permanecía en el marco de la puerta, meciéndose nerviosa sobre los pies.

—Max, ¿puedo hablar un momento contigo?

—Claro —Max se enderezó en la silla y le hizo un gesto para invitarla a pasar—. Siéntate.

—Gracias, pero prefiero quedarme de pie —parecía tan nerviosa que Max no pudo evitar preguntarse si habría recuperado la memoria—. Esto no ha sido una buena idea.

La desolación que reflejaba su rostro despertó la compasión de Max.

— ¿Qué es lo que no ha sido una buena idea?

—Que trabaje aquí —Kristina soltó una bocanada de aire. Le dolía tener que revivir lo ocurrido durante el día, pero siendo su jefe, Max tenía derecho a saberlo y prefería contárselo personalmente a que lo hicieran los demás—. Parece que soy incapaz de hacer las camas, no sé distinguir las malas hierbas del jardín y tampoco pelar patatas.

Recitó toda la lista de errores que había cometido. Todos ellos parecían insignificantes. Pero no lo eran, por lo menos para ella y para la gente con la que había trabajado. Le mostró a Max las manos para que las viera. Sus manicuradas uñas estaban astilladas, algunas se le habían roto y tenía heridas en varios dedos.

Su primer día de trabajo, pensó Max. Pero no experimentó la satisfacción que había anticipado.

Kristina suspiró y añadió:

—Además, he tirado una bandeja llena de vasos.

Max tuvo que esforzarse para esconder la sonrisa que asomaba a sus labios.

—Ya lo he oído.

No parecía enfadado, pensó Kristina. ¿No habría entendido lo que le estaba diciendo?

—Creo que solo soy un estorbo en el hostal.

A Max lo sorprendió que pareciera tan afectada por sus defectos. Lo sorprendió y lo conmovió de una manera extraña.

—No te preocupes por eso —le dijo suavemente.

Pero ella se preocupaba. Se preocupaba por lo mal que la hacía sentirse su ineptitud. No le gustaba ser un estorbo. Y no entendía por qué se lo tomaba Max con tanta tranquilidad.

— ¿No te importa?

Max se levantó y rodeó el escritorio para acercarse a ella.

—La gente necesita su tiempo para acostumbrarse a un puesto de trabajo. Para ti, ahora es como si tuvieras que adaptarte a un trabajo completamente nuevo. Solo espero que procures no seguir rompiendo vasos —añadió con una sonrisa.

—Ha sido un accidente —señaló ella al instante.

—Esperaba que no lo hubieras hecho intencionadamente.

— ¿Por qué iba a hacerlo a propósito?

—Oh, podías estar enfadada o frustrada por algo.

—Yo nunca haría una cosa así —lo miró fijamente, preguntándose si Max estaría intentando insinuar algo—. ¿O sí?

—No, supongo que no —por lo menos, la Kristina que estaba conociendo después del accidente.

Kristina midió cuidadosamente sus palabras.

—Creo que debería marcharme, Max. Este trabajo no se me da bien.

Pero Max no podía permitir que se fuera en aquellas condiciones. Y si intentaba ponerse en contacto con su familia, no sabía en qué tipo de dificultades podría llegar a encontrarse.

—Claro que se te da bien. Solo necesitas darte un poco de tiempo .Además, todo el mundo se equivoca alguna vez. Todos nos equivocamos.

Vio gratitud en la mirada de Kristina, pero también algo más que no acertaba a descifrar.

— ¿Qué te pasa?

—Yo... creo que no les gusto a los demás empleados.

Y eso parecía molestarla. ¿Quién lo habría podido imaginar?

—Eso solo son imaginaciones tuyas. No olvides que estás sometida a una situación de mucho estrés. No sabes quién eres ni dónde estás. Es natural que estés un poco paranoica.

Pero Kristina sabía que no era ese el problema. Y no quería quedarse en un lugar en el que no la apreciaban. Pero la idea de marcharse también la hacía sentirse incómoda. ¿Adonde podría ir?

—No sé —se mordió el labio—. ¿Tú estás seguro de que quieres que me quede?

—Claro. Además, ¿adonde irías? —deseó abofetearse por lo que acababa de decir, pero era la única manera de conseguir que Kristina se quedara en el hostal—, No tienes a nadie.

Aquello fue un duro golpe para Kristina. No se acordaba de nadie, pero saber que cuando recuperara la memoria tampoco tendría a nadie a quien recurrir le resultaba devastador.

— ¿No tengo a nadie?

Max desvió la mirada para poder contestar:

—No, o por lo menos eso fue lo que me dijiste. Llegaste aquí intentando alejarte de recuerdos muy dolorosos. Después de divorciarte —añadió, por si lo había olvidado—.Y mientras estuviste aquí, June dice que no recibiste ninguna llamada personal.

—Supongo que eso significa que soy una mujer soltera. Pero no me acuerdo... —y aquello estaba volviéndola loca.

—Paciencia —le aconsejó Max—. Seguro que pronto lo recuerdas todo.

Kristina estaba comenzando a albergar ciertas dudas al respecto, pero le parecía injusto. Reconfortada por la preocupación que mostraba Max, le dirigió una sonrisa.

—Si tú lo dices...

Max deseó que la joven no tuviera tanta fe en él.

—Yo lo digo. Y ahora, ya basta de charla.

—Sí, basta de charla —repitió Kristina—. Gracias por dedicar tu tiempo a hablar conmigo —se volvió para marcharse, pero antes de salir, le preguntó a Max—: ¿Puedo traerte algo?

Max, que había comenzado a revisar los papeles que June había ido acumulando en su escritorio durante las últimas tres semanas, alzó la mirada hacia ella.

— ¿Qué?

—Todavía no has cenado nada —le recordó—. La cocina está a punto de cerrar. He pensado que podría traerte algo. Siempre y cuando Sam no me haya echado para siempre de su cocina, claro —añadió con pesar—. Creo que me odia.

Max se echó a reír.

—Sam no te odia, pero es muy temperamental. Te diré cuál es el secreto para trabajar con Sam: necesita que lo mimen un poco, pero merece la pena. Es un magnífico cocinero.

— ¿Entonces qué está haciendo aquí? —se sonrojó, esperando no haber sido demasiado franca. Lo último que pretendía era ofender a Max— Me refiero a si no preferiría trabajar en un restaurante más elegante.

Así que comenzaba a regresar parte de la antigua Kristina, pensó Max incómodo. Desde luego, aquel comentario era muy propio de ella.

—No, le gusta trabajar aquí.

June me contó que Sam vino a este hostal un verano, para recuperarse después de una operación. El cocinero que teníamos no alcanzaba al nivel que Sam exigía y él se ofreció a hacerle algunas sugerencias. Incluso llegó a preparar algún menú de vez en cuando. Mi madre adoptiva le ofreció quedarse a trabajar aquí y él nunca regresó a su antiguo puesto de trabajo.

— ¿Y qué pasó con el otro cocinero? —Kristina, después de su experiencia, había llegado a la conclusión de que allí no despedían a nadie.

—Continuó trabajando de ayudante —Max pensó en ello un momento. Phil se había ido tres años atrás, justo cuando él se había hecho cargo del hostal—. Se fue a vivir con su hija hace tres años. Desde entonces, Sam ha sido el único tirano de la cocina. Ni siquiera la abandona para tomarse unas vacaciones —sonrió—. Dice que tiene miedo de que venga otro cocinero de vacaciones y se quede con la cocina.

Kristina rió suavemente y se volvió hacia Max. Tenía un rostro amable. Y fuerte, pensó El rostro de un hombre en el que se podía confiar.

—Esa historia te la acabas de inventar.

—Es demasiado mala para inventársela. Este hostal atrae a personas de ese tipo. A gente que tiende a considerar el hostal como su propio hogar. O al menos, solía ser así —añadió.

Kristina sabía que debería marcharse, pero vaciló. Le gustaba estar allí, con Max.

— ¿Y todo el mundo tiene una historia como esa?

—Más o menos —contestó. Estaba comenzando a sentirse demasiado cómodo con ella, pensó—. ¿Me has comentado que ibas a traerme algo de comer?

—Oh, sí, claro —probablemente Max pensaba que se estaba tomando demasiadas familiaridades. Al fin y al cabo, él era el jefe—.Te traeré el menú especial de la casa.

Max asintió, fingió concentrarse en sus papeles y no volvió a alzar la mirada hasta que estuvo seguro de que Kristina había desaparecido.

Maldita fuera, estaba siendo encantadora, pensó. Y aunque eso facilitaba su trabajo, le creaba más problemas de conciencia.

Max se recordó a sí mismo la historia que acababa de contarle a Kristina. Por el bien de Sam y del resto de los empleados, tendría que continuar con aquella farsa.

Kristina vaciló en el marco de la puerta de la cocina. La habitación estaba inmaculadamente limpia.

— ¿Sam?

Sam estaba inclinado sobre el mostrador, terminando de darle el toque final a un soufflé que pretendía darles a probar a los empleados. Al oír la voz de Kristina alzó la mirada.

—Oh, eres tú. ¿Estás buscando algo que romper?

A Kristina le entraron ganas de dar media vuelta y salir corriendo, pero se quedó donde estaba. Huir no iba a servirle de nada.

—No, Max ha vuelto y le gustaría comer algo.

Sam asintió bruscamente y sacó una bandeja. Cortó varias lonchas de la carne que había preparado para la cena y las sirvió en un plato, junto a un puñado de patatas fritas y un poco de brécol hervido.

—Toma, ya está.

—Siento lo de antes.

Sam arqueó una ceja con expresión interrogante.

—Siento lo de los vasos, y las patatas, y todo eso. Sam, me siento como si nunca hubiera hecho todas estas cosas, pero todo el mundo me dice que sí las he hecho, así que supongo que la amnesia no solo me ha afectado a la memoria, sino que me ha convertido también en una inepta.

Sam suspiró. Él no pretendía hacerla sentirse tan mal.

—No eres ninguna inepta. Solo eres un poco torpe, eso es todo. Mira, ¿por qué no vienes aquí después de llevarle a Max la cena? A lo mejor puedo enseñarte algunas cosas para que mañana no te sientas tan perdida en la cocina.

—Me encantaría —agarró la bandeja y salió corriendo.

La sonrisa con la que se despidió dejó a Sam reflexionando mientras servía las raciones de soufflé. Quizá, como el propio Max había dicho, no fuera tan mala.

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